Las manos siempre se agitan durante la tarde. ¿Acaso sueñan? Inclinado sobre el costado del sillón, Losarit vigila los deditos regordetes, con articulaciones torpes que apenas se doblan, cuatro y cinco en cada maceta que riega dos veces por día. La escasez de agua favorece el calcio, así le enseñó el antiguo cuidador, que los habitantes del edificio recuerdan con recelo. Muy de vez en cuando, Losarit se pregunta si los vecinos también alimentan desconfianza en su contra. Es una sospecha que renuevan ciertas miradas, o los murmullos en la escalera, una duda leve que tampoco lo motiva a emprender averiguaciones.

El trabajo de Losarit es cumplir rutinas y prestar atención. Los cuidadores deben ejercitar dos tipos de observación: a corta escala y en amplitud. A corta escala: el cuidado de las manitos, por ejemplo, mantener las uñas prolijas, porque nadie acepta en adopción manitos que tengan rasguños o rastros de escaras. Se requiere un control estricto sobre las alimañas que carcomen los dedos al menor contacto. Cuando eso sucede, los dedos aparecen, de un día para otro, arrugados y sin vitalidad, podridos para la venta y para la vida. Losarit reconoce a la perfección las especies de alimaña. Están las responsables de los hongos circulares azules, los más habituales, que producen costras y que basta con arrancar. Pero las más peligrosas son las que debilitan a las manitos desde sus raíces, en un trabajo subrepticio. Esas solapan su acción hasta que no hay recursos y los deditos se doblan, mustios, como para regresar a la tierra, en una aniquilación progresiva que los cubre de un moho gris verdoso característico. Sólo un cuidador experto reconoce los síntomas incipientes; todo sea para evitar la muerte de las manitos.

Otro aspecto es la observación amplia, que todo cuidador debe dominar. En primer lugar, vigilar los movimientos exteriores, vale decir, espiar por la ventana. En ese punto, la ubicación del departamento de Losarit es inmejorable, tiene una visión perfecta sobre el Deli & Grill 99c. Allí mismo, ahora cruza una pelirroja que combinó su cabello con el tono de los zapatos, la cartera y los anteojos, pero Losarit no saca los ojos del negro que está en la esquina contraria. Lleva esos gorros de moda con la visera hacia atrás, sostiene un cigarrillo con tres dedos y camina arqueado, atento al cuidado de sus genitales. El negro se apoya en un carrito de supermercado repleto de cartones, justo al lado de una silla rodante plegada. Hay que ver cuántas sillas rodantes yacen arrumbadas en los patios delanteros de las casas, contra las rejas o en las esquinas donde se acumula el cachivache más denso. A veces hay dos o tres en cada cuadra. El servicio de salud las entrega bajo certificado simple, por fracturas menores o para renovación en el caso de los verdaderos lisiados que, en general, prefieren sus viejas sillas, ya amoldadas a los propios cuerpos. El negro revuelve el interior del carrito de supermercado. Cada semana hay alguien que lo vacía, aunque de inmediato se vuelve a llenar con otros contenidos: papeles, bidones, más cartones y tetrabrik. Pero en su observación amplia, Losarit no vigila solamente el Deli & Grill, los carritos, la pelirroja y el negro, también atiende la serie piernas estropeadas. Por esa esquina deambula una chica con muletas, hay un barbudo que arrastra una pierna y por la zona circulan otros dañados, con distintos grados en su condición. Losarit evita hábilmente el error de apreciación: no hay más lisiados de miembros inferiores que de otras partes, es sólo que las piernas son más manifiestas en su esfuerzo y su dolor. Un brazo paralizado o un hombro con férula pasan desapercibidos. Ahora mira otro exponente de la fauna local: el chico que pasea un labrador amestizado, de piel crema y con la cola negra. Lo disciplina, lo hace sentarse, esperar y seguir, varias veces, y el animal obedece al instante, se diría que dichoso de habitar ese vínculo tenso con el amo. Además del labrador, que es suyo, el chico también pasea otros perros. Lleva un alambre rígido que carga una generosa ristra de llaves que el chico balancea o cuelga en su hombro. Con un poco de esfuerzo, Losarit alcanza a escuchar, comprimido entre los ruidos de la calle, el tintineo de las llaves.

Sus propias llaves, Losarit las cuelga de un clavo detrás de la puerta de entrada, cuando no las usa para patrullar los departamentos donde están las manitos.

Siempre teme perder el llavero de alambre, por eso cada mañana, apenas levantarse, confirma que se halla en su sitio. Muy temprano recorre los departamentos para supervisar el estado de las manitos, hace algunas compras (se quedó sin café) y a veces, hasta que el sol alcanza su punto más alto, conversa con Larisa, la dueña de la cigarrería. Larisa tiene la edad de su madre, pero Losarit la encuentra atractiva. Es diferente de las otras vecinas. Se viste con remeras ajustadas que alzan el borde de sus tetas. Como manzanas, piensa Losarit cada vez que la ve. Además, ella lo mantiene al tanto de los ires y venires del vecindario. “Si van a sorprenderte, no será por falta de información, Losarit”. Cuando suelta la frase, Losarit sonríe, por si acaso es una broma. Al negocio de Larisa sólo le queda el cartel de cigarrería; vende de todo, pero siguen llamándolo cigarrería porque es más fácil conservar un nombre que buscar otro que, en último término, tampoco abarcaría lo que allí se comercia.

Esa mañana Larisa le comenta los pormenores de una pelea cuyas resonancias lejanas también Losarit escuchó durante la madrugada. Los vecinos del primer piso discuten todas las noches, pero esta vez ella lo amenazó con irse y por la mañana la vecina cubría su cara con una máscara plástica. La máscara del fantasma Gasparito, le explica Larisa. Le dejó un ojo en compota, resume. Pero para compota, continúa, está el problema del Gargacho (otro de sus protegidos), que malogró su cultivo de hongos a causa de una plaga, y porque el Gargacho no es capaz ni de cuidar sus calzones. Parece ser que para salir del paso, es decir, recuperar parte de la inversión, el Gargacho vendió a destajo los hongos sanos. El resto lo echó a la calle, en la esquina, de donde ahora asciende el olor rancio, intenso, como de carnes podridas. Aquello introduce el verdadero problema que Larisa quiere comentar: el novio de una clienta del Gargacho que se intoxicó con el honguito pútrido, evidente patovica de cuidado, ronda por el edificio, busca cazar al responsable. Esa misma noche, el patovica pateó la puerta blindada del Gargacho, una, dos, diez veces, sin resultados. Sigue dando vueltas por ahí, para aplastarle la cabeza apenas se le ocurra asomarla, al muy sopenco.

Las noticias embellecen a Larisa, los chismes le tonifican la piel y aportan brillo a sus ojos. Es un fenómeno enigmático, pero que Losarit ya comprobó en múltiples oportunidades. Por último, tal vez para retener a Losarit cuando ya se apresta a volver a su departamento, Larisa le anuncia la llegada de su supervisora en los próximos días. La respiración de Losarit se acelera al instante. ¡No debe ser tan sensible!: Rigor y fortaleza, Losarit. Rigor y fortaleza. Tiene sus asuntos en regla, pero quién no se pone nervioso o, como mínimo, verifica las manitos al filo de una inspección. Losarit disimula y sonríe.

Es una nueva, explica Larisa. A Losarit le gustaba la inspectora anterior, en especial cuando ponderaba sus inicios en la crianza de las manitos. Se decía una de las fundadoras. Odiaba a los arribistas. Además de fatuos, gente idiota, eso decía la inspectora anterior, porque idiota hay que ser para aspirar a hacerse rico cultivando manitos. En los albores del negocio hubo quienes se enriquecieron, pero eso fue antes de que la ley de la oferta y la demanda aplicara su inmoderada ecuación, por lo que a incremento de proveedores, disminución del valor neto y mengua de la ganancia. El mito asegura que al final del primer semestre de comercialización, Arli Ford se hizo construir una mansión en Miami. Arli Ford fue el inventor del cultivo, monopolista de la primera cadena de distribución en la época de oro. Apenas unos años después, los Peugeot obtuvieron una patente de proceso alternativo, lo impusieron en los tribunales y ni siquiera un tipo como Arli Ford pudo detenerlos. Con la competencia y la diversificación, en la actualidad el negocio apenas da para sobrevivir. La supervisora anterior había formado parte de la liga de oro de Arli Ford. Eso contaba, aunque probablemente fuera una mitómana, porque nunca falta quien se reivindica entre los fundadores. Si Losarit creyera a cada uno que le dijo que formaba parte de la vanguardia inicial de Arli Ford, esa vanguardia incluiría a 30 o 40, no a las diez personas que integraron el primer núcleo. Con esa última reflexión, Losarit paga por la mercadería que compró y saluda a Larisa con un beso. Aprovecha para espiar la curva entre sus manzanas que huelen a gardenia, donde ciertas noches sueña deslizar la mano.

De vuelta al departamento apenas tiene tiempo de acomodar la bolsa de las compras porque los deditos están excitados y rebotan su empeño con saltitos graciosos. Lo reconocen cuando cierra la puerta, auscultan sus pasos por la cocina y siguen moviéndose hasta que Losarit llega al alimento. Las manitos tienen algo de radar, porque rotan siguiendo su dirección y se quedan quietas en el momento en que él abre los frascos, mide las porciones y las disuelve en el agua. Entonces las manitos se estiran, se diría que se despegan de la tierra para recibir las nutrientes líquidas que Losarit riega, primero desde las uñas, casi transparentes, y luego por debajo de las muñecas.

A Losarit le gusta fumarse un cigarrillo después del primer riego, pero esta vez le falta el tiempo porque, en cuanto deja la regadera en el marco de la ventana, suenan los golpes en la puerta. El timbre lleva descompuesto varios meses. Le gustaría no apresurarse, pero Losarit da un salto cuando el golpe se repite, más fuerte. Presumía que entre el anuncio de Larisa y la llegada de la inspectora mediaría un buen lapso, pero aquí está, la supervisora le lleva una cabeza, es esquelética, con las mejillas chupadas, flaquísima: un monumento a la carencia. Qué carencias, Losarit lo ignora, pero allí está el hocico ávido de los que buscan sin reposo.

La mira mejor y descubre otra cosa: se han visto antes, cuando la supervisora era un hombre. No tiene la menor duda, se han visto antes, pero por el momento desplaza esa certeza de la que se ocupará más tarde. Ahora debe seguir estrictamente las pautas de la inspección. El primer paso es la entrega de las llaves, singularizadas con fundas de colores. La inspectora las recibe y extrae un utensilio de su cartera, uno de esos rasca-espaldas que causan furor en los todo-por-mil paraguayos. Es un rastrillo chico, de unos dos centímetros de ancho, azul, con una agarradera extensible que la inspectora utiliza para activar los deditos. Cada inspector tiene su instrumento, están los que usan ramas y a Losarit le contaron de uno que prefería un lápiz flexible. Pero si el objeto es corto, se corre el riesgo de que una manito particularmente hábil lo atrape, tire y fuerce el contacto. Es una situación grave, porque una manito que se toca debe quedar en cuarentena y en el noventa por ciento de los casos los hongos se producen al menor roce. Se rumorea que los supervisores transmiten gérmenes particularmente resistentes. Como todo rumor, piensa Losarit, tendrá su cuota de verdad. Los hongos se incuban bajo las articulaciones de los dedos y en los hoyuelos de las manitos que durante esa primera etapa adquieren tonalidades amarillentas. Desde allí y en el período de desarrollo, la piel marchita se desborda en un avance irrevocable hacia las zonas regordetas, se alza por los dedos, donde alcanza la última fase del proceso cuando las uñas caen, agrisadas. Cada cuidador elabora sus propios recursos preventivos y Losarit, para poner el caso, enjuaga semanalmente los hoyuelos con un hisopo humedecido en antibiótico.

Ahora, unos pasos detrás, sigue a la inspectora por los nueve departamentos de manitos que tiene a su cuidado. Sería agradable participar en la ceremonia como simple observador. Cada departamento está adornado con un estilo diferente porque a Losarit le gusta diversificar a sus manitos que, como se sabe, despliegan distintas cualidades de acuerdo al entorno en que se desarrollen. Losarit busca variedad pero con un ojo firme sobre el presupuesto, su decoración se basa en el reciclaje de objetos que la gente tira en los patios y en los pasillos. Los lava y los reacondiciona, si hay que reparar, repara, y muchas veces pinta. Sus departamentos son famosos, combinan colores y materiales, y a Losarit no le importa que sus manitos no se desplacen, ni se sienten en los sillones, o carezcan de ojos para apreciar el mundo que construye para ellas. De algún modo lo intuyen, por eso son sanas y todos los supervisores alaban la calidad de su producción.

Con el rasca-espalda en la mano, por el momento la supervisora no toca las manitos, se contenta con algunas preguntas incisivas que registra en su libreta. Finalizada esa revisión inicial, vuelven al departamento de Losarit. Ella se acomoda en el único sillón, sorbe la limonada fresca y le cuenta a Losarit las novedades, chismes sobre otros cuidadores y las normas de seguridad recientes que más tarde él deberá instalar en su tablero. En orden general, los supervisores disfrutan de las historias sobre los cuidadores, que además comparten con fines propedéuticos.

El problema es que Losarit la escucha a medias, sobre todo porque está atento al momento en que pueda introducir la pregunta que quiere hacerle: si ya se conocen. Es probable que la supervisora lo niegue: Quien cambia de identidad no es para admitirlo. Los supervisores son eslabones nómades y los cuidadores, las piezas sedentarias. Por eso es común que los nómades, antes o después, aspiren a un cambio extremo de su persona; sucede cuando la visita de las manitos pierde novedad. A veces también los supervisores descarrían: es triste ver a alguien perder su norte.

¡Atento, Losarit, concentración! En este momento debería escuchar a la supervisora, involucrarse más y mejor en su propia condición como sujeto de inspección. Porque la labor de un supervisor apenas empieza con la revisión de las manitos. Una parte importante de su trabajo consiste en sopesar el estado del cuidador y, en ese rubro, la hiperactividad de esta supervisora le preocupa, esos ojos como de águila electrocutada, y ni qué hablar de los pies que mueve todo el tiempo, los cruza para un lado y para otro bajo el asiento. Losarit recuerda ese gesto. Se vieron antes, cuando la supervisora era hombre, hace unos meses. Un hombre tan flaco, chupado y movedizo es inolvidable.

Pero hombre o mujer, hay muchas clases de inspectores y nada prueba, para venir al caso, que la contemplación reflexiva obtenga mejores resultados que la pesquisa neurasténica. Aunque la melancolía de Losarit calza mejor en los inspectores introspectivos.

Tal vez, piensa Losarit, ella todavía no se acomoda a su nueva piel y por eso sus ojos no saben detenerse en las cosas, no se anclan en los detalles; por el contrario, miran todo y nada. Esa labilidad debiera tranquilizarlo, pero qué hay del lenguaje corporal, ese traidor de toda la vida, o de los mensajes que pudiera transmitir su departamento. No extraerá la inspectora alguna conclusión vil de ese departamento desguarnecido, en particular al compararlo con los departamentos acicalados de las manitas. Según cómo se lo mire es una prueba de su consagración al trabajo o una expresión de dejadez que demuestra que, en su ser más profundo, el cuidador no otorga relevancia a su propia persona. Losarit toma aire y se repite que no tiene nada que ocultar. Qué idea estúpida, porque es evidente que no le faltan secretos o simplemente detalles que prefiere disimular frente a la inspectora. Cuántas veces, por ejemplo, con Larisa cuchichean sobre los cuidadores que enloquecen. La demencia es el flagelo de los cuidadores, aunque las causas de esa enfermedad laboral permanezcan libradas al terreno de la especulación. No pasa un día sin que un cuidador sucumba al impulso espantoso de destruir a sus manitos. Visto el estado en que quedan los departamentos, el impulso termina en un brote violento, sin embargo, Losarit está seguro de que aquello se inicia con un deslizamiento inofensivo de la rutina. Es probable que la decisión conquiste la voluntad del cuidador a sus espaldas, mientras se dice a sí mismo que no debe hacer eso, que no quiere, incluso que no lo está haciendo. Por razones indeterminadas esa voz interior se desconecta de las manos o las piernas del cuidador, no de sus deseos ni de su angustia cuando se ve haciendo (pero es él y no otro) aquello que se prohíbe a gritos. Él quiere a las manitos, cada maceta que entrega en adopción es un orgullo: ¡no hagas eso, cuidado! ¡Basta!

Losarit reprime esos pensamientos lúgubres. Le gusta ser cuidador, conoce y disfruta el trabajo. Honestamente, la rutina es el único escollo para su completa satisfacción, su casi felicidad, la complacencia en el horizonte de sus posibilidades. Pero no debemos desear todo, se dice Losarit. Eso, justamente eso, es lo que olvida el cuidador temporalmente desahuciado, las tijeras de podar en alto, pobre tipo entregado a una escena ciega. Losarit no alberga dudas de que las manitas intuyen lo que les espera. Las imagina cerradas sobre el dedo del cuidador, apretándolo en un último recurso de arrancar un dolor que las salve de la inminencia. Nada sirve. El cuidador se deja agarrar porque ya no le importan los hongos ni que las manitos enfermen, porque incluso con su voz farfullando lo contrario (él quiere a las manitos, cada maceta que entrega en adopción es un orgullo), arranca la manitos de la maceta y las tira contra el piso donde, supone Losarit, las manitos se sacuden enredadas en las raíces violáceas que seguirán destellando incluso unas horas después, cuando los dedos se detengan, exhaustos, y finalmente inmóviles. Es lo más triste que pueda ocurrirle a un cuidador. Una tragedia.

Losarit se atraganta con la limonada. La melancolía es un indicio negativo que conviene disimular. La supervisora alaba las propiedades naturales y desinfectantes de la bebida. Los dos saben que los puntajes del informe proveen las coordenadas de un pentágono maestro que representa el estado fisicomentalempático del cuidador. La inspectora debe revisar las referencias previas para comprobar el incremento en relación con la última inspección. Son esperables las variaciones leves, los desplazamientos ligeros que deformen la imagen, pero por experiencia la supervisora sabe que una figura retrayéndose, el retiro proporcional de la misma proyección, sería una advertencia de intervención inmediata. Variaciones mínimas, quién no las sufre.

Dicho esto, un cambio radical en la configuración del polígono se considera extraordinario. Existe la convicción de que la figura representa la ontología del cuidador. Las formas no varían mayormente, se ensanchan, hay períodos de la vida del cuidador que parecen tender a otra geometría, pero antes o después aquello regresa a su cauce. A la supervisora nunca le tocó un cuidador enloquecido.

Losarit preparó para la supervisora una habitación al otro lado del pasillo. Esa zona del departamento huele a mandarina gracias a los efluvios de un árbol cítrico que crece en el patio interior, donde la supervisora se asoma para explorar el tronco flaco que se eleva al ras de las paredes, buscando luz hacia lo alto. La inspectora se apoya en la puerta cerrada. Es urgente que vuelque los datos para comprobar el estado de Losarit; un trabajo minucioso que en ese momento le repele. Prefiere abrir la valija, colgar su ropa, producir a su alrededor un estallido de movimientos que resistan el sopor.

Varios años atrás, Losarit descubrió un agujero en el panel que separa las dos habitaciones. Los inspectores miran hacia abajo o, en todo caso, ninguno se ha percatado del agujero ni del ojo de Losarit incrustado del otro lado. Desde esa posición se accede a la visión del ángulo que está entre la cama y la puerta del baño, una superficie insignificante por la que ahora cruza la cabeza de la inspectora, que Losarit distingue durante unos segundo.

Ningún indicio de que antes fue un hombre. Aunque, supone Losarit, sus ojos conservan un espíritu masculino. Qué sería eso, por el momento le parece factible, vaya a saber. Ahora la espalda de la inspectora desliza sus formas huesudas hacia el baño. Losarit baja de la silla y con cuidado la regresa a su lugar.

Cuando la inspectora llega al comedor una media hora más tarde la anticipa una fragancia mentolada. Ella termina su omelet en pocos minutos, mira a Losarit mientras limpia su plato con un trozo de pan y le propone caminar. Dejan todo sobre la mesa, beben los restos del vino que quedó en las copas y salen a la noche fresca, que espesa sus olores a medida que se alejan del mandarino. Lo más desagradable está en las esquinas, cerca del vaho de las bolsas negras que los camiones de basura todavía no recogieron. Losarit la mira de reojo en el lugar donde los hongos de Gargacho forman un charco de humedad más intenso.

Caminan en silencio. Antes de convertirse en cuidador, Losarit era bueno para la charla, pero esa fuente se había agotado, sea por una falencia interior o por una reducción de los hechos que nutren la conversación. Por primera vez Losarit vincula esa fuga de palabras a un problema de la memoria. Palabras y memoria menguaron juntas, anegadas de un mal como el que desvitaliza las manitos, un mal que lo replegó al pulso débil de la reserva. El problema es que su pensamiento funciona por núcleos temáticos y, por ejemplo, en este momento no quiere hablar de nada que no sea la incógnita de dónde y en qué circunstancias conoció a la inspectora cuando era hombre. Ni siquiera le preocupa el pentágono de su estado fisicomentalempático. ¿De dónde se conocen? Así de alto y flaco, debiera recordarlo. Unos perros salen del hall de un monoblock, se acercan, les meten sus narices en los traseros y por las piernas. Son animales de la calle, feos, a uno le falta un ojo, los ve tripudos y de pelambres sucios, pero la inspectora alarga su mano y el perro más pequeño, con manchones negros, la chupa con devoción. Sin pensarlo demasiado, Losarit le cuenta a la inspectora una anécdota que acaba de recordar. Unas semanas atrás, sorprendió a un perro en su departamento, olfateando las manitos. Seguramente entró por la ventana, proveniente de algún departamento vecino que comparte la escalera de incendios. No llegó a tocar las manitos, pero el perro había avanzado y retrocedido varias veces, había sido como una danza o un juego de amenaza o vaivén. Losarit busca la palabra para describir precisamente la sensación que tuvo, pero termina trazando en el aire un gesto con sus propios dedos, una ola invisible que pasara de una mano a otra, manteniendo un volumen entre las palmas que, en su relato, representan la manito y el hocico del perro.

Se lo cuenta porque es increíble, vaya a saber la razón, pero esa manito creció tanto que tuvo que trasplantarla a una maceta individual. Un crecimiento récord, treinta centímetros y las uñas poderosas, largas, bellas. Nunca le había pasado. Losarit le pregunta a la inspectora su opinión sobre ese acontecimiento extravagante: ¿A qué se debería? ¿Tiene alguna idea? ¿Una ocurrencia?