To Lady Midnight

Ahora ya no se encuentran margaritas rojas en las orillas de los caminos, ni en los terraplenes tallados en el campo macizo, ni entre los montes de eucaliptus que mojonan la comarca. Los pesticidas que se mueven lánguidos en el aire o el propio gusto de las abejas, vaya a saberse, las hicieron desaparecer, como si nunca hubiesen existido, como si antaño no fueran ellas, magnánimas de rojez, como borbotones de sangre brotando de los terrenos almizclados, las que cubrían, en primavera, la tierra de esta zona.

Entonces salíamos en manada por los senderos a buscarlas, y armábamos pequeños manojos atados con algún yuyo, para entregárselos a nuestras madres y abuelas, o para depositar al pie de alguna cruz en el camposanto. Y era tan linda la luz de la tarde anaranjada, cayendo de plano sobre los bosquecillos de margaritas; tan colmado el aire de fragancias dulces, libadas con fruición de la nervadura misma de la floresta, como si el mundo se acabara de crear y tierra, pasto, margaritas, montes y pájaros estuvieran empezando a crecer para nosotros, como dicen que comenzó todo alguna vez.

Fue en una de esas tardes eternas de octubre tardío, más cerca del ocaso que de la siesta, cuando la vimos por primera vez, caminando ella también por uno de los senderos, con la mirada puesta sobre lo que a nosotros mismos nos interesaba, pero sin apoderarse de nada, ni de flores ni de huevos de tero, ni de macachines ni de claveles del aire. Parecía estar y no estar, como si las cosas circundantes fueran apenas un decorado. Nos molestó, es justo decirlo, tanta abstracción, al punto de que no nos devolvió el saludo la primera vez que levantamos la mano y, cuando al final lo hizo, habiéndole dedicado nosotros un gesto mucho menos sincero, comentándonos por lo bajo las razones de aquel distanciamiento, de aquella falta de civismo, su actitud seguía siendo la de lisa y llana indiferencia.

La seguimos a corta distancia para ver qué hacía y a dónde iba, extrañados más que molestos por la soltura de la recién llegada, intentado ver con sus ojos la magnanimidad de nuestro universo. Si descubrió nuestra vigilia, si escuchó nuestros pasos, no mostró signos de sentirse perseguida ni observada; al contrario, la lentitud exasperante de cada movimiento y la abstracción completa de su andar, parecían destinados a minimizar nuestra marcha, a evaporarnos.

Debe quedar claro ahora, porque una cosa es una cosa y otra muy diferente es la otra, que nuestra vigilancia, que aquel marcamiento por los senderos, sólo tenía como objetivo la observación, por eso, raudos y justos, porque así nos educaron nuestros mayores, vertiendo en nuestras consciencias la rectitud que determina el bien y la luz impoluta de una moral clara, ahogamos con duras reprimendas los gritos y chistidos que escaparon de algunas de nuestras bocas, destinados a llamar la atención de la ensimismada, para obligarla a fijarse en los que seguían sus pasos.

Y cuando el camino aquel se fue desfibrando para convertirse en una senda apenas marcada en la tierra, trillo de rutina de algún vecino o de los zafrales que trabajaban en las estancias cercanas al río, la mujer apuró el paso. Y nosotros también. Nos descubrimos, de pronto, ignorantes del rumbo que habíamos tomado. Nosotros, que nos jactábamos de conocer cada rincón de aquellos parajes, recorriéndolos en ocasiones en bicicleta pero casi siempre de a pie, nos enrostramos tamaña ignorancia. Sabíamos, sí, que por allí se iba a lo de Radesca y que un poco más allá, a siete u ocho kilómetros, estaba la Curva de Brando, pero por qué nunca nos habíamos aventurado por aquel sendero no nos lo podíamos explicar. Había sido necesaria la aparición de la extraña para que encontráramos el camino, por lo que la mujer que ahora había apurado el paso no sólo reafirmaba su particularidad sino que parecía habernos venido a enrostrar nuestra propia condición de extranjeros en nuestra tierra. No nos lo dijimos entre nosotros, pero cada uno, en su fuero íntimo, como se dice, abonó un poco más el rechazo hacia la intrusa.

Y de pronto se detuvo. Delante de ella, un inmenso tajamar cortaba el campo como una llaga celeste y gris en medio de la llanura. La bosta de vaca circundante demostraba que era punto de encuentro del ganado que pululaba en los potreros, saciador de la sed del terneraje desperdigado y también, de seguro, de cuanta alimaña se movía por entre tapias y chircales. La mujer no pareció prestarle atención al tajamar, por lo que vimos, sino que concentró su atención en algo mucho más llamativo, que también cautivó nuestras miradas. A unos diez metros del agua, en una pequeña hondonada formada por el desgaste propio de la tierra, a la sombra de unos talitas cimarrones y copetudos, crecía una legión de margaritas rojas y violetas. La mixtura de los colores parecía la obra de un creador superior; no era posible que Natura por sí sola hubiese sido capaz de distribuir, con tal cadencia pictórica, los dos tonos en tan cuidada conjunción, porque el lila de las margaritas comunes, digamos, esas que crecen por todos lados en primavera, estaba eclipsado por el rojo de las otras, conformando ramos simétricos a una distancia común. Algunos de nosotros se apresuraron a acercarse, pero otros los detuvimos porque la acción, necesariamente, nos haría ubicarnos junto a la mujer, envolviéndola en su silencio como en una crisálida. Desde nuestra posición, cautivados, la vimos inclinarse junto al crecimiento de esplendor y aspirar, con detenimiento, con verdadero placer, el aroma mixto y claro de las margaritas.

Esa tardecita volvimos a nuestras casas reflexionando sobre aquellos hechos, sin saber que a la noche, en sus dormitorios, a punto de conciliar el sueño algunos o después de enhebrar toscos rudimentos amatorios otros, nuestros padres conversarían entre sí, en voz baja y con idéntico desdén, sobre la extraña mujer que el rematador Luis Alberto Palumbo se había traído de Montevideo y con la que pensaba casarse en breve. Mientras que algunas de nuestras madres cuestionaban la inmoralidad de aquella capitalina por instalarse a vivir en el pueblo con un hombre al que aún no se había entregado en matrimonio, algunos de nuestros padres, entrecerrando los ojos ante la inminencia del sueño, no dejaban de envidiar, otra vez, la condición superior de Palumbo, que había comenzado a hacer plata como consignatario de ganado, para sumar luego a sus arcas los morlacos que le dejaba la representación en la zona de la Ford Motor Company (división tractores), estableciéndose al fin como próspero rematador, a cuya Oficina de Negocios Rurales llegaban, un día sí y otro también, estancieros de diversos puntos del país, empresarios forrajeros que querían modernizarse y otros rematadores jóvenes en procura de consejo.

La caminata hacia el bosquecillo de margaritas junto al tajamar se convirtió en una constante en los días que siguieron a aquella primera vez. Lo que se dice una rutina. Con aquella indiferencia insultante, luciendo siempre unos vestidos de tonos claros, la mujer emprendía el recorrido por el sendero vecinal hacia el remoto tajamar para llenarse del color y el aroma de las flores silvestres. Alguna vez, cuando al volver sobre sus pasos cruzó a nuestro lado, nos dedicó una sonrisa afable pero lejana, sin emitir vocablo alguno; sólo los dientes blancos brotando apenas entre sus finos labios y nada más. Decidimos, entonces, que aquello no podía quedar así.

Y una tarde, la de un jueves pongamos, adelantamos el paseo. El camino se volvió más difícil de transitar y todos, felices pero sufrientes, avanzamos en formación decidida, arrastrando el peso interior que nos hacía escapar algún gemido de dolor cuando el trillo se volvía empinado o debíamos cruzar las hebras de un alambrado. Reprimimos la intención de librarnos de la carga, contenida desde la noche, con ese sentido del compromiso que adquieren las cuadrillas que trabajan en las rutas o en los cuarteles, sabedores de que la suma del esfuerzo personal redunda, necesariamente, en el triunfo colectivo. Y, así, venciendo los calambres y las fugaces contracciones, avanzamos por el sendero hacia el tajamar. Dos por tres, alguno se volvía sobre sus espaldas para comprobar que la intrusa no había adelantado su paseo justo aquel día. Una vez llegados junto al bosquecillo de flores silvestres, lo rodeamos en círculo y observamos por última vez su esplendor cuasi incandescente al filo de la media tarde. Luego, como una acción militar coordinada con precisión, abrimos nuestras braguetas y procedimos a orinar largamente sobre las margaritas.