En la primavera de 1894, Buenos Aires estuvo varias semanas conmovida por un crimen misterioso. La policía había encontrado un cadáver descuartizado, nadie sabía quién era el muerto y menos aún el asesino. El macabro hallazgo fue descubierto en diferentes días, a medida que las partes del cuerpo iban apareciendo esparcidas por la ciudad. Primero fue el turno del torso despojado de extremidades y cabeza. El médico de policía Agustín Drago analizó el fragmento y notó que el asesino había puesto cuidadosamente sal gruesa y aserrín en las coyunturas para detener la hemorragia. Por la ausencia de marcas sugirió la hipótesis de estrangulamiento, pero poco podía asegurarse sin el resto de la víctima. Pese a los avances en el campo de la medicina legal y a la policía científica, que daba los primeros pasos, el torso era en ese momento una pista demasiado débil. Por eso, las conjeturas se centraron, como era habitual, en los conocimientos policiales sobre el lugar del hallazgo, las tabernas y los lupanares de la zona, es decir, sobre los sospechosos de siempre.

Al día siguiente apareció un paquete con los brazos y las piernas envueltos en papel de diario, mientras que la cabeza fue encontrada algunas semanas más tarde por dos niños que jugaban cerca del Río de la Plata. El enigma corrió por la prensa como un reguero de tinta, no faltaron las comparaciones con Jack el Destripador y cada día que pasaba aumentaba la presión sobre las autoridades para develar el misterio. La policía aprovechó el clamor popular y organizó una exposición pública en el Departamento Central: durante varias jornadas, los porteños pudieron desfilar ante fotografías de la cabeza, un retrato al óleo en el que se reconstruía el rostro de la víctima, un busto de yeso hecho por un conocido escultor y varios objetos encontrados junto a los paquetes que contenían las partes del cadáver.

Fue así que comenzó a descubrirse el crimen. Un grupo de franceses aseguró que se trataba de François Farbos, un cartero recién llegado de Burdeos. Al poco tiempo se conoció la identidad del asesino, otro francés llamado Raoul Tremblié. No eran precisamente inmigrantes que venían a instalarse para “hacer la América”. Farbos y Tremblié se conocían desde Francia, cruzaban con frecuencia el Atlántico y solían alquilar cuartos para pasar sus días en Buenos Aires bajo nombres falsos. Eran socios en un negocio bastante rentable: se dedicaban al contrabando de monedas de cobre. Esta era una de las tantas artimañas nacidas de la devaluación del papel moneda en la Argentina luego de la crisis financiera de 1890, que había provocado un incesante aumento en la cotización del oro. Según explica un comisario en un libro dedicado al caso, uno de los franceses le giraba al otro una suma de dinero que le permitía adquirir cierta cantidad de monedas argentinas de uno y dos centavos. El cargamento de monedas viajaba a Francia por mar dentro de baúles construidos con doble fondo y paredes, para burlar los controles aduaneros. En Europa, las monedas podían venderse fundidas como cobre y se obtenía así un capital considerablemente mayor al gastado en la Argentina, incluso contemplando los costos del viaje en barco.

Al parecer, alguna pelea entre Farbos y Tremblié, acaso la ambición del segundo por quedarse con todo el botín o evitar saldar alguna deuda, terminó en el brutal asesinato. La policía recogió pruebas bastante contundentes contra Tremblié y supo que había embarcado con destino a Francia poco después del crimen. Pese a que los viajes en buques a vapor habían disminuido de manera considerable el tiempo de la travesía transatlántica, otro avance tecnológico del siglo XIX fue fatal para el destino de Tremblié. Un cable telegráfico a la policía francesa bastó para que lo esperaran en el puerto de Dunkerque, lo detuvieran y secuestraran sus baúles, en los que encontraron la carga de monedas argentinas. El gobierno francés rechazó un pedido de extradición de la justicia argentina y sometió al asesino a un juicio en su tierra. Se lo condenó a muerte, luego se le conmutó la pena y pasó el resto de sus días en la cárcel de Saint-Omer.

Tres décadas más tarde, la policía de la capital brasileña solicitaba a su gobierno la expulsión de los italianos Francisco Barbieri y Vicente Perniconi, acusados de integrar una banda dedicada a diversos tipos de robos. A comienzos del siglo XX, tanto Brasil como la Argentina sancionaron una serie de leyes de expulsión de extranjeros que habilitaron esta práctica, materializada en un precario expediente en el que se incluían escuetos testimonios, pocos testigos y un informe elaborado por la policía. En el caso de Barbieri y Perniconi, esta información era —en comparación con la media de los procesos de expulsión preservados en el Archivo Nacional de Brasil— bastante abundante. El prontuario con los antecedentes, varias fichas dactiloscópicas y los retratos fotográficos producidos por la Oficina de Identificación estaba acompañado de un anexo de la División de Investigaciones. Allí se explicaba cómo habían sido detenidos en Río de Janeiro, dentro de la casa donde guardaban un arsenal de utensilios para el arte de robar: pistolas Colt de diversos calibres, numerosas herramientas de herrería y carpintería, guantes, gorros y “un mapa de las ciudades de Río y Niterói, un mapa ferroviario, un mapa del Brasil, de la República Oriental [del Uruguay] y del Paraguay”.

¿Por qué junto a todos estos objetos, además de los mapas de Río de Janeiro y alrededores, guardaban uno de la red ferroviaria brasileña y otros de países sudamericanos? Los testimonios recogidos en los expedientes brindan algunos indicios para responder esta pregunta. Cuando los detuvieron, Francisco tenía 33 años, había nacido en Catanzaro, estaba casado y declaraba ser zapatero. Vicente era dos años menor, soltero, nacido en Regalbuto y decía ser albañil. Ambos sabían leer y escribir. Cuando se les preguntó cuándo y cómo habían llegado a Brasil, coincidieron en la fecha (hacía unos tres meses que estaban en ese país), pero difirieron en el medio de transporte: según Vicente, habían llegado por vía marítima, en un buque procedente de Buenos Aires, mientras que para Francisco lo habían hecho en ferrocarril, también desde la Argentina, atravesando la frontera a la altura de Rio Grande do Sul.

La pista que seguían los investigadores de la policía carioca era que Vicente y Francisco formaban, junto con un argentino llamado Emilio Uriondo, una cuadrilla de ladrones internacionales que robaban en varios países. Ellos eran —al igual que muchos de los anarquistas expulsados por estas mismas leyes— sujetos trashumantes, que circulaban con frecuencia tanto entre Europa y el continente americano como entre los propios países sudamericanos. Pero a diferencia de sus colegas libertarios, a ellos no les interesaba luchar contra el capitalismo, sino exprimir las múltiples rutas delictivas que la circulación de capital hacía posible.

La policía los atrapó, los retrató e imprimió sus huellas digitales en diferentes papeles, práctica para muchos humillante que los vigilantes repetían con el resto de los ladrones, punguistas y rateros. Sin embargo, no es posible amalgamar con tanta facilidad a Francisco y Vicente con todos los personajes del mundo del delito urbano. El estereotipo de ladrón pobre, analfabeto y desarreglado, cuya existencia confirma gran parte de la historiografía sobre el delito en América Latina, poco sirve para pensar quiénes eran estos dos italianos, a quienes vemos en los retratos de frente y perfil prolijamente peinados, ambos vestidos con saco, uno con corbata, el otro con moño.

Era muy poco probable que un ladronzuelo de los bajos fondos sudamericanos llevara estas vestimentas, tuviera la barba y las patillas recortadas con esa rigurosidad y acumulara tantas millas de viaje marítimo como Francisco y Vicente. Más difícil todavía, que viajaran con las herramientas halladas en la casa que ocupaban en Río de Janeiro, un arsenal enumerado en los inventarios y registrado por fotografías en los expedientes, en las que se ven los dos catres del cuarto que compartían, cada uno con una maleta de viaje al lado. Al igual que los baúles de Tremblié, acondicionados con doble fondo, las valijas de Francisco y Vicente eran una herramienta más en su instrumental de ladrones profesionales. Esta vez, tuvieron que usarlas para abandonar Brasil forzados por la policía. Según el procedimiento de expulsiones, el ministro de Justicia los declaró “elementos nocivos a la sociedad y perjudiciales para los intereses de la República” y decretó que abandonaran el territorio nacional. El 8 de enero de 1929, Francisco fue embarcado rumbo a Génova en el vapor Conte Verde y, por separado, Vicente regresó a Italia en el Arlanza.

Aunque distantes entre sí por muchos años, los casos de Tremblié y de los italianos expulsados sugieren ligazones secretas. Una densa red de circulaciones transatlánticas y regionales, motorizadas por un contexto de migraciones masivas que sacudían ciudades y sociedades enteras; tecnologías que cambiaban la duración de los viajes y los tiempos de la comunicación; sujetos que transformaban esas tecnologías en nuevos modos de robar en los que la movilidad territorial pasaba a ser fundamental.

Pedidos de extradición, pedidos de expulsión: múltiples respuestas, a menudo insuficientes, para contener estas prácticas delictivas que inquietaban cada vez más a los lectores de diarios. Estos lectores consumían una renovada prensa policial que usaba el telégrafo para difundir crímenes de otros países, en una circulación que no sólo se movía desde el norte hacia el sur (sin ir más lejos, el caso Tremblié fue seguido por la prensa parisina y Albert Bataille lo incluyó en su prestigiosa recopilación Causes criminelles et mondaines). Por último, las técnicas de la incipiente policía científica, desde las más artesanales empleadas para saber quién era Farbos, hasta las fichas dactiloscópicas usadas en las expulsiones, fueron el resultado de una densa trama de intercambios internacionales. De París hasta Buenos Aires y del Río de la Plata hasta los principales puertos brasileños se escuchaba el mismo clamor: allí donde hubiera ladrones viajeros, las policías necesitaban vigilantes cada vez más modernos.