No tendrían que haber mandado caballos al muere; no a esa guerra, que fue en Europa y del mundo y no en Uruguay. Pero, aunque Uruguay fuera neutral, tal vez le incumbía y seguro era negocio mandar sus mejores caballos; tal vez esto hasta haya dificultado una nueva sublevación civil en suelo oriental luego de la no muy lejana de 1904. En todo caso, vender esos caballos a Uruguay le convenía por esto y por aquello, y los británicos los compraron porque querían cargar sable en mano o lanza en ristre con artillería golpeando la retaguardia del enemigo. Grave error: puede que fuera un reclamo de la historia del Imperio británico, mas no de la lógica que innovaban las armas de repetición.
Todos los contendientes de la Gran Guerra, luego llamada Primera Guerra Mundial, tenían su Caballería para emplear en la que decantaría como la primera guerra industrial. Los generales británicos tendrían que haber sabido escuchar a sus estrategas y no a la pompa de sus tradiciones; quizá fue por venerar tanto a la imagen de san Jorge presidiendo todo y trinchando al dragón cuando su tiempo estaba cumplido. Esos y otros letargos envolvieron en la nube de la necedad las advertencias a su estado mayor, y a la cortedad de su entonces primer ministro, Herbert Asquith, que avaló la ceguera. Al año siguiente del inicio de la guerra, en 1915, Gran Bretaña reemplazó a Asquith, pero ya con daños que contabilizar. En El mundo secreto: una historia de la Inteligencia, Christopher Andrew desnuda las fuertes limitaciones de este primer ministro para entender su tiempo: no era digno sucesor de los hombres de Estado que Gran Bretaña supo tener en el siglo anterior, dice.
A Asquith lo sucedió David Lloyd George I, un galés que venía ocupando el cargo de ministro de Armamento, y desde su puesto como primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill no sólo recuperó para Gran Bretaña el gobierno de las olas que canta el himno del imperio, sino que desarrolló el primer tanque de guerra, el Mark, que en su versión IV sería decisivo para el triunfo. Nacía la que con propiedad se llamó “caballería blindada”, pues reemplazó a los caballos en la liza.
Fueron tal vez 20 millones los muertos en esa guerra; la cifra de víctimas se redondeó en el 1% de la población mundial de la época (lo que hoy serían 74,5 millones). El 14 de agosto de 1917, el soldado alemán Gerhard Gürtler describió el desgarramiento que es la batalla:
Los que siguen en la línea del frente no escuchan más que proyectiles, los gemidos de los camaradas heridos, los relinchos de los caballos moribundos, el latido salvaje de su propio corazón... y así hora tras hora, noche tras noche. Incluso durante los cortos descansos, sus cerebros siguen atrapados por los recuerdos de tanto sufrimiento. El campo de batalla no es más que un vasto cementerio.
Aunque las armas de repetición los segaran en la carga de los lanceros, igual usaron equinos como apoyo logístico, superando el barro y terrenos irregulares, para tareas de reconocimiento, mensajería y como bestias de tiro. Además, se descubrió que la presencia de caballos elevaba la moral de la tropa. Es cierto, los animales también sufrían males de la piel que se agravaban con el gas venenoso, transmitían enfermedades y su estiércol era un permanente foco infeccioso. Pero su presencia era un hecho y todos los contendientes iniciaron sus operaciones con protagonismo de fuerzas de Caballería. Para 1917, un caballo tenía más valor táctico que un soldado en la contabilidad de los estados mayores. Por algo el bloqueo naval aliado en el Atlántico tenía entre sus objetivos centrales impedir el suministro de caballos a Alemania y Rusia.
En el desarrollo del conflicto, los imperios alemán y austrohúngaro dejaron de usar caballos en el frente occidental, pero los utilizaron hasta el final de la guerra en el frente oriental. El Imperio otomano les dio amplio uso, y en Medio Oriente su empleo significó un relativo éxito de los aliados ante un contendiente débil. El Imperio ruso los usó en el frente oriental con escaso suceso, Estados Unidos los utilizó durante un tiempo, hasta que fueron muertos y no logró reabastecerse de ellos, y Gran Bretaña los empleó durante toda la contienda.
Gran Bretaña encontró en el londinense Robert Cunninghame, de abuela materna española y enamorado de las praderas del sur y sus caballos, a quien encomendarle, en 1914, comprar en el Río de la Plata caballos para el Ejército. En sus relatos, recogidos por el Club de Lectores de Banda Oriental, se paladea el gusto con que describe al hombre y al caballo, al gaucho que desaparecía como estirpe, y al caballo que se evanecía como libertad.
Cuenta en sus Relatos del Río de la Plata sobre el rodeo de Bopicuá, Río Negro, con 500 caballos que se domaban y seleccionaban para ser montura de lanceros; en definitiva, para vivir sólo unos meses más:
El gran corral de Bopicuá estaba lleno de caballos. Tordillos, zainos, colorados, oscuros, bayos, tostados, rosillos (tanto moros como colorados), tobianos colorados y negros, bayos encerados, overos, gateados y cien otros matices y manchas, desconocidos en Europa, pero cada cual con su nombre propio en el Uruguay y en la Argentina, se empujaban unos a otros en una masa caleidoscópica.
Luego habría al menos otros 500 caballos, dice la historiadora Ana Ribeiro; del número total no hay registro ni en la Asociación Rural del Uruguay ni en el Servicio de Veterinaria y Remonta del Ejército, creado poco antes, en 1908. El relato de Cunninghame está lleno de referencias a la libertad, y describe “de aire taciturno y ese equilibrio interior con que su sangre indígena y su vida solitaria suelen marcar sus rostros” a aquellos hombres que reunió la demanda de una guerra en lontananza. Ella agrupó a aquel que renunció “a trabajar por un sueldo para poder disfrutar a diario el riesgo de ser desnucado por un bagual”, en la faena de su doma, y de individualidades diversas en baquías, rasgos y caracteres, unidos por el respeto a la libertad que los caballos perdían.
Alrededor de la tropa encerrada corrían otros caballos relinchando, buscando a sus compañeros que ya no pastarían en Bopicuá, sino que serían enviados por tren y por barco a los campos de batalla de Europa, para sufrir y morir sin saber por qué...
En otro tramo, agrega el autor su testimonio:
Muchos de ellos, cuando vendían un caballo, lo miraban diciendo: “Pobrecito, te vas a la Gran Guerra”, como mira un hombre a su hijo... Y en la arriada, casi al ocaso, los 500 caballos olieron el agua al pie de la loma y se largaron al galope, las crines al viento y las colas levantadas; nosotros, sintiendo que aquel galope era el último, corrimos a su lado en toda la furia hasta llegar a unas 100 yardas de la gran laguna. Entraron al agua y bebieron todos con avidez, mientras el último sol caía sobre sus lomos de pelajes diversos, dándole a la tropa el aspecto de un vasto campo de tulipanes. Nos mantuvimos alejados para dejarlos beber a sus anchas y luego llevamos los caballos nuestros hasta la orilla, nos apeamos, les quitamos el freno y los dejamos tomar agua con el aire de quien cumple un ritual, por mucho que alzaran la cabeza y comenzaran de nuevo. Pablo Suárez pronunció su elegía: “Coman bien”, dijo, “allí donde van, al otro lado del mar, no hay pasto como el de La Pileta. Todo el pasto de Europa ha de tener olor a sangre”.
Hoy, Bopicuá recuperó la grafía que reproducía el sonido guaraní, M’Bopicuá, y es un parque natural en el que se cría fauna autóctona y flora nativa. Con el auspicio de la empresa forestal Montes del Plata, el proyecto diseñado y coordinado por el naturalista Juan Villalba Macías se aboca a la conservación de especies de fauna autóctona, “particularmente aquellas en peligro de extinción —dice su literatura—, la educación ambiental y la reintroducción de algunas especies a su hábitat natural. Desde su establecimiento ha logrado la reproducción, e incluso la reintroducción, de diversas especies de mamíferos, aves y reptiles, entre ellos coatíes y yacarés. En la actualidad la colección comprende más de 800 especímenes de 60 especies diferentes”. Pero no hay todavía en el lugar memoria registrada de aquella caballada que tuvo allí su última pitanza en suelo propio.
La venta de equinos no sólo produjo caja a sus dueños, sino que diez años después de la guerra civil, la inestabilidad política actuaba, una vez más, ronceando la figura de José Batlle y Ordóñez, en el marco del retorno de los blancos a la liza política. La única hija del caudillo, María Amelia, había fallecido en enero, y en marzo, el día 4, don Pepe se arrancó de su duelo y publicó un desafío político: “El Poder Ejecutivo colegiado, apuntes sobre su posible organización y funcionamiento”. Proponía una reforma constitucional que sustituyera al presidente por un colegiado de nueve integrantes del mismo partido con un mandato presidencial anual rotativo.
Su fundamento era que el colegiado (ya en 1911 había propuesto algo similar) impediría excesos autoritarios de tal o cual persona, pero mantendría el color del gobierno. Esto instaló una ríspida polémica y una división del sistema político en colegialistas (batllistas con tibio apoyo socialista) y anticolegialistas, que agrupaban al Partido Nacional en pleno y a colorados que se alejaron del batllismo, encabezados por el renunciante ministro del Interior Pedro Manini Ríos y seguidos por José Enrique Rodó; el ex presidente Claudio Williman; José Serrato, luego presidente, en 1923; Juan Campisteguy, que lo sucedería en la presidencia; Juan José de Amézaga, presidente en 1943, y otros.
Batlle y Ordóñez terminó su mandato en 1914 y ante la acusación nacionalista de querer perpetuarse en el poder, el batllismo propuso moderar su plan de reformas. Las elecciones de noviembre de 1913, en las que el Partido Nacional decidió participar, estuvieron cargadas de tensión, denuncias de fraude y presiones. El gobierno cedió en algo y anuló el decreto de 1910 que autorizaba a la policía a votar. Los comicios fueron una gran victoria para el batllismo, que se quedó con todas las bancas ganadas por el Partido Colorado, 68, asegurando la elección de Feliciano Viera como presidente.
La intención original era seguir con el plan de reformas con proyectos ya presentados al Poder Legislativo: accidentes laborales, el trabajo de la mujer y los niños, horario obrero, pensión a la vejez, protección a la infancia, salario mínimo, descanso semanal y más. Pero desde la oposición tanto nacionalista como de la Concentración Colorada, formada por los que luego se llamarían “riveristas”, arreciaban las críticas hacia la perpetuación en el poder de José Batlle y Ordóñez “y su camarilla”, calificándola de “experiencia aventurada que el país no tiene necesidad de afrontar”. El argumento para tomar las armas fue, en 1897, la defensa de la libertad institucional; la retórica y los términos en que se relacionaban las fuerzas políticas en el país podían invitar a la historia a repetirse, pero esta vez sin buena monta.
A esto se agregó que, desde la sociedad, se sumaban a la oposición al batllismo, entre otros, la Federación Rural, formada en 1915 con la agrupación de entidades ruralistas preexistentes y liderada por el eminente abogado José Irureta Goyena; además, Carlos Reyles, el cirujano Manuel Quintela, el propio Manini Ríos y Luis Alberto de Herrera. Y buscaban declaradamente incidir en la política: “No puede”, escribió Irureta Goyena, esgrimiendo un argumento corporativista, “estar normalmente regida una sociedad en la que todos gobiernan menos los que producen”. Pronto se sumaría la Unión Industrial Uruguaya, casualmente formada en esa coyuntura. La vida política del país cambiaba sustancialmente y el anticolegialismo era la punta de lanza de la reacción antirreformista.
No se llegó a las armas, pero sí a las urnas: el 30 de julio de 1916 se eligieron los miembros de una Asamblea General Constituyente, en lo que el historiador Lincoln Maiztegui considera “las primeras elecciones democráticas en la historia del país”. Otro historiador, Gerardo Caetano, objeta que no votaron mujeres. Derrotado en esa instancia el batllismo, Batlle y Ordóñez valoró esos comicios como una victoria de los esfuerzos democratizadores de su partido y “el triunfo moral de su obra democrática”. En cuanto al presidente Viera, el 11 de agosto de 1916 se dirigió a la Convención Nacional Colorada: “Nuestro pleito sobre el colegiado ha terminado. [Los resultados electorales] nos demuestran que la mayoría del país no nos acompaña en reformas de esa naturaleza. [...] No avancemos más en materia de legislación económica y social; conciliemos al capital con el obrero. Hemos avanzado bastante aprisa; hagamos un alto en la jornada”. Ese mismo día, Batlle y Ordóñez anunció que no se candidatearía a un tercer mandato. El Alto de Viera se instauró, y en este contexto no parece temerario afirmar que la ausencia de buenos pingos apoyó la vía democrática.
Si alguno escuchó alguna vez a un caballo relinchar de dolor e incomprensión, podrá recordar ese desgarro al leer el relato legado por el oficial de Caballería del Ejército otomano Rafael de Nogales, de 36 años, nacido en Venezuela.
Del viernes 18 de junio de 1915, da cuenta:
La ladera está coronada de millares de cadáveres medio desnudos y ensangrentados, amontonados unos sobre otros o entrelazados en el postrer abrazo de la muerte. Padres, hermanos, hijos y nietos yacían allí conforme habían caído bajo las balas y los yataganes asesinos. De más de un montón de aquellos sobresalían las extremidades temblorosas de los agonizantes. De más de una garganta abierta de una cuchillada se escapaba la vida en medio de bocanadas de tibia sangre. Bandadas de cuervos picoteaban por doquiera los ojos de los muertos y de los agonizantes, que en sus miradas rígidas parecían reflejar aún todos los horrores de una agonía indecible, en tanto que los perros carroñeros clavaban sus afiladas dentaduras en las entrañas de seres que palpitaban todavía bajo el impulso de la vida.
Con la perspectiva que da el tiempo, tal vez sea más relevante el desesperado y escueto comentario de un soldado hindú, Sol: “Esto no es una guerra: es el fin del mundo”. Era el fin de un mundo y el ingreso con dolores de parto a otro, el de la difícil modernidad; la discusión entre Karl Marx y José Ortega y Gasset sobre si el motor de la historia es la lucha de clases o las confrontaciones bélicas iluminaba de ambos lados este escenario.
Rusia se retiró de la guerra, derrocado su gobierno por la Revolución bolchevique de noviembre de 1917. Dos de las grandes fuerzas restantes, Gran Bretaña y Alemania, se enfrentaban en la “ofensiva de los 100 días”, que tuvo su comienzo en la batalla de Cambrai, entre el 8 y el 10 de octubre de 1918, en los alrededores de esa ciudad francesa. Los británicos ganaron de manera contundente, con muy pocas bajas y en un período de tiempo muy corto, al incorporar tanques artillados y las nuevas tácticas que redefinirían la estrategia a partir de los desarrollos industriales.
Luego, los alemanes contraatacarían también con nuevas técnicas y estrategias, y habría 65 días más de batalla; finalmente perdieron el control de las defensas de la línea de Hindenburg, cavada por prisioneros rusos, y la revolución obrera en terreno propio presionó a los alemanes al armisticio. En Berlín, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo (“el Águila”, la llamaría Lenin, respetándola en la discrepancia) fueron derrotados ya en 1919 por Friedrich Ebert, y la socialdemocracia se abrió un espacio político propio que menos de 15 años después atacaría Escandinavia.
La guerra había dejado de ser un asunto para caballos. De los fletados desde el Río de la Plata, Robert Cunninghame, el reclutador de equinos, encontró a uno que había sobrevivido tirando de un tranvía en Glasgow y pagó 50 libras por él. Lo llamó Pampa, y cuando murió le dedicó el relato Los caballos de la conquista: “Mi oscuro argentino, que monté durante 20 años sin una sola caída. Que la tierra le sea tan leve como fueron sus pisadas sobre ella. Vale, o hasta luego. Don Roberto”.
El propio Cunninghame volvió a estos pagos, a Argentina, en 1936, con 84 años, para morir en la tierra en la que tantos de sus caballos fueron extrañados. Amigo de Guillermo Enrique Hudson (también lo fue de George Bernard Shaw y de Joseph Conrad), visitó su estancia Los 25 Ombúes y dejó evidencia de sus incomodidades en la mejor prosa de su anfitrión: “En las raras ocasiones [en] que hablábamos de literatura —pues por lo general tratábamos temas serios, como de caballos y sus marcas— [...] mostraba la parcialidad de un padre por La tierra purpúrea”.