—Si te presento como un ex miembro de la banda Los Punkies que quiso infectarse con una enfermedad mortal y trabajó para narcotraficantes habaneros, ¿te parece bien?

—Perfecto, periodista —dice Punk, y guiña un ojo que tiene el mismo tono de las losas verdes de los hospitales.

En su nuevo empleo le exigen que se haga regularmente un chequeo médico. Casi nadie en Cuba trabaja en lo que él; nadie quisiera, asumo, arriesgar su vida así. El tema es que pocos, también, reciben los resultados de los análisis con tanta tensión amontonada en el pecho.

La enfermera le estira el brazo corto y nervudo. Pasa un algodón húmedo donde pondrá una aguja. Hinca y el émbolo llena de rojo la jeringuilla. Días después, un papel acuñado llegará a sus jefes afirmando que el obrero Raidel Sobrino está bien de salud. Suspirará aliviado, mirará al cielo y se irá a trabajar bien cerquita de la muerte.

¿Por dónde empezó la cosa? Por la melena que Raidel se quería dejar siendo adolescente y le prohibieron en la secundaria primero y en el instituto politécnico después; él anhelaba tener el pelo como el de los rockeros que arrasaban a finales de los 80.

“Mi madre era sobreprotectora; iba conmigo a la escuela, al campo y a los campamentos pioneriles en la playa Tarará. No sé si por la edad o por mi carácter, le prohibí que siguiera acompañándome. Aquello me daba pena. Y cuando no fue más probé el alcohol, el cigarro, y empecé en lo del rock por moda”.

Luego dejó de ir a clases y la madre, sola y con tres hijos, no tuvo fuerzas quizá para el gaznatón que lo hubiera puesto de media vuelta. Mientras crecía, ondeando el mechón de la rebeldía, Raidel mataba el tiempo con los frikis o rockeros, como él, haciendo lo que ellos: tragando humo y drogas.

En la secundaria se amistó con Manuel y Armando, dos oidores de rock, y con ellos hizo su peregrinaje iniciático a las mecas de los frikis habaneros. “Mucho antes de que La Rampa y la esquina del cine Yara se llenaran de homosexuales, esos eran los puntos de reunión nuestros”, dice Raidel. “Un día, dimos una vuelta por allá y bajamos hasta la cascada del Hotel Nacional”.

En sentido contrario al trío quinceañero venía un grupo de muchachos con camisas justas y pantalones campana, coronados con algunos afros. Eran “los guapos”, padres de los actuales “repas”. “Y se nos ocurrió la brillante idea de pasar por el mismísimo medio”. A Raidel y a Armando trataron de quitarles los relojes; a Manuel le sonaron tal galletazo que los días siguientes quedó encamado con conjuntivitis.

Con las gargantas palpitando, el trío cruzó corriendo hacia el muro del malecón. Pasaron dos cosas en ese momento: conocieron la intensa rivalidad histórica entre guapos y frikis, y sólo Raidel continuó vistiendo de negro durante los siguientes meses. Sus dos amigos dejaron la frikandá y, a la larga, abandonaron Cuba.

Raidel lleva en su tablet las fotos de Facebook de ambos. Uno, al centro de la imagen, barba en forma de candado, rodeado de esposa e hijos; otro, acodado en un mueble con ropa de empresario. Aún se escriben. Raidel repite sus nombres pensando quizá en el cruce que hubo esa noche en sus vidas, en ese cambio de luz que fue roja para ellos dos y verde, pie en el acelerador, para él.

En el politécnico halló mucha pieza de repuesto para sus andanzas aunque, como Armando y Manuel, no pasaban de ser “chamaquitos con nombres de rockeros pintados en las mochilas”. Nada de visitar los sitios de culto.

“Yo empecé como un simple rockero al que le gustaba Iron Maiden, hasta que un día voy a casa de mi padrastro, en Alamar, y conozco al marido de mi hermanastra”. Heriberto era un blanco de metro 90 con el pelo por los hombros, que salía con un grupo de frikis compuesto por viejos underground fumadores de marihuana, amantes de los Beatles y de Deep Purple.

Raidel se sumó a ellos cuando eran sólo un puñado de amigos, amigos que compartían las drogas, los pocos discos de acetato que pasaban la aduana y batallas campales contra los guapos que —a falta de armas reales— dejaron sin listones de madera muchos bancos de La Habana.

Más adelante despuntaría una facción seguidora de la música y la ideología punk, iniciada “por dos o tres chamacos que tenían revistas en las que se hablaba del tema”, asegura Raidel. “Como no había el acceso a la información que existe hoy, nosotros los seguimos”.

Los más jóvenes se unieron en torno a Heriberto, líder natural de aquel piquete que llegó a tener entre 15 y 20 miembros. Los Punkies, como se autodenominaron, despegaron cuando Raidel apenas tenía 17 años.

Agitando la cabeza al ritmo de La Polla Records, Eskorbuto y Loquillo y sus Trogloditas, huían de las autoridades que intervenían conciertos. Un grillete que el gobierno revolucionario aún no se quitaba: el rock era tildado de “música del enemigo”.

Los seguidores de todas las ramas del rock and roll sufrieron, desde los del trash y los del black metal a los punks, más “políticos” que los demás en tanto no eran simples oidores de música sino promulgadores de una doctrina anarquista que rechazaba tanto a la religión como al gobierno. Si eso podía crear problemas en Europa, de donde era originario el movimiento, en el súper Estado de Cuba se multiplicaban las discordias.

Los Punkies fueron una banda cubana distinta a la que el estereotipo proyecta: ni negros ni de barrios periféricos. Blancos, ojiclaros, con Barricada de banda sonora. De hecho, un rasgo en la juventud de los 90, el llamado Período Especial, fue que la violencia rebasó “los sectores marginales para hacerse presente en otros grupos”, de acuerdo a la publicación Integración Social, de 1996.

“Tratábamos de imitar a los punks de afuera en lo que podíamos, porque aquí no se puede hacer huelgas ni manifestaciones. Entonces lo que hacíamos era crear caos donde estuviéramos. No oíamos bandas alemanas porque nadie entendía nada, aunque sí algo en inglés; Sex Pistols, por ejemplo”.

God save the queen, / she ain’t no human being / and there’s no future / in England’s dreaming, repetían Los Punkies machacando en los molares el acento londinense.

Con el tiempo, Los Punkies fueron reconocidos entre la frikandá de la ciudad como una comunidad diferenciada que crecía e incluso hacía fiestas aparte. “En El Vedado éramos famosos por problemáticos, y muchas veces por las borracheras”. El incremento del alcoholismo en los grupos juveniles dejó su cuota de sangre en 1993: 43% de los asesinatos estaban relacionados con la embriaguez, cifra que en 1994 ascendió a 46%, según un estudio del Instituto de Medicina Legal publicado en 1995.

—Pero también fuimos una mezcla de gente agresiva con Robin Hood —me explica.

—¿Cómo?

—Casi en paralelo surgió otra banda, encabezada por uno de apellido Del Toro, que se hizo famosa por quitarle pulóveres a los chamaquitos y meterles cañona a las muchachas. Varias de las broncas que tuvimos fueron con ellos.

A inicios de la crisis económica se popularizaron en Cuba unos batecitos infantiles de no más de medio metro. Uno de Los Punkies, con dotes y torno de carpintero en casa, hizo réplicas para la banda. Jugarían béisbol con las cabezas de los enemigos. Y como eran “los justicieros”, la gente les daba luz.

Un friki llega corriendo a la habanera calle G:

—Frente al Yara está un tipo hablando mierda de Heriberto.

Los Punkies desandan cinco cuadras oscuras que los separan del céntrico cine. Advierten que el difamador se dirige al parque de L y 21, donde ellos mismos están apostados.

—Cuando esté a dos pasos de mí me avisas —dice Heriberto, de espaldas al fulano, y Raidel, de frente, calcula.

Una losa más o una menos puede acabar en pifia. Cuando Raidel da la orden, Heriberto gira sobre sus talones y estrella sus dedos de ogro contra la cara del tipo. “Lo sentó. Y nosotros corrimos a sacar los batecitos de detrás de los bancos del parque”.

—¡Y que se meta el que sea guapo! —amenazan Los Punkies mientras los quita-pulóveres-acosadores que acompañan al caído se congelan. A otros, como al propio Del Toro, los encuadrillarían solos, en un garaje cercano, a batazo limpio.

“Ahora que lo pienso”, se interrumpe Raidel, “teníamos un espíritu armamentista tremendo... En la finca de uno llamado Freddy montamos la pared punk del piquete”. La pared punk era un elemento clásico en el espacio donde habitara un seguidor del movimiento. En su cuartico de Centro Habana, Raidel tenía un lateral de su cuarto descarnado en ladrillos con nombres de bandas musicales, símbolos de anarquía. Pero la de Freddy era todo un altar, con bayonetas y dos granadas de fragmentación “aportadas” por Pedro, que estaba pasando el servicio militar.

Raidel buscó en su casa un cuchillo que la bisabuela había traído de México. El cabo de marfil terminaba en una cabeza de águila de oro de 18 quilates. “Más vale pájaro en mano que cien volando”, tenía grabado en la hoja. La reliquia familiar fue ofrendada, en calidad de préstamo, al altar de Freddy.

A los meses el padrastro mató a una vaca ajena. La policía requisó la finca; lo que empezó como una pesquisa por hurto y sacrificio de ganado acabó siendo el hilo hacia una madeja que incluía un sembrado de marihuana en el patio y una pared llena de armas.

Pedro cumplió dos años por robar a su unidad militar, y Raidel perdió un cuchillo que había pasado por tres generaciones.

“Lele, uno de Los Punkies, era fan de las manualidades. Un día se apareció en El Vedado con un cinto de pirámides hechas por él mismo, en plomo”, relata Raidel. “Pero lo que parecían eran bombones. Y nosotros le dábamos tremendo chucho con aquello: ‘¡Vaya, el cinto de bombones!’”.

Por gracioso que parezca, los aditamentos que usaban los punks no eran “de bonito”. Si las manillas con pinchos podían convertirse en manoplas, las gruesas cadenas y los cintos con esquirlas en forma de pirámide funcionaban contundentemente contra el cuerpo de los adversarios. “Al que le cayera el cinto de Lele, quedaba”.

La Policía a veces los cuestionaba por los candados que se colgaban en la cintura. “Eso es para lucir, oficial”. Algunos los dejaban seguir, y otros les exigían que se los quitaran o se los decomisaban.

La vestimenta de los punk llamaba a la protesta: la cresta, el negro, el rojo, las cadenas con candados. En medio de la escasez noventera, curiosamente, los punks usaban botas Coloso, usurpadas de los almacenes del Ejército, otra de las instituciones de las que abjuraban. Las pintaban, les incluían pinchos, chapas metálicas, ganchos. Christopher Nolan declaró que en su filme Batman: The Dark Knight el Joker fue caracterizado siguiendo íconos punk, por “ese compromiso con la anarquía, ese compromiso con el caos”.

El abuso de sustancias psicoactivas abanderaba esas conductas violentas como un himno esnifable. Los Punkies vivieron la primera ola de drogadicción en la Cuba socialista, de la mano del Período Especial. Al Droga, uno de ellos, le decían así por los párpados caídos; hubiera consumido o no, daba la impresión de que estaba embalado.

—¿Qué tú tomaste? —lo reñían los policías al detenerlo.

La banda se reía para luego explicarles que el Droga no había tomado nada, y les mostraban su carné de identidad.

—Este también estaba empastillao cuando le hicieron la foto —insistían los oficiales más desconfiados. Era difícil creerle a aquel piquete de conocidos buscapleitos y toxicómanos.

En una casa de Centro Habana, el punk anfitrión, un narco al que Raidel “ayudaba” con la distribución, siempre tenía pastillas. Disfrutar el suministro era cuestión de jalar una gaveta.

“Una noche habíamos consumido fenobarbital. El piquete era grandísimo, pero alcanzó para todos. Cada quien tomaba diez o 12 pastillas, y salimos”. El amplio paseo de la calle G ganó notoriedad a inicios del siglo XXI como plaza de tribus urbanas, aunque desde los 90 era espacio recurrente de jóvenes noctámbulos. Por la pendiente de G bajaron Los Punkies, como una pared oscura. Contrario al grupo venían tres vocingleros de camisas justas, pantalones campana, coronados con afros. “¡Esto es candela! ¡Esto es candela!”, cantaban. Y se les ocurrió la brillante idea de pasar por el mismísimo medio.

El choque de los hombros fue chispa en un bosque reseco. Dos guapos escaparon de la tormenta de sombras. Raidel apartó a su hermanastra. El déjà vu que vivió, con los sentidos espesos, acabó con una carrera de punkies G abajo y con un mulato que sangraba en el pavimento.

Al día siguiente no bajaron a El Vedado.

“Alguien apareció en la casa donde nos quedamos consumiendo y dijo que el tipo había muerto. Eso tenían las broncas en que nos metíamos: uno se fajaba, pero no sabías hasta dónde llegaban”.

Dice Raidel que él no peleaba con armas blancas (aunque una vez, años luego, cayó en el calabozo por esa causa), pero otros del grupo sí. Uno de ellos llevaba un cuchillo, bautizado Ocean Cue por la teleserie estadounidense que trasmitían en las tardes.

“En una guagua se armó un bateo y al primero que se viró le metió por la cara”. El ómnibus se detuvo. Ipso facto llegó la policía. El homicida escondió el Ocean Cue ensangrentado y bajó los escalones.

—¡Oficial! ¡Allá arriba hay un tipo con un cuchillo! —gritó y se largó.

Quizá por sucesos como ese Roberto Robaina, presidente de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC), promovió un campamento agrícola en Güines para concentrar a los frikis en labores productivas. Se les pagaría un sueldo mínimo. Raidel y unos cuantos socios se apuntaron y consiguieron estupefacientes como quien compra bloqueador solar para una temporada veraniega.

El campamento se llamaba Paraíso. “Teníamos tres albergues. Mixtos. Y al fondo de la cocina descubrimos un matorral de campana”.

Dudando de sus intereses como floricultores, las cocineras los regañaban cuando hervían, de un tiro, 20 flores.

—Nada, tías, eso es un té para los nervios.

Sacar papas de la tierra colorada hasta que los costales se alzaran solos era un mandarriazo a los huesos, y la infusión de campana, además de ser un vicio alucinógeno, inhibía los dolores.

“Un socio y yo preparamos un jarro grandísimo de té, porque habíamos cuadrado con dos alumnas de una beca cercana para encontrarnos esa tarde. Desde la mañana empecé a tomar. Un poquito ahora, otro después, y cuando ellas llegaron más aun”.

Cerca de la noche, el otro muchacho galleteó a Raidel:

—Dale, hay que llevarlas de vuelta.

No sirvió recordarle que una podía meterse en líos con su esposo si se enteraba de que había violado el internamiento, ni que la otra agregara que sus excusas no resistirían mucho más allá de la puesta del sol. Hubo tres minutos de movimientos chaplinescos antes de lograr alzarse para caer, otra vez, en la colchoneta. Y todo se apagó en el cráneo de Raidel.

Ya era de día cuando volvió a abrir los ojos. Estaba acostado, sin zapatos, con una media. Bajó de la litera aún mareado y encontró al compinche de la noche anterior:

—Papo, ¿qué pasó conmigo?

—¿Que qué pasó contigo?

—...

—La mitad del viaje para la beca te llevé cargado. A la vuelta, cuando te solté aquí, te desapareciste. Buscamos como locos, ¿y sabes dónde estabas?

—...

—Arriba de una cerca de alambre púa.

—Ñooo —musitó Raidel, y se examinó los rasguños y las perforaciones con sangre coagulada en brazos y torso.

—Y para llevarte de ahí a tu cama tuvimos que preguntarte cómo sonaban las Harley-Davidson... Y cuando hacías “brrruuum”, entonces caminabas.

La sensación de clan en la cabeza de Raidel emparentaba desenfreno con una idea de independencia. Los problemas familiares los resolvía saliendo de casa y durmiendo en parques, donde encontraba a otros con quienes compartía dos características fundamentales: eran reprobados por la sociedad y llevaban la ropa de días.

En ese torbellino vivencial Raidel se amistó con Pedro, quizá porque era uno de los punkies con su misma edad y del que más cerca vivía. Aprovecharon su casa para fumar, beber, intimar con las novias de turno. Su primer hueco en la oreja se lo abrió en casa de Pedro. Se desmayó. Al despertar soltó, como excusándose:

—Es que no comí, no comí.

Una de las muchachas que llevó a casa de Pedro, Silvia, acabó siendo su pareja más estable de la adolescencia. Los tres meses que duraron fueron de descubrimientos y encuentros con ellos mismos, una entrega total e ingenua cuando hay poco que entregar. Ella le rogaba contención. Él, desbocado por un ardor curioso, la mimaba, le rogaba, la forzaba a abrir su cuerpo. Ella ponía distancias donde leyes hormonales imantarían los cuerpos; incluso el suyo, infectado con sida.

Un socio presenta a la banda a un punk de Santa Clara de apellido Valladares. El recién llegado se mezcla esa misma noche hablando de mujeres, pastillas y grupos musicales. Bajando por la avenida Paseo acaban en la Fuente de la Juventud, seca como el país de inicios de los 90.

La siguiente escena es esta: arriban dos tipos armados con machetes pidiéndole la cabeza a Valladares, que fuma apartado del grupo. Sólo Raidel nota cuando el perseguido cruza la avenida Malecón y se lanza, sin pausa, del muro hacia el dienteperro.

—¡Vamos, piquete! —dice o cree decir. Mientras evade los autos para llegar a los macheteros, que otean hacia la costa oscura, va sacándose el cinto con el candado en la punta.

La historia pudo seguir con dos cabezas reventadas a candadazo puro. Pero pasan, a la vez, un par de acciones que cambian el tablero. Los tipos miran hacia atrás y advierten a un chiquitico aproximándose cinto en ristre. Raidel mira hacia atrás y nota que está solo como la luna en La Habana.

Se enrolla el cinto en el brazo para disimular y, abruptamente, cambia la trayectoria. De nada sirve, la pinta lo delata. Corre entre la fauna maleconera (trovadores de alquiler, floreras, paseantes nocturnos), ahora perseguido. El barullo llama la atención de la banda, aún sentada en la fuente.

—¡Caballero! ¡Es Raidel! —grita Silvia.

Los tipos lo siguen mientras cruza otra vez la avenida y se mete en entrecalles. En algún momento nota que son tres quienes corren a sus espaldas, uno de ellos, el que le pisa los talones, con cara de mucho miedo.

Toman una curva y se cuelan a un edificio. Raidel agarra una botella y lo amenaza.

—Asere —le suelta, agitado—, yo corrí porque pensé que me estaban cayendo atrás a mí.

Lo escucha y no se ríe, como hará 25 años después. Se arman de botellas y empiezan a tocar puertas. La única que responde los manda al diablo. Son las cuatro de la mañana. Suben hasta el último piso y esperan, atrincherados, que lleguen los perseguidores.

Habrán pasado diez minutos cuando sienten unos pasos.

—¡Suban si son hombres!

Los pasos se detienen.

—Muchachos, bajen, que ya nadie los persigue —sueltan un par de viejos que se asoman cuidadosamente por la escalera.

Raidel desciende aferrado a la botella, mientras uno de los ancianos le enseña a afilar una moneda de 40 centavos, la más grande entonces, hasta convertirla en navaja. En el portal, sintiendo el soplo del salitre en la cara, el afilador de pesetas le dice:

—Los tipos con machetes siguieron de largo porque un piquete les estaba cayendo atrás.

Tantas veces pudo estar a tres metros bajo tierra y ahora Raidel descansa a 300 de altura. Tiene apenas segundos para secarse el sudor, ajustar las sogas al torso y encontrarles defectos a las paredes de los edificios. Cien veces se ha colgado al vacío. Cien veces el salto en el estómago.

Raidel quiso tener sida cuando el sida era el mal que roía a un país de apagón. En Cuba, de los 1.492 casos diagnosticados hasta febrero de 1997, 67% correspondía a menores de 30 años, con mayor peso en el grupo de entre 20 y 24; “una proporción importante eran jóvenes en los cuales se venía operando ya un proceso de desintegración social” que culminaba con la infección, según datos del Departamento de Estadísticas del sanatorio de Santiago de las Vegas tomados de Integración Social.

—Yo estaba enamorado, periodista, y le dije a Silvia que por eso su condición también debía ser la mía.

—Es decir, que ella sabía que estaba infectada con el virus.

—Sí, nunca me lo ocultó. Prácticamente tuve que forzarla a tener relaciones sexuales.

—¿Y tú estabas consciente de lo que les pasaba a los enfermos?

—En aquel entonces infectarse era casi una moda.

—En la película Boleto al paraíso, de Ricardo Chijona, el protagonista insinúa que, aun con la crisis, la clínica proveía a sus pacientes el alimento que afuera era un reto encontrar...

—No se trata de eso. Es que yo, como mucha gente, pensaba que iban a encontrar una cura pronto.

Pero no ocurrió, ni la pasión entre Silvia y él fue eterna. El puntillazo vino cuando ella le hizo saber que un hijo de ambos era trozos de carne en un cesto de legrados. Si bien de toda la población infectada las mujeres constituían sólo 27,6%, su presencia aumentó especialmente entre 1990 y 1994, de acuerdo a la misma fuente sanitaria.

Raidel, siguiendo aquello de que un clavo saca otro, acabó entre las piernas de otra muchacha, también paciente de sida. Fue casual, pero era como si después de eso despertara de un letargo: la posibilidad de haberse infectado arrolló sus sentidos. ¿De qué vale vivir? Y si acaba la vida, ¿acaba la incertidumbre?

Los espejos le devolvían el rostro casi infantil, el zarcillo negro en el lóbulo izquierdo, la cabeza rapada a ambos lados y una melena crecida que caía por la nuca. Y entonces conoció a Andy.

A Alejandro Andy Hernández se lo había visto en las noches por el cementerio de Santiago de las Vegas. Recogía tierra o enterraba objetos. Primero fue a pedir por la salud de una hija, y años después ya era babalawo con una cohorte de ahijados a sus pies.

Cuando los caminos de Andy y Raidel se cruzaron, hacía muchos años que el primero no era sacerdote de orishas sino de Dios. Atendía un ministerio de la Liga Evangélica de Cuba (LEC) llamado Unidos en Amor que, a mediados de los 90, brindaba acompañamiento espiritual y material a seropositivos.

Andy llevó a Raidel a una clínica local y solicitó que le hicieran un análisis de sangre. No encontraron el más mínimo indicio del virus. Aunque puede ocultarse en un período de ventana de hasta diez años, Raidel sintió que aquella era una señal divina.

Su familia nunca supo de sus andadas como pandillero o de sus amoríos con pacientes de sida, creían que sólo era “un rockerito más”. Pero sí notaron cambios: de pulóveres negros con simbología satánica a camisas de manga larga; del parque G, en El Vedado, al templo de la LEC. “Dejé mis vicios, y en pocas semanas me volvió la vida que se quería escapar. Y decidí trabajar con todas mis fuerzas en el ministerio de Andy”.

La mentalidad protestante no jerarquiza las “ofrendas de gratitud” a Dios en términos objetuales, de modo que en las iglesias no encontraremos, digamos, un canasto de frutas o sangre de palomas en retribución. La propiciación se exige a partir del compromiso interior del sujeto con la ley divina. “Pero al salir de Los Punkies cometí un error: sepulté a todo el mundo por 12 años”, estima Raidel.

Al inicio bajaba junto con otros creyentes a El Vedado para predicar. Poco después sintió que regresar a ese ambiente, aunque fuera por los bordes y con otros fines, no le hacía bien. “Dejé de preguntar por la gente, de llamar a nadie, corté radical”.

Pero la vida tiene curvas que desconocemos, que acercan el pasado inesperadamente. Nombra bajito a una docena de personas. Nombres que sólo dicen algo cuando explica que a todos los vio morir de sida durante sus visitas al Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí, en las afueras de La Habana. A muchos los conocía de su vida anterior.

Como parte de la directiva de Unidos en Amor, ese instituto facilitó que Raidel entrara a las salas. Ariel, uno de los internos, lo miraba con furia, ladeaba el rostro cuando escuchaba “Cristo te ama”. La palabra “esperanza” era para él muy lejana.

Una tarde de visitas otros pacientes le dicen a Raidel que Ariel está en terapia. La imagen que ve lo horroriza, pero calla. Piel en pleno hueso. Tubos y mangueras que surcan el cuerpo. Pudo ser él. Con la compasión de quien frota sus propios dolores, se acerca a la cama y le toma una mano.

—Yo no sé si este es tu último momento, pero de aquí para allá no sabes qué va a pasar.

La mirada de Ariel no era hosca, sino atenta.

—Si quieres aceptar a Jesús en tu corazón, dame una señal, la que sea.

Raidel siente su mano presionada. Quizá era de mal gusto pedirle al moribundo que cerrara sus ojos, así que Ariel no lo hizo. Y oró.

A la semana siguiente la visita no fue en Terapia Intensiva.

—Compadre, ahora me puedo morir, que sé para dónde voy.

La sonrisa de Ariel aquella tarde era el umbral no de la resignación, sino de la convicción.

La otra visita fue, otra vez, en Terapia Intensiva.

Raidel llegó turbado, y Ariel le hizo señas para que se calmara.

A la semana siguiente acabaron las visitas. “Vi partir a tanta gente, a conocidos que se infectaron a conciencia en relaciones sexuales y a otros por agujas. Vi a tanta gente irse...”.

En paralelo al servicio con pacientes de sida, Raidel se involucró de manera ascendente en la LEC: “Como me gustaba la música entré al grupo de alabanza; fui parqueador de la iglesia, custodio, y después líder espiritual en el barrio de Puentes Grandes. Finalmente hice función de pastor en una zona que abarcaba tres pueblos próximos a La Habana: Guanajay, Caimito y Bauta... Mucho trabajar en la mies —comienza revisitando el verso bíblico—, pero poca relación con el señor de la mies”.

En ese período dentro de la iglesia llegaron a su vida quien sería su primera esposa, y pocos años después Daniel, Ariel y Abdiel, sus hijos. También, como en bandada, los problemas financieros. Encontró empleo en una panadería con horarios que lo alejaban de lo que había sido su vida reciente. Las nuevas rutinas y gentes amasaron el carácter de Raidel. Llegaba tarde a casa. Quedaba demasiado cansado incluso para orar. Su horario y el de la iglesia parecían estar en sitios opuestos del mundo. Le fue infiel a su esposa.

La Biblia cuenta la historia de un grupo de demonios que fue echado de una casa. Cuando tuvieron oportunidad de volver y la encontraron limpia y ordenada, dijo Jesús, hicieron un desastre aun mayor que el que habían hecho antes. Pareciera que esa casa fueron, para Raidel, los ocho siguientes años.

La discoteca La Red fue la puerta de regreso a la calle. Ahí salió, con uno de sus hermanos, por primera vez cuando la vergüenza por lo que había hecho le taponeó el retorno a la iglesia.

“Mi hermano conoce a una pila de frikis por mí, pero él no es friki. Yo miré a todos lados y dije: ‘Este no es mi lugar’. Me despedí de él y salí a caminar por la avenida Línea. Había avanzado unas cuadras cuando veo, en sentido contrario, a Pedro y al Droga. Bajo la cabeza y me meto entre los dos para chocarlos”.

Reaccionaron descompuestos. Raidel se viró con paciencia:

—El primero que me vaya a tirar unos golpes que empiece ya.

Casi lo ahogan los abrazos.

—Pero ¿qué haces aquí, compadre, si tú estabas tranquilo en la iglesia? —le pregunta Pedro mientras, lelo, ve a Raidel llevarse un cigarro a los labios finos.

Cuando regresa a la banda encuentra que ya no usaban botas Coloso sino New Rock, mandadas del extranjero, con suelas desmedidas enchapadas en metal, como las del grupo Kiss. Raidel se dio cuenta también de que no eran la única tribu urbana en la ciudad: le hablan de mikis, repas y emos.

Luego de más de una década, impresionantemente, Los Punkies aún existen y se reconocen entre ellos. Ni al inicio ni al regreso de Raidel tuvieron intenciones de hacer demandas sociales como sus parientes europeos o estadounidenses: siguen siendo más bien una banda, aunque menos violentos que en su momento fundacional.

“Muchos de los que empezamos y eran punta de lanza, como Freddy, se fueron del país. Otros encontraron trabajos estables como músicos o, en el caso de Heriberto, de modelo en La Maison. La banda de los abusadores se desintegró y algunos de los que habíamos sonado se unieron a Los Punkies, entre ellos el mismísimo Del Toro. La mayoría simplemente maduró... estaban tranquilos con su droga”.

Desde la primera mitad de los 90 crece el consumo de psicoactivos en Cuba. La ubicación de la isla a mitad del camino que recorre el tráfico de países sudamericanos hacia Estados Unidos, el aumento del intercambio exterior y el surgimiento de un incipiente mercado consumidor dentro del país azuzaron el fenómeno.

El arribo o recalo de drogas hasta las costas cubanas continuaba siendo “la principal fuente de suministro de estupefacientes a los traficantes internos, a lo que se debe añadir operaciones de introducción de drogas desde el exterior con esos fines, entre otras causas, por la posible expansión progresiva del mercado consumidor”, según el boletín Información interna para los núcleos del Partido Comunista. Eso creía el Partido en 1999. No se equivocaba.

Cuando Raidel volvió al consumo de un modo tan desenfrenado que estuvo dispuesto a convertirse en guardaespaldas de narcotraficantes o jíbaros con tal de asegurar el poco de droga que le exigía el cuerpo, entre las dos temporadas que vivió en Los Punkies, conoció a ocho: “Casi todos acabaron presos, uno de ellos por tráfico internacional”.

“Les cuidaba las espaldas de muchas maneras. A veces de enemigos que se buscaban, de la Policía y de ellos mismos. Uno de Santa Clara ligaba la venta con el consumo, y cuando haces eso estás expuesto a que las autoridades te vean y a perder ganancias”. En casos como ese, Raidel les quitaba y guardaba los productos transitoriamente, y en ocasiones participaba del tráfico no sólo como consumidor, sino como intermediario con compradores.

Cuando regresó a la banda el negocio era más grande, “porque si al principio de los 90 un blíster de pastillas costaba uno o dos pesos, en los 2000 el parkisonil se vendía a fula. En mi primera etapa no vi gran consumo de crack, cocaína o drogas duras, sino más bien marihuana, pastillas barbitúricas, estimulantes; en la segunda ya no tanto de eso. Hubo que sustituirlas. Algunas personas lo hicieron con homatropina y experimentaron principios de envenenamiento”.

Él mismo fue uno de ellos. El exceso apresuró el pulso de Raidel. Creyó tener la muerte sentada a su lado en la calle G. Pasó la noche solo, pero hablando con alguien en un banco, una figura difusa a la que le preguntaba cuándo pasaba un bus hacia el este de la ciudad. Caminaba hasta quedar sobre la línea amarilla que marcaba el eje de la avenida 23, y regresaba al banco con la misma pregunta. Así toda la noche. Hasta que amaneció y advirtió, solo, la ciudad que se agitaba con él esperando un bus que nunca llegaría.

Entonces quiso un trabajo para liberar adrenalina, así que buscó uno fuera de lo común. El alpinismo industrial le ha exigido conocer de albañilería, montaje de estructuras y rescate y salvamento. Desde 2005 está escalando edificios, primero con una empresa militar llamada Ecuse, y recientemente como parte de una cooperativa en la que cada trabajador es su propio jefe.

“Ningún dinero paga la peligrosidad”, asegura Raidel con los ojos entrecerrados por el resplandor del mediodía, “pero con lo que ganamos ahora como cuentapropistas estamos mejor que antes”. Deciden qué trabajos tomar de los muchos que les ofertan. La competencia es poca, el riesgo es como un iceberg; a 100 metros de altura no se puede improvisar.

Ya ha pasado tanto tiempo con el sol sobre la nuca que la piel sedienta, coraza, va adelantando los años. Hay que fregar cristales, reconstruir aleros, remover el musgo.

Noche de G y 23: ir y venir de gentes, olor a petróleo quemado. Los Punkies en pleno, sentados en las escaleras del restaurante Castillo de Jagua, completan el recuadro justo cuando una pareja de paseantes se detiene a discutir frente a ellos. El ambiente se caldea cuando empiezan los gritos, las ofensas y, gratuitamente, el hombre lanza una indirecta al grupo.

—¡Porque yo sí que no creo en pelitos largos!

Uno de Los Punkies se pone de pie:

—Socio, no pites regao que aquí hay una pila de gente.

Botellazo. La banda se pone de pie. Piñacera de la buena. Llegan refuerzos del ofensor lanzando más botellas.

A Raidel le cayó una en las manos, “la picheé de nuevo y se estrelló en la cabeza de uno”.

—¡Mírame la cara! —le grita a Raidel el herido y se manda a correr cuando llega la policía.

Logran esposar a uno de los “botelleros” pero, aun con las manos inhabilitadas, echa una carrera en la que los uniformados muerden el polvo. Frustrados, la emprenden con los que quedan. “Oficial, que nosotros sólo nos defendimos, ellos empezaron”. Nada entienden. Lanzan spray a los ojos del grupo y tumban a uno de Los Punkies. Mientras forcejean en el suelo, Raidel le suena las nalgas a un policía de una patada con las New Rock. El hombre endereza el cuerpo como tirado de un muelle y lo mete en la patrulla.

La excitación es tal que ambas puertas del auto están abiertas, nadie vigila, y aun así Raidel no atina a fugarse:

—¡Papo —se asoma uno de Los Punkies por la puerta que da a la calle—, ¿tú eres mongo?!

“Y nos desconectamos hasta que estuvimos lejos —cuenta Raidel mientras la risa le sale como un mar incontrolable—. Al que cargaron para la unidad de Zapata fue a un gordito del grupo que se llamaba Ismael. Él sí se fajó con un oficial, y cuando lo sentaron en la estación le dio un bofetón. Ismael le dijo: ‘Si tú eres hombre de verdad suéltame’. Se fajaron de nuevo y el gordo lo encendió”.

Los Punkies aparecieron en la unidad sin saber exactamente qué hacer para liberar al suyo, sin pensar que ellos mismos podrían quedar detenidos y hospedados en los calabozos el resto de la madrugada. Raidel miraba agazapado tras los más altos, no fuera a reconocerlo el policía del newrockazo en el culo.

Meses después regresaría a la estación, pero esposado y dos veces en el mismo día. La primera de aquellas ocasiones quizá fue una “recogida” de supuestos delincuentes, de las que se hacen en Cuba ante “visitas de primer nivel”. Como si nos diera pena mostrar a los hijos indisciplinados y los mandáramos a su cuarto, con llave, hasta que el invitado se vaya.

El hecho es que a Pedro, en plena mañana, lo estaban metiendo en un camión policial. Cuando Raidel corrió hasta la puerta adivinó que era a su amigo al que golpeaban los oficiales al fondo.

—¡Eh, eh!

Los uniformados le dan la espalda a Pedro, desfallecido.

—¡Ese tipo es paciente de sida! Es más: voy a acusarlos a todos. Venga, coge mi carné.

No terminó la frase y ya estaba arriba, recibiendo golpes como bolsa de boxeo.

En la Estación de Dragones, Centro Habana, los ubican en depósitos diferentes. Hasta el de Raidel, lleno de ladrones de bicicletas, se acercó alguien vestido de civil y le susurró que si hacía la acusación por brutalidad policial Pedro sería acusado de desacato a la autoridad. Raidel pactó tablas, y sólo hubo que pagar una multa.

Saliendo, en la acera, recoge la hoja de una cuchilla de oficina. La echa en la billetera y sigue a la casa, a alistarse para salir con Los Punkies en la noche.

Consumen, beben, y subiendo por G los detienen dos patrullas. Cuando piden que vacíen los bolsillos Raidel recuerda y se sabe perdido. “Mi gente, nos vemos”, se despide del piquete cuando encuentran la hoja filosa dentro de su billetera.

En la estación de 21 y C se pregunta por qué le hicieron el cacheo minucioso en plena calle y no en la estación, le parece que es anticonstitucional pero ni pía. Imagina que se trata de un asunto de una noche. Se acomoda para tratar de dormir entre los otros detenidos, pero un murmullo lo despierta: uno de los encarcelados ha sacado una cuchilla de las medias. Raidel se une al grupo para convencerlo de que la desaparezca, de que puede meterse en una candela mayor de la que ya está.

Al día siguiente los sacan, pero no los dejan en libertad sino que los llevan a los calabozos de Zapata. Los 15 días que estuvo preso conoció a pescadores que portaban cuchillos para trocear carnadas y descamar peces; coincidió con un militante de la UJC, “un chamaquito súper integrado” al que cogieron por llevar una navaja multiuso en una caja de herramientas. ¿Qué cumbre o visita de alto nivel justifica que echen a una celda a inocentes?

Raidel y la mayoría de los detenidos dormían en el piso. “En una cárcel para cuatro —recuerda—, habíamos 15”. El hacinamiento propició hedores y careos. Raidel miraba al techo de la celda y pensaba “Dios, sácame de aquí”. Hasta que un miércoles, nada atravesado, fueron llamados a juicio.

—¿Dónde están los que acusan? —inquirió la jueza.

Ninguno de los oficiales que los detuvieron se presentó.

—Entonces vamos a multarlos —se dirigió al grupo de detenidos— y vayan para sus casas.

Pagaron 100 pesos y entintaron sus hojas con antecedentes policiales. “No penales”, diferencia Raidel, aliviado.

Nadie lo rechazó. Le llamaban Raidel Punk, así, con el apellido oficial del piquete, como se apodaban entre ellos. Lo trataron como si hubiese tomado unas vacaciones y ya estuviera ready para volver a la calle. Pero se sentía ridículo cuando algunos cristianos llegaban a la zona evangelizando y la banda lo señalaba: “Este andaba metido en eso también”. Se levantaba y se iba agitando los rulos que crecieron en su cabeza.

Como al entrar a la iglesia Raidel cortó con Los Punkies, al regresar al piquete cerró radical con los cristianos. Encontró a varios en la calle que le hablaban de volver, pero los evadía.

Tratando de encajar otra vez fue importante conocer a una muchacha, también con sida, que lo acompañó tres años y medio. Compartió con ella drogas y cama como si no le importara vivir. Y sentía que se elevaba, volaban.

La suegra, con cara de pocos amigos, reprobaba esa vidorria al llegar de una iglesia metodista de La Habana Vieja. Pero ¿quién no sabe que el hobby de una suegra es criticarlo todo? A veces, puede pensarse, sería mejor que no existieran. Y a Raidel le cumplieron el deseo: la muchacha lo dejó y no tuvo novia ni suegra. Con ella (la novia, claro) se elevaron, volaron las ganas de existir.

“Todo está bien hasta que te arañan la pintura a ti”, dice al recordar las veces que fue infiel a su pareja y probó, otra vez, el ramalazo de una ruptura.

Si la relación con Silvia duró tres meses, esta fue de tres años. Si en aquella guardó luto por poco tiempo, en esta sintió un vacío sideral. El déjà vu de abandono y posible infección arremolinó sus días y le puso varias botellas de alcohol en las manos.

“Cada vez que cerraba los ojos pensaba en ella”; las mañanas en la casa se resumían a caminatas de la cama a la ventana, fumar como locomotora, escribirle cartas que nunca entregó. Su madre se asomaba al cuarto con el entrecejo arrugado:

—¿Qué estás escribiendo ahí?

—Tranquilízate. Ya te dije que no es ningún testamento.

“Tuve que pedir vacaciones en mi trabajo”, cuenta. “Mi jefe me obligó a cogerlas porque es peligroso estar así de desconcentrado colgando de un edificio. Quizá también temía que me suicidara”.

Las veces que bajaba a la calle G la encontraba acompañada de su nueva pareja, una vieja amistad de Los Punkies, y se ponía peor.

—Hasta que no te encargues de los negocios de Dios, Él no se hará cargo de los tuyos —le dijo la ex suegra en una de las tantas visitas que le hacía con el único motivo de ver a la muchacha otra vez.

Un sábado, aún con aliento etílico y sin haber dormido por trasnochar en la calle, se llegó a una iglesia. Estaba semivacía por lo temprano que era.

“Desde que entré mi corazón se aceleró. Me arrodillé y pedí perdón a Dios”, cuenta Raidel, con un overol naranja que pretende protegerlo del sol que nos fustiga a cinco pisos de altura.

Después de tres meses visitando en silencio aquel templo en La Habana Vieja, un amigo de su primer período como creyente lo invitó a que regresara a la LEC. Llegó de melena, rapado a ambos lados de la cabeza y con un piercing en la ceja. Había dejado las drogas porque dejó de ir a la G, “pero el cigarro aún lo tenía incrustado”. Llevaba, además, una vergüenza grande como un manto en la espalda. Había engañado a su esposa, abandonado a sus hijos, desposado violencia y drogas. Trataba de que esos pensamientos no controlaran sus pasos cuando entraba al templo.

Alguien predicaba en el púlpito y un micrófono amplificaba el sonido a los cuatro niveles de la iglesia. Raidel alzó el rostro y miró a través de unas persianas laterales hacia el interior.

—¡Raidel! ¡Qué alegría verte!

Las palabras retumbaron en el edificio y él anheló que se abriera el suelo bajo sus botas. Sonrió apocado, y siguió cabizbajo. A los pocos pasos vio varios zapatos lustrosos y otros medio raídos que le impedían el paso.

Encontró a un grupo de amigos que querían abrazarlo. Le llamaban Raidel Hermano, como si los ocho años que había estado lejos de ellos no hubieran sido más que un abrir y cerrar de ojos.

En 2017 se reportaron hechos de sangre por parte de una banda de al menos diez frikis en La Habana. Apuñalaban en conciertos y creaban desorden en torno a sitios frecuentados por los fans del rock, como La Madriguera. ¿Imitadores de Los Punkies?

Sus viejos amigos le cuentan a Raidel de una nueva banda punk con la que han tenido problemas.

“Esos son como la primera versión de nosotros, pero más retorcida —explica—. Toman hasta pastillas para epilépticos... nosotros éramos un poco más sofisticados”.

“Aún no tenemos la certeza de que los grupos punk que frecuentan el ambiente rockero sean los agresores. Sin embargo, nos preocupa mucho la situación. Los ataques se han vuelto repetitivos tanto en los eventos pequeños como en grandes”, contó a la web Diario de Cuba Alberto Muñoz, productor ejecutivo de la Agencia Cubana de Rock.

¿Lo que distingue a los hombres es su cercanía al magma terrestre o al sol? Quienes ven por la ventanilla de un avión la maqueta del mundo, los puntos movibles que somos, a veces sienten eso.

Raidel ha coronado varias veces algunos de los edificios más altos de La Habana. Y aunque el Focsa y el hospital Hermanos Ameijeiras son los Everest de la ciudad, “con los anclajes correctos no hay estructura indomable”, me dice mientras camino con mi cámara sobre una viga del hotel Chateau, del barrio Miramar. “Ni siquiera un tanque hongo, que es de los más complicados”.

Pero su reto mayor sería salvar a alguien. “Salvar”, vaya palabra. Nadie está lo suficientemente seguro suspendido a decenas de metros sobre el asfalto hirviente de La Habana.

“Cuando volví a la iglesia en 2014 no dejé de llamar a Los Punkies. A Pedro mismo le he hablado de Dios y me dice que le debe una visita, porque desde que oramos su enfermedad ha estado indetectable”.

Hubo un tiempo en que Raidel no sabía hacer los nudos correctos. Ni él podía salvarse, ahora habla de asistir al otro.

Aprieta los párpados mientras musita palabras. Cuando sus ojos verdes reaparecen se envuelve en varios metros de soga, perpendicular a la pared. Delgadísimas fibras se enlazan para guardarlo de otra vez caer.