Última etapa de la Vuelta Ciclista del Uruguay, Semana Santa de 1950. Un tren de carga hacía maniobras, pero el grupo de corredores escapados no lo sabía. De pronto, los pedalistas se encontraron con una barrera que les impedía el paso. En ese cruce de la ruta fueron detenidos y obligados a esperar el fin del procedimiento. Dos de ellos, italianos, desesperados por conservar el liderato, decidieron pasar sobre la vía férrea con las bicicletas al hombro, pero se toparon con el comisario de la carrera, Pascual Castiglioni, quien les pidió tranquilidad y prometió congelar el cronómetro para asegurarles la ventaja que llevaban: 1’35”. Castiglioni explicó que se trataba de un accidente, un imprevisto en el camino a pocos kilómetros de la meta en Montevideo. Y los ciclistas, confiados, obedecieron.
Primo Zuccotti pugnaba por el liderato. Atrás, rezagado en el pelotón, venía el primero de la clasificación general, el uruguayo Virgilio Pereyra. Tras levantarse la barrera, con bastante tiempo consumido, Zuccotti nuevamente se hizo fuerte sobre los pedales y ganó la etapa. La multitud, eufórica, lo levantó en andas, convencida de su victoria, pero el destino ya le había fallado. El comisario faltó a su palabra, el tiempo perdido no le fue descontado y la historia registró para siempre a Virgilio Pereyra como el campeón de 1950. Así recordaría el episodio años más tarde, en 1976, para el número 3 de la revista Historia de la Vuelta Ciclista, editada por el el Club Atlético Policial:
En ese momento, como todos saben, perdí la carrera.
Primo Zuccotti no llegó a ganar, pero casi lo consigue. Con la sangre caliente, después de ese final injusto, decidió quedarse en Uruguay para apelar el desenlace, decidido a obtener lo que se había ganado a punta de piernas y estrategia. El campeón fallido eligió quedarse sin saber que algunas decisiones son definitivas. Es difícil determinar cuándo cambia una vida. Pero aquel día, frente a la barrera del tren, la de Primo Zuccotti se había ligado a Uruguay para siempre.
Tuvimos suerte. Lentamente fuimos ascendiendo. Al frente de la clasificación estaba Virgilio Pereyra, a quien respaldaba un equipo de grandes figuras. Todos se conjuntaban para conservar ese liderazgo, y contra ello fue que debimos luchar; contra la indiscutible capacidad del líder de la Vuelta y de sus compañeros de equipo, quienes trabajaban de manera inteligente para conservar las posiciones que habían obtenido.
Primo Zuccotti nació en 1915 en Serravalle Scrivia, provincia de Alessandria, pleno Piamonte italiano. Le gustó más la bicicleta que estudiar, aunque su familia hizo de todo para meterle libros en la cabeza. Como tenía que ayudar en su casa porque el dinero no daba, fue albañil de día, y por las noches entrenaba. En 1938 corrió su primer Giro de Italia como independiente y terminó en el puesto 38, sexto entre los que competían sin equipo.
En 1939 logró tres títulos mundiales en el Velódromo Vigorelli: bajó las marcas en los 60, 70 y 80 kilómetros. Un año más tarde se convirtió en peón de Gino Bartali, Il Ginettaccio, durante un Giro que ganó otro ilustre, Il Campionissimo Fausto Coppi. A Zuccotti no le fue del todo bien: en la etapa Ortisei-Bolzano sufrió una caída que le provocó conmoción cerebral y tres meses de internación entre la vida y la nada. Para peor, después de su recuperación llegó la Segunda Guerra Mundial y su consecuencia interna: la resistencia italiana.
Zuccotti fue parte del movimiento armado que se opuso al fascismo y a la ocupación nazi. Los mejores años de su juventud los perdió en esa guerra. Enterados de que era partisano, los fascistas quemaron su casa y le cerraron un negocio vinculado al ciclismo. La guerra rompe todo.
Me tracé un plan de carrera, por supuesto. Había que ir gradualmente hacia adelante. En Mercedes, terminal de la tercera etapa, estaba quinto. Al día siguiente gané la etapa a Paysandú y ascendí al cuarto puesto, y en Trinidad estaba tercero. La planificación daba óptimo resultado. En Florida volví a adjudicarme la etapa delante de Próspero Barrios, y pasé al segundo sitio en la general, pero muy lejos de Virgilio Pereyra.
Cuando llegó a Uruguay, invitado por su amigo Mario Debenedetti, también ciclista (y su escudero en la fuga previa al tren), Primo Zuccotti tenía 35 años, un nutrido historial ciclístico y la guerra a sus espaldas. Primero corrió en Argentina, donde lo detectó Atilio François, uno de los mejores ciclistas uruguayos de la historia. Atilio quería ganar otra Vuelta más, su cuarta victoria en siete ediciones competidas. Fue por eso que ambos italianos cruzaron el Río de la Plata para ser sus gregarios. Pero François, el favorito, abandonó en la tercera etapa.
Salvo Atilio François y su equipo, Peñarol, nadie en Uruguay quería que él ganara. Y además enfrentó otros obstáculos: tuvo que dormir con la bicicleta bajo la cama por amenaza de robo y se quedó sin apoyo real de su equipo tras el abandono de François; en las zonas de aprovisionamiento le daban comida sucia, las caramañolas se las llenaban con vino y eran moneda corriente las piñas a mano limpia en el medio de la ruta. Situaciones que, al fin y al cabo, resultaban insignificantes travesuras para alguien que venía de sufrir la peor conflagración del siglo XX.
El día jueves en Minas me adjudiqué la etapa delante de Mario Debenedetti y Hugo Mario Machado. El puntero llegó a siete minutos. Estaba separado de Virgilio por sólo tres minutos y mis esperanzas se fortalecían en la misma medida que mis rivales se impacientaban. En Rocha conservé el segundo puesto, pero me distancié y Virgilio aumentó la ventaja a cuatro minutos. En Maldonado recuperé segundos.
En 1950, plena posguerra, Zuccotti había dejado atrás una Italia destrozada. Frente a él, en cambio, encontraba un Uruguay de maravilla. En Italia quedaron aquellas carreras en las que apenas se ganaba un salamín, un pan casero, un par de botellas de vino. Ante sus ojos, lejos de la miseria, además de correr por buen dinero, conoció un lugar donde la generosidad llegaba a extremos tales que en las carnicerías regalaban “la parrillada” (es decir, las achuras) y en el que las ferias vecinales obsequiaban verduras y frutas. Su necesidad de quedarse no fue un caso aislado. Entre 1945 y 1953 arribaron a Uruguay muchos refugiados sobrevivientes, víctimas de los campos de concentración o de zonas ocupadas. El desarrollo industrial del país, basado sobre todo en una economía de exportación, tenía lugar para todos. Se calcula que en ese período llegaron 48.000 personas extracontinentales. La gran mayoría de ellas se dedicó al comercio, a trabajar en fábricas o desarrolló los más diversos oficios de la época.
Mientras se decidía el fallo, tras la famosa etapa del tren, Zuccotti puso una bicicletería en espera del resultado. Y le fue bien. Vivió en instalaciones de Peñarol, el equipo que lo contrató cuando se supo que se quedaba, y hasta se hizo amigo de los futbolistas locales campeones en Maracaná. Nadie lo movió de Uruguay, ni siquiera la confirmación de que el título de la Vuelta Ciclista del Uruguay de 1950 era para Virgilio Pereyra. En 1952 el campeón sin trofeo volvió a Italia, cerró lo que le quedaba del antiguo negocio y decidió, junto con su novia, casarse para emprender la nueva vida. El 23 de agosto se celebró la boda en Montevideo.
Quedaba una etapa, la que nos llevaría a Montevideo, y en ella debía intentar el último esfuerzo. Ese día, 9 de abril de 1950, pasaron todas aquellas cosas que, como dije al comienzo, jamás podré olvidar. Fue una etapa de contratiempos. Tuve una pinchadura que pudo ser definitiva en San Jacinto, pero más adelante Virgilio experimentó un desperfecto mecánico. Tomamos la delantera y avanzamos hasta que, por Cuchilla Grande, al llegar a Estación Manga, hallamos el tren fatídico.
La radicación definitiva de Zuccotti en Uruguay significó el nacimiento de una de las mayores bicicleterías del país. Al principio importó marcas italianas: Fiorelli y Lygie. Años después su compañero en este embrollo, Mario Debenedetti, quien también se quedó en Uruguay y montó una fábrica de neumáticos, decidió irse a vivir a México y le ofreció el negocio. Zuccotti lo compró y amplió sus ventas. Corriendo los años 70 era casi una industria, en la que fabricaban marcos, llantas y ropa para el mercado local y para exportar. Además de las extranjeras, Zuccotti decidió crear su propia marca de bicicletas. La nombró Marina, como a su hija, y fue una versión casera y más económica de lo que ya vendía. La fábrica llegó a tener alrededor de 100 empleados. Todo mejoraba, hasta que un socio pergeñó la más fea: quedarse con todo. La desilusión fue grande, porque la zancadilla la realizó alguien en quien confiaba. Al fin, gracias al apoyo de sus tres hijos, Zuccotti pudo restablecerse. Entonces las marcas grandes del mundo colmaron su nuevo local frente al Hospital Militar, un ícono de la industria del pedal uruguayo.
Dentro de sus tantas tareas, Primo Zuccotti armaba las bicis a medida. Horacio Tato López, el mejor basquetbolista que dio Uruguay, un hombre grandote, larguísimo de piernas pero corto de torso, fue a buscar una que le quedara como anillo al dedo. Y salió con ella, claro que sí. Lo mismo hicieron otros hombres y mujeres, adultos y jóvenes. Tan lejos llegaban el talento y el carisma de Zuccotti, que todo el mundo quería ser atendido por él. Solía sacar a la calle a sus clientes para darles instrucciones de los cambios y enseñar a los niños a pedalear en línea recta.
Cuentan sus familiares que, en la época de esplendor, desde junio se empezaban a reservar y a pagar en cuotas las bicis para la venta del 6 de enero, Día de Reyes. En diciembre, cerca de la fecha, los dueños y algunos trabajadores dormían en la fábrica. Los hijos de Zuccotti, Primo y Marina, recuerdan que hubo un 5 de enero en el que su padre amaneció en el local. Resulta que a uno de sus clientes le robaron las bicicletas que se había llevado para sus niños, y cuando volvió con el cuento, Zuccotti, sin mediar palabras, se puso a armar dos iguales, no fuera que a dos niños, al despertarse, les faltara la magia del pedal.
No era un tren de pasajeros, sino de carga. Podía estar ahí indefinidamente. Fue cuando ocurrieron los hechos tan comentados. Quise cruzar las vías. Se entabló el diálogo con Pascual Castiglioni, de quien no formularé juicios adversos, aunque se haya supuesto lo contrario. Lo real es que perdimos un tiempo precioso, decisivo. Después fuimos hacia el estadio, donde gané la etapa. Reclamé, naturalmente; hubo varias instancias, pero todo permaneció como estaba. Quedé a 50 segundos de Virgilio en la general, aunque estuve detenido bastante más en las barreras de Manga.
En los 90, con el auge de la importación china, el negocio de Zuccotti fue disminuyendo. Ya no se buscaban cosas artesanales. Cambió el modelo de comercio, los años no vienen solos; los hijos decidieron otro camino y llegó la jubilación sin melancolías.
Lejos del ruido de la capital, Zuccotti se fue a vivir a Belén, departamento de Salto, porque le encantaban las aguas termales de Arapey. Con su esposa, Anna Teresa Norese, compraron una quinta y, junto a las frutas y verduras que plantaron, recrearon la vieja tradición: vivir como la primera vez que soñaron juntos. Así fueron sus últimos 15 años de vida, de merecido goce para alguien que siempre se sintió uruguayo y dijo, ante varias ofertas migratorias: “Yo me quedo en mi país”.
Tras una corta enfermedad, de octubre a diciembre, Anna Teresa falleció en 2003 casi sin aviso. Zuccotti, según el médico, “con medio corazón funcionando”, vivió con su hija Marina y pasó de un sueño a la muerte en 2005, poco después de haber cumplido 90 años.
Eso ya pasó, lo importante es decir que aquella incidencia fue como un reto. Permanecí en este gran país y después me quedé para siempre. Por eso le agradezco a la Vuelta y a la incidencia que narré haberme permitido cambiar el curso de mi vida, que transcurre entre tantos amigos en este Uruguay al que realmente quiero. Eso es lo más positivo. Lo demás tiene poca importancia, aunque no lo haya podido olvidar.
Una versión de esta nota fue publicada en la revista colombiana Pedalista.