(*) Este artículo es un adelanto de Almanaque mundial del Uruguay, libro de Los Informantes pergeñado por Ignacio Alcuri y Martín Otheguy, que incluye colaboraciones escritas de Germán Deniz y Leo Lagos, ilustraciones de Sol Herrera, Roberto Lagos y Gustavo Sala, y fotografías de Gerardo Carrasco. Se publicará a través de la editorial Random House Mondadori en noviembre de 2018 y se agotará en diciembre. Dicen ellos.

El hombre que está frente a mí fuma un cigarro armado de tabaco mientras su mirada se posa en los cuadros del bar La Fritanga, de Tala. Al ver su aspecto avejentado, sus ojos vidriosos, sus dedos artríticos y amarillentos que aferran una caña y que difícilmente podrían pulsar las cuerdas de una guitarra, uno no sospecharía que está mirando a uno de los músicos que pudo cambiar la historia del rock del Río de la Plata. Y no lo está, porque luego de cinco minutos de conversación, tras conseguir que le inviten otras dos cañas, el hombre se aclara la garganta y explica que él no es Roberto Bacheto, pero señala a un rincón y muestra, ahora sí, al músico, con la mirada perdida en una mosca errática y embebida en los vahos que suben de su licor. Detrás de él, pegado en la pared, un recorte gastado del periódico El Heraldo de Tala muestra a un Roberto adolescente y con una guitarra, sonriendo tras obtener el primer premio de la Kermés para Jóvenes del Festival de la Torta Frita y el Salchichón de Tala en 1959.

Tras muchas décadas en Montevideo, Bacheto volvió a residir en Tala, a recluirse y darle la espalda a ese pasado que estuvo a punto de convertirlo en leyenda. Lo que pudo haber sido y no fue ya no parece importarle. Pasaron más de 50 años desde aquel encuentro en un liceo montevideano en el que Roberto Bacheto, Luis Pelito Bayardi, el Gordo Jorge Manicera (primo de Bacheto), Mario Trompetita Balardaga, Miguel Billiken y Eduardo Galarriaga dieron forma a uno de los grupos más inclasificables, vanguardistas y también incomprendidos del Uruguay, relegado hoy a notas a pie de página y condenado a un olvido cuyo sudario recién comienza a levantarse. Ninguno estudiaba ya, pero era común esperar a las estudiantes menores de edad al culminar las clases en la puerta del liceo, una costumbre que, dice Bacheto con la mirada cansada, sería imposible en estos tiempos que corren, en los que “las tasas de repetición hacen que prácticamente sean todas mayores”.

Así nacieron Los Tuppers, surgidos en esa época efervescente de grupos con nombres en inglés, culpa de la llegada de los primeros discos de los Beatles al país. Cuando comenzó a rondarles la idea de formar una banda, en esos breves ratos que compartían entre un acoso liceal y otro, se perfilaban ya los roles que tendrían los integrantes del grupo durante buena parte de su historia y que los hicieron tan particulares. Fue el tío del Gordo Manicera, su primer mánager, quien sugirió que explotaran y acentuaran las facetas distintas de cada uno para tener más éxito comercial, e insistió en que se vistieran imitando a los grupos anglosajones que a él más le gustaban. La idea tuvo mucha resistencia entre los integrantes, principalmente porque Daniel Manicera era fanático de grupos vocales de mujeres como las Ronettes o las Shangri-Las.

“Cuando nos juntamos en el primer ensayo, en casa del Gordo Manicera, nos dimos cuenta de un primer obstáculo: no teníamos instrumentos”, recuerda Bacheto desde el fondo de su casa en Tala, mientras rasga una Telecaster que 50 años atrás hubiera sido un sueño imposible para él. Eran épocas muy precarias en cuanto a la instrumentación musical, lo que obligaba a desarrollar el ingenio. Con ayuda del tío de Manicera, Los Tuppers fabricaron sus primeras guitarras con escobas, tripas de gato y una caja de galletas para la resonancia. El bajo se hizo con una lata de nafta y cuerdas de nailon, y la batería se confeccionó con un juego de ollas de la tía de Galarriaga, además de con pedales de autos desarmados y nailon de bolsa tensado. “Fueron los únicos instrumentos que tuvimos en los primeros años”, cuenta Bacheto.

Roberto no sabe qué fue de aquellos instrumentos. Hoy vive con su prima de Tala (a la vez su sexta esposa), y asegura que sólo tiene contacto esporádico con los miembros sobrevivientes de Los Tuppers. Se cruza a veces con Billiken, que regentea un prostíbulo en Montevideo, y cena cada tanto con Balardaga, que se gana la vida recorriendo las salas de té del interior con una banda que hace covers de Los Tuppers, a la que llama Trompetita y sus Fabulosos Tuppers.

La invasión uruguaya

El anonimato de Los Tuppers se pondría a prueba muy pronto en los 60. Comenzaron a obtener cierta notoriedad en un circuito reducido, tocando en reuniones en casas, en bailes y luego en las cuevas de la ciudad. Los inexplicables incendios que se desataban luego de cada una de sus actuaciones en los primeros tiempos los hicieron conocidos, pero lamentablemente les cerraron las puertas de muchos lugares y conspiraron para que la originalidad de la música de Los Tuppers no fuera apreciada debidamente o no se masificara como quizá se merecía.

En su etapa pre-Tuppers, los seis integrantes se habían criado en el beat. Pelito, un niño prodigio de la guitarra, había compuesto sus primeras canciones a los dos años. Cuando cumplió tres, su padre comenzó a hacerlo trabajar durante varias horas seis días a la semana, obligándolo a dar conciertos junto a su hermano de seis años bajo el nombre El Espectacular Dúo Bayardi. En edad escolar, el dúo tocaba hermosas melodías a lo Buddy Holly en whiskerías y casas de citas, que fueron el sostén económico de la familia.

“Todos estábamos de acuerdo en algo: nos gustaban las melodías simples y pegadizas”, dice Roberto. ¿Por qué, entonces, Los Tuppers hicieron en sus comienzos una música completamente opuesta a ese beat que tanto les gustaba y que les parecía muy superior musicalmente al virtuosismo con sabor a nada del que luego se quejaron? “Por la plata”, señala. “Un productor paraguayo nos metió en la cabeza que el beat no iba a durar, porque eran muchas las bandas de ese tipo, y que lo que comercialmente iba a explotar era el jazz fusión. Así que nos dedicamos a copiar a las bandas de fusión: el pelo, la ropa aburrida, los solos embolantes, todo”, agrega con una mueca despectiva. Y es que Bacheto desprecia y le quita valor a aquella etapa, que sin embargo inició silenciosamente un movimiento musical de culto en el país y cruzó incluso el charco, influyendo a muy pocos virtuosos argentinos.

El grupo, sin embargo, logró que el sello paraguayo Odión editara su disco debut, Síncope ancestral, que mezclaba en forma muy compleja el jazz, la bossa nova e influencias africanas. “Copiábamos lo que estaba de moda en el norte, esas bandas de fusión que creíamos que la iban a romper”, dice Roberto.

En aquel debut, estaban a cargo de las voces tanto él como su primo Manicera, pero al no dominar bien los rudimentos del idioma en el que cantaban, lo hacían por mimética, es decir, imitando aproximadamente los sonidos de las palabras para que sonaran bien. Todas sus canciones de aquella época estuvieron compuestas en español.

Eran épocas de la “invasión uruguaya”, cuando algunas de las bandas más prominentes de Montevideo cruzaban con éxito a la vecina orilla. Los Tuppers también fueron parte de esta oleada, pero lamentablemente lo hicieron a Paraguay, no a Argentina, ya que su productor les aseguró que allí habría salida comercial para su fusión virtuosa de géneros. Al llegar a Asunción, en cuyas radios sus canciones se habían pasado con frecuencia, el recibimiento fue increíble: no había absolutamente nadie. Fue, recuerda Bacheto, el momento en que comenzaron las sospechas sobre su representante y la estabilidad del grupo empezó a resquebrajarse.

Por un lado estaba la inestabilidad psíquica de Pelito Bayardi, que se convertiría en su propia leyenda, considerado por unos pocos como un músico adelantado a su tiempo. Pelito fue el primero en mezclar un género típico regional, como el chamamé, con el swing del jazz, en lo que posteriormente se conocería como chamamé swing. Fue pionero en combinar otros ritmos paraguayos con el jazz del momento en el norte, una movida incomprendida en su momento pero que seguiría siendo incomprendida mucho tiempo después. Pero estaba también el otro Pelito: el desequilibrado, el que consumía mercurio de los termómetros, el que dormía en las alcantarillas, el que salía a tocar en los shows vestido únicamente con un diario mojado. Era sólo el principio de su colapso, que llevaría a su desaparición misteriosa varios años después.

Por el otro, estaba la firma de un contrato discográfico que Los Tuppers hicieron con Odión sin leer la letra debidamente, algo en lo que colaboró que el encargado de hacerlo fuera Manicera, que era en realidad analfabeto. El contrato estipulaba que el sello se quedaba con los derechos de la música de la banda por 150 años y que sus integrantes debían realizar diversas tareas de limpieza en la discográfica, además de pagar una mensualidad abusiva por un minúsculo cuarto que compartían los seis y dar a veces hasta 12 recitales en un solo día.

La experiencia paraguaya duró sólo un par de años, pero permitió la salida de dos nuevos álbumes, en los que comenzaban a destilarse un poco las influencias del chamamé swing de Pelito: Amo tuguapé y Terminal Portuaria Encarnación. Este último contiene su canción homónima, quizá la más popular de su pasaje por tierras guaraníes, que narra la historia de una mujer que espera a su enamorado en un puerto paraguayo al que, naturalmente, nunca llega.

Nacional e impopular

La pelea con el sello Odión trajo a la banda de vuelta a Montevideo, donde sus integrantes esperaban encontrar mejor suerte. Ahora sí, después de su fracaso comercial, comenzaron a incursionar en la música que para ellos tenía realmente valor: el beat de influencia anglosajona. Lamentablemente, el tiempo de este género había pasado y la escena uruguaya comenzaba a volcarse a ritmos regionales, lo que dio a Los Tuppers pocas oportunidades para destacarse.

Fue un período de pocas actuaciones. Casi sin empleo, Bacheto terminó viviendo en el campo en medio del país. Dormía en un hoyo en medio del monte, se vestía solamente con pieles de animales y cazaba lo que podía con sus manos desnudas. Bayardi mendigaba en las calles, lo que le permitió comprobar que hacía de esa forma más dinero que tocando la guitarra.

Recién a comienzos de los 70, cuando el tío de Manicera abrió una cadena de prostíbulos y necesitó música en vivo, Los Tuppers volvieron a reunirse en Montevideo para tocar con cierta frecuencia.

Con los recitales, volvió la magia: el baterista Galarriaga realizaba un show de ilusionismo antes de cada concierto que fue más exitoso que el número musical, y les permitió reunir el dinero suficiente para grabar su cuarto disco. Pero el éxito les fue, sin embargo, esquivo: Decímelo sin adverbios contenía canciones simples y pegadizas que hubieran resultado infalibles y frescas siete u ocho años atrás, pero que no pegaron en una escena montevideana que comenzaba a experimentar con otros géneros.

En ese álbum comenzaron a gestarse también algunos de los mitos que acompañaron al grupo y que circularon durante años entre los fanáticos. En especial en “Aquella de Canal 4”, canción que lidiaba nada menos que con la pérdida de la virginidad de una joven de extracción humilde, que luego pasó a integrar las esferas de la clase alta. Se discutió a nivel público la posibilidad de que se tratara de la historia real de una de las figuras televisivas más conocidas del momento, algo que muchos inferían de su título y de las estrofas de la canción. Roberto prefiere no echar luz sobre el asunto y dejarlo en la bruma del misterio que rodea a su grupo.

Fue en la catrera de un bar

de esos de vidrios brumosos,

de puchos desparramados,

donde la vieron parar.

Todo se acabó en un rato

del que hoy se quiere olvidar,

son otros ya sus zapatos y es otra su identidad.

Hoy es Laura la del 4,

tiene un programa estelar

que conduce noche a noche

y se llama Hora final.

“En toda esa época no vimos un peso”, dice Roberto, mientras su esposa asiente, “pero comenzamos a construir un piso que creíamos que nos iba a permitir dar finalmente el salto”. La realidad del país, sin embargo, lo impediría.

Discografía esencial de Los Tuppers

Síncope ancestral - Síncope ancestral 1967 Aunque eran amantes del beat, género que mamaron desde niños, Los Tuppers creían que el dinero estaba en la fusión virtuosa de géneros, que en realidad detestaban. No obstante ello, en Síncope ancestral lograron una originalísima mezcla de jazz, bossa nova e influencias africanas, con tempranas incursiones en lo que se dio a conocer como chamamé swing, género jazzero con elementos del folclore regional. Síncope ancestral vendió poquísimas copias, pero según un mito estadístico que se ha repetido algunas veces, todas las personas que lo compraron formaron un bufete de abogados.

Decímelo sin adverbios - Decímelo sin adverbios 1972 Su cuarto disco marca el regreso a la música que consideraban más valiosa: el beat heredado de los 60 británicos, repleto de melodías pegadizas. Lamentablemente, lo hicieron cuando el género ya no era novedoso ni valioso comercialmente. Canciones como “Por favor, vos” o “Tócala como si entendieras” habrían sido geniales y exitosas en otro contexto más favorable, otro tiempo y con otras letras y secuencias de acordes.

Canciones para escuchar - Canciones para escuchar en un tupper 1975 Ya en dictadura, Los Tuppers vieron en el público infantil una forma de evadir la censura y seguir explorando géneros que les interesaban, un enfoque que despertó también el interés de muchos adultos, especialmente de los de Inteligencia militar. Su único álbum para niños conjugaba una actitud musical lúdica con descripciones a veces un poco directas sobre los métodos de tortura del aparato represor. Contenía canciones como “El muñeco verdolaga”, “El submarino verde” o “El facho al tacho”, que quedaron marcadas para siempre en la de la memoria de los chicos que las escucharon, especialmente en los más impresionables o vulnerables psicológicamente.