Máximo Sozzo es docente e investigador en sociología y criminología de la Universidad Nacional del Litoral, en Argentina, donde dirige la maestría en Criminología y el programa Delito y Sociedad. Es profesor adjunto en la School of Justice de la Queensland University of Technology, en Australia, y ha dado clases en distintas universidades del mundo. Escribió más de 100 artículos en revistas científicas y en libros de criminología. Sus temas de estudio son la sociología de la cárcel, la reforma de la Justicia penal, y la legitimidad y confianza en la Justicia penal. También se especializa en estudios sociales de la Policía y en la metamorfosis de la penalidad.

En una de sus visitas a Uruguay, en el marco de una jornada de estudios penitenciarios que organizaron diversos grupos de investigación de la Universidad de la República, dialogó con la diaria.

Planteás que hay una crisis de seguridad, que hay un patrón que se repite desde los 90 y que el sistema político no ha dado respuesta a eso. Hay cierta continuidad en seguridad. ¿Por qué el sistema político no logra ser efectivo?

Lo primero que habría que discutir es qué quiere decir “ser efectivo”. Si “ser efectivo” es reducir los volúmenes de actividad delictiva y, por lo tanto, reducir la sensación de inseguridad que padecen las personas en las ciudades medianas y grandes de nuestros países en América Latina, uno podría decir que en líneas generales las decisiones y las acciones que los actores estatales han venido tomando en los últimos 20 años, grosso modo, en el marco de esta crisis de inseguridad no han generado muchos resultados positivos porque, cuando miramos las evoluciones de los indicadores básicos, en líneas generales, con algunas excepciones, es difícil decir que hoy vivimos en una América Latina más segura que la de hace 20 años, y lo mismo podríamos decir en concreto sobre Uruguay o Argentina. Desde ese punto de vista, uno podría decir que hay una asignatura pendiente en las políticas públicas, en las estructuras estatales, en construir intervenciones que sean capaces, de algún modo, de reducir los volúmenes de daños que produce cierta forma de actividad delictiva. Pero, al mismo tiempo, hay que entender que la política se relaciona con este fenómeno no solamente desde ese punto de vista, que sería el que más naturalmente todos nosotros, como ciudadanos, plantearíamos en una conversación tomando cerveza o café. Hay también otra relación de la política con estos problemas, que está fuertemente vinculada al hacer política a través de estos problemas. Entonces vivimos, especialmente en nuestros países, en la democracia liberal realmente existente que tenemos, en la que sectores de la política construyen constantemente referencias a la necesidad de endurecer la política de control del delito, de volver más severas las acciones de las policías y las acciones de la Justicia penal, sin demasiada preocupación por si eso luego es efectivo para reducir el delito, sino porque en sectores muy amplios de la clase política en nuestros países hay una percepción de que eso es lo que la gente quiere. Entonces, un poco la lógica que se instala no es tanto qué es lo que va a ser efectivo para reducir el volumen de delito en un lugar, en un tiempo dado, sino que lo que se instala es qué es lo que me es útil para construir legitimidad y consenso entre ciudadanos que luego son votantes. Hay una lógica de uso político de la cuestión del delito y del control del delito en las democracias latinoamericanas contemporáneas que está muy presente y que inclina el fiel de la balanza hacia decisiones de incremento de la punitividad; lo que se ha llamado “el populismo punitivo”. Ahí hay otra razón por la cual el impacto efectivo, o no, de las decisiones pasa un poco a un segundo plano, porque hay otro juego que se juega, el de la construcción del consenso, de la vida política. Y tenemos demasiados actores políticos que están muy preocupados por eso, no por discutir realmente qué es lo que produce resultados positivos o no, sino por generar este juego que es bastante de apariencia, de brindar la apariencia de que estamos haciendo algo que va a ser efectivo, y hay sectores del público que creen que lo que hay que hacer conecta ahí, y ya esa sinapsis es positiva.

Hablás de un “corsi e ricorsi”, de “idas y vueltas”, donde hay quienes creen que hay que cambiar la política policial y otros que se resisten y luchan por mantener el estado de las cosas. ¿Qué implica tener jerarquías policiales que se resisten al cambio y que buscan regresar a viejas lógicas?

Uno de los principales problemas que tenemos en América Latina con las instituciones policiales es precisamente que tienen un fuertísimo legado que viene del pasado, de una cultura y una organización de carácter autoritario, que es cierto que durante los momentos dictatoriales experimentó un grado de extremo desarrollo, pero no es algo que nació con las dictaduras, sino que nace en el siglo XIX, con las mismas instituciones policiales en América Latina que fueron siempre construidas sobre la base de un modelo autoritario. Entonces, tenemos ahí una larga persistencia, una especie de inercia de formas autoritarias de pensar y de actuar en las instituciones policiales. Las dictaduras las exacerbaron y, de algún modo, todos los procesos de transición a la democracia han tenido enormes dificultades para desarmar, y aún hoy, 40 años después de que se iniciaron las transiciones a la democracia en América Latina, seguimos lidiando con esas persistencias. Esto es un componente muy problemático que nos debe ayudar a entender las dificultades que tenemos para lograr que las instituciones policiales cumplan papeles relativamente efectivos en lidiar con los problemas de eso que llamamos comúnmente “la inseguridad”. Ahí hay una verdadera paradoja: lo que actores de la Policía reclaman frente a las tentativas de reforma, por eso corsi e ricorsi es defender el statu quo, la tradición, aun cuando esa tradición y ese statu quo se demuestran todos los días muy poco efectivos en enfrentar el problema de la inseguridad. A la deslegitimación de las fuerzas policiales entre los ciudadanos por sus prácticas de carácter autoritario, se le suma la deslegitimación por sus prácticas inefectivas. Son dos capas de deslegitimación, y por eso la crisis de las instituciones policiales en América Latina es un fenómeno realmente muy fuerte, muy extremo en la investigación social sobre cómo los ciudadanos ven a las policías. Los niveles de deslegitimación pública, de desconfianza pública, son extremadamente altos. Es una institución muy poco valorada por la ciudadanía. Ahí se da de nuevo una paradoja: la defensa de la tradición y el statu quo retroalimenta el ciclo de producción de deslegitimación y de desconfianza. Evidentemente, es indispensable que hoy demos un debate público más racional sobre cómo romper ese ciclo, porque evidentemente ahí tenemos una de las grandes dificultades para producir políticas públicas en este terreno que tengan características más racionales. ¿Eso se puede perpetuar en el tiempo? ¿Una deslegitimación tan importante como la de la Policía pueden pasar tantos años y que siga así? Parece ser que sí es posible, en el sentido de que llevamos 40 años de transición a la democracia. Nuestras instituciones policiales salen de la transición a la democracia extraordinariamente deslegitimadas por su participación activa en las prácticas autoritarias e ilegales de los regímenes dictatoriales. Los procesos de cambio en los lugares en los que se han dado son limitados, moderados y duran poco en el tiempo. O sea, hemos tenido intentos de reforma, pero esos intentos de reforma suelen tener duraciones limitadas y suelen referirse, por lo general, a segmentos específicos de la institución policial y no tanto a cambiar estructuralmente la institución policial. Nuestras policías hoy se parecen bastante a las policías de los años 80 en América Latina, nada más que ahora son más grandes, tienen más recursos humanos y materiales porque nuestros presupuestos en materia policial crecieron extraordinariamente de la mano de la crisis de inseguridad. Entonces, diría que es cierto que parecería que, pese al ciclo de producción de ilegitimidad y desconfianza pública, las instituciones policiales pueden persistir. Pero también entiendo que hay momentos en los cuales esa crisis puede hacer eclosión. Es muy difícil pronosticar el futuro, pero estamos en niveles que son tan elevados que uno podría decir que la clase política, los actores de la política profesional, de la democracia liberal realmente existente, tienen que registrar que hoy tienen una bomba de tiempo en sus manos, que son instituciones policiales con tal nivel de deslegitimación y desconfianza. Eso debería llevar a la política a un debate público más racional sobre cómo reformar la Policía para volver las policías relativamente más capaces de generar prácticas efectivas y, al mismo tiempo, prácticas que generen confianza y legitimidad pública.

Cuando las hay, las “nuevas políticas” de seguridad suelen asociarse a personas, gestiones o jerarquías policiales que luego quedan aisladas.

Claro, lo que ha pasado mucho en toda América Latina, no sólo en Uruguay, es que los procesos de reforma se lanzaron en momentos en que la crisis de la institución policial se hizo muy evidente, entonces parecía que no había otro camino que producir una reforma. Esas reformas son, por lo general, producidas por coaliciones reformistas, o sea, por grupos de actores que apoyan la reforma, que pueden tener un líder específico, pero tenés actores de la misma institución policial, de la política profesional, de la Justicia penal, de la sociedad civil, que de algún modo se coaligan para generar procesos de reforma. Pero muchas veces esos procesos de reforma han logrado impactos en segmentos de la actividad policial. Como ejemplo se puede ver la creación de policías comunitarias, algo que pasó también en Uruguay: creamos un cuerpo, un segmento policial dedicado a hacer un estilo de policía distinto de la policía tradicional, al que llamamos Policía Comunitaria. Esto puede querer decir muchas cosas distintas en los distintos países, pero se volvió una especie de etiqueta que engloba un montón de cosas distintas. Pero bueno, esos cuerpos o segmentos específicos son eso: cuerpos o segmentos específicos. Entonces, si en una provincia o en un estado en el que tenés 60.000 policías hay 1.500 que hacen policía comunitaria, es difícil pensar que eso va a transformar radicalmente la práctica policial, por una cuestión que es obvia hasta para mi tía Juana, que es que si de 60.000, 58.500 hacen lo mismo que hacían antes, el efecto es que la Policía sigue haciendo lo mismo que se hacía antes, no la novedad que está confinada a esos 1.500 policías. Estas reformas focalizadas, limitadas en su alcance, ya generan este problema en la percepción pública. ¿En qué medida podés transformar la percepción pública? La manera en que la gente visualiza a la Policía con intervenciones tan confinadas, encapsuladas en determinado lugar. Si a eso le agregás que después cambia el gobierno en algún país y viene el nuevo gobierno y dice “no hay más Policía Comunitaria”, los 1.500 policías que estaban haciendo algo distinto desaparecen de la escena y el resultado es mucho más dramático y más obvio, es difícil pensar que eso genera una mutación. Es como una trampa. Ahí hay realmente un callejón medio sin salida en la política democrática latinoamericana, que nos dificulta construir una alternativa de carácter más estructural, y eso nos hace convivir con instituciones policiales cuyos papeles, desde el punto de vista práctico, son muy limitados y que además están atravesadas por una historia de violencia y corrupción que es extraordinaria y que sigue reproduciéndose sin cesar.

¿Hay una adopción acrítica en la región de los conceptos del norte?

Mucho de eso. Por supuesto que no es algo privativo de la política de control del delito, sino que atraviesa las políticas públicas en general. Forma parte de una larguísima tradición que viene de la colonia y que, de algún modo, reproduce el colonialismo bajo nuevas facetas: la adopción acrítica de ideas y prácticas generadas en el Norte global, a las que, por ser generadas en el Norte global, se las recubre de un aura de positividad: es lo moderno, lo civilizado, lo que debemos seguir. Eso pasaba en el siglo XIX, pasó en el siglo XX y sigue pasando en el siglo XXI. Por ejemplo, en Uruguay hay un nuevo Código del Proceso Penal [CPP] desde hace algunos años. Ese CPP incluye una figura que se llama procedimiento abreviado. ¿Qué es el procedimiento abreviado? Es la traducción al español, en América Latina, del plea bargaining; es un modo de resolver un caso judicial que ha estado en el proceso penal estadounidense durante los siglos XIX y XX, en el que las partes se ponen de acuerdo, el imputado se declara culpable, acepta la imposición de una condena y entonces la Justicia penal impone una condena sin juicio. Es un mecanismo de condena sin juicio. Cuando se reformó el CPP en Uruguay, la idea era que iba a dar lugar a un modelo acusatorio y adversarial. La figura por excelencia de una Justicia penal acusatoria y adversarial es el juicio. Es el lugar en donde hay dos partes, hay una acusación, el imputado con su defensor, se controvierte sobre lo que pasó, presentan sus pruebas y argumentan ante un tercero imparcial que es el tribunal. El juicio es, si se quiere, el rito fundamental de un modelo acusatorio o adversarial. Pero Uruguay tiene hoy una Justicia penal en la que el juicio es una excepción, porque todos los procesos penales que llegan a condena, o la mayor parte de los procesos penales que llegan a condena, lo hacen mediante el procedimiento abreviado, que no es otra cosa que una traducción del plea bargaining estadounidense. Ahí tenés un ejemplo muy concreto, algo que cambió radicalmente la manera como funciona la Justicia penal en Uruguay –también en Argentina, en Chile y en otros países de América Latina–, que es el producto de un proceso de estas traducciones. Es siempre algo más complejo que una simple adopción. El proceso abreviado uruguayo no es idéntico al plea bargaining estadounidense, sino que es eso modificado. Siempre se le introducen algunas modificaciones. Pero, en la sustancia, uno puede hablar de una americanización de la Justicia penal porque la sustancia, de repente, en Uruguay está reemplazando el viejo problema uruguayo, como el viejo problema argentino o el viejo problema chileno, que era la cantidad de gente presa sin condena, es decir, la gente presa en prisión preventiva. Ahora reemplazamos los presos sin condena por condenados sin juicio.

En cuanto a las modificaciones de las que hablás, y al nuevo CPP, que se hizo justamente para no tener tanta gente en prisión preventiva, esas modificaciones, con esa lógica de la política punitivista, fueron hacia la prisión preventiva, en detrimento de las garantías del proceso.

Imaginate la paradoja, que no se da solamente en Uruguay: todo el lenguaje de la reforma de la Justicia penal dijo: “Vamos a lograr una Justicia penal que use menos la prisión preventiva” y, de hecho, cuando mirás el único indicador que se suele publicar sobre esto en términos estadísticos en Uruguay y en América Latina, que es la cantidad de personas presas sin condena y la cantidad de personas presas con condena en un día de un año, se ponen dos porcentajes, entonces mirás en Uruguay y dicen que hay 12% de presos sin condena. Entonces decís: “Hemos logrado el resultado: tenemos una Justicia más justa porque las personas no van presas sin haber sido condenadas, van presas habiendo sido condenadas, pero el truco es que van presas siendo condenadas pero sin juicio, que es el momento fundamental de ejercicio de las garantías de un imputado. Van presas mediante un mecanismo súper veloz de imposición de condena, que además tiene como piedra basal la confesión, que es otro componente que a mí me interesa mucho discutir. O sea, hemos vuelto a una Justicia penal que condena a las personas que confiesan. El modelo inquisitorial de Justicia penal, el modelo tradicional de Justicia penal que viene, como su nombre lo indica, de la tradición del Inquisicion de la Iglesia Católica Apostólica Romana, un modelo que tenía como piedra basal la confesión. Lo paradójico es que el proceso abreviado como método fundamental de imposición de condenas, al menos en este punto, nos lleva a una Justicia que dice ser acusatoria adversarial, pero reproduce un rasgo completamente fundamental del modelo inquisitorial, del modelo que pretende reemplazar, que es que sólo condenamos a confesos. Cuando lo pensamos así, es un giro muy dramático.

¿A qué le llamás “metamorfosis de la prisión”?

La idea básica es que hay todo un debate sobre qué pasa con la prisión en las sociedades contemporáneas, tanto en el Norte global como en el Sur global. ¿En qué medida las prisiones contemporáneas están cambiando en su modo de funcionamiento? La prisión es muy interesante; la prisión como forma de castigo dominante del derecho penal moderno nació entre fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX en el contexto del Norte global. En América Latina se transformó en la forma dominante de castigo en la segunda mitad del siglo XIX. Entonces, siempre tenemos la misma forma de castigo. Ahora, ¿en qué medida se está transformando o no esa forma de castigo, que pese a que sea la misma forma de castigo, puede tener en su interior, en su dinámica de funcionamiento, características distintas? Hay una idea, más o menos general, planteada en mucha literatura de la sociología y de la criminología, sobre las prisiones, de que estamos abandonando un modelo correccional de prisión moderna y adoptando un modelo de prisión incapacitante o neutralizadora. En el pasado castigábamos para corregir al criminal, lo que luego llamamos “rehabilitar”, “readaptar”, “resocializar”, “reinsertar”, pero que siempre es corregir al criminal: te castigo privándote de tu libertad para transformarte de un ciudadano delincuente en un ciudadano honesto. Voy a hacer una especie de “terapéutica” de tu criminalidad por medio del encierro. Pero cada vez más se pasa a un castigo que es mero encierro. ¿Te castigo para qué? Para encerrarte. Porque si te encierro, no podés volver a cometer delitos que dañen al público durante un lapso de tiempo más o menos prolongado. Por eso se habla de “incapacitante” o “neutralizante”. Te incapacito, te neutralizo. Esta lectura piensa que un modelo de prisión está siendo reemplazado por otro, y lo piensa en términos de un cambio de época. En el Norte global se cifra como naciendo en la década de 1970. En líneas generales, tengo una lectura antagónica a este tipo de análisis, por eso la palabra metamorfosis me sirve para pensar lo que creo que en el siglo XIX, en el mismo momento del nacimiento de la prisión en América Latina, la prisión ya nació con una economía mixta. ¿Qué quiere decir una economía mixta? Una prisión en donde había sectores que funcionaban de acuerdo con el modelo correccional, pero también había vastos sectores de la prisión, ya en el siglo XIX, que funcionaban de acuerdo con el modelo neutralizante o incapacitante. Y lo que había eran cuotas distintas de estos dos modelos, en distintas jurisdicciones, en distintos momentos. Pero están los dos modelos presentes desde el nacimiento de la prisión. En América Latina los dos modelos están presentes desde el momento del nacimiento de la prisión, y lo que en todo caso está pasando ahora, en los últimos 30 años, de la mano del crecimiento enorme y bestial de las tasas de encarcelamiento, del que Uruguay es un ejemplo paradigmático, es que se está desbalanceando la economía mixta porque este modelo incapacitante y neutralizador tiende a crecer más y cada vez más personas privadas de la libertad viven su vida en un lugar que es mero encierro. Sin embargo, eso no quiere decir que el modelo correccional desaparezca: ni siquiera en Uruguay hoy el modelo correccional desaparece radicalmente, porque ustedes, por ejemplo, siguen teniendo redención de pena por trabajo y educación, que es una institución legal muy típica de un modelo correccional: como si trabajás o te educás es “bueno para corregirte”, hacemos la ficción de que te estamos corrigiendo, te descontamos tiempo de duración de tu encierro porque trabajás o te educás. La redención de pena es un clarísimo elemento ligado al modelo correccional, como lo es la libertad condicional, y hay un montón de otros ejemplos. A mí me parece que hay que leer lo que pasa en América Latina no tanto como un cambio de época, sino como un nuevo balance en esta economía mixta del castigo legal contemporáneo. Eso es válido tanto para Argentina como para Uruguay y para otros países de América Latina. Es una clave de lectura que sirve para pensar lo que está pasando en las prisiones en distintos lugares. Y eso no le quita ni le pone, porque hay gente que cree que decir esto es que la mirada que tenemos sobre la prisión es más positiva. Y no: mi mirada sobre la prisión contemporánea es completamente crítica. Para poder ser crítico no tengo que decir que “toda la gente que vive en la prisión hoy solamente está encerrada todo el tiempo”, porque eso contradice lo que yo veo, que dirijo el programa de educación universitaria en prisiones de mi universidad. Tenemos 80 alumnos presos en distintas cárceles. Por lo tanto, todo el tiempo estoy en contacto con personas privadas de libertad que estudian carreras universitarias. Por más que hayamos creado ese programa, que no fue para rehabilitar a nadie, sino para que la gente tenga derecho a educarse –porque todos tenemos derecho a educarnos, también lo tienen las personas privadas de libertad–, las autoridades penitenciarias ven a los presos que participan en ese programa como “presos que se están rehabilitando”. En gran medida, el programa puede existir porque matchea con la búsqueda de rehabilitación como lenguaje, discurso, retórica de las autoridades penitenciarias. Como este ejemplo hay miles, entre ellos, los pabellones evangélicos, donde una gran cantidad de población carcelaria de varones vive en áreas que se declaran evangélicas. Esas áreas están completamente atravesadas por un lenguaje correccional, ya no gestionado por el Estado, sino gestionado por las iglesias evangélicas que dicen: “Estamos construyendo un hombre nuevo”, un hombre que mata al hombre delincuente gracias a la conversión religiosa. Y no olvidemos que las prisiones nacieron de un ethos religioso, por eso se llaman “penitenciarías” originariamente. Esta vocación por corregir al criminal está ligada a la tradición religiosa tanto católica como protestante. Por eso los pabellones evangélicos de hoy y su multiplicación: hay jurisdicciones en las que gran parte de la población vive en pabellones evangélicos. Es un ejemplo perfecto de que el modelo correccional no desapareció.

¿Es una respuesta institucional o es algo que se da en los hechos?

Es re interesante. Es algo que se da en los hechos. Por lo general, la retórica de las administraciones penitenciarias es que esos pabellones evangélicos no existen, pero cuando apagás el grabador todo el mundo reconoce que los pabellones evangélicos existen y que además son muy buenos para ordenar las prisiones, porque son eficaces en disminuir los volúmenes de violencia entre personas presas. De hecho, muchas personas presas van a vivir en los pabellones evangélicos no porque se hayan convertido religiosamente, sino porque creen que se vive más tranquilamente que en un pabellón común. Entonces, aun cuando reconozcan que no están convertidos religiosamente –que en teoría sería un requisito para entrar al pabellón evangélico– dicen que están convertidos religiosamente, y después te dicen a vos que no están convertidos religiosamente pero que conviene vivir ahí. Pero eso implica ajustarse a unas rutinas que son diseñadas por unas jerarquías de presos, que es una jerarquía evangélica. Hay un preso al que se le llama “pastor”, que es algo así como el jefe del pabellón, que no solamente establece reglas sobre cómo vivir –por ejemplo, no podés consumir drogas–, sino que además genera un mecanismo de vigilancia para el cumplimiento de esas reglas. Es una autoridad dentro de la prisión.