Sí, México distrito federal es el enjambre del asco. Cinco días después de desembarcar en México, nos tomamos un taxi con rumbo al hotel donde me encontraba. Por lo general, y por aquel entonces, los taxis eran Volkswagenes verdes sin el asiento de copiloto. Durante el viaje de Montevideo a México me hice amigo de todo un personaje. Se apellidaba Pereira y había nacido y vivido en un pequeño pueblo a las afueras de otro pequeño pueblo del interior. Su madre era una modesta modista y él confeccionaba trajes, diseños y máscaras para las murgas de febrero. Estaba acostumbrado a que, en su pueblo, lo señalaran, le tiraran piedras y a veces, lo escupieran por tan sólo ser como era. Era un gay virgen, pequeño de estatura, con unos ojos grandes y unos modos y una voz de pájaro encantado. Todos esos atributos le resaltaban la manera de ser hasta el punto que muchos lo confundían con una mujercita digna de las páginas de aquella novela de Louise May Alcott. La UNAM lo había becado para estudiar vestuario y actuación por tan sólo unos meses. Sí, tenía un don especial para imaginar vestidos porque su padre le había dejado en herencia la colección de Vogue de los años cincuenta. Al llegar a México todo le causó asombro: desde el agua caliente del baño del hotel —él lo llamaba “líquido caliente”, como en un tango cantado por la Tita Merello—, aquel desayuno en el Sanborns de los azulejos donde se robó una salsera y probó el chile en rajas y el antro gay con sus travestis y empleados de la barra con sus masculinas musculosidades a la vista, hasta el metro de la Ciudad de México y la cantidad enorme de personashormigasdefuego que se subían entre las siete y las nueve de la noche.

En fin, nos tomamos ese taxi, le dimos la dirección del hotel y al siguiente semáforo, se suben dos chacalitos. No pasaban de los veinte años, con pistolas de pistoleros nuevas y cromadas que parecían de juguete. Me hicieron poner la cabeza bajo la guantera, me pusieron un pie sobre la espalda a la altura de los riñones y le dieron un buen golpe a Pereira que lo dejó noqueado. Entonces uno de los chacalitos comenzó a discutir a grandes voces con el taxista.

—Yo te dije que la Marilín era una pendeja...

—Mirá, pendejo, si insultás a mi hija yo...

—Es una puta...

—Braian...

Lo poco que pude entender fue que ambos chacalitos eran hermanos, que uno de ellos era el yerno del taxista y que la tal Marilín era su hija. Y que, hacía como una semana, se había ido con el narco de la colonia y ambos habían desaparecido más allá de la frontera de Tijuana.

Era tan acalorada la discusión, que el taxista paró el auto y le preguntó al Braian:

—¿Y con estos dos qué hacemos?

—Este —y me señaló— es güero y puede valer un buen dinero.

—A ver —dijo Braian—, ¿dónde está tu pasaporte?

Lo encontró en uno de los bolsillos de mi pantalón. Y al abrirlo, le dijo al taxista:

—Cagamos fuego, manito. Es de Urugay. Debe de venir de un antro porque es de Urugay.

—¿Y ese otro?

—Debe de ser también de lo mismo.

—¿Y si se los llevamos al argentino? Digo, para pagar tus deudas. Ellos llaman a la embajada y piden un buen rescate.

Y Braian le dijo a su hermano:

—Brandon, hacete cargo del otro.

Nos llevaron a una casa enorme al lado de un basurero municipal. Nunca había visto tanta basura junta, tantos zanates, tanto olor a mierda. La casa estaba a medio construir. Sólo había una pieza. Nos pusieron frente a una pared blanca y estuvimos allí como unas seis horas. Pereira no dejaba de llorar a gritos y lamentarse:

—Me lo dijo mi mamá, me lo dijo mi mamita...

—Callate, Pereira, y rezá, rezá que Dios escucha.

Dentro de la pieza había gente discutiendo a los gritos. Y muchos ladridos. Se peleaban por dinero. Años después supe que era una pelea de perros. A veces, y como la casa no tenía baño, salían afuera para mear o cagar en un balde que estaba próximo a nosotros.

Pereira no paraba de llorar porque tenía mucho miedo, al igual que yo. Pero la diferencia entre los dos era que yo estaba en silencio, mientras que Pereira montaba todo un espectáculo de mocos, llantos e hipos entrecortados.

—Mirá, Pereira —le dije, tratando de calmarlo—: vos como yo vamos a salir de acá. Vos vas a ser un genio del vestuario y yo voy a ser un periodista. Pensá en eso...

—Me lo dijo mi mamá, me lo dijo mi mamita...

Y rompía otra vez en llanto.

—Callate, Pereira, y rezá, porque Dios escucha...

Así, pasaron unas horas. Un hombre gordo salió de la pieza para hablar con nosotros.

—¿Vienen de Urugay? Un antro gay, me supongo...

—No —dijo el taxista, que venía detrás—, los recogí por Reforma y querían ir al Sevilla.

—Vení vos —y señaló al Pereira—, y vos —me dijo apuntándome con el arma— escuchá todo lo que vamos a hacerle al Pereira porque vas a ser el próximo. Así que lavate las orejas, puto...

El taxista me tiró el balde de mierda y orín por la cabeza.

Una media hora después sólo se escuchaban los aullidos desgarrados del Pereira:

—No, no, no...

Yo me mordía la lengua pero pensaba: “Pereira, aguantá; aguantá, Pereira... Vos vas a ser un genio del vestuario y yo, yo voy a ser un genio de las letras”.

—No, no quiero, no quiero.

“Pereira, aguantá; aguantá, Pereira”.

Fue entonces cuando sonó un disparo y partió en dos la noche.

El taxista salió con el cuerpo de Pereira y el otro hombre más gordo, detrás. Estaban más que borrachos. A Pereira lo tiraron cerca de donde yo me encontraba para que lo viera. Tenía los ojos fijos, una expresión cierta de dolor intenso y los pantalones y el calzón a la altura de las rodillas. El taxista se bajó la bragueta y lo meó mientras el otro se reía. Y dijo, después:

—Pinches extranjeros de mierda. Estos culeros vienen sólo para cogernos.

El otro hombre sacó entonces de más arriba de su cinto una pistola cromada que brillaba en ese amanecer. Me la puso en la sien izquierda. Y el taxista me dijo con una voz que tenía mucho de ternura:

—Anda rezando, güerito, porque te van a matar.

El hombre jaló el gatillo pero se le trabó el disparo.

—Alcanzame otro fierro, Euclides.

—No, jefecito, no —gritó el Euclides—, porque este güero está bendecido por nuestra Lupita...

Ambos quedaron en silencio, como pensando lo que había sucedido.

—Tenés toda la razón del mundo… —dijo, guardando la pistola a la altura de la cadera.

—Y si nos peleamos con ña Lupita, ¿quién nos va a proteger?

—Está bien. Por vos, Euclides, por vos te la perdono. —Y se dio vuelta mientras caminaba hacia la pieza—. A veces vos tenés cerebro, a veces tenés mierda...

—¿Qué voy a hacer con este güero, patrón?

—Abrile la puerta, porque está bendecido —dijo sin voltear en el umbral de la pieza.

Euclides me abrió la puerta y me aconsejó:

—Corré, güerito, corré adonde te lleve el viento.

Yo empecé a correr. Nunca había corrido tanto en mi vida. Se me clavaron astillas de vidrio de botellas rotas, me caí varias veces por culpa del dolor, tropecé con piedras y bultos. Pero seguí corriendo. Hasta que caí en una zanja profunda. Y me tapé con unos diarios viejos para que, si me buscaran, no me encontraran. Me dolían las rodillas, los tobillos, los dedos de los pies. Pero me mordía la lengua cada vez que venía el dolor. No pensé en mí: recordé a Pereira, al cadáver de Pereira al amanecer, las últimas palabras de Pereira.

Y me dormí.

Me despertó un perro flaco, costilludo, con sarna.

No dejaba de lamerme las heridas.

Le puse de nombre Pereira.

Tenía hambre. Mucha hambre.

Y fue él quien me guio a la carretera.

Y así, me subí a la parte de atrás de una camioneta. Apelotonado entre gente que hablaba un idioma distinto, unos modos distintos entre ellos, una ropa muy colorida. Pensé en los vestidos de Pereira.

Noté que el perro venía conmigo.