La luz se colaba entre las ventanas mal cerradas indicando el amanecer. Una brisa acariciaba los árboles y los pájaros comenzaban su barullo matinal. Dentro de la casa, Manuel corría para contestar la llamada que esperaba hacía horas, con lápiz y papel en mano. Al otro lado del teléfono, una voz agitada narraba lo que estaba sucediendo: “Estamos en la hacienda Cerro Alegre, en la localidad de Aral Moreira, frontera con Paraguay. Entraron cinco Hilux, al grito de ‘acá la Federal no manda’. Nos están disparando y quemaron nuestras carpas”.
Sin reparar en el simbolismo de sus trazos, Manuel anotaba los detalles de la conversación con un lápiz de color rojo intenso, como la sangre con la que se escribió la historia de Mato Grosso do Sul, el estado más violento de Brasil en lo que refiere a cuestiones indígenas.
Tras la guerra de la triple alianza, Paraguay perdió más de un millón de personas y grandes porciones de su territorio fueron absorbidas por Argentina y el Imperio del Brasil. Por aquel entonces, la ley brasileña no permitía que las tierras indígenas fueran consideradas estatales y mucho menos que se arrendaran. El plan era poblar estas nuevas áreas con brasileños, pero sus primeros ocupantes —los Guaraní Kaiowá— no fueron tomados en cuenta ni consultados al respecto. En cambio, sus territorios ancestrales fueron cedidos en calidad de arrendamiento a la compañía Mate Laranjeira. Allí, esta empresa explotaría la yerba mate, instaurando un modelo latifundista abastecido de mano de obra esclava, que con algunos matices hoy permanece vigente.
Con una superficie que duplica la de Uruguay, Mato Grosso do Sul es el estado con mayor concentración de tierras de todo el país. En la zafra 2016-2017 batió el récord nacional de producción de soja con un volumen de 8,49 millones de toneladas. Si fuera un país, este estado sería el séptimo productor mundial de soja y es considerado un referente a nivel nacional por su capacidad de producción. Pero la opresión que viven los pueblos indígenas no forma parte de las ecuaciones cuando se habla de desarrollo.
En la década pasada, más de 400 indígenas fueron asesinados directa o indirectamente por el agronegocio, lo que hizo que Mato Grosso ocupara el puesto más alto de otro ranking: el de muertes, según el informe anual de violencia contra los pueblos indígenas de Brasil editado por el Consejo Indigenista Misionero. Las principales causas de fallecimientos son homicidio e intoxicación por agrotóxicos. Despojados de sus tierras ancestrales, los indígenas son forzados a vivir por décadas a los costados de las carreteras. Pero a pesar de las condiciones hostiles en las que viven, los Guaraní Aiowá no dejan de sorprender. El coraje es la respuesta a la milicia armada que, contratada por los estancieros, dispara sin piedad a adultos, niños y niñas.
“Mis dos hijos que me acompañaban fueron asesinados por los sicarios de la estancia. Primero murió la hija del capitán, nuestro vicelíder, después mi hermano menor, después mataron a mi hermano mayor. Luego un niño que ellos atropellaron después de asesinarlo. Después mi tía murió envenenada. El séptimo fue mi marido, asesinado después de que ocupamos”, relata Damiana, líder de la comunidad Apy Ka’y.
Incluso en este contexto de constante violencia, los Guaraní Kaiowá no se dan por vencidos y se niegan a bajar la cabeza. Están decididos a recuperar sus Tekoha (“tierra ancestral” en lengua guaraní). Para ello, cargan su arma más potente: la oración. Después de meses de rezo durante noches, el chamán, una de las figuras más respetadas de la comunidad, da el aviso a su grupo y parten para retomar a sus tierras. Saben a lo que se enfrentan, pero confían en las palabras con que Marçal de Souza Tupai, el líder indígena asesinado a los 32 años, se refirió a los estancieros: “Ellos creen que la solución es enterrarnos, pero no se dieron cuenta de que somos semillas”.
Pablo Albarenga