—¿Entendiste?
—Sí, señor.
—¿Qué día vas a resucitar?
—El tercero.
El pastor asiente y le dice a sus ayudantes que estoy listo. Unos pasos más adelante, escoltados por otras personas, mujeres sobre todo, veo a una serie de tullidos o enfermos formados en línea. Una mujer que se retuerce como sanguijuela, un hombre en silla de ruedas, dos viejos en muletas, un niño que repta. Es el día de los milagros, a razón de quinientos pesos cada uno.
El Pastor saca una bolsa de su sotana y me dice:
—Esta te la van a poner mientras yo cuento hasta tres. Si no te ven la cara, el resultado será más impresionante. Además, eres malo para actuar. Tienes un rostro que no permite el engaño.
Lo pienso un poco, pero quinientos pesos son quinientos pesos. Y le digo que está bien.
El más alto de sus ayudantes se desliza la bolsa tras su cinturón y me arrastran en dirección del escenario, antes de atravesar las cortinas. Tengo la impresión de que los compañeros que me escoltan no se dedican a cosas espirituales. Si me dijesen que antes de ser los ayudantes del Pastor fueron policías o guardaespaldas, lo creería sin dudarlo. Hay algo en ese olor a brutalidad que despiden todos los guardaespaldas, algo en la facilidad con que me empujan.
Cuando el Pastor regresa al escenario parece que el teatro va a hundirse con los gritos. ¿Quién lo dijera? Los asistentes parecían gente normal. Dudo que la gente gritase más fuerte o más convencida si en lugar del Pastor hubiese entrado el cantante de moda.
Pero es el Pastor de las Almas quien vuelve al escenario: parece una aparición, con el maquillaje blanco que acaban de ponerle y los dos reflectores que lo siguen a cada paso. Primero va y toma en sus brazos a las personas que aguardan en fila. Una por una las echa hacia atrás y una por una las edecanes rocían agua en sus frentes. El coro y los músicos agitan sus panderetas como si estuvieran bajo los efectos de un estimulante instantáneo y poderoso, gritan con fuerza “Aleluya”.
El coordinador general, el joven afeminado que sigue a todas partes al predicador, hace una señal y todos los milagros inminentes pasamos al escenario. Nos forman en línea, a una distancia de dos metros entre nosotros. El Pastor pasa frente a la fila, alza las manos frente a cada rostro y lo salva. Pero cuando me toca el turno tengo la impresión de que me mira con odio verdadero.
—El Señor acabará con el mal que hay en ti. Para vivir, has de morir.
Y me ponen la bolsa.
Al principio no pongo objeción porque eso fue lo que ensayamos: el Pastor pasará por segunda vez ante cada uno de nosotros e irá poniendo sus manos en nuestras frentes. Esa será la señal.
Tenemos que convulsionarnos como nos indicaron mientras el Pastor reza frente a sus fieles, y no detenernos hasta que cese la música. El Pastor nos tomará de las manos y nos pondrá de pie. Pero alguien rodea la bolsa con una cuerda o un cierre. Entonces me doy cuenta de todo.
No puedo respirar. La bolsa está forrada por dentro con una especie de plástico que se pega a mi nariz y a mi boca desde la primera inhalación. Pretendí alzar las manos pero estas seguían atadas a mi espalda, tal como convenimos.
—¿Son necesarias las esposas?
—Le dan un aire más profesional —dijo el Pastor—. Debes parecer un auténtico endemoniado. ¿Viste las películas de Hannibal Lecter?
Me inclino primero a mi derecha, luego a mi izquierda, pero mis dos ángeles custodios tienen instrucciones de no soltarme de los brazos: se ve que tratan endemoniados con frecuencia. Pretendo gritar “¡no puedo respirar!” pero la bolsa se mete cada vez más en mi nariz y mi boca. ¿Han intentado gritar “me ahogo” sin ahogarse? Debes gritar muy fuerte para que te oigan en un escenario. Pero para eso debes inhalar y las bolsas no están hechas para ello. Lo intento todo: jalar, empujar, dar patadas, pero ellos saben hacer muy bien su trabajo. No me sueltan ni siquiera cuando me tiro al piso y me empiezo a retorcer de verdad. Debo ser un demonio muy convincente.
Alguien grita “muere, maligno”, y siento que me han arrojado por una especie de túnel. Caigo, pero alguien se pone de pie encima de mí: siento una terrible opresión en el pecho. Lo último que pensé es que iban a ahorrar quinientos pesos para mayor gloria del Señor.
Los tambores cesan cuando me quitan la bolsa:
—Resucita —dice el Pastor.
Y lo repite dos veces, como si me perdonara por lo que pasó con su mujer.
Texto: Martín Solares | Ilustración: Dani Scharf.