La tarde del 12 de setiembre de 2017 la clase El cuerpo en la Historia del Arte, de la Pontificia Universidad Católica (PUC), en Santiago de Chile, trataba sobre las representaciones de la muerte. En la pizarra de la sala AL-3, la profesora de estética Rosa Droguett mostraba un video: las imágenes referentes a la mirada artística sobre el fin de la vida se exhibían en silencio. De pronto, se escuchó un golpe seco. Los alumnos elevaron la vista y vieron caer por los escalones de ese auditorio, construido como una especie de foso de cemento, a Joselyn Lavados Toro.
Eran cerca de las 19.00 y la estudiante de segundo año de ingeniería comercial convulsionaba en el suelo. Un compañero corrió por ayuda. El jefe de seguridad ingresó a la sala e intentó reanimarla; casi no respiraba. De las 31 personas que estaban en el aula, sólo una, Rocío Crisóstomo, sabía quién era aquella estudiante y qué hacía allí. Era una de las pocas amigas de Joselyn y la única que estaba al tanto de que la joven llevaba días angustiada. Joselyn arrastraba problemas desde el colegio. Cuando estaba en el penúltimo año de la secundaria, su psicólogo le diagnosticó una depresión suicida. La reciente decisión de la universidad de expulsarla por razones académicas había agravado su estado.
Mientras en la pantalla de la sala continuaban exhibiéndose los distintos rostros de la muerte, Joselyn agonizaba en el piso. Había ingerido cianuro. Once días antes de suicidarse, el 1o de setiembre, Joselyn Lavados había sido notificada de que había caído en “causal de eliminación”. Era el paso previo a ser expulsada de la Universidad Católica. Fundada en el siglo XIX, es —junto a la Universidad de Chile— el centro de educación superior más prestigioso y tradicional del país.
La misma jornada en que Joselyn fue informada de que sería eliminada de su carrera si no apelaba otro estudiante de ingeniería civil de la Universidad Católica, aquejado de depresión y con problemas académicos, se ahorcó en su hogar. No eran los únicos casos de este año. En el primer semestre académico, la Católica, como se la conoce en Chile, ya había perdido a dos estudiantes de esa forma. Uno de ciencias biológicas y otro de leyes terminaron con su vida afectados por cuadros depresivos.
En 2016 hubo dos suicidios de alumnos en la Católica; en 2017, ya van cuatro. Según las estadísticas, el mismo día en que se suicidó Joselyn, otras cinco personas se quitaron la vida en Chile. Entre los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, Chile se ubica segundo, tras Corea, con las mayores tasas de crecimiento de suicidios. Mientras en el resto de los países de la organización internacional, la tendencia en los últimos 20 años ha disminuido en 20%, en Chile, desde 1990 a 2011, la cantidad de personas que terminó con su vida subió 90%. La tasa actual es de 13,3 por cada 100.000 habitantes y los casos son cuatro veces mayores entre la población masculina. En los últimos años, existe un incremento en el segmento de 20 a 29 años y una brusca alza de suicidios juveniles en las zonas más australes del país. De hecho, en el tramo de 15 a 19 años, Chile duplica la tasa de mortalidad juvenil por suicidio de Latinoamérica y el Caribe.
Además, existen altos índices de depresión. Según la última Encuesta Nacional de Salud, 17,2% de los chilenos reconoce síntomas depresivos, con mayor prevalencia entre las mujeres. En esa línea, un reciente informe de la Organización Mundial de la Salud, afirma que en Chile más de 850.000 personas mayores de 15 años sufren depresión, es decir, el 5% de la población. Actualmente, esa patología representa el 16% de las licencias médicas.
Según la presidenta de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica, Sofía Barahona, parte del problema se relaciona con el alto nivel de competitividad, el exitismo y el poco compañerismo entre el alumnado. “Siempre nos están enseñando cómo ser los mejores del país y eso, obviamente, genera una presión mucho más alta para cumplir con esas expectativas”, afirma.
En Chile, el ingreso a las instituciones educativas tradicionales, como la Universidad Católica, está reservado para los mejores estudiantes. La selección se hace a través de una prueba nacional (PSU) que rinden los jóvenes interesados en seguir estudios superiores al terminar la secundaria. Sólo quienes obtienen los puntajes más altos son aceptados. El resto de los estudiantes —los que no llegan al puntaje exigido para postular— debe optar por universidades estatales con menor exigencia académica o terminar en las múltiples universidades privadas, algunas de ellas de dudosa calidad y más interesadas en ganar dinero que en formar futuros profesionales, como la Universidad del Mar, que fue cerrada en 2012 por el Ministerio de Educación y dejó a miles de estudiantes de brazos cruzados.
La Universidad Católica pertenece a la Iglesia y depende directamente de la Santa Sede en el Vaticano. Tiene un perfil conservador, proclive a la derecha política, y la mayoría de sus alumnos pertenece a la clase alta. En ella se educa buena parte de la clase empresarial chilena y fue la cuna de los denominados “Chicago Boys”, el grupo de economistas, formados en la Universidad de Chicago, Estados Unidos, bajo las doctrinas de Milton Friedman, que impulsaron las políticas neoliberales durante la dictadura de Augusto Pinochet.
Como parte de esas políticas, el gobierno militar impulsó la ley de libertad de enseñanza, que permitió la creación de las universidades privadas y posibilitó el lucro en la educación. Los aranceles universitarios, tanto en las universidades estatales como en las privadas, son los segundos más altos entre los países de la OCDE, sólo superado por Estados Unidos. Para costearlos, los alumnos y sus familias deben endeudarse por 20 años o más.
El lucro y los altos costos de la educación superior en Chile fueron la principal bandera de lucha del masivo movimiento estudiantil de 2011, que derivó en una reforma al sistema educacional, bajo el actual gobierno de centroizquierda de Michelle Bachelet, que otorgó gratuidad a 50% de la población con más bajos ingresos. El de Joselyn, sin embargo, no era un problema económico: tenía una beca que cubría sus estudios.
La vida de Joselyn venía cuesta abajo desde mucho antes de que su cuerpo cayera casi inerte en el salón de la PUC. Había ingresado a la universidad en 2016, por medio del Programa para la Inclusión de Alumnos con Necesidades Especiales. Según su familia, la alegría que trajo este logro duró poco. Desde el colegio, Joselyn arrastraba el diagnóstico de depresión suicida. Padecía hipoacupsia bilateral —sordera en ambos oídos— y había sufrido bullying en el colegio Compañía de María de Puente Alto, el establecimiento católico donde terminó la secundaria.
En la universidad, la estudiante siguió con tratamiento psicológico, y en un principio pareció mejorar. Dejó los antidepresivos por orden médica. Aunque su grupo de amigos era pequeño, destacaba como embajadora del plantel y solía participar en las actividades estudiantiles. Eso hasta que su sordera se agudizó. La universidad le ayudó a conseguir auriculares más avanzados, pero aun así le costaba oír al profesor y estudiar en grupos. No captaba bien los contenidos, lo que se tradujo en malos resultados académicos. El primer semestre debió abandonar todas las materias y comenzar otra vez.
Luego de su mal desempeño ese semestre, Joselyn pensó en cambiar de carrera y retomar su idea original de buscar una alternativa humanista, que en Chile desemboca en carreras con ingresos económicos muy inferiores a los de un ingeniero.
—Nosotros cometimos un error, nos equivocamos. Ella quería estudiar literatura o periodismo, pero pensamos que esas carreras no le iban a servir en el mundo laboral reconoce su padre, Alfredo Lavados.
Su madre, Carmen Gloria Toro, detalla que el segundo semestre de 2016 la secretaría docente le sugirió a Joselyn tomar pocas materias. Cuando inició el tercer semestre, en marzo de 2017, tenía muy pocos créditos aprobados. No cumplía con los requisitos académicos para seguir estudiando en una universidad de alta exigencia como la Católica.
Setiembre de 2017 llegó con malas noticias. A inicios del mes, Joselyn le contó a su mamá que estaba en un escenario difícil, pero no le dio mayores detalles. En la semana del 4 al 10 de setiembre la estudiante apeló la decisión de ser eliminada de la universidad, como permite la normativa. No tuvo éxito. Esa última semana, le cancelaron la tarjeta estudiantil, por lo que ya no podía pedir libros en la biblioteca ni tampoco asistir a clases, pero siguió yendo como si nada. El lunes 11 de setiembre recibió en su casa una carta certificada de la universidad. Era su concentración de notas, el trámite con el que se daba por finalizada su relación con la PUC. No quiso abrirla; le dijo a su madre que lo haría al día siguiente en la universidad.
Así lo hizo. El martes 12 de setiembre Joselyn fue, como si fuera un día cualquiera, al campus San Joaquín. Su amiga Rocío la notó angustiada. Le ofreció acompañarla a la clase de arte para luego ir a una fiesta universitaria. Joselyn accedió. En medio de la clase, se levantó para ir al baño. Según ha podido reconstruir la familia y sus amigos, Joselyn disolvió cianuro en un termo y lo bebió. Minutos después se desplomó en el aula.
—Lo que hizo no fue sólo por la expulsión, fueron muchas cosas en su vida que se fueron sumando. Esto fue como la última gota que la desbordó —cuenta Rocío al hablar sobre la muerte de su amiga.
Nicolás, el hermano menor de Joselyn, tiene otra visión:
—La universidad no vio a mi hermana como a una alumna. La vieron solamente como un número, que representaba una utilidad, o alguien que estaba estorbando. La frialdad de la institución fue la que la llevó a la decisión —sostiene el alumno de tercero medio del Instituto Nacional (el colegio más prestigioso de Chile), quien además es seleccionado nacional de matemáticas.
En la Universidad Católica aseguran que, por razones de confidencialidad, no pueden entregar antecedentes respecto de si en la instancia para apelar a la expulsión se tomaron en cuenta la discapacidad auditiva y el estado psicológico de Joselyn, del que la universidad estaba al tanto. Pero más allá de la información oficial, existe un cuestionamiento al proceso. Barahona, la presidenta de los estudiantes, sostiene que “la forma de notificar a los estudiantes no tiene mucha asertividad ni inteligencia emocional. Se les envía un correo electrónico avisando que han sido eliminados y tienen cuatro días para apelar, pero no existe un acompañamiento posterior. Ni mucha orientación de cómo abordarlo con las familias”.
Ejemplos sobran. Barahona cuenta que Benjamín Martínez, un joven que estuvo tres días desaparecido en junio, y cuya familia realizó una intensa campaña en redes sociales para ubicarlo, había sido eliminado de ingeniería comercial en la PUC. Cuando apareció, explicó que estaba en una crisis vocacional y desató las burlas en internet.
Los suicidios de estudiantes no han sido la única crisis en la Pontificia Universidad Católica. El rector, Ignacio Sánchez, libró este año una batalla contra el gobierno de Bachelet por la promulgación del aborto en tres causales. Sánchez, en línea con las directrices del Vaticano, defendió la objeción de conciencia de la institución en los centros de salud que posee la universidad, para oponerse a acatar la ley que despenaliza la interrupción del embarazo en caso de riesgo de vida de la madre, malformación fetal o violación.
Pero mientras Sánchez peleaba contra el gobierno por el derecho a la vida del no nacido e izaba una bandera a media asta en la universidad en señal de duelo, al interior de la comunidad estudiantil la preocupación sanitaria era otra: el colapsado sistema de apoyo de salud mental que brinda la universidad. “No da abasto”, reclamaban los alumnos, consternados por la ola de suicidios entre el estudiantado. También se quejaban de la falta de flexibilidad académica en los casos de depresiones severas.
Una egresada de comercial, en la página de Facebook Confesiones UC, le envió un mensaje al rector: “Sánchez, se te están suicidando los alumnos y tú seguí jodiendo con los fetos. Me importa nada tu objeción de conciencia”. Su testimonio se hizo viral.
En la escalinata de la sala AL-3, Joselyn fue atendida por dos enfermeras y el jefe de seguridad del campus. Luego fue trasladada al hospital de La Florida. En el trayecto de siete minutos sufrió cinco infartos. Rocío llamó a Nicolás, el hermano de Joselyn, para informarle lo que ella sabía: su amiga se había desmayado en la clase de arte. Todos pensaban que se había golpeado la cabeza al caer.
Carmen Gloria, la mamá de Joselyn, Alfredo, su papá, y su hermano Nicolás acudieron a la universidad. Allí se enteraron de que debían trasladarse al centro clínico. Cuando llegaron al hospital de La Florida, Wladimir Vásquez, jefe de turno, les dijo que Joselyn había muerto a las 19.22. Carmen Gloria pidió verla. A su lado, le rogó que se despertara. El equipo médico bajó el cuerpo a la morgue del hospital. Su familia y su amiga Rocío fueron a despedirse por última vez de Joselyn. La abrazaron y besaron. Aún no sabían de los riesgos que eso implicaba.
Nicolás, incrédulo aún y buscando explicaciones, abrió la mochila de su hermana. Empezó a revisar todas sus cosas. Encontró una carta de la Universidad Católica. Luego, tocó una bolsa. Pesaba casi un kilo. En su interior, contenía pequeñas bolsas con un polvo blanco condensado, como merengues. La sacó y leyó la inscripción: era cianuro sódico. Recién entonces se activó el protocolo para emergencias químicas y llamaron a los bomberos. La vida de todos los que estuvieron en contacto con Joselyn, luego de que ingirió el veneno, corría peligro. Era urgente contener el riesgo de contaminación e intoxicación masiva.
El capitán Alex Muller, de la Cuarta Compañía de Bomberos de Ñuñoa, unidad especialista en emergencias químicas, tomó el procedimiento. Cerca de las 20.30 llegó al hospital de La Florida, en la zona sur de la capital. Con un detector químico, se confirmó la presencia de cianuro. El protocolo en estos casos es estricto: se debe aislar a las personas que tuvieron contacto con la víctima o los gases que emanan del cuerpo, ponerlas en observación por ocho horas y descontaminar el lugar para evitar que los efectos del veneno se expandan.
Los padres de Joselyn, su hermano, su amiga Rocío y otras seis personas, entre personal médico y la gente que la asistió en la universidad, tuvieron que desvestirse. Carmen Gloría, su mamá, se resistía. En el hall del hospital Bomberos instaló un biombo. Las cámaras de televisión acechaban. Muller ordenó que la prensa fuera retirada del lugar para resguardar la privacidad del procedimiento. En bata y con agua fría, las diez personas fueron bañadas con hipocloro, para desinfectarlas.
—El procedimiento fue horrible. O sea, fue bueno porque pudieron salvar a mucha gente, gracias a mi hijo que encontró el veneno, pero para nosotros como familia fue traumático. Nos aislaron, nos sacaron a la calle, estaba la prensa, cerraron el perímetro. El agua estaba fría y hacía mucho frío y yo aún no podía creer lo de mi hija —recuerda Carmen Gloria.
El jefe de guardia y las enfermeras del campus que intentaron reanimar a Joselyn sentían fuertes dolores de cabeza y tuvieron que aplicarles suero. Todos los involucrados quedaron internados en observación. Toda la ropa y zapatos fueron quemados. También se descontaminó la camilla y la morgue. Lo mismo en el aula de la Católica y el baño, donde poco antes de derrumbarse en la sala, Joselyn vomitó producto de las náuseas, el primer síntoma de intoxicación por cianuro.
Durante los últimos cuatro años, cada semestre, en promedio, cayeron en causal de eliminación 663 alumnos de pregrado de la PUC. De ellos, 487 logran superar el proceso y retoman sus estudios, y 176, la mayoría de los cuales ni siquiera apela, son eliminados. Juan Echaurren, consejero superior de la Universidad Católica, explica que desde el año pasado está en marcha una reforma a la causal de eliminación. La idea, dice, es que el sistema sea más riguroso y, además, cree alertas tempranas durante el semestre para avisar a los alumnos que están en riesgo. El sistema de expulsión hoy, plantea, “es demasiado árido y los plazos de apelación muy cortos para preparar una defensa adecuada”. Alfredo, papá de Joselyn, agrega que, a una joven vulnerable, como su hija, la frialdad del proceso la derriba.
—El bullying se la comió. Esta depresión venía del colegio. En la Católica se mejoró, estaba feliz. Se notó demasiado el cambio, se sintió valorada e incluida, pero con esto de que la expulsaron, de forma tan brusca y rápida, sin darle oportunidad de revisar sus antecedentes… Se le acabó el mundo. Nuestra hija pensó que no había más opciones.
En la Universidad Católica, tras el caso de Joselyn, el tema ha generado revuelo. El director de Asuntos Estudiantiles, William Young, explica que existe una unidad de apoyo psicológico para el total del alumnado (24.000 estudiantes, aproximadamente) en la que se desempeñan 20 psicólogos y cuatro psiquiatras, que realizan en promedio 1.300 atenciones mensuales. “Se realizan un máximo total de 16 sesiones de psicoterapia focal, además de atenciones con psiquiatra si es necesario durante todo el tratamiento”, dice. Para esta atención, los alumnos deben pagar 50 dólares por cada sesión, que la PUC reembolsa 20 días hábiles después. El principal problema es que para los alumnos que necesitan un tratamiento psicológico más prolongado, la atención no está disponible y son derivados al sistema público o privado de salud, donde cada estudiante o su familia deben correr con los gastos.
—Respecto de los alumnos con riesgo suicida existe un protocolo específico que nos ha permitido pesquisar y realizar las maniobras de urgencia pertinentes. En dicho protocolo participa un equipo especializado de enfermería, así como también los profesionales de salud mental de la unidad —destaca la autoridad de la PUC.
Ese protocolo, en el caso de Joselyn y los otros tres alumnos fallecidos este año, no funcionó. Carola, hermana del joven que se mató el 1o de septiembre, escribió un mensaje en Facebook el día en que se enteró del caso de Joselyn:
Mi hermano estaba con depresión, mi hermano estaba orgulloso de entrar a la PUC, pero creo que fue la peor decisión. Él era brillante y esta universidad lo apagó, qué lástima que esto siga repitiéndose con otros jóvenes y que no tengan contención de la universidad.
Nadie sabe cómo Joselyn accedió al veneno con el que se quitó la vida. El capitán Alex Muller explica que la venta de cianuro, que se utiliza en joyería, labores industriales y en la minería, no está regulada. Un mayor de edad puede conseguirlo en ferreterías de barrios, en internet u otros comercios. Por sí solo no es tan peligroso, pero al ser diluido en agua, crea el ácido cianhídrico, el mismo que los nazis utilizaban en las cámaras de gas. Dependiendo de la concentración de la mezcla, su efecto es fulminante.
Muller cuenta que, en promedio anual, diez chilenos atentan contra su vida con cianuro; casi el 100% por ingestión (las víctimas diluyen el cianuro y se lo toman). El método es letal, las posibilidades de supervivencia prácticamente nulas y el riesgo para otros, muy alto. En 2015, en el barrio de Ñuñoa, Diego Araya, un joven de 26 años, ingirió la mezcla; su madre, Verónica Moreno, intentó reanimarlo y también falleció. El 26 de setiembre otra mujer de 28 años se suicidó con el mismo método en el centro comercial Costanera Center.
Tal como indica la reglamentación sanitaria, en estos casos no se realiza autopsia. El cuerpo de Joselyn fue sellado y posteriormente cremado. Sus cenizas están en una ánfora sobre el que era su escritorio, en su casa. En la habitación de la joven hay flores y fotos: una especie de altar. De las paredes cuelga una hoja de cuaderno escrita a mano en que Joselyn cuenta su plan B, las cosas que debía hacer si era expulsada de ingeniería comercial: buscar información sobre la carrera de periodismo, ver Kae no Katachi, la película basada en un manga en la que un joven busca pedirle perdón a Shoko, una niña sorda, como ella, que debió cambiarse de escuela tras sufrir bullying. Y un último sueño: “Disfrutar el camino. No hay nada que desee más que ello”.