Dicen que la planta llama. Y que cuando eso sucede, uno reconoce el llamado. Yo, por ejemplo, había oído vagamente sobre ella en Uruguay. Después de mudarme a Brasil, escuché más, pero me hice el sota. A fin de cuentas, qué tenía yo que ver con eso. Un día decidí responder y fui. Tenía miedo, pero al llegar lo perdí: estaba donde tenía que estar. Y fue una noche redonda. No me entregué a la embriaguez, pero tampoco volví a hacerme el sota. Bastó con responder: ahora investigo la planta en una tesis de maestría y estoy trabajando en dos libros sobre ella.
Dicen que la planta llama.
Una de las historias más antiguas del planeta cuenta sobre la caída de Dilmun, la tierra por donde salió por primera vez el sol. Estando allí, Enki, el señor de la tierra, decide que debe conocer el corazón de cada planta para determinar su destino. Así, empieza a probarlas una por una.
Pero esto le trae problemas. La diosa Ninhursag se enfurece y decide castigarlo. Enki sufre y cae gravemente enfermo. Pasa el tiempo. La diosa se tranquiliza y decide remediar la situación. Para eso le manda a la diosa de los brebajes, Ninkasi, que utiliza su conocimiento para combinar las plantas y preparar una panacea.
Enki se recupera, pero Dilmun ha caído. En la tierra donde sólo había sol ahora germinan sombras detrás de cada silueta. Nunca más será el lugar que una vez fue, una tierra virginal y prístina donde ningún león mata, donde el lobo no se lleva al cordero, donde cada persona tiene su lugar y no precisa ganárselo. Da comienzo la vida humana.
Ahora Enki se ha caído del Dilmun: atrás queda inconsciencia de lo sublime, la existencia plena, aunque estancada, del paraíso. Le espera un mundo de fatigas, pero que se mueve como una rueda que avanza. La planta ha pinchado la burbuja amniótica y ahora hay que echarse a andar, aunque sea rengueando.
El mito sumerio, que luego inspirará el Génesis de la Biblia, fue escrito en tablillas cuneiformes, al igual que la Epopeya de Gilgamesh, que, se dice, habría inspirado la Ilíada de Homero. La historia data de hace unos 5.000 años.
La idea de un paraíso perdido por la osadía de probar una planta acompaña al hombre desde sus inicios. Incluso hasta nuestros días, donde millares de personas en todo el mundo son encarceladas y muertas por cuestiones relacionadas a plantas tan antiguas como el hombre (por ejemplo, el cáñamo y la coca).
Más recientemente, en la segunda mitad del siglo XX, se ha consolidado la etnobotánica como rama del conocimiento que intenta describir la relevancia cultural de las plantas en las sociedades presentes y pasadas, analizando su papel social, político e histórico. Ejemplos muy mencionados son los misterios de Eleusis, en la Antigua Grecia, ceremonias de celebración de los cultivos que incluían la ingesta de alucinógenos o psicoactivos como forma de limpieza del espíritu, de reconciliación de la vida con la muerte, de reconexión con la naturaleza. También en la India estaba el Soma, sacramento religioso que podría haber sido una planta o un hongo, y que tiene su estatus de deidad registrado en el Rig Veda, la más antigua escritura sagrada hindú.
Así, varios investigadores especulan con que el fruto prohibido que nos ligaba al paraíso perdido era una planta alucinógena o visionaria. Algunos, como RG Wasson, llegan a afirmar que este tipo de plantas son responsables por el nacimiento del sentimiento religioso. Otros, como Terrence McKenna, afirman que incluso el salto evolutivo del homo sapiens se dio por su ingesta, ya que entre sus efectos se cuentan una mayor capacidad de adaptación al ambiente y una expansión de las posibilidades de aprehensión de la realidad.
Dice un historiador que, para los antiguos, hablar de plantas buenas o malas era tan insólito como hablar de amaneceres culpables y amaneceres inocentes. Se podría cuestionar cierta arbitrariedad moral que reside en las prohibiciones de sustancias; de hecho, autoridades sanitarias como la Organización Mundial de la Salud han calificado al problema como extrafarmacológico, pues nunca se pudo acordar un criterio farmacológico de clasificación técnica. De esta forma, la distinción que se ha impuesto hasta nuestros días es de carácter moral: “lícitas e ilícitas”. Y la moral, como sabemos, está más determinada por los criterios del poder que de la ciencia.
De visita a Uruguay me encontré con un amigo. Hacía un año que no lo veía y estaba cambiado: “Acabo de llegar. Fui a la selva a traer medicina”, me dijo. También me anunció que iba a tener un hijo y que su compañera ya había decidido tomar dicha medicina durante el parto.
Mi amigo se refería a la ayahuasca, un té amazónico que surge de la mezcla de una liana (mariri o jagube) y las hojas de un arbusto (chacrona o rainha). Como el mate, estas yerbas son parte de la cultura de una región entera que incluye, en este caso, a las amazonias brasileña, peruana, ecuatoriana, colombiana y venezolana. Tradicionalmente empleada por los pueblos nativos, dotada de significados y funciones medicinales, espirituales y rituales, ha perdurado en la selva y su incorporación empieza a extenderse cada vez más en las ciudades de América y del mundo. Actualmente, numerosos chamanes de tribus indígenas están viajando por el mundo realizando sesiones con ayahuasca.
Conocida como “la reina de la floresta” o “el vino de los espíritus”, la ayahuasca pertenece al grupo de las llamadas “plantas de poder” o incluso “plantas de los dioses”. Se trata de una extensa lista de plantas, presentes en prácticamente todas las regiones del planeta, quizás con la excepción de los pobladores de regiones árticas, donde no hay vegetación. Incluye una variedad de hojas, flores, cortezas, semillas, hongos y e incluso secreciones de animales.
Durante mucho tiempo, las civilizaciones occidentales tuvieron una actitud de rechazo a ciertas sustancias psicoactivas, determinando no sólo la restricción de su uso mediante imposiciones culturales sino también el intento de alejarlas de la sociedad. Por eso, luego de la colonización, muchas culturas nativas que las utilizaban fueron confinadas al secretismo y el uso ritual permaneció inaccesible durante siglos. Tal es la situación histórica del cáñamo y sus derivados en el África musulmana, en el mundo árabe y en India (de hecho, el propio Napoleón emitió un decreto en Egipto castigando el consumo de marihuana en 1808), y también de las prácticas indígenas con peyote y hongos en México, que perduraron por practicarse en lugares inaccesibles de la sierra. Sin duda, esta actitud occidental es el germen de la visión negativa que recae sobre diversos fármacos y, sobre todo, de su prohibición.
Por otra parte, resulta curioso que otras sustancias psicoactivas se encuentran asimiladas a Occidente como productos empaquetados. El historiador español Antonio Escohotado explica que plantas americanas como el tabaco y la yerba mate no eran prohibidas porque representaban un importante activo económico para las arcas imperiales de los europeos. Las plantas menos económicamente atractivas resultaban más propensas a la prohibición.
Entretanto, la ayahuasca aguantó la invasión cultural gracias a la protección de la impenetrable selva amazónica, conservadas por los chamanes o pajés de la floresta. Las palabras de uno de ellos, el yanomami Davi Kopenawa, pueden dar una idea de una concepción no occidental del hombre y del mundo: “Yo no aprendí a pensar sobre las cosas de la selva. Yo realmente las vi al beber el aliento de la vida de mis ancestros a través de la yãkoana. Ella es la que multiplica mis palabras y extiende mi pensamiento en todas las direcciones”.
En 1930, un peón del caucho llega de los seringais amazónicos a Río Branco, capital del estado brasileño de Acre, luego de conocer la ayahuasca a través de los indios en la selva. Allí, Irineu Serra funda el Santo Daime, una doctrina religiosa que combina cristianismo con prácticas afrobrasileñas e indígenas y que incorpora la bebida psicoactiva como sacramento. El té amazónico asiste a los fieles en un trabajo de concentración, autoexploración y conexión divina, realizado en estado de borrachera, como denominan el efecto.
Luego de algunos años de actividad del Santo Daime, surgen nuevas líneas religiosas, que dan lugar a lo que hoy se conoce en Brasil como “religiones ayahuasqueras”. Existe una primera generación de propuestas religiosas con ayahuasca, que en general se constituyen como iglesias: poseen una doctrina, guías espirituales (padrinos) que conducen ceremonias colectivas con música, baile y espacios de reflexión. Como en el caso de la umbanda, el fuerte componente cristiano de estas religiones se explica por los antecedentes de represión de cultos africanos o indígenas en la historia del país, por lo que el sincretismo es común como forma de supervivencia de estos cultos tras la máscara de la institucionalidad cristiana.
Entretanto, hoy vivimos lo que podría llamarse una segunda generación de propuestas ayahuasqueras (ya no exclusivamente “religiones”), caracterizada como “neochamánica”: centros holísticos, centros de expansión de conciencia, terapias alternativas, psicología transpersonal, curanderismo, budismo, hinduismo, merkabah, astrología, física cuántica, psicología junguiana y gestáltica, son denominaciones y disciplinas que conviven en ciertos rituales con ayahuasca en las grandes ciudades.
Esta gran mezcla es un fenómeno típicamente brasileño. Uruguay, por su parte, vio nacer su primera iglesia de Santo Daime, Céu de Luz, en 1996, fundada por Ernesto Singer. El antropólogo Juan Scuro, autor de una excelente investigación sobre neochamanismo en América Latina, describe otras tres corrientes presentes en Uruguay: el vegetalismo peruano, el camino rojo mexicano y una línea autóctona que rescata la ancestralidad charrúa.
Estas líneas son ayahuasqueras, pero muchas veces incluyen otras “plantas maestras” en sus caminos espirituales, como los cactus peyote y San Pedro o los hongos. En Brasil, tanto algunas religiones ayahuasqueras tradicionales como algunos grupos neochamánicos usan marihuana (a la que llaman “Santa María”) y otros psicoactivos como la semilla de la Argyreia (similar al ololiuhqui usado en rituales aztecas), el rapé (polvo indígena a base de tabaco y cenizas de corteza de árboles) y las secreciones de la rana kambô, entre otros.
Por otra parte, al llegar a las urbes, estas plantas son incorporadas a terapias psicoespirituales, fruto de la trayectoria y la investigación de algunas figuras que aproximan los planos físico, psicológico y espiritual (en la historia humana, la distinción entre mente, cuerpo y espíritu siempre ha tenido límites difusos). Podemos mencionar dos nombres que conjugan la condición de psicólogos, escritores y líderes espirituales: el chileno Claudio Naranjo, de rica trayectoria internacional, y el uruguayo Alejandro Spangenberg.
Otro amigo que hace algunos años hace psicoterapia gestáltica me cuenta: “Le llamamos reencuentro al momento en que nos encontramos con nosotros mismos. Para eso, nos preparamos alrededor de un año. Primero se hacen dos días de meditación, en los que nos encontramos con ese ser tricerebrado que somos: emociones, intelecto e instinto. Ahí salen los insumos para el viaje: ¿qué queremos?, ¿de dónde venimos? Después, la planta nos dice hacia dónde vamos”.
¿Qué importancia tiene este movimiento? Primero, su incidencia política, ya que en muchos casos se rescatan los conocimientos de pueblos originarios que continúan al margen de la sociedad con sus voces silenciadas desde la invasión europea. Así, los indígenas americanos se vuelven portadores de un conocimiento que, a pesar de no ser científico, adquiere legitimidad a los ojos de Occidente y les permite un reconocimiento social y material.
Segundo, el rescate del valor colectivo, terapéutico y sagrado de estas plantas evidencia el grotesco impacto de la carrera farmacéutica y su compraventa de sustancias. En las sociedades urbanas, la diseminación de fármacos sintéticos favorece un uso indiscriminado, descontextualizado, individualizado y sin objetivos claros más que el de actuar como “satisfacciones sustitutivas” para sobrellevar la vida, como decía Freud al describir el mal-estar en la cultura.
Por último, a nivel de subjetividades, los enteógenos nos ofrecen algo así como un enriquecimiento perceptivo y perspectivo, un sacudón espiritual, un viaje en el que podemos ver la tierra desde arriba de las nubes, como en un avión. Pero notablemente, en este viaje permanecemos conscientes mientras la planta toma el volante de la conciencia, del cuerpo, de los sentidos. Nos volvemos espectadores de lujo en una visita guiada a nosotros mismos.
Tratemos de verlo desde otro lado. En el planeta Tierra, entre millares de otras, tenemos una cultura particular que se encuentra extendida a nivel mundial, principalmente en las grandes ciudades de todos los países, sus centros de poder. Se la ha nombrado “cultura occidental”, o simplemente Occidente, y su concepción dominante de la vida está determinada por el pensamiento racional y científico, con un foco principal: el desarrollo del conocimiento y el dominio y explotación de la naturaleza para beneficio de un supuesto “progreso” humano. En Orientalismo, Edward Said expone la fuerza dominadora e impositiva ejercida por Occidente, asociándola con un “imperialismo político” que “rige todo un campo de estudio, imaginación e instituciones eruditas”. El capitalismo, sistema que privilegia la producción y el consumo como base de la interacción social, es la más perfeccionada criatura tecnocrática engendrada por la cultura occidental.
Sin embargo, existen otras culturas políticamente minoritarias que se mantienen vivas y activas, muchas veces en las sombras, por detrás de esa máscara, sometidas al flujo de la compraventa pero conservando palpitantes raíces no occidentales. Podemos pensar, por ejemplo, en conocimientos considerados no científicos, como la superstición, los yuyos, el tantra-yoga, los oráculos y los curanderos, la astrología o el tarot. Las cosmovisiones de grupos como los indígenas del Río Vaupés, en la Amazonia, que atribuyen el origen de la vida a una gran serpiente que fue depositando a los humanos en las cascadas donde hoy están sus villas, conviven con el último iPhone.
Vale recordar que también en la historia de Europa, el viejito continente, tenemos ejemplos que podríamos situar fuera de esa noción de Occidente, como las sociedades de brujas y sus ungüentos, los chamanes y mistagogos, los herbolarios y sus conocimientos enterrados en favor de lo que hoy es llamado medicina de Occidente.
Estos ejemplos usualmente se presentan como opuestos a la ciencia. Pero debe notarse que la filosofía (madre de la ciencia) nació en la Antigua Grecia en una época en la cual los dioses estaban muy presentes para el hombre, determinando sus hábitos sociales y ritos. Para Platón, una idea era bella (y más cercana a la verdad) cuando era aprehendida por el alma: una experiencia de iluminación.
Sin embargo, con el avance del pensamiento racional, poco a poco la vida humana se fue desacralizando. El destino de nuestras vidas dejó de depender de la voluntad divina y los hombres comenzaron a crear sus propias reglas sociales autodeterminadas, reglas humanas para un mundo humano. La religión, heredera de los dioses, pasa a cumplir un papel moral de fiscalización en un mundo urbano donde se precisa mantener el orden para asegurar la convivencia.
En ese afán por el conocimiento, guiado por sus instrumentos científicos, el hombre va progresivamente desbravando el mundo. Ya casi no tenemos misterios: todo se conoce, sabemos (o podemos buscar en internet) el funcionamiento de las cosas, podemos visitar cualquier lugar del planeta y también viajar al espacio. Es un mundo desencantado, pues no hay lugar para lo desconocido, todo se explica con exactitud milimétrica. Quizás el único misterio restante sea el propio hombre, su mente, su vida, sus límites.
A todo esto, este mundo sin fronteras y con infinitas posibilidades parece entrar en crisis planetaria. Figuras impensadas llegan al poder y arman un teatro del absurdo transmitido por fibra óptica. A esta altura, la racionalidad misma es cuestionada: los centros de poder usan la retórica para atentar contra la propia especie y la naturaleza como un todo. La destrucción masiva se vuelve una posibilidad cada vez más palpable.
En este panorama, no es extraño que las personas sientan la necesidad de buscar una salida en una experiencia que reencante la vida, que establezca o renueve vínculos con lo básico: la tierra, el agua, las miradas, las sonrisas. Algo que nos recuerde lo que se está dejando de lado, el tiempo de conversar sin correr, el intervalo en que me pregunto qué estoy haciendo, la posibilidad de parar para respirar. Porque hasta para sentir dolor hay que tener tiempo.
Para eso, llegan a la ciudad los abuelos de la selva y del desierto y de la sierra, trayendo conocimientos que resistieron a la invasión occidental del planeta. Llegan trayendo la medicina de los reencuentros.
Texto: Sebastián Torterola.