El mail decía:

Amigos, Tengo una terraza, estrellas fugaces y música variada. Los espero en mi nueva casa, el viernes, a partir de las 23, con la bebida de su preferencia. Sol

Hacía mucho que no sabía nada de su amiga. Las noticias sobre ella le traían destellos de una alegría dorada. Era jueves a la tarde, estaba por salir a buscar a la menor al jardín y la lectura del mail la puso de buen humor. Le trajo un eco, las noches de algunos veranos pasados en compañía mimética con Sol. Ella alguna vez había estado ahí en ese mundo que su amiga todavía habitaba. De golpe, Sol volvía a estar en su vida. Sintió fuertes ganas de verla, de saber de ella. Le confirmó rápido que sí, estaría ahí, en la terraza.

“Una buena fiesta”, pensó. “Eso es lo que necesito”.

Dio una vuelta por la habitación de la mayor, seguía durmiendo profundamente. Ya no tenía fiebre ni vómitos, así que al menos esta noche podrían dormir mejor. Hacía quince minutos que la niñera debería haber llegado para cuidarla, mientras ella iba a buscar a la menor al jardín. En eso recibió un mensaje: el tren funcionaba con demoras. Llamó a la mamá de una compañerita, le pidió si por favor podía retirar a su hija. La madre le dijo que por supuesto y que, si quería, ella misma la dejaba por su casa. Suspiró, el pequeño incidente la había sumido en un instante de desesperación.

Cargó el mate con yerba y cuando vertió un chorro de agua fría sobre la bombilla, la pequeña calabaza cayó. La mitad de la yerba fue a parar a su remera y la otra al piso. Le venía bien cambiarse, porque, reparó, hacía dos días que no se quitaba ese jogging viejo. Recordar la fiesta la animó. Pensó cómo podía vestirse. No le gustaba salir de compras ni meterse en un shopping, mirar vidrieras la abrumaba porque siempre tenía alrededor a dos niñas saltando y corriendo, al borde de caerse o de ser embestidas.

Hacía poco había ido con las madres del jardín al shopping que estaba cerca de la escuela a comprar los regalos para el Día del Maestro. Había visto un vestido precioso: con breteles, piedritas de colores bordadas en el escote. Podía buscar también unas lindas sandalias de cuero, las más altas que encontrara, con unos tacos para bailar toda la noche. Ya que estaba también se iba a comprar un conjunto de ropa interior, de un color misterioso e indeterminado.

El timbre la sacó de sus fantasías. Se vio en el espejo del ascensor, ojerosa y pálida. En la puerta, agradeció a la mujer por traerle a su hija y abrazó a la menor con ganas. Le gustaba mucho ir a buscarlas cada tarde, era una suerte de orgullo personal. A la mayoría de los compañeros de sus hijas los retiraban las niñeras o empleadas. La mayoría de las madres no podía estar a las cuatro de la tarde en la puerta. Ella no. Como profesora de inglés y traductora, podía arreglar sus horarios. Se sentía una madre con tiempo y con suerte.

El primer alumno de la tarde avisó que faltaba ese día. Le dio tiempo a ocuparse de sus hijas hasta que llegó la niñera. Ya era de noche cuando se fue la última tanda de alumnos. Se sentía agotada, y todavía le faltaba preparar la cena. Mientras abría la heladera y la niñera se despedía, le preguntó si podía cuidar a las nenas el viernes a la noche. La niñera se disculpó: tenía un compromiso. Habló con su madre, tenía un cumpleaños. Su suegra había sacado entradas para ir a la conferencia de un maestro de medicina ayurvédica. Pensó en Sol: ¿cómo se le podía ocurrir armar una fiesta con un día de anticipación? Su amiga vivía en otro planeta. O quizás la equivocada era ella, que dejaba librada a la suerte ajena las preciadas noches de viernes. Cuando llegó su marido, la fiesta fue lo primero que ella mencionó.

—¿Y si vas sola? —preguntó él.

El viernes a la mañana pasó por la peluquería: se hizo las manos y los pies color zarzamora y pidió que le plancharan el pelo. Al mediodía fue al shopping. No había calculado que a esa hora estaría repleto de la gente que trabajaba en el barrio y aprovechaba la hora del almuerzo para hacer compras y comer rápido. El vestido seguía en la vidriera pero era diminuto, no quedaba ninguno de su talle. Al lado había un local de lencería lleno de mujeres de edades diversas. Todas irradiaban un gesto de tomarse muy en serio la elección de la ropa interior, como si fuera una declaración de principios. La fila para entrar al probador era larga, pero esperó con varias bombachas y corpiños en la mano. No le dio el tiempo para comprar sandalias.

A la tarde buscó a las nenas en el colegio y las acompañó a natación. Las esperó en la cafetería del club, rodeada de otras mamás. Sentadas junto a la ventana, miraban a sus hijas e hijos a través del vidrio impregnado de gotitas de vapor. Pensaba cómo sería la vida de Sol, sin hijas, sin clubes.

Al llegar a su casa encontró a su marido recostado en el sillón, mirando tele. Le dio un beso. Él saltó de un partido de fútbol a uno de tenis y le preguntó si iba a ir a la fiesta de Sol.

—¿De verdad no te molesta que vaya sola? —dijo ella, exagerando su preocupación.

—Andá, pasala bien.

Sintió alegría por la buena disposición de su marido y cierto vértigo, el extrañamiento de encarar algo que había estado ahí, sumergido.

Entró al baño. Escuchó a sus hijas que gritaban desde el living.

—¡Mami! ¿Podemos ir con vos?

Abrió la ducha y dejó de oírlas.

Fue a su habitación y se sentó envuelta en la toalla en el borde de la cama. No había resuelto qué ponerse.

La menor la llamó desde la puerta.

—Mami, quiero un baño de espuma.

—Mañana, mami se va a una fiesta —respondió sin dejar de esparcirse crema por los tobillos. ¿Desde cuándo hablaba en tercera persona de ella misma?

De pie frente al placard, se quedó mirando los estantes y la ropa colgada. Tuvo la sensación de que esas prendas eran de otra persona. Se acordó de su ropa interior nueva, buscó la cajita, tomó con delicadeza las prendas, las extendió sobre la cama y las admiró. Se puso el corpiño y la bombacha, y miró su cuerpo en el espejo. Al ajustar un bretel vio que el esmalte del dedo meñique había saltado.

Probó un jean y una remera, demasiado común. Se puso un top y una falda de seda, demasiado larga. Se decidió por unos jeans al cuerpo y una remera negra, semitransparente y escotada. Eligió unas sandalias plateadas para agregar un toque festivo. Cuando se miró los pies le entraron muchas ganas de estar ya en la fiesta, con una copa en la mano y diez centímetros por encima de su vida.

¿Quiénes serían los otros invitados? Seguro habría muchos artistas plásticos como Sol. Se acordó de una encuesta que había leído en una revista, en el consultorio del pediatra. Decía que los artistas plásticos eran los mejores en la cama. Tendría que preguntarle a Sol. —¿Adónde vas, ma? —preguntó la más grande.

—A una reunión donde sólo hay madres —dijo ella, mientras buscaba un labial.

Pasó por el living, su marido seguía instalado frente a la tele con una lata de cerveza en la mano. Se quedó un rato mirándola, sin decir nada. Ella se agachó a darle un beso.

—¿Por qué tendrás que ir sola? —se quejó él y la abrazó para atraerla hacia su cuerpo.

—No me despeines, estuve una hora arreglándome.

Él le dio una palmada en la cola. Ella agarró la cartera, buscó un vino en la cocina —los compraba su marido, ella no entendía de eso—, besó a su esposo y cerró la puerta. Sentía como si hubiera pasado los últimos cinco años haciendo eso: buscando un vino y yéndose de su casa.

Subió al auto, revolvió la guantera buscando algunos de sus discos, había sólo de música para niños. En la radio sonaba una música electrónica, desconocida, como si los tiempos hubieran corrido con aceleración mientras ella criaba a sus hijas. El aire perfumado de los jazmines entró por la ventanilla. Imaginó una pradera en medio de la noche.

Iría por la autopista: quería manejar de noche por esa mole vacía. Al llegar al peaje, no tenía preparada la plata. Sacudió la cartera hasta que escuchó el tintineo de algunas monedas y las buscó con las manos. El tipo que esperaba con el brazo extendido la miraba fijo, mientras ella revolvía buscando el peso faltante. Encontró una moneda en el piso, pegada a un pedazo de caramelo. Cuando se la dio, le pareció que el hombre quiso retener sus dedos un instante. “Me faltan cinco, pero no tengo más”. Él le ordenó “pasá”, le devolvió la pila de monedas y la barrera empezó a levantarse.

Ella lo miró y le dijo “disculpá-gracias”. Pensó que era una lástima que el tipo no fuera a la fiesta. Puso primera, arrancó. El tipo del peaje le gritó:

—Chau, mami. Que Dios te bendiga.

Era injusto que incluso en sus ratos libres alguien que no la conocía la llamara así. Aceleró y subió la música, tenía ganas de bailar. Cuando se internó por las calles empedradas del barrio, buscó un estacionamiento, pero eran tantas las ganas de llegar rápido que no aguantó la idea de demorarse caminando. Dejó el auto en la esquina.

Sol abrió la puerta, la cara de siempre, el pelo rubio de todas las chicas que se llaman Sol. Lo tenía más claro, y su piel estaba muy blanca, parecía nórdica. Llevaba una falda larga, entre hippie y moderna, y se había pegado un brillante diminuto en el entrecejo.

—¿Y tu marido, nena?

—¿De dónde sacaste eso que tenés en la cara? ¿Por qué tenía que venir con él?

—¿El tercer ojo? Es un bindi. Lo compré en la India.

—¿Y la fiesta?

—Tres pisos por escalera —dijo Sol y le hizo señas de que la siguiera.

Los escalones crujían. Llegó agitada a un living enorme, de techos altos y paredes verde pálidas y descascaradas. Le pareció que faltaban muebles o invitados. Un grupo de cuatro personas conversaba en un sofá. Un señor de pelo corto gris, arito en la oreja y voz de locutor, se quejaba de la coima que le había pedido un funcionario para exponer en el Palais de Glace.

Sol le ofreció algo de tomar y fue hasta el piano, que funcionaba como mesa de bebidas. Alguien había extendido sobre la tapa un repasador viejo, ahí estaban las botellas de vino. Llenó una copa, bebió un sorbo. Le sintió un sabor ligeramente ajerezado. Tenía que beberlo si quería pasar a otro vino mejor. Muchas cosas funcionaban así: un sorbo sin gracia y adelante pues. Se sentó en un sillón de terciopelo raído. No había visto antes a ninguno de esos amigos que estaban sentados, vestidos de entrecasa. Se arrepintió de las sandalias plateadas. Era una suerte que nadie sospechara de su ropa interior.

Casi todas las invitadas tenían atisbos de mínimas arrugas alrededor de los ojos, salvo Sol y una chica sentada al lado de ella, que por la piel parecía de menos de treinta. Se preguntó por qué se habría puesto esos pantalones artesanales, enormes y gastados, seguro que los había comprado en Ecuador. Tenía el pelo azabache, largo hasta la cintura; la cara lavada, luminosa, la boca bien marcada, y una remera suelta. Salvo por la ropa, le recordó a ella cuando estudiaba el profesorado de inglés. Le preguntó de dónde conocía a Sol.

—Soy su contadora. Pero en verdad lo mío es la lingüística.

—¿Sí?

—Estoy estudiando semiología por internet.

—Ni idea.

Sol la rescató con un grito sobreactuado, como si la llamara desde otra dimensión:

—¡Dónde está mi amiga del alma! Alcanzame tu copa, tenés que probar este vino.

Ella se disculpó y fue hasta el piano donde estaba Sol. Sonaba un tango. ¿Desde cuándo en las fiestas se escuchaba tango? Después del túnel del tiempo maternal, ¿era esto lo que le esperaba a la salida? Al menos, el segundo vino resultó delicioso. Todo podía mejorar. Le preguntó a Sol:

—¿Dónde está la famosa terraza?

—Ya te la muestro, ¿quién más se prende? —preguntó Sol con el tono de anfitrión exaltado que arrastraba de la adolescencia. Con el tiempo, como pasa con todo, se había acentuado.

Ella y varios más la siguieron por una escalera caracol diminuta hasta salir a una terraza enorme. Miró hacia la calle, los adoquines brillaban de humedad. Distinguió la cúpula de la Iglesia Ortodoxa Rusa frente al Parque Lezama. Sintió que el tango de la fiesta se apagaba y empezaba otra música, pero no pudo reconocer qué era. Apenas un eco, como si llegara desde el fondo del Río de la Plata.

Esa noche el viento soplaba cada vez más fuerte, le pareció que las copas de los árboles se agitaban como anémonas. A las anémonas las había conocido en un viaje con Sol, de chicas. Habían aprendido que esos peces podían vivir cien años, eran expertos en sobrevivir fuera del agua. Se acercó a dos jóvenes altos y musculosos que conversaban con su amiga. Le asombró que uno de ellos, el más hermoso de todos los invitados, fuera vestido con una falda escocesa. Sol estaba contando una anécdota del ashram de Osho, y hablaba de un sitio llamado Puna.

—¿Puna es en Jujuy? —preguntó ella.

Sus amigos se rieron a carcajadas.

—Ay, mi amiga del alma. Puna —le explicó—, Puna, Pune, es en India.

Un relámpago iluminó por un segundo la terraza. El señor pollera propuso que esperaran la tormenta mirando el cielo. Ella dijo “ya vuelvo” y se fue al living. El alcohol le estaba dando hambre. En la mesa ratona había un bol con una pasta de un verde grisáceo y unas tostadas que se habían quemado. Llenó su copa de vino.

—¿No vas a probar mi guacamole? —gritó Sol desde la puerta de la terraza.

Eligió la tostada menos quemada y la hundió en el bol. El guacamole tenía un aspecto descolorido pero en el paladar era rico, sabroso, ácido, abría los sentidos. Picante. Sintió que le ardía la lengua y supo que esa era la sensación más extrema que le depararía la fiesta.