25 de octubre de 2016 a las 18.00. En ese momento las autoridades de Inmigración de Nueva Zelanda abrieron las inscripciones a las Working Holiday Visa (WHV) para Uruguay. Los grupos de Facebook de gente que viajó o quiere viajar a Nueva Zelanda con ese permiso explotan de comentarios y dudas; algunos tienen más de 40.000 integrantes. El momento de completar el trámite es pura tensión: son miles los que aplican y se otorgan solamente 200 visas para uruguayos, que se acaban en cuestión de minutos. Implica todo un ritual: estudiar el formulario desde días antes para que no haya dudas ni segundos perdidos, amigos conectados desde otras computadoras llenando el formulario por la persona que aplica para sumar posibilidades, buscar conexiones rápidas de internet. Hay mil trucos, mitad mito, mitad realidad, como que algunos navegadores son mejores que otros, o que hay mayores chances de tener éxito si se hace desde una computadora conectada en Nueva Zelanda.
Vale ya estaba en Nueva Zelanda desde hacía un par de semanas. Ella tenía la visa desde el año pasado y tenía que viajar o se le vencía el plazo. Yo ya había sacado el pasaje —me iba en diciembre—, pero todavía no la visa. Buscamos toda la información disponible sobre la aplicación, hicimos simulacros en formularios con datos falsos. Llegó el día y la hora. Estaba conectado en Montevideo con un usuario desde el teléfono y otro desde la computadora. Desde las 17.30 le di “actualizar” para que en el instante en que se abriera el formulario pudiera empezar a llenarlo. Vale estaba en Nueva Zelanda, también conectada. Otros latinos le recomendaron que fuera a un cibercafé en el centro de Auckland: ahí está la computadora de la suerte, siempre salen las visas. “La máster”, le dicen. Avancé en el formulario pero en un momento se me trancó, como sucede casi siempre. A Vale se le tranca también pero un poco más adelante. A los diez minutos me mandó un Whatsapp: Submit! Le pregunté qué quería decir eso (no entendía nada de inglés). “¡Tenemos la visa!”, me respondió.
Una WHV es un visado para jóvenes que permite viajar y trabajar en un país durante un período de tiempo (generalmente un año). Uruguay tiene diferentes convenios WHV con Nueva Zelanda, Australia, Francia y Alemania. Los requisitos para viajar a Nueva Zelanda son tener entre 18 y 35 años, 3.000 dólares (demostrables) más el equivalente de un pasaje de salida, seguro de viaje por un año, no viajar con hijos, no tener antecedentes penales y no cargar con enfermedades (esto se comprueba con un chequeo de salud que debe realizarse en el Hospital Británico). Los 200 más rápidos y con más suerte son los que entran entre los miles que postulan. Nueva Zelanda tiene convenios WHV con cerca de 50 países, de los cuales seis son latinoamericanos: Argentina (1.000 visas por año), Brasil (300 visas por año), Chile (1.000 visas por año), México (200 visas por año), Perú (100 visas por año) y Uruguay.
El 26 de octubre me confirmaron la aprobación de la visa por mail. Para activarla tenía que seguir las instrucciones. Por 4.000 pesos me hice la prueba de rayos X en el Hospital Británico para comprobar que no tenía tuberculosis. Inmigración de Nueva Zelanda demoró mucho más de lo previsto en activar la visa y ya no pude cambiar el pasaje que tenía para el 15 de diciembre.
El 10 de ese mes la visa seguía sin estar activa. Organizamos una plan B: vuelo a Auckland, capital de Nueva Zelanda, nos encontramos con Vale en el aeropuerto y, sin salir de la zona de tránsito, volamos al destino más accesible para el que no necesitemos visa. En el buscador de vuelos baratos filtramos por precio de menor a mayor y lo primero que apareció fue Rarotonga, islas Cook. Después de comprar los pasajes googleamos el lugar. En las primeras imágenes figuraba una isla minúscula y una montaña rodeada de playa, después un anillo de barra coralina y un poco mas allá, el océano Pacífico. Para que la isla fuera visible en Google Maps hubo que hacer zoom muchas veces.
Rarotonga
Bajamos del avión y el trópico nos abrazó con un viento caliente. Llegamos en plena noche. Estábamos un poco inquietos porque al salir de Auckland nos dijeron que para entrar a las islas Cook teníamos que tener un pasaje de salida y no era el caso, pero confiamos en que Inmigración de Rarotonga fuera tropical y distendida, los funcionarios comprensivos y el ambiente buena onda.
La aduana del aeropuerto internacional de Avarua es un salón chico. Del avión se baja por escalera y enseguida está la puerta de entrada del edificio del aeropuerto, un espacio bajo, con dos ventiladores de techo y un veterano de camisa floreada tocando el ukelele. Arriba de las dos cabinas de Inmigración, un cartel enorme: Requirements: passport and return ticket.
Le explicamos a la funcionaria, de la que esperábamos nada más que un sello, que íbamos a estar menos de tres meses, no sabíamos cuánto tiempo exactamente y viajábamos sin fechas muy rígidas, y que por eso no habíamos definido aún la salida, un discurso muy hippie que, a juzgar por el recibimiento con flores y ukelele, iban a comprender. Nos dio dos opciones: o nos devolvían a Nueva Zelanda en el avión en que habíamos ido o comprábamos un pasaje de salida. Intenté algunas palabras sueltas en inglés, pero fue imposible. Vale se encargó de la negociación. La funcionaria dejó su puesto y nos llevó a una habitación en la que estaba su jefa cenando en un recipiente de papel aluminio. Después de una hora de intentos y bajo la presión de las dos señoras que ya habían terminado su turno hacía rato, logramos comprar un pasaje de vuelta a Nueva Zelanda bastante en precio para el 29 de diciembre, pagándoles a ellas cinco dólares por el uso de internet.
Salimos del aeropuerto cerca de medianoche sin saber adónde ir. Detrás de nosotros se bajó la cortina metálica y el aeropuerto cerró. El mapa marcaba que a 1,9 kilómetros había un lugar para dormir. No había nadie en la calle. Bordeamos el aeropuerto caminando por la ruta, tomamos el camino principal y luego doblamos a la derecha en un repecho de tierra que se internaba en la montaña. La noche era cerradísima. Caminamos bastante, quizás una hora. Se escuchaban vacas —que en algún momento imaginamos bestias salvajes— y un montón de perros que salían al cruce.
Era la una de la mañana. Como podíamos sospechar, lo que aparecía en el mapa como una casita estaba cerrado. Desde afuera de la cabaña se escuchaba un ronquido que bajo ninguna circunstancia podíamos interrumpir. Vimos a lo lejos una especie de glorieta —lo único que tenía luz a la redonda— perfecta para tirar los sobres de dormir. Al acercarnos nos dimos cuenta de que estábamos en un cementerio: la glorieta era en realidad una tumba. Seguimos por un camino que ahora era muy angosto y estaba como metido en medio de la selva. A la derecha vimos a dos chicas, sentadas en la terraza de una casita. Les preguntamos si sabían de algún lugar donde se pudiera armar una carpa; un techo, un pedazo de tierra. Nos respondieron que podíamos dormir en su casa.
Como si nos estuvieran esperando, en el piso del living había un colchón de dos plazas con sábanas y manta. Al costado se encontraba una cama en la que dormían dos chicos, y del otro lado un sillón vacío. Nos preguntaron si teníamos hambre y nos ofrecieron la comida que había en una olla. Rarotonga nos dio tremenda bienvenida. Descargamos las mochilas y nos sentamos con las dos chicas. La que nos recibió fue Andrea, una chica trans alta, muy alta, de las islas Fiyi. Estaba despierta porque en un rato volaba a Nadi; volvía a su casa después de seis meses de trabajo para pasar las fiestas con su familia. Trabajaba en un resort en Rarotonga. Los dos chicos que dormían en la cama y otros dos que estaban arriba también eran fiyianos. La amiga que conversaba afuera con Andrea nació en Aitutaki, un pequeño atolón de las islas Cook. Todos eran compañeros de trabajo.
Les agradecimos varias veces y nos acostamos. Despertamos a la mañana y no había nadie en la casa. Estaban todas sus cosas y la puerta se encontraba abierta. Nos calzamos las mochilas y les dejamos una nota agradeciéndoles y explicándoles que en nuestro país a lo que hicieron le decimos “salvar la cabeza”.
Las Cook están ubicadas exactamente en medio de la nada, en pleno océano Pacífico. Son 15 islas pequeñas, que en total componen 236 km2 y en las siete que están habitadas viven poco más de 20.000 personas. Son parte del conjunto de la Polinesia. Rarotonga es la más grande de ellas; es una isla volcánica que se alza 4.500 m desde abajo del mar, tiene 32 kilómetros de perímetro y la habitan 10.500 personas. 45 minutos en scooter alcanzan para darle la vuelta entera. A fines del siglo XVIII, el capitán británico James Cook reclamó las islas que ahora llevan su nombre para la corona británica y las conquistó. A inicios del siglo XX fueron anexadas por Nueva Zelanda y en 1965 obtuvieron la autonomía, aunque la representación exterior y la defensa siguen en manos neozelandesas. Los idiomas oficiales son el rarotongano —o maorí de las islas Cook— y el inglés. Más del 80% de la población es maorí. El suelo volcánico, las montañas y los permanentes tifones hacen imposible desarrollar la agricultura, así que los pobladores tienen que importar casi todo, lo que, sumado a los enormes gastos de transporte, hace bastante caro comprar cualquier cosa. Como contrapartida, la isla ofrece árboles por todas partes que llenan las calles de bananas, papayas y maracuyá para comer sin intermediarios.
Un par de días antes de volar, y luego de buscar mucho en redes que conectan a viajeros con locales, dimos con un tipo llamado Doug al que le ofrecimos nuestro trabajo a cambio de alojamiento y comida. Nos explicó cómo llegar a su casa (en la isla hay dos líneas de bus, una en sentido horario, que en el cartel de destino tiene un reloj dibujado, y otra en sentido antihorario, que lleva un reloj tachado). Mientras caminábamos por la carretera principal buscando la parada del bus, una señora en chancletas corrió de frente hacia nosotros gritándonos que esperáramos y preguntándonos dónde íbamos. Le respondimos no money, no money y nos hizo un gesto con la mano como diciendo “¿de qué hablan?, ¿qué les pasa?”. La esperamos y al minuto llegó con su auto y nos llevó hasta la puerta de la casa de Doug. Los primeros días no tuvimos transporte propio y nos movimos siempre a dedo, pero nunca tuvimos que esperar más de tres minutos.
Estuvimos tres de los diez días planeados en casa de Doug, que estaba en una situación de casi indigencia y vivía en una casa que se caía a pedazos. Nuestro trabajo era intentar poner las bolsas de basura acumuladas durante diez años en su patio adentro de tres autos abandonados. Después de toda la tarde con la basura, durante la noche abríamos cocos a machetazos. El intercambio incluía la comida, que sin embargo no había. Los vecinos pasaban y dejaban fruta o algún pan y compartíamos eso, además de semillas de frutas que tostábamos y comíamos con rodajas de coco. Así durante tres días. Decidimos abortar el plan cuando, un domingo, Doug nos pidió que nos levantáramos temprano y lo acompañáramos a dar unas vueltas en bici: desde las siete hasta pasado el mediodía anduvimos en tres bicis destartaladas recorriendo las cinco iglesias de la isla pidiendo algo para comer, hasta que en la última, evangélica y con una prédica y una estética muy parecidas a las de Pare de Sufrir o Dios es Amor, nos dieron una bandeja con frutas y un sándwich.
Teníamos un plan B: otra casa a la que también habíamos escrito para ir después. Nos dijeron que no había problema, podían recibirnos antes. En esa casa en la montaña pasamos las dos semanas que nos quedaban en la isla, con moto y un trabajo que consistía en sacar a pasear a los perros temprano en la mañana, cuando los dueños se iban a trabajar.
De Rarotonga sentimos que conocimos casi todo: el sheriff, los vendedores ambulantes, la discoteca, el bar de borrachos en el que terminábamos con amigos que no nos dejaban pagar las cervezas y esas playas de las que no nos vamos a olvidar jamás.
Nueva Zelanda
Nueva Zelanda o Aotearoa (“tierra de la gran nube blanca” en maorí) está al suroeste del océano Pacífico, al lado de la enorme Australia. Se compone de varias islas, aunque fundamentalmente se divide en las dos más grandes, la Isla Norte o Te Ika a Māui (“el pez de Maui” en maorí) y la Isla Sur o Te Waka o Aoraki (“la canoa de Aoraki” ). Cuenta la leyenda que los hermanos del semidiós Māui-tikitiki-a-Taranga planeaban salir de pesca en canoa y le dijeron a Māui que no podía ir. El semidiós se escondió en la canoa y les apareció de sorpresa cuando ya estaban mar adentro; ese día fue el que pescaron la presa más grande. Los hermanos tiraron juntos de aquel pez enorme hasta que emergió la Isla Norte, “el pez de Maui”.
Los primeros pobladores de Aotearoa fueron polinesios llegados —según la leyenda— en siete canoas desde diferentes islas de la Polinesia hace cerca de 1.000 años. Con el paso de los siglos los polinesios que habitaban el territorio de la actual Nueva Zelanda, las Cook y otras islas del Pacífico desarrollaron una identidad cultural y un idioma, que luego sería el maorí. Los viajeros de cada una de las canoas fueron los pioneros de las siete tribus maoríes originarias, dicen. Esos primeros pobladores eran fundamentalmente pescadores, cazadores y agricultores. Se cree que los maoríes comerciaban con indígenas peruanos en las Marquesas y otras islas de la Polinesia, lo que explicaría la pronta llegada del boniato, planta americana, a Oceanía.
En 1576 llegó a Aotearoa el explorador español Juan Fernández, y luego, en 1642, el holandés Abel Tasman. Recién en 1769 llegaría el inglés James Cook, quien recorrió toda la costa, empezó a comerciar con los maoríes y luego conquistó el territorio. Desde inicios del siglo XIX, las guerras entre la corona británica y las tribus maoríes fueron cada vez más intensas. Decenas de miles de maoríes murieron en los enfrentamientos, lo que, sumado a las enfermedades que traían los conquistadores, hizo que la población nativa se redujera en 40% a lo largo del siglo.
En 1840 se firmó el Tratado de Waitangi entre Reino Unido y algunos de los jefes maoríes de la Isla Norte. Este acuerdo es la base de la fundación de Nueva Zelanda y genera controversias hasta hoy, ya que se firmaron dos versiones. Entre otras diferencias, la versión maorí es que ellos aceptaban la llegada y el intercambio con los británicos a cambio de que el imperio los protegiera, mientras que la versión británica es que los maoríes se sometían a la corona a cambio de dicha protección. En 2008 se firmó un acuerdo de compensación del Tratado de Waitangi, en el que el Estado se disculpó por casi dos siglos de despojos y entregó a siete iwis (tribus maoríes) 176.000 hectáreas de tierra.
A partir de la firma del Tratado de Waitangi comenzaron a llegar oleadas de migrantes europeos, fundamentalmente irlandeses, galeses e ingleses, y algunos franceses. El gobierno neozelandés acompañó desde inicios del siglo XX a Reino Unido en diversos episodios políticos, diplomáticos y militares; el país combatió activamente en las dos guerras mundiales y también intervino en varias invasiones y guerras junto con Estados Unidos, como en Corea, Vietnam, Afganistán, el golfo pérsico e Irak, por ejemplo.
Nueva Zelanda se extiende 1.600 km de norte a sur y 400 km a lo ancho. En el país viven 4.300.000 personas, de las cuales 68% son descendientes de europeos y 15% maoríes. El estrecho de Cook separa a las islas Norte y Sur, que se comunican por un ferry que conecta las ciudades Picton y Wellington. La Isla Sur, la más grande, está partida al medio y a lo largo por los Alpes del Sur, donde se encuentra el monte Cook o Aoraki, de 3.754 metros de altura. Aoraki, según la leyenda maorí, era un joven que encalló navegando por el arrecife y se congeló junto con su canoa, transformándose en el punto más alto del país, que emerge desde la Isla Sur y no es otra cosa que “la canoa de Aoraki” (Te Waka o Aoraki). La Isla Sur es paisajísticamente impresionante: montañas, fiordos, glaciares, lagos y bosques. Hacer ruta en ella es una experiencia increíble.
La cultura maorí subsiste mayormente en la Isla Norte, menos montañosa y repleta de montes, zonas volcánicas, lagos y géiseres, aunque ha perdido mucho terreno. En 1987 el maorí fue declarado segunda lengua oficial, y aunque los carteles en las calles estén ahora escritos en ambos idiomas y haya dos canales de televisión en maorí y escuelas en las que aprender a hablarlo, se utiliza sólo en unas pocas zonas rurales aisladas. Del maorí quedan algunas expresiones un poco folclorizadas, como el haka, conocido internacionalmente por ser el saludo inicial que hace la selección nacional de rugby de Nueva Zelanda, los All Blacks. Originalmente el haka es una demostración de fuerza e intimidación al enemigo antes de los combates. En algunas zonas de la Isla Norte es normal ver personas con el tā moko, el tatuaje facial que homenajea a los dioses maoríes, expresa rango en la tribu y adorna el rostro para hacerlo más atractivo.
Según la ONU en Nueva Zelanda hay 1.067.423 migrantes, o sea el 23% de la población, mientras que 834.433 neozelandeses viven fuera del país, principalmente en Australia, Inglaterra y Estados Unidos. La inmigración llega fundamentalmente de Inglaterra, China e India, así como de otras naciones asiáticas y de islas del Pacífico.
Recorrer el país a lo largo implica encontrarse con paisajes muy diversos: playas, volcanes, montañas áridas, montañas nevadas, bosques, selvas, llanuras, desiertos semiáridos, climas subtropicales. El aislamiento geográfico durante millones de años hizo que, a pesar de la diversidad de suelos y la presencia de enormes cadenas montañosas, no haya víboras, osos, lobos ni ningún otro animal peligroso en el país.
Vivir en camioneta
Volamos de Rarotonga a Nueva Zelanda y por el huso horario llegamos en la madrugada del 31 de diciembre. Pasamos fin de año en casa de unos conocidos colombianos en Waiheke, una isla que se encuentra frente a Auckland. En la mañana del 2 de enero volvimos a Auckland dispuestos a comprar una camioneta montada como casa y vivir en ella el año que nos quedaba por delante, tal como habíamos decidido hacía tiempo. El alojamiento en Nueva Zelanda es caro, pero las camionetas son muy baratas y hay un mercado enorme de gente que compra, viaja y, antes de irse, vende.
Fuimos a una car auction, una feria de autos y camionetas en la que los dueños muestran, se negocia el precio y ahí mismo se concreta la venta. Nuestro conocimiento del asunto era nulo (los dos habíamos sacado la libreta de conducir una semana antes de viajar). Había unas 30 camionetas-casa a la venta y la mayoría se nos iba del presupuesto. Nos enamoramos de una un poco baqueteada, pero con el montaje de la casa en perfecto estado. Los dueños eran una pareja de checos. Les preguntamos la cantidad de kilómetros y nos mostraron una hoja de block con tachaduras y números: cuando ellos la compraron el cuentakilómetros ya estaba roto. Negociamos, la probamos, renegociamos y la terminamos comprando muy barata. Pasamos nuestras primeras tres noches en ella, mientras durante el día íbamos a bibliotecas públicas a usar wifi para enviar currículums.
Nos llamaron de una chacra para recoger limones. El trabajo era a tres horas de Auckland y querían que empezáramos cuanto antes. Al día siguiente salimos temprano, por primera vez, a la autopista. A los diez minutos de viaje varios autos empezaron a frenar 100 metros más adelante, e intenté hacer lo mismo pero sin éxito; un par de segundos después estábamos dando vueltas en vertical y horizontal. A los cinco minutos aquello era una escena de película yanqui de domingos de tarde: camioneta dada vuelta, bomberos, policía, gente corriendo, autopista cortada, ambulancia. Salimos a dar una vuelta y al final dimos media. Obvio, no teníamos seguro: vendimos los restos del vehículo como chatarra en un deshuesadero.
La comunidad latina tiene una casa en la que funciona la Auckland Latin American Community, donde se realizan talleres y diversas actividades, y cuenta además con tres habitaciones para “latinos en problemas”. Ahí pasamos nuestro primer mes en Nueva Zelanda, buscando trabajo y reorganizándonos. Conseguimos una nueva camioneta, pero el requisito para comprarla era ir a buscarla a la otra punta del país. El dueño nos pagó los pasajes aéreos. Todo muy raro: volamos, vimos la camioneta, que estaba en perfecto estado, la compramos y empezamos nuestro viaje en Queenstown, al sur de la Isla Sur de Nueva Zelanda. La primera noche en Fafner (así le pusimos en homenaje a la combi en la que Julio Cortázar y Carol Dunlop recorrieron todos los paraderos entre París y Marsella y escribieron un relato que terminó publicado en Los autonautas de la cosmopista) estacionamos en una calle tranquila de la ciudad. Cerramos las cortinas, miramos una película, tomamos un vino para festejar y dormimos. A las cinco de la mañana nos golpearon violentamente las ventanas: un inspector nos gritó que si no nos íbamos en menos de un minuto nos multaría por dormir en la calle. Todavía nos faltaba aprender mucho sobre la vida en camioneta.
Nuestro vehículo ya no tenía asientos en la parte trasera, sino dos muebles y una estructura de madera que durante el día era un baúl-sillón, en el que podíamos estar sentados en una especie de miniliving con una mesa que se plegaba contra uno de los muebles, y de noche se expandía para transformarse en una cama-colchón de dos plazas. Los vidrios contaban con un sistema de cortinas que cerrábamos para dormir. Además de las luces interiores del auto, instalamos una lámpara que funcionaba mediante un panel solar que colgaba del techo, luces de colores como las de los árboles de Navidad, un complejo entramado de linternas, linternitas, faroles y farolitos, y un par de velas para las noches que lo ameritaran.
Los muebles eran multifuncionales: el que tenía todo el material de cocina podía ser también un banco para sentarse, en tanto el mueble grande que ocupaba todo el respaldo del asiento del acompañante y la mitad del ancho de la camioneta se cerraba para que las cosas no volaran durante la marcha, transformándose en mesa. En esos muebles teníamos distribuidas nuestras pertenencias, que no eran muchas pero con las que podíamos vivir perfectamente: cocina portátil a gas butano, cuatro plantas, caldera, cosas para cocinar, cafetera, parlante portátil, libretas, cables, cablecitos y adaptadores de todo tipo. En la despensa casi siempre llevábamos huevos, té, cereales, aceitunas, chocolate, vino, enlatados, arroz, aceite, fideos, pan. Además viajábamos con 30 litros de agua, para tener la posibilidad de andar un par de días sin recargar. Teníamos una mesa plegable y dos sillas para cocinar afuera los días de sol. Conectado al encendedor del auto llevábamos un convertidor de 12 v a 220 v, que nos permitía enchufar y cargar computadora, baterías, teléfonos. Lo que más se extrañaba era no tener heladera. Cerveza tomábamos en invierno, cuando las latas se enfriaban solas afuera; queso comprábamos cada tanto para algún desayuno; la leche, en polvo.
Nueva Zelanda tiene todo para andar en camper vans y motorhomes. En todas partes se ven camionetas, ómnibus, camiones y autos en los que la gente viaja y vive. La variedad es enorme: desde vehículos en los que parece imposible dormir, hasta buses inmensos que se han ido instalando en paraderos para motorhomes y ya tienen hasta deck de madera en la puerta. Los viajeros son igual de diversos: muchos de los que viajan con WHV utilizan camionetas, por lo general las más chicas, mientras que en las más grandes vacacionan los kiwis (el gentilicio que locales y extranjeros usan para referirse a los neozelandeses; el kiwi, además de la fruta, es el pájaro nacional y el dólar neozelandés), y además están las de alquiler, en las que viajan los turistas, y los camiones y ómnibus, en los que en general viven jubilados durante todo el año.
Cada municipio tiene car parks en los que estacionar la camioneta para dormir y pasar el día. Están los gratuitos, que generalmente tienen baños sin ducha; los baratos, que tienen baños, ducha con agua fría y agua potable, y los caros, que cuentan con lavandería, ducha con agua caliente, wifi y hasta piscina. Lo del pago es muy relativo: el sheriff llega a chequear los tickets pasadas las seis de la mañana, pero a las 5.30 varios motores se prenden y se van para evitar el control.
Hay una app que geolocaliza todos los car parks de Nueva Zelanda y Australia con precios, descripciones y comentarios de viajeros. Además, marca sitios próximos en los que tirar basura, robar wifi o encontrar fuentes, parques con canilla para llenar los tanques de agua, lavanderías o duchas con agua caliente.
La higiene se resuelve: hay baños públicos por doquier y todos están impecables, así como un montón de baños que ofrecen ducha con agua caliente de cinco minutos a precio razonable. Antes de vivir en camioneta, el baño era algo que sucedía una vez por día. También teníamos una ducha solar (una manguera con una bolsa negra de plástico duro que absorbe el calor), que calentábamos de cara al sol durante tres o cuatro horas y luego colgábamos en algún baño para ducharnos con agua tibia.
Debemos de haber dormido en 30 lugares diferentes, todos muy distintos. El car park de Onomalutu, por ejemplo, es inmenso. Queda a 15 kilómetros de la carretera monte adentro; no hay ruidos, luces o tránsito cerca. Es un enorme pedazo de pasto, rodeado de árboles altísimos en medio de la nada. La noche ahí es alucinante: se ven todas las estrellas, todas. Pasamos varias noches en Onomalutu, mientras buscábamos trabajo en las viñas de Blenheim. Dormimos en los lugares más diversos: playas, estacionamientos de museos en plena ciudad, estacionamientos de canchas de rugby, montañas, lagos, bosques, rutas, en el galpón de una chacra de zapallos, jardines de casas, barrios seminómades. Estuvimos solos en lugares desiertos, y acompañados de 60 o 70 camionetas otras veces.
Nelson es una ciudad que queda al norte de la Isla Sur. Tiene un car park gratuito para motorhomes en pleno centro. Entre las 9.00 y las 18.00 hay que pagar, pero después de esa hora es gratuito y está habilitado para dormir. Pasamos ahí cinco noches con 30 o 40 vecinos; en menos de 30 minutos el lugar se transformaba en una zona tomada por cocinas portátiles, mesas, toldos, música, vino, rondas y olor a comida. Alrededor hay dos o tres bares. Es viernes de noche, voy al baño a lavarme los dientes y hago la cola que se forma para usar la canilla. Adelante de la fila dos pibes neozelandeses se empilchan y se peinan para entrar al pub; atrás de ellos, dos alemanes con cara de sueño y las manos llenas de ollas y platos esperan su turno para lavar la cocina. De los vecinos nos separaba nada más que la línea blanca que delimitaba un puesto del car park del otro. Un metro y pico de intimidad.
Dormimos dos semanas en la reserva McKee, mientras buscábamos trabajo en la temporada de manzanas en las ciudades y pueblos cercanos, y en la misma que nosotros había decenas de camionetas que paraban de noche en el parking del costado de la playa para cocinar, armar la ruta de búsqueda de trabajo del día siguiente y dormir. De tarde y de noche nos cruzábamos y nos tirábamos piques sobre las zonas en las que se conseguía trabajo y las que no.
Durante las primeras tres semanas de trabajo en la bodega dormimos en el motor camp de Blenheim. Era de los baratos: había ducha con agua caliente por dos dólares neozelandeses los cinco minutos, lavandería y baños. A las 7.40 éramos tres las camionetas que partían para ir hasta las bodegas que estaban a tres minutos de ruta. El motor camp era en realidad un parador de camiones, al que los camioneros iban a comer, dormir y, de paso, charlar con Nina, la mujer gorda, rubia y tatuada que regenteaba el lugar.
Algunos car parks son gratuitos pero tienen un tope máximo de público. El de Renwick es en el estadio de rugby del pueblo. Tiene un enorme parking, y después de las 16.00 está habilitado para dormir en camioneta pero sólo se pueden usar diez de los 80 lugares, y generalmente éramos más de 30 camionetas. Un veterano pelado y con cara de malo era el encargado municipal de hacer cumplir ese límite. Dormimos ahí varias noches y fuimos testigos de la creciente sofisticación del control de los diez lugares. Al principio todos decíamos que habíamos llegado entre los diez primeros y echaba a algunos al azar. Una noche, ya acostumbrados al juego, llegó el pelado, nos golpeó la ventana y le dijimos “nosotros llegamos temprano, fuimos los segundos”, pero nos mostró una hoja con matrículas anotadas y nos respondió que había estado toda la tarde esperando a los primeros diez y los había anotado. Nos tuvimos que ir.
Teníamos muchas expectativas sobre la vida en camioneta, pero esa experiencia nos maravilló. Es impagable la posibilidad de dormir casi en cualquier parte, muchas veces sin pagar, con la independencia de viajar con todo lo necesario para vivir a cuestas. Estuvimos viviendo durante días o semanas en sitios a los que para acceder de otra manera tendríamos que haber sido turistas con mucho dinero. Allí donde hubiera un paradero gratis al borde de un lago o en la montaña, montábamos campamento y no nos movíamos. Con el correr de los días se iba generando una dinámica de barrio: se saludaba a los que ya estaban hacía un tiempo, se invitaba a los vecinos a cenar y tomar algo, se encontraba compañeros de viaje para próximos destinos. Mientras buscábamos trabajo o durante las semanas que nos tomamos para viajar, recorrimos dos veces en loop las dos islas. En total fueron casi 20.000 kilómetros.
Más work que holiday
Buscamos trabajo a través de páginas en internet, nos postulamos a todo lo que aparecía. Mientras, recorrimos granjas y chacras. Una pareja de amigos uruguayos que habían estado un año antes que nosotros nos mandó el contacto de una bodega en la que habían trabajado. Escribimos y nos respondieron que tenían lugares disponibles y que empezábamos en 15 días. La bodega era en Blenheim, al norte de la Isla Sur. Buscamos el mismo mecanismo que en Rarotonga: trabajar en alguna casa a cambio de alojamiento y comida. Le escribimos a una señora que necesitaba pintar algunos cuartos, cortar leña, arreglar el jardín. Vivía en una bahía con un lago de fondo entre las montañas y nos recibió al otro día. Pam se transformaría en una gran amiga. Después de convivir con ella una semana y compartir noches de vino, tabaco y charla, se fue por unos días y nos dejó la llave de la casa para que nos quedáramos hasta que empezáramos a trabajar. Ngakuta Bay, donde vive Pam, queda a media hora de Blenheim, donde trabajaríamos varios meses; cada día libre nos hacíamos una escapada hasta su casa, cumpliendo con el ritual de llevar una botella de vino y un chocolate para sumar a la charla al lado de la estufa.
Viajamos a Blenheim, donde empezábamos a trabajar en dos días. Nos instalamos en un parador de camioneros, a tres minutos de la bodega. La primera semana fue de entrenamiento pago. Éramos 40 trabajadores de India, Francia, Escocia, Italia, Turquía, Letonia, Alemania, República Checa, Estados Unidos, Canadá, Uruguay y Nueva Zelanda. Todos teníamos entre 20 y 30 años y casi todos estábamos con WHV. Éramos los únicos que hablaban español. Cada uno se tenía que presentar; yo me lo había memorizado y rezaba para que no hubiera preguntas después: My name is Santiago. I’m from Uruguay and my English is not good.
En la bodega nos pagaban el salario mínimo nacional, unos once dólares estadounidenses por hora. A casi todos los que estábamos con WHV nos pagaban lo mismo en todos los trabajos, que se concentraban en la fruticultura, la vitivinicultura, los tambos y el turismo (hoteles, restaurantes y servicios). En la agricultura se trabaja en la preparación de la cosecha, la recogida, la cosecha y el empaquetado, así como en tareas de mantenimiento, con contratos zafrales; en la vitivinicultura el trabajo es en bodegas que procesan vino; en los tambos la temporada fuerte es el invierno, cuando nacen los terneros, y además se realiza todo el proceso de arreo, ordeñe, limpieza, mantenimiento. Sólo en la industria agrícola en 2015 los neozelandeses emplearon a 140.000 trabajadores migrantes zafrales. En el sector turismo los trabajos más comunes son de mozo, en la cocina y limpiando habitaciones; los patrones necesitan gente dispuesta a trabajar durante muchas horas sin demasiados derechos adquiridos, ganando el mínimo legal y con contratos temporales y cortos, y ahí aparecemos los working holiders. Un negocio perfecto.
Durante las primeras dos semanas en la bodega nos entrenaron para manejar tanques de 15.000 a 300.000 litros, mangueras de transfusión de hasta diez metros de largo y sus interconexiones con otras mangueras, agregados, máquinas de filtrado, bombas que mueven el vino y el jugo de uva de un lado a otro, prensas que reciben miles de toneladas de uva por día. De todo ese proceso nos encargamos los 40 trabajadores que llegamos de distintas partes del mundo a cubrir los dos meses fuertes de trabajo, en los que producimos 18 millones de litros de vino.
Durante los 15 días de entrenamiento trabajamos nueve horas por día con los fines de semana libres. Esas dos semanas dormimos en el parador para camioneros que tenía baño y duchas con agua caliente. A medida que empezamos a acumular cansancio se nos hizo cuesta arriba la camioneta, la falta de heladera, los desayunos a las 6.00, muertos de frío. La última semana que estuvimos en el parador estacionó al lado nuestro un camión con decenas de vacas que nos mugían el sueño toda la noche. Decidimos entonces publicar un anuncio en un grupo de Facebook del pueblo: “Somos una pareja de uruguayos, estamos trabajando en una bodega en Redwood. Queremos alquilar un lugar donde poder estacionar la camioneta para dormir en ella, y poder usar wifi, baño y cocina”. Nos escribieron cuatro personas en menos de 12 horas; coordinamos para visitar las cuatro casas al otro día. La última fue la de Donna, una casa de familia de trabajadores: ella era administrativa en el hospital del pueblo y él trabajaba como reponedor en una tienda de artículos de ferretería, y estaban también Tammy, su hija, Lucas, el hijo de Tammy, y Bruno, el perro. Salimos y hablamos entre nosotros; “es acá”, nos dijimos. Cenamos con ellos, compramos queso y leche, que no consumíamos hacía meses, los guardamos en la heladera y dormimos en la camioneta.
Al otro día nos fuimos a trabajar y cuando volvimos en la casa nos esperaban con la merienda pronta y la noticia de que no podíamos dormir más en la camioneta con aquel frío; no querían hablar de plata y nos dijeron que el cuarto de los juguetes de Lucas estaba liberado, que nos instaláramos ahí. Les agradecimos e hicimos nuestra aquella habitación. Fueron nuestra familia temporal durante casi cinco meses.
Nos reunimos con la encargada de Recursos Humanos de la bodega en la que estábamos trabajando para pedirle que, dentro de lo posible, nos pusiera en la misma área, porque mi falta de inglés impedía que entendiera lo que tenía que hacer. Al otro día sería la asignación de puestos, la llegada de las uvas y el inicio del trabajo en serio. A Vale le tocó recibir la llegada de los camiones y las uvas; a mí me pusieron en el rotary drum vaccum filter (RDV), en donde se recibe el jugo de uva, se filtra, se sacan las últimas impurezas y se lo transfiere a otros tanques. Ese es el último filtrado antes de que sea vino. La RDV es un tanque enorme que aspira, filtra y deja las impurezas en la superficie. A eso después hay que limpiarlo con una pala, una tarea muy física. Las máquinas hacen mucho ruido: trabajábamos con protectores de sonido grado cinco y no escuchábamos nada, entre nosotros nos comunicábamos a puro gesto.
El trabajo en la bodega se dividía en dos turnos de 12 horas; el nuestro iba de 8.00 a 20.00, con media hora para comer y dos cortes de 15 minutos para fumar o tomar un café. El momento pico fueron 32 jornadas de 12 horas sin días libres.
En las RDV mis compañeros de turno eran de Letonia, Estados Unidos y Nueva Zelanda. Los primeros días los sufrí, pues no había nadie para traducirme; mi supervisor me daba las órdenes del trabajo del día y como no le entendía me hablaba despacito, pero no era cuestión de velocidad.
Con mis compañeros hicimos equipo y trabajamos bien. Como pude, me fui comunicando: palabras sueltas, gestos, risas. Ellos me tiraban piques, palabras, me corregían oraciones, las reordenaban, se reían, y con eso y la casa, en la que hablábamos todo el tiempo en inglés, al mes me fui manejando; a los dos meses, cuando conjugué bien en pasado, me sentí un políglota. Al ofrecernos para el trabajo nos habían preguntado por nuestro nivel de inglés. Respondimos que el de Vale era bueno y el mío estaba improving (mejorando); lo que ellos no sabían es que partía desde cero. Con esa respuesta ambigua zafamos.
Con Emils, mi compañero de área letón, hicimos buena dupla. Vale compartía área con Zane, la novia de Emils, y también hicieron equipo. Ellos estaban en un plan parecido: vivir en camioneta, trabajar lo que pudieran y luego viajar por Asia con la plata ganada. Cuando terminamos los dos meses en la bodega nos tomamos unos días juntos para viajar y compartir vida en camioneta, caminatas por la montaña, vinos. Decidimos seguir buscando trabajo juntos: el que consiguiera algo le tenía que plantear al nuevo patrón que éramos cuatro. Así fue que ellos consiguieron trabajo en Seddon, a media hora de Blenheim, para hacer la poda de las parras de uva en un viñedo.
Seguimos en casa de Donna durante dos meses más. Nuestro nuevo patrón era inglés y tenía viñedos en Nueva Zelanda hacía un par de años, luego de abandonar la industria frutícola en Chile. Su español era perfecto. En el viñedo arrancábamos con las primeras luces del día: de la casa salíamos de noche y en el camino amanecía. Hacía tanto frío que antes de salir teníamos que tirarle agua al parabrisas y prender la calefacción al máximo durante varios minutos para descongelar los vidrios. La ruta atravesaba una montaña y cada mañana era un espectáculo. Cuando empezábamos a cortar, a las 7.00, había cuatro o cinco grados bajo cero. Íbamos con muchas capas de abrigo, calzas, doble pantalón, tres pares de medias, y ojalá que no lloviera.
Cada uno recorría una línea de parras que podía tener entre 20 y 300 metros de largo. En la primera pasada cortábamos todas las ramas, luego pasábamos por la misma línea cinchando el manojo y “desnudando” la planta, y por último volvíamos y atábamos al alambre las cuatro ramas que quedarían para la cosecha del siguiente año.
Si llovía se trabajaba igual. El horario era de 7.00 a 17.00 y librábamos los fines de semana. Había dos formas de pago: por hora, como en todas partes, o por producción. El ritmo era intenso y cada día, al terminar, anotábamos en una hoja qué líneas había terminado cada uno; con esa información el inglés calculaba nuestro cociente productivo. Nunca llegamos al mínimo para cobrar por producción, así que nos pagaban por hora. Yo era el de ritmo más lento, por lo que se me asignó otra tarea: cambiar los postes flojos y alambrar los nuevos.
Nos empezaron a doler las manos y no entendíamos bien qué pasaba. Un día Vale me pidió ayuda para sacar el café con leche del microondas y no pudo agarrar la taza: estábamos desarrollando un principio de síndrome del túnel carpiano, una patología muy típica del trabajo repetitivo con las manos. Tuvimos que empezar a dormir con cucharas de madera que mantuvieran rígido el brazo desde el codo a la primera falange de los dedos; eso aflojaba el dolor de la mañana.
En los viñedos cuando la cosecha termina se empieza a cortar las plantas para dejarlas prontas para la siguiente temporada. El corte de las plantas jóvenes o las cepas sensibles lo hacen los working holiders: delicados, en su mayoría citadinos y sin la fuerza física capaz de arruinar las plantas nuevas. El grueso de la viña, la inmensa mayoría de las plantas, es cortado y preparado por “los isleños”, trabajadores temporales de las islas del Pacífico (Vanuatu, Samoa, Tonga, Fiyi, Rarotonga) que están cuatro o cinco meses en la viña en la precosecha y la cosecha.
Después de la viña nos despedimos de la familia con la que convivimos y decidimos tomarnos un par de semanas antes de recomenzar el trabajo. Volvimos a montar la camioneta, a la leche en polvo, al abandono de la cerveza en pos del vino, que no necesita refrigeración, a robar wifi en las bibliotecas y McDonald’s. Viajamos bastante, visitamos lagos y bosques, caminamos varios días por la montaña, hicimos mucha ruta, y otra vez a buscar trabajo. Nuestro inglés había mejorado considerablemente, yo ya podía tener una conversación decente sobre casi cualquier cosa. Pero la españolización automática nos jugó una mala pasada. Aparecieron un montón de anuncios que no habíamos visto antes: calving season. Pensamos que calving tenía que ver con quedarse calvo, así que debía de ser esquilar ovejas. Nos respondieron de uno de los anuncios. Estábamos lejos, como a 1.000 kilómetros, y gran parte de la ruta era montañosa. Avisamos que llegaríamos en cuatro días y aceptaron. Para saber qué nos esperaba googleamos calving season y aparecieron videos de vacas pariendo: en realidad significa “temporada de parto”.
El tambo es donde se puede ahorrar más dinero; la hora se paga lo mismo que en todas partes, pero se trabaja varias horas, la casa está incluida y no hay nada en muchos kilómetros a la redonda donde gastar: ni bares, ni vicios, ni gustos. Fuimos a Te Awamutu, Isla Norte. El pueblo estaba a media hora de camioneta por caminos rurales. Llegamos de noche y nos recibieron Camila y Roberto, una chilena y un italiano que serían nuestros compañeros de trabajo. La casa era grande, estaba hecha pedazos, entraba frío por todas partes. Nos habían dicho que tenía agua, calefacción, electricidad y wifi, pero al llegar nos contaron que la calefacción era pelear por la leña que traían una vez cada tanto, y que no sólo no había wifi sino que la señal de teléfono no llegaba y había que manejar cinco minutos hasta una loma para tener cobertura.
El tambo era grande: 900 hectáreas y 1.200 vacas. Los trabajadores éramos los cuatro que compartíamos casa y Hayley, una piba de 19 años de familia de trabajadores rurales. La primera mañana fuimos a la sala de ordeñe; la bomba de agua estaba rota desde hacía unos días, así que todo, en todas partes, estaba lleno de mierda. Empezamos nuestro primer ordeñe, aunque todavía no entendíamos nada. La única vez que habíamos visto una vaca tan de cerca había sido en la Rural del Prado. Dingo, el encargado, arreaba el ganado desde los corrales, nosotros lo recibíamos y nos metíamos entre la majada. El piso era una masa semilíquida de mierda y pichí acumulados durante días; sólo la lluvia limpiaba un poco. Una vez que las vacas llegaban al recinto de ordeñe, nosotros las íbamos haciendo entrar a los pasillos: uno manejaba el portón eléctrico que las acorralaba y las iba trayendo, y otro se metía entre ellas a los gritos para que entraran. El ordeñe llevaba horas, eran muchas vacas.
Al otro día empezamos la rutina que sería la habitual. A las 6.30 nos pasó a buscar Hayley en el cuatriciclo y viajamos en el tráiler que trasladaba a los terneros. Fuimos donde estaban las vacas, bajamos del tráiler y empezamos a correr por el campo para atrapar los terneros que habían nacido el día anterior. Ellos corrían, se escapaban; eran torpes pero rápidos. Entre la bruma, el paisaje y nosotros cinco hacíamos la trama de una mala película de humor. Corríamos por todas partes, sin dirección, intentando agarrar por la cola a los terneros, y una vez que lo conseguíamos nos los colgábamos al hombro —pesaban entre 35 y 50 kilos— y los llevábamos corriendo para tirarlos dentro del tráiler. Llegamos a recoger 50 terneros en una sola mañana. Al terminar, subíamos como podíamos entre los animales y, compartiendo transporte entre cazadores y cazados, los dejábamos en un galpón.
Luego íbamos a la sala de ordeñe, a la que empezaban a llegar las vacas. Caminábamos por un foso como el de los talleres mecánicos. Las vacas se colocaban en dos pasillos paralelos y enfrentados, y el foso quedaba en el medio. En cada pasillo había 50 vacas, o sea que se ordeñaban 100 por tanda. Así hasta 1.200. Nuestra cabeza quedaba a la altura del culo de la vaca y les colocábamos la máquina de ordeñe con cuatro pezoneras, una por pezón. La mayoría de las vacas ni se movían, pero había muchas que sí. Con los días las fuimos identificando: “la marrón”, “la carmelita”, “la loca”, “la morocha”; cuando venía una de esas uno de nosotros se trepaba en el foso, esquivaba las patadas y levantaba la cola de la vaca, lo que la inmovilizaba. Terminado el ordeñe seguía la limpieza, todo quedaba hecho un desastre. Después de la limpieza, como a las 13.00, nos llevaban a la casa para comer; luego de almorzar íbamos para el galpón de los terneros a enseñarles a tomar leche y alimentarlos, y a separarlos entre hembras y machos. Terminábamos la jornada a las 17.00 o 18.00.
El clima de trabajo era pura tensión. Dingo no paraba de gritarnos y nosotros de pararle el carro. Casi llegamos a la violencia física varias veces. Charlamos entre los cinco trabajadores y decidimos hacer la denuncia por falta de seguridad laboral. A los días vino un inspector, que luego de revisar todo el tambo lo multó y prohibió que nos trasladáramos en el tráiler de los terneros. Unos días antes, Camila, la chilena, tuvo un accidente sentada en el cuatriciclo y el tráiler casi le parte un brazo. A los días nos fuimos los cinco juntos.
Luego estuvimos en otro tambo, que quedaba a 45 minutos de Invercargill, la ciudad más austral de Nueva Zelanda. Era más chico, 450 vacas. Trabajábamos más horas: empezábamos a las 4.15 y terminábamos cerca de las 18.00, con pausas para desayunar y almorzar. El lugar era más organizado y el patrón nos entrenó en todo el proceso: arreo en moto y cuatriciclo, sistema de tuberías y filtros para el tanque de leche, recolección del camión, mantenimiento, chequeo de la ubre para saber si había mastitis, limpieza, bombas. Hacíamos todo solos, más tranquilos; al dueño lo veíamos sólo una vez al día, cuando nos venía a dar las órdenes para las tareas de mantenimiento, después del desayuno.
Fue nuestro último trabajo antes de dejar Nueva Zelanda. Después de dos meses, partimos del tambo de Invercargill. El cierre simbólico de nuestros meses laborales fue tirar la ropa de segunda mano con la que habíamos trabajado, que tenía impregnados olores imposibles de sacar.
La montaña
Después de terminar de trabajar en la bodega, nuestros amigos letones nos invitaron a hacer una caminata por la montaña en Nelson Lakes, Isla Sur. Fueron dos jornadas de 12 y 11 horas. A las tres horas de andar ya estábamos alto en picos nevados: nuestra primera vez en la nieve. Caminamos durante el resto del trayecto a buen ritmo. La complejidad iba cambiando: caminata plana, cornisa, rocas y un río que nos ensopaba las botas para el resto del día. A la tardecita llegamos al refugio, donde había otras 20 personas. Estaba en un valle, al lado de un lago. Tenía un lugar común con dos canillas, mesas, bancos, literas y estufa a leña, y afuera había una terraza de madera. Alrededor de la estufa, 20 pares de botas ensopadas se secaban pegadas al fuego. A la mañana no había agua: las tuberías se congelaban durante la noche, y el lago se transformaba en una capa de hielo sobre la que se podía caminar.
Desde 1950 se han trazado miles de kilómetros de rutas para caminata a lo largo de las dos islas. El montañismo es parte central de la cultura neozelandesa: en todos los pueblos hay clubes, los amigos se organizan y salen de travesía, las familias hacen trekking desde que los niños aprenden a caminar. Los maoríes consideran sagradas muchas de las montañas del país y los pobladores europeos trajeron consigo prácticas de alpinismo y montañismo. En 1987 se formó el Departamento de Conservación, el organismo encargado de preservar las áreas protegidas y mantener las rutas de trekking: ocho millones de hectáreas de zonas alpinas, humedales, bosques, volcanes, glaciares, playas, lagos, estuarios, islas, parques marítimos, géiseres, ríos; el 30% del área total del país.
Los caminos varían en distancia, duración y complejidad. Hay rutas de dos o tres horas y de una semana, de un kilómetro o de 150, de caminos planos a senderos que implican escalar, cruzar ríos y pernoctar a la intemperie. Todas las rutas están marcadas con palos con punta naranja, que se pueden visibilizar desde lejos, para evitar que la gente se pierda. Antes de iniciar una caminata hay que pasar por el Visitor Center a registrarse y chequear las condiciones climatológicas. Las autoridades insisten en las medidas mínimas de seguridad, como permanecer en las rutas trazadas. Miles de personas sufren cada año algún tipo de accidente, y decenas mueren por caídas o porque se pierden. Para las caminatas que implican un día o más hay 950 refugios dispersos a lo largo de las dos islas, que suelen ser de madera, para aislar el frío, y tienen una zona común, literas (en los más chicos pueden dormir dos personas y en los más grandes, 50), velas y baño. Los que están en las zonas más frías cuentan también con estufa a leña, y un helicóptero del Departamento de Conservación deja toneladas de leña cada dos meses.
El cruce alpino del Tongariro se encuentra en la reserva más vieja de Nueva Zelanda. Está considerado como uno de los mejores para hacer trekking, como comprueban sus 10.000 visitantes anuales. Fue quizás la caminata más impresionante que hicimos. Son 19,4 kilómetros que nos tomaron nueve horas de andar a buen ritmo. Durante el camino se atraviesa volcanes, lagos casi fluorescentes, pozos de lava humeante y unos paisajes increíbles, lunares. Al principio se camina con poca inclinación, que con los kilómetros se va incrementando hasta que, por la mitad de la ruta, se toma una cornisa de la montaña en la que cabe sólo un pie a lo ancho; hay que agarrarse a una soga de acero amurada a la superficie. Para el cruce es obligatorio llevar crampones, unos pinchos largos de acero que se colocan en la suela de las botas y se atan con unas gomas al empeine para tener mayor agarre al piso. El Tongariro fue una de las locaciones que Peter Jackson eligió para rodar El señor de los anillos.
Algunas caminatas fueron de un día, otras de dos y otras de tres. De a poco nos empezamos a equipar y a organizar mejor: viajamos con una microhornalla con una botella de gas butano para cocinar, botas de trekking, velas, linternas, un juego de ollas, platos encastrables, sobres de dormir abrigados, comida en polvo.
Después de nuestra primera caminata, siempre que tuvimos alguna semana libre entre trabajo y trabajo, y las últimas después de dejar el tambo, las dedicamos a caminar. Los mejores paisajes los encontramos así. Al llegar a los puntos altos todo se torna impresionante, inmenso. La percepción de los lugares, además, va cambiando muy lentamente en el traanscurso del recorrido: a veces se ve durante horas la misma montaña desde casi el mismo ángulo, y lo único que se modifica es la luz del sol. Todo sucede lento, en un tiempo perfecto para concentrarse en los alrededores, los detalles, los tonos. El silencio, la soledad, la inmensidad y la calma generan sensaciones y estados nuevos.