Un retrato de Vaslav Nijinsky a lo Gardel, engominado y de traje, como el día de su boda, flota en el centro de la escena que enmarcan las candilejas del proscenio. Hay un aire de music hall mientras la gente se acomoda para la última función de Mikhail Baryshnikov en el Teatro Coliseo de Buenos Aires, donde el mes pasado tuvo que agregar fechas con una pieza sobre los diarios de Nijinsky. Para los porteños informados, la historia del bailarín ruso-polaco de fama descomunal que relató su ahogo en la esquizofrenia un siglo atrás tiene el aditamento algo farandulesco de su intempestivo casamiento en Buenos Aires, mientras rompía con su amante, el empresario Sergei Diaghilev. Para los más pop, por llamarlos de algún modo, hay que ver a Baryshnikov, el bailarín que se ganó a Hollywood desde los años 80, el de películas como Sol de medianoche, el que hasta estuvo en la serie Sex & the City, aunque haya avisado que Letter to a Man es eminentemente teatro, una obra sobre un hombre atormentado.
En la platea del Coliseo, un domingo primaveral y antes de que caiga el sol, hay un público indatable de tan diverso. Se divisa a Piero (el de “Mi viejo”, sí) entre las butacas y unas filas más atrás unos muchachos que parecen pertenecer al mundo de la danza discuten si “la firma” entrará en una zapatilla de ballet diminuta con todo el aspecto de ser un llavero. Antes de que se oscurezca la sala, la voz de Marcos Mundstock insta a apagar los celulares si no están en el tono adecuado y sugiere no filmar, ya que sería una manifestación artística no prevista para la ocasión.
Comienza el show. Con Baryshnikov como figura, el espectáculo retoma una tradición de puesta en abismo, el bailarín que interpreta al bailarín. Sin embargo, el texano Robert Wilson evita esa duplicidad concibiendo junto al letón un personaje pintado de blanco, de máscara expresionista, de manos abiertas de sorpresa, quizás el “clown de Dios”, como lo llamó Maurice Béjart. Del consagradísimo Wilson, que integra en escena los medios artísticos que le vienen en gana, valga nombrar la ópera Einstein on the Beach, que escribió en 1976 con Philip Glass. Esta es la segunda unión creativa con Baryshnikov; tienen el aplaudido antecedente de The Old Woman, que juntaba al bailarín con Willem Dafoe.
En su séptima década, Baryshnikov anda leve, en puntas de mocasín en algún tramo, y gira elegantemente a un lado y otro ataviado en Giorgio Armani, pero la silla, como en un Copi o en un cabaret, es fundamental como síntesis de confinamiento. En esa silla, delimitada además en su territorio vertical por luces y sombras, en esa alternancia radical, vemos a este personaje por primera vez. Se oye un ruido de turbinas. Tiene un chaleco de fuerza, y en un pifpaf de luces, Baryshnikov continúa allí, pero vestido de frac. La cara sigue pintada.
Desapareció el cuadro de marco dorado. Nijinsky ya no está. El renovador coreógrafo habita una zona de silencio. En cambio, una voz en off emite la primera sentencia: “Entiendo la guerra porque me peleé con mi suegra”. Se oirá en francés, en ruso, en inglés, se leerán los subtítulos en español. La evocación comienza en 1945 en Budapest, con dos décadas de desequilibrio pesando sobre Europa y en su mente. Nijinsky y su esposa Romola encontraron refugio con su familia, corren las últimas semanas de guerra y en las calles combaten soldados rusos y alemanes. Las frases cortas y sugerentes y sus repeticiones serán parte del mecanismo, combinando proyecciones de paisajes desoladores, propios de un Tarkovski, de ventanales monacales, de dibujos de Nijinsky o de un pequeño tinglado. Al hombre de traje que encarna Baryshnikov lo cubre un halo de luz cuando reaparece en su silla y se escucha como una letanía “No soy Cristo, soy Nijinsky” (dirá “No soy Diaghilev, soy Nijinsky”, al irrumpir minutos más tarde, suspendido cabeza abajo y descendiendo “mágicamente” hasta el apagón momentáneo).
Hay una escena con el telón de fondo de árboles en la que Baryshnikov avanza hacia la izquierda y retrocede y vuelve a avanzar, mientras la voz habla acerca de acciones contradictorias, sobre un sueño o una vivencia que incluye huellas y sangre, posibles rastros de un crimen que se desdibuja al contarlo. Hay resonancias de La amante inglesa, de Duras, en ese discurso/blackout, como perspectivas de lucidez en fuga. Ese Nijinsky que aquí es más que nada una voz es ese fragmentado discurso que pervivió en sus diarios, publicados por primera vez en 1936 (aunque esta obra está basada en la versión sin expurgar). La idea de Dios, la declaración de ausencia de temores, el recuerdo de las cocottes de Pigalle, “soy una bestia, un depredador”. La cita del escritor Henry Miller figura en el programa de mano: “Es una comunicación tan desnuda, tan desesperada, que rompe el molde. Estamos cara a cara con la realidad y es casi insoportable... de no haber ido al asilo, habría tenido en Nijinsky un escritor análogo a un bailarín”.
Si algo prevalece en Wilson —lo mismo que se constató cuando Peter Brook trajo su montaje de La flauta mágica al Solís en 2011— es el grado de depuración logrado, que no es igual a desmantelar la escena, sino a potenciar la carga simbólica de cada elemento. Lo escabroso acecha, pero hay belleza en su formulación: un cruz que arde, una sombra en latencia, un muñeco-soldado, una sonrisa que interpela o los juguetes fuera de escala de un posible Cascanueces. Y los mensajes multiplicadores del guion musical, en el que suena “nobody knows, nobody cares but me” durante un recatado striptease de chaqueta o Cole Porter argumenta “We're all alone, / No chaperon / Can get our number, / The world's in slumber, / Let's misbehave!” (“Let's Misbehave”, 1927). Finalmente, tras 80 minutos de postales en movimiento, los espectadores se comportan como se espera y aplauden de pie haciendo que Baryshnikov vuelva tres veces más. Bob Wilson, el que sostiene que “todo el teatro es danza”, merecía otras tantas ovaciones.
ML