Cuando conocí a Susana Osinaga Robles —la enfermera que se hizo cargo del cadáver del Che antes de que los militares bolivianos lo mostraran en la lavandería del hospital Señor de Malta de Vallegrande como si fuera un trofeo de caza—, era una señora bajita con el cabello ondulado, las piernas hinchadas y zapatos negros. Administraba un almacén del pueblo, un rincón tranquilo, de clima templado, con alrededor de 17.000 habitantes, casas de uno o dos pisos y hombres y mujeres acostumbrados a las idas y venidas de los extranjeros. Han pasado ya diez años de la entrevista que me dio para compartir sus experiencias y aún recuerdo que había hecho imprimir decenas de calendarios con la cara del guerrillero y los despachaba como pan caliente. Una de las primeras cosas que me dijo fue que hablar de lo que vio, escuchó y lavó tenía un precio: 50 bolivianos —unos siete dólares al cambio del momento—, lo que cuesta un pequeño souvenir en cualquier ciudad turística. Y luego me hizo firmar en un cuaderno de visitas algo raído.
Lo que vio Osinaga fue un cuerpo que no se movía, con las botas puestas (hasta media canilla) y dos pantalones y tres pares de calcetines sucios encima; un guerrillero derrotado, manoseado por varios soldados que querían mostrar las balas que acabaron con él en 1967; una sucesión incesante de curiosos con ganas de averiguar qué había ocurrido; grupos reducidos de personas que simpatizaban, en silencio, con la cruzada de Ernesto Guevara de la Serna; y los ojos abiertos del argentino, unos ojos que parecían seguirle a Osinaga mientras se movía de un lado a otro para cumplir con la tarea que le encomendaron, ojos que se adueñaban de la escena como los de un galán en una telenovela.
Lo que escuchó fue que el guerrillero se parecía a Jesús, que era guapísimo, que debía dejarlo presentable antes de que llegaran los periodistas para hacerle fotografías.
Lo que lavó fueron las heridas, “en un costado del torso, en una de sus piernas y cerca del corazón”. Y además, le echó el pelo hacia atrás con muchísimo cuidado para peinarlo y le desenredó la barba con delicadeza para que no se viera como un indigente.
Y lo que me cobró a mí 40 años después de la muerte del símbolo revolucionario más mediático del siglo XX le serviría, me dijo, “para pagar algunos medicamentos”.
Por aquel entonces Vallegrande era un gran bazar donde todo lo relacionado con el Che estaba a la venta: el mechón de pelo que supuestamente le cortó uno de los que se congregaron en la lavandería antes de que enterraran, en secreto, al guerrillero; el polvo y la greda de la fosa común donde permaneció sepultado unos 30 años; camisetas, cuadros, afiches, pines y libros fotocopiados. Había incluso un camión con ron El Che decorado con una gigantografía de una modelo en bikini que sujetaba una botella sobre uno de sus muslos. Y también un montón de charlatanes en busca de dinero fácil, capaces de hacer creer a algunos incautos que tenían frascos “con la sangre de Guevara”.
Ninguna de las mujeres bolivianas que vieron al Che —antes de morir o después de que lo ejecutaran— ocupa un papel protagónico en las biografías que se han escrito hasta ahora sobre el guerrillero. Ninguna tuvo hijos con él, como la peruana Hilda Gadea o la cubana Aleida March. Ninguna fue un amor imposible, como Chichina Ferreyra cuando Guevara no había abrazado todavía las causas revolucionarias. Y ninguna defendió sus ideales agarrando un arma, como la argentina Tamara Bunke. Pero entre todas, con sus testimonios, han ayudado a llenar algunos renglones vacíos de la historia “no oficial”, la que se ha construido gracias a la memoria oral y a los personajes de segunda fila.
Una de ellas, Julia Cortez, una profesora de colegio que en los años 60 daba clases a los niños de una aldea a unos 63 kilómetros de Vallegrande —en la precaria escuela de La Higuera, donde Guevara estuvo prisionero antes de que lo balearan—, me recibió un día de octubre de 2007 en el portón metálico de su casa, con un delantal lleno de grasa y un gesto de indiferencia. De ella había escuchado algunos detalles interesantes: que fue la última civil que habló con el Che, que le sirvió un café, que lo describía como un tipo maloliente y demacrado, y que recibió una dura reprimenda del guerrillero por un error gramatical en el pizarrón de clase. Pero no me confirmó ninguno de estos chismes que los periódicos y televisoras habían repetido hasta el aburrimiento. Cortez me despidió con un “vuelva usted más tarde”; y cuando regresé, no quiso charlar conmigo de nuevo.
Tuve más fortuna cuando visité a Irma Serrano, una vendedora de cigarrillos, cerveza, arroz, aceite y latas de conserva, que tenía un almacén en La Higuera, al lado de un puñado de pintadas sobre Guevara: “Acuérdense de que la revolución es todo y cada uno de nosotros solo no vale nada”, “Tu ejemplo alumbra un nuevo amanecer”, “Tú vives por siempre, Che”.
Serrano me dijo que conoció al Che y a varios de sus guerrilleros el 24 de setiembre de 1967, durante un festejo en homenaje a La Virgen de La Mercedes. Dijo, además, que Guevara tenía una mirada “muy linda”, que conversó con algunos vecinos, que compró un cerdo, que convidó a casi todo el mundo y que pagó con dólares una buena parte de lo que consumieron. Y también me dijo que ella recibió a los extraños con recelo y miedo: “Aquí no estábamos acostumbrados a los ‘barbudos’. Ni siquiera sabíamos quién era él, ni lo supimos hasta unos años más tarde”.
Cuando hablé con ella, La Higuera estaba repleta de “figurantes” inimaginables: entre ellos, un ciclista risueño, con una pierna amputada —y una prótesis en su lugar—, que había viajado para protestar por los 30.000 desaparecidos de la dictadura argentina de Videla, y un delegación de brasileños —liderada por un monje zen, un teólogo de la liberación y un pastor anglicano—, que recogió tierra en unas bolsitas con la imagen de Guevara antes de gritar el clásico eslogan revolucionario: “¡Hasta la victoria, siempre!”.
Serrano estaba convencida de que las sequías que llevaban años atormentando a los campesinos de la aldea se debían a la maldición del Che, una suerte de “venganza” del guerrillero en contra de los que lo apresaron y del territorio donde lo vencieron, y a veces se paraba junto a un póster de Guevara y lo miraba para que se apiadara de ella.
En Vallegrande, sin embargo, decían que el Che, más que maldito, era milagrero. Allá era común escuchar que había bendecido a una familia o que había curado enfermos. Y para muchas mujeres, era como un talismán, un ser casi omnipresente capaz de atraer la buena suerte y la buena vibra. En el pueblo eran conocidas como Las Viudas del Che, y solían comenzar sus oraciones y plegarias con una frase sencilla: “Almita del Che, que mis deseos se cumplan”. Lygia Morón Cuéllar, una de ellas, tenía la costumbre de dar los buenos días, las buenas tardes y las buenas noches a una pintura del guerrillero que estaba colgada en el salón de su casa. Y de vez en cuando recogía algunas flores para llevarlas hasta la explanada donde estuvo enterrado hasta finales de los 90.
Según ella, San Ernesto de La Higuera protegía a los que salían de viaje, proveía de víveres a los hambrientos y buscaba los mejores pretendientes para las solteras, hacía crecer el pasto para el ganado y castigaba a los estafadores. “Sólo hay que pedirle las cosas con fe”, predicaba, sin importarle el ateísmo del guerrillero.
La única vez que Lygia logró tener al Che a unos cuantos palmos de distancia fue en la lavandería donde lo exhibieron. Cuando llegó su turno para verlo, su torso desnudo le causó cierto pudor, y tapó el cadáver ligeramente para que no se alborotaran las otras jovencitas que hacían fila. Lygia me comentó que el Che parecía más vivo que muerto. Decía (no sé si para bromear conmigo o en serio) que ella, además de viuda, era virgen. “Jamás he conocido varón”, fueron sus palabras. Y a ratos, se comportaba ante la pintura que tenía del guerrillero con el recato de una monja en un convento.
Una de las fotos más famosas de la muerte de Guevara lo muestra en la lavandería en la que estuvo Lygia, tal como ella y otras mujeres lo recordaban: con los ojos completamente abiertos. El autor de esa imagen fue el boliviano Freddy Alborta, un reportero gráfico ya fallecido que supo mantener la calma a la hora de captar una escena casi cinematográfica. El Che se ve como un ángel caído: con el pelo alborotado, las pupilas vigilantes y el tronco al descubierto. Cuando Alborta se plantó frente al cadáver estaba inquieto, porque sentía que el guerrillero lo observaba, y luego hizo clic y nos regaló esa fotografía que se ha instalado entre la realidad y el mito.
Meses después de la difusión de aquella foto inolvidable, el escritor británico John Berger la comparó con un cuadro de Rembrandt: La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, un óleo sobre lienzo que el holandés pintó en el siglo XVII por encargo de un gremio de cirujanos. “El lugar del profesor lo ocupa, en este caso, un coronel boliviano [...] Pero el objetivo de las dos imágenes es el mismo: ambas nos presentan a los muertos como un ejemplo: en una, para el avance de la medicina; en la otra, como advertencia política”, analiza Berger en uno de sus ensayos. “El profesor Tulp nos señala los ligamentos del brazo del difunto y sus enseñanzas”, agrega, “son aplicables al brazo de cualquier otro mortal. Y el coronel boliviano nos muestra el destino final de un líder y quiere hacerlo extensible a todos y cada uno de los guerrilleros del continente”.
Según la investigadora argentina Andrea Cuarterolo, a pesar de los intentos del gobierno boliviano por sacar partido de la muerte del ícono más representativo de los años 60, la fotografía de Freddy Alborta se convirtió en testimonio de su resurrección improbable. Lejos de representar la derrota del Che Guevara, “instaló en el imaginario colectivo la expresión triunfante y doliente de un hombre en los umbrales de la inmortalidad”, escribe la académica en uno de sus trabajos. Quizás todo fue culpa del agente de la CIA Félix Rodríguez. Los rumores dicen que Rodríguez colocó un fósforo en cada ojo del cadáver del guerrillero para sostener los párpados y hacerse una foto con él, y que quedaron así, rígidos, dando origen a los relatos sobre el influjo de su mirada.
En Vallegrande, cada vez que se conmemora la fecha de la muerte del Che Guevara, su inmortalidad está a golpe de vista: los días de aniversario las boinas con una estrella roja al medio y los atuendos —chaquetas y remeras— con frases revolucionarias forman parte del decorado habitual en las calles del pueblo; al igual que consignas como “¡Patria o muerte, venceremos!”. Muchos de los peregrinos son admiradores de los presidentes vinculados al socialismo del siglo XXI, como Daniel Ortega y Evo Morales, y repiten el mismo recorrido que suelen ofrecer algunas agencias de turismo: primero, se acercan a la lavandería del hospital Señor de Malta, después se dirigen a La Higuera y finalmente retornan a Vallegrande para visitar el cenotafio construido en la pista de aterrizaje donde se hallaron, en 1997, los restos del guerrillero tras la inesperada revelación de un militar boliviano y la intervención de un equipo de antropólogos forenses de Argentina y Cuba.
Cuando yo fui hasta el cenotafio lo hice en compañía de Alejandrina del Valle e Inés Robles, su madrina, dos señoras serias y ceremoniosas con vestidos que llegaban casi hasta los tobillos y unas mantillas negras con flecos. Alejandrina me contó mientras caminábamos que a veces le rezaban a Guevara para que las ayudara en la venta de una bebida local llamada chicha. Cuando se plantó delante de la tumba simbólica que se ha levantado en honor al Che, permaneció en silencio. Y a mí me dio por imaginar que lo que poblaba su cabeza en aquellos momentos eran los ojos abiertos del guerrillero.
Texto y fotos | Álex Ayala Ugarte