La vi atravesar sola el umbral hasta mi parque. Era primavera pero aún usaba su tapado azul hasta los tobillos porque la abrigaba del frío. Pude sentir el tiritar en sus huesos mientras el calor lo invadía todo a su alrededor. Era hermosa. Los largos cabellos sueltos bailaban con la brisa, pero sus pasos eran lentos y medidos, ajenos a sí mismos. Estaba y no era. Su presencia se extraviaba de forma tal que todas las miradas la encontraban y de inmediato la perdían.

Nunca vi algo parecido, casi como si nunca antes hubiera tenido ojos, y quizás no los tuve. Llegaba cada tarde y luego también cada mañana. Mi naturaleza me impedía tocar el suelo o tocarla a ella. No podía llegar tan bajo, no había nacido para eso. Aunque ya no sabía cuánto tiempo hacía que la esperaba, no sé cuánto tiempo hace que la sigo.

Se sentó en un banco del parque y yo desde mi árbol la miraba. Sus ojos nunca me alcanzaron. El calificativo más propenso a los humanos para su estado hubiera sido el de “loca”. Lo había escuchado infinidad de veces, empleado con cualquier pretexto. Llegué a creer que el adjetivo, desposeído de razón, se trataba de una muletilla que sonaba sin ton ni son. Pero entendí que era un mecanismo con el que se ponía en ventaja quien buscaba defenderse de su propia ignorancia, o de su propio estado de enajenación. Nunca pude proteger a los expuestos seres que vagabundean la Tierra de ese precoz juicio del otro. Eso hice mal.


Nadie jamás lo vio, pero era el único al que ella veía.

—Vengo de los parques de cemento, acero y fibra óptica. De allí provienen toda mi familia y amigos. También mis enemigos y los que no significan nada. Allí se pueden encontrar muchas cosas y también se puede perder el sentido. Estoy seca. En mí ya no crece el amor y he perdido el motivo.

—¿Qué quieres de mí? ¿A qué has venido?

—Quiero sangre. ¿Ves? —dijo mostrándole su cuello blanco sin torrente alguno—. Ya no corre por mis venas.

—No tengo.

—Quiero palabras con sentimiento, quiero ideas con sustancia, las páginas de mis libros están vacías. No puedo plasmar nada.

El señor de bigotes rococó la esperó cada mañana y cada tarde apoyado en su bastón, con una bolsa de almendras. Sabía que le gustaban las almendras. Nunca vi al señor, pero pude imaginar su bigote y el bastón, y creo haber visto las almendras.


Le hubiera pedido que me viera, pero la voz no era uno de mis atributos. Me limité a mirarla y convertirme en ausencia como forma de autocastigo. Me quedé perplejo.

—¡Estoy helada! —repetía una y otra vez, mientras trataba de dar lo único que le quedaba: migas de pan a las palomas—. ¡Calme mi frío, por favor se lo pido!


Cada vez que entraba en mi jurisdicción era más gris. Su tez palidecía, su sonrisa apagada apenas se expresaba en un par de labios muertos. Me asustaba y me atraía. Me apenaba. —¿Por qué sigues viniendo? No puedo admitir que sigas cruzando esa frontera. O te quedas aquí o te vas definitivamente con ellos.

—¡Lo siento! —Se quitó los guantes. El sol era radiante, pero la piel de sus manos era escarcha.


Por aquellos días mi superior, quien pendía de un lugar más alto, amenazó con retirarme del puesto si no volvía a ocuparme de la tarea que se me había encomendado. El conflicto me victimizó: o respondía a sus órdenes o accionaba en mi favor. Aquella fue la primera vez que lo desobedecí exprofeso.


Me preguntaba qué era lo que sucedía más allá de los confines de mi guardia, qué la estaba congelando. Como profesional no debía involucrarme, pero ya no pude volver atrás, ya no pude dejar mi rama en el árbol. Si perdía sus hojas, si reverdecía con cada estación de primavera, si subían animales, si tuve que compartir mi lugar, no me impidió seguir atento a su presencia.


Ella me necesitaba, aunque fuera como testigo de su pena. No podía hacer nada para ayudarla y eso me irritaba. Sus huellas dejaban hielo en mi pasto y le costaba despegar un pie tras el otro por la rigidez de sus rodillas. Me dolía cada movimiento de sus articulaciones. El hielo la estaba consumiendo.

—Recibí tu carta como todos los días. Gracias. Por favor, no me abandones. —Le imploraba al hombre de bigotes sentado junto a ella en el banco de la plaza. A esas alturas, yo ya había desarrollado la capacidad de verlo, como si hubiese usufructuado la mirada de Clara.


Las abejas zumbaban a mi alrededor, en rituales de apareamiento; las aves con sus gorjeos y los roedores amenazaban hacerme cosquillas en el cuerpo que no tenía. Si no siento, pensaba, confundido. Pero ahí seguían.

Día tras día, la intriga me carcomía y la fatalidad de aquella frágil criatura me desesperaba. Nadie antes había cruzado en estas condiciones a mi mundo. El calor llegaba a ser sofocante; sin embargo, ella no respondía. Aquella situación estaba fuera del orden.

Las palomas y el hombre invisible continuaban siendo sus amigos, a quienes resignada, insistía diciendo:

—Estoy seca. Tengo frío. Tus cartas no han logrado su cometido pero me sostienen.

—No te curarás, a menos que…

—¿A menos que?

—A menos que sientas.

—Pero ese es mi problema, no puedo sentir. No basta una llama encendida, no basta un sol a pleno. No me conmuevo.

—Y por qué habría yo de seguir escribiéndote, si no te resuelves. Ya te lo dije: no puedes pertenecer a dos mundos al mismo tiempo.

—Pero si me quedo… allá los tengo a ellos —dijo bajando sus ojos, avergonzada.


Cuando conseguía llorar, sus lágrimas eran gotas de hielo que se adherían al saco invernal o se estrellaban en el suelo y, cosa curiosa, el sol no lograba derretirlas. Temí por momentos que fuera una enfermedad contagiosa.

Mi fascinación hizo que me destituyeran finalmente y mi superior envió a otro guardián a cubrir mi territorio de privilegio. Muchos aguardaban mi descenso hacía ya tiempo. Mientras se llevaba a cabo el sumario, seguí en mi lugar de espectador solitario y me cuestioné más y más cosas, como qué había hecho hasta entonces, qué fui además de un servil guardián sin materia que no estaba ni arriba ni abajo, entre otros asuntos esenciales de difícil solución.

Vestía bufanda, gorro y orejeras cuando los pliegues de su saco comenzaron a quebrarse como débiles cristales con el más sutil de los movimientos. Poco se veía de su cuerpo y poco le quedaba. Ya nadie se atrevía a mirarla.

—Todos ellos ríen pero yo no puedo.

—Está claro que no eres como ellos, pero no quieres aceptarlo.

—Por favor, no sea tan drástico conmigo.

—No lo soy, simplemente te doy la clave para evitar tu propio desconsuelo. Tú me pediste ayuda. —Pero… ¿Qué sería yo sin ellos?

—¿Y qué eres con ellos?


¿Cómo resuelvo esto? ¿En qué forma podría intervenir?, me preguntaba, impotente, después de escuchar sus conversaciones.


—Por favor, siga escribiendo sus cartas, al menos hago el intento de imaginar. Al menos eso me mantiene con vida.

—¿Y crees realmente que eso es vida?


Sus cabellos ya no ondulaban con el viento, iban cayendo como estalactitas en su andar de ida, en su andar de regreso, y se clavaban al suelo. Yo temblaba con ella. ¿Qué fuerza tan poderosa pudo haberse adueñado de alguien en esta forma?


—¿Me cuentas una historia? —dijo temblando.

—Te escribiré mientras crea que vas a tomar la decisión de salvarte. La historia la tienes que escribir tú.

—Las palomas ya no vienen.

—¿Ya no tienes más que darles?

—No —respondió tímidamente.

—Eso es lo que crees y de lo que tratas de convencerte.


¿Qué estaba haciendo el nuevo guardián? Yo podía aceptar mi propia inoperancia, pero él estaba ahí para superar lo que yo era. Debió haber podido hacer algo para protegerla de ese mal, de ese frío que alcanzaba a penetrarme.

Días después, encontré al nuevo guardián al lado mío. ¡Lo que me faltaba! Podía compartir cualquier cosa, pero no esto. Fue entonces que pasaron dos días sin que ella apareciera. El nuevo guardián, que apenas la conocía, regresó a su puesto. Para él fue un simple espectáculo que se congeló en mitad del primer acto. Pronto se olvidó de Clara.


—¿Cómo pudiste pasar dos días sin pedirme que volviera? ¿Cómo creíste que sobreviviría sin recibir una carta tuya? Mira lo que has hecho. —Le reclamaba al ser invisible junto a ella—. El suelo se congela a mi paso y cruje, la naturaleza me teme. No quiere que me acerque y tú, tú me abandonas.

—Yo ya no puedo detener lo que te ocurre. Sobreviviste. Aquí estás. Yo me voy, me voy para siempre.


En su intento por atrapar al hombre imaginario que se escapaba ante su mirada, Clara cayó recostada sobre el banco, helada, sin el más mínimo hálito de vida y sin intención alguna de emitir calor jamás nunca. Yo aún podía ir más bajo. La rama entonces se quebró por el efecto de mi peso. Una vez en el suelo, caí en la cuenta de mi nueva consistencia y corrí por instinto a sostenerla para que no se astillara ninguna parte de su cuerpo. Corrí a abrazarla por imitación de lo que había visto entre ejemplares de la especie humana. Allí me quedé absorbiendo su frío, frotando mi piel con la suya, tratando de restituir lo que rememoraba, dándole aliento y calor, quitando sus escarchas, temiendo que se derritiera y no supiera nunca quién fui yo. Porque ahora soy.

Y… ¿pueden creer que despertó? Y se quedó en mi jurisdicción. Yo ya no gozo de las potestades que me proporcionaba la altura. Mi profesión ahora está restringida a cuidar de su calor. Cada instante me encargo de mantener su estado y de preservar su frágil constitución. Sus colores ahora hacen palidecer el paisaje mismo de la tierra que una vez me perteneció por completo. No me arrepiento. No puede soportar la idea misma del frío y yo no podría soportar estar sin ella.