Apretó el botón de planta baja y sintió que se le helaba la sangre. Había enfrentado a magnates que planeaban sacar al planeta de su órbita, había desactivado bombas nucleares segundos antes de que estallaran, pero aquella seguía siendo su peor pesadilla.
—Ah, señor Bond. Lo estábamos esperando.
La reunión de copropietarios.
INTRO: Siluetas de mujeres desnudas bailando sobre detalles de gastos comunes. Música sensual. Cierra con sobreimpreso “Los vecinos son eternos”.
—Salva el mundo una docena de veces y se cree que puede llegar a la hora que quiera —dijo una vieja en voz baja y para que todos la escucharan.
—¡Orden! Repasemos los puntos que van a tocarse en esta asamblea.
El de James era un edificio de población envejecida, así que los primeros minutos se discutió qué tan alta estaría la temperatura de la calefacción central el invierno siguiente. Varios proponían subirla de “estar en remera y calzoncillos” a “tener que abrir las ventanas para no achicharrarse”. Ganó esta opción por unos cuantos votos.
El representante de la administración del inmueble era quien llevaba la batuta, pero los ancianos hacían su mayor esfuerzo por robársela cada vez que se descuidaba.
—Hablemos del 1403.
—Yo les diré cuando llegue el momento de hacerlo —dijo el encargado, que repasó el orden del día en una cuadernola, suspiró y agregó—: Pasemos a las quejas sobre el apartamento 1403.
Aquella unidad del piso 14, cuyo living daba a la avenida Trippington, era el loft que James Bond se había podido comprar después de dos décadas al servicio (secreto) de su majestad.
—¿Se puede saber qué hice esta vez?
—¡Qué descaro! Como si no lo supiera. Todas las noches se escuchan los gritos de placer de usted y alguna muchacha con acento europeo. Y siempre es una muchacha diferente —dijo llena de odio la vieja del 1402.
El viejo del 1402 también estaba lleno, pero de envidia.
—La cama no para de rebotar, un día la araña del techo de mi cuarto se me va a caer en la cabeza y me voy a morir —informó la vieja del 1303.
—Si me permiten explicarles...
El murmullo tardó unos segundos en disiparse y recién en ese momento James continuó hablando.
—Como todos ustedes saben, soy un agente secreto.
Ni siquiera él captó la ironía.
—En mi línea de trabajo es muy necesario entablar relaciones con voluptuosas mujeres de todas las naciones del planeta y utilizar las habilidades sexuales para que revelen información confidencial. Lamento no tener presupuesto como para llevarlas a un motel.
—Ojalá fuera sólo eso. ¡Todas esas chicas terminan muertas!
—La vida perfecta —susurró el viejo del 1402.
—Eso es muy doloroso para mí. Pero no entiendo en qué forma podría afectarlos a ustedes.
—Mi esposo tiene 91 años —dijo la cougar del 705—. ¿Sabe lo que sufro cada vez que llego a casa y veo enfermeros retirando un cadáver adentro de una bolsa negra?
—Y se va la ambulancia y queda la puerta abierta. Habría que votar la instalación de un brazo mecánico —agregó el del 801.
—¡Votemos!
—Todavía no vamos a votar nada —interrumpió el administrador—. Está también el asunto de las explosiones.
Bond quiso matarlo con la mirada, pero había olvidado los lentes de contacto con láser en la mesita de luz. El otro señaló el orden del día, como diciendo “¿qué querés? Lo tengo anotado”.
—¡Estoy harta de que reconstruyan el palier cada quince días porque algún villano colocó una bomba ahí!
—¿Saben cómo evitar que pongan una bomba? Con un brazo mecánico.
La vieja del 801 mandó callar a su marido.
—Queridos vecinos, entiendo que sea molesto para ustedes, pero las reparaciones están dentro de los gastos que cubre el gobierno británico. Y cada reforma deja el edifico más lindo que antes, hay que reconocerlo.
—Está siempre lleno de obreros.
—Y la mitad de los obreros en realidad son asesinos a sueldo que vienen a matar a las chicas Bond.
—Tiene razón —se lamentó James, que había perdido numerosas parejas circunstanciales—. Le dije a la empresa constructora que hiciera una mejor selección de personal, pero es un sector con alta rotación.
Se votó que los empleados externos que ingresaran al edificio tuvieran que dejar las armas de fuego en la entrada, encima de los buzones. La sugerencia del brazo mecánico fue desechada.
—Son sicarios, viejo bobo. Una puerta que se cierra sola no va a detenerlos —dijo la solterona del 603, la misma de la idea de dejar los revólveres en la entrada.
Bond estaba logrando otra trabajosa victoria en una asamblea. No habían pedido su expulsión y no habían votado ninguna medida que elevara demasiado los gastos comunes. Ya exprimía bastante su salario.
—Muy bien. Completamos los puntos de la agenda en tiempo récord. ¿Alguien desea agregar algo más? —preguntó el administrador.
La única ocupante del 1202 levantó un arrugadísimo dedo de una de sus flaquísimas manos.
—Me robaron el helecho que tenía justo afuera del apartamento.
—¡Esto es inaudito! —gritó un viejo reaccionario que buscaba cualquier excusa para criticar a la Corona—. El ministro Perkins debería renunciar.
—Tranquilos, debió ser obra de Víctor Van Green, el villano obsesionado con las plantas. Vino el otro día a matar a la voluptuosa embajadora de Tanzania; seguramente también se llevó el helecho. Pero no volverá a molestarlos, cayó con su helicóptero dentro de un volcán activo. Hubo un silencio de cinco segundos, hasta que una vieja gritó:
—¡Hay que poner cámaras!
La reunión se estiró dos horas más con pedidos de presupuestos a empresas de seguridad, dilemas sobre la privacidad de los vecinos y la posibilidad de que los instaladores fueran en realidad asesinos a sueldo. Bond suspiró cuando la votación fue negativa por un estrechísimo margen.
—¡Entonces que pongan portero! —gritó la vieja de las cámaras.
A esa altura casi todos los propietarios de menos de cincuenta años ya se habían ido a dormir, porque al otro día madrugaban. No importa cuánto les explicó Bond que los gastos se iban a ir al carajo, la turba votó con miedo y el 801 inclinó la balanza cuando le dijeron que el portero se encargaría de mantener la puerta cerrada.
Dos meses más tarde, James regresaba a su hogar después de una misión en la que había tenido que achicar los gastos. Había tenido que cambiar el vodka martini por agua saborizada, volar en clase turista y no disparar más balas que las necesarias. Casi se le había escapado el científico nuclear ucraniano por dudar demasiado antes de hacer un disparo de advertencia.
Con la lumbalgia de haber cruzado el océano en un asiento incómodo, subió las escaleras que daban al hall y pensó, una vez más, que la cara del nuevo empleado le resultaba familiar.
—Buenas noches.
—Buenas noches, señor Bond —respondió el portero mientras acariciaba a un gato blanco.