Gerald Murnane (Coburg, Australia, 1939) supo decir que el conjunto de su obra “es precisamente el tipo de libro que, cuando tenía 20 años, soñaba con encontrar en una traducción del portugués o en la obra de un novelista uruguayo menor o algo así”. Construir textos a partir de suposiciones literarias y geográficas (Murnane nunca salió de Australia) es una de las marcas de su prosa. De las 14 obras publicadas por Murnane, la editorial española Minúscula tradujo Una vida en las carreras y Las llanuras. El cuento que publicamos aquí por primera vez en español, de 1980, fue reunido en Collected Short Fiction (Giramondo, 2018).

Después de una explicación detallada de mi propósito, les compré dos grandes extensiones de tierra —unos 600.000 acres, más o menos— y les entregué mantas, cuchillos, espejos, hachas de guerra, cuentas, tijeras, harina, etc. como pago por la tierra, y también acordé pagarles un tributo, o renta, anual. John Batman, 1835.

Ciertamente, no hubo de qué quejarse en el momento. Los hombres de ultramar nos explicaron con cordialidad todos los detalles del contrato antes de que lo firmáramos. Por supuesto que hubo asuntos menores que deberíamos haber consultado. Pero incluso nuestros negociadores más versados se distrajeron al ver el pago que nos ofrecieron.

Sin duda, los extraños suponían que sus bienes nos eran muy poco familiares. Observaron con paciencia cuando metimos las manos en las bolsas de harina, nos envolvimos en las mantas y probamos el filo de los cuchillos contra las ramas más cercanas. Y cuando se fueron, seguíamos jugando con las nuevas posesiones. Pero lo que más nos maravillaba no era la novedad. Habíamos reconocido una correspondencia casi milagrosa entre el acero y el vidrio y la lana y la harina de los extraños y aquellos metales y espejos y telas y alimentos sobre los que a menudo postulábamos, especulábamos, o con los que soñábamos.

¿Sorprende que un pueblo que podría usar contra la madera tenaz y la hierba dócil y la carne sangrante nada más útil que la piedra, sorprende que ese pueblo se haya acostumbrado tanto a la idea del metal? Cada uno de nosotros, en sus sueños, había derribado árboles altos con cuchillas que se incrustaban hondo en la pulpa pálida que hay bajo la corteza. Cualquiera de nosotros podría haber recreado el barrido del metal afilado a través de un manojo de hierba sembrada o descrito la separación precisa entre grasa y músculo debajo de un cuchillo cortante. Conocíamos la fuerza y el brillo del acero y la autenticidad de su filo por haberle dado a menudo una existencia posible.

Pasaba lo mismo con el vidrio y la lana y la harina. ¿Por qué no habríamos inferido la perfección de los espejos —nosotros, que tan seguido buscábamos en los charcos ondulados nuestras imágenes fluctuantes—? No había ninguna cualidad de la lana sobre la que no hubiéramos conjeturado cuando nos acurrucábamos bajo la piel áspera de la comadreja en las noches lluviosas de invierno. Y, cada día, los golpes enérgicos de las mujeres en sus molinos polvorientos nos recordaban el gusto de la harina de trigo que nunca habíamos probado.

Pero siempre habíamos distinguido con claridad entre lo posible y lo real. Casi todo era posible. Cualquier dios podría vivir detrás de la nube tormentosa o la catarata, cualquier raza de hadas podría habitar la tierra bajo la orilla del océano; cualquier nuevo día podría traernos el milagro de un hacha de acero o una manta de lana. El alcance casi infinito de lo posible estaba limitado sólo por el acontecer de lo real. Y era obvio que lo que existía en un sentido nunca podría existir en el otro. Casi todo era posible menos, por supuesto, lo real.

Cabría preguntarse si nuestras historias individuales o colectivas no nos proporcionaban algún ejemplo de posibilidad hecha realidad. ¿Qué hombre no ha soñado con poseer cierta arma o mujer y, un día o un año después, se ha apoderado de su deseo? Esto se puede responder simplemente con la certeza de que a ninguno de entre nosotros nunca se le escuchó decir que cualquier cosa en su poder se parecía, incluso de manera remota, a una posible cosa que alguna vez había deseado poseer.

Esa misma noche, con las mantas tibias sobre nuestras espaldas y las cuchillas todavía brillando a nuestro lado, nos vimos obligados a enfrentar una propuesta intragable. Los bienes que habían aparecido entre nosotros de pronto pertenecieron tan sólo a un mundo posible. Estábamos, por lo tanto, soñando. El sueño pudo haber sido el más vívido y perdurable que cualquiera de nosotros había tenido. Pero por más que durara, seguía siendo un sueño.

Admiramos la sutileza del sueño. El soñador (o soñadores; ya habíamos admitido la posibilidad de nuestra responsabilidad colectiva) había inventado una raza de hombres entre los cuales los objetos posibles pasaban por reales. Y estos hombres habían sido instados a ofrecernos la propiedad de sus trofeos a cambio de algo que en sí no era verdadero.

Encontramos evidencia adicional de esta explicación de las cosas. La palidez de los hombres con los que nos habíamos encontrado ese día, la falta de propósito en gran parte de sus comportamientos, la vaguedad de sus explicaciones: bien podrían haber sido las fallas de hombres soñados con apuro. Y, quizás de manera paradójica, las propiedades casi perfectas de los productos que se nos ofrecieron parecían el trabajo de un soñador, alguien que prodigaba en los objetos centrales de su sueño todas aquellas cualidades deseables que nunca se encuentran en los objetos reales.

Fue este argumento el que nos llevó a modificar parte de nuestra explicación de los acontecimientos de ese día. Todavía estábamos de acuerdo en que lo que había sucedido era parte de algún sueño. Y, sin embargo, era propio de la mayoría de los sueños que la sustancia parecía, en el momento, real para el soñador. ¿Cómo, si estábamos soñando con los extraños y sus bienes, podíamos oponernos a considerarlos hombres y objetos reales?

Decidimos que ninguno de nosotros era el soñador. ¿Quién lo era, entonces? ¿Uno de nuestros dioses, tal vez? Pero ningún dios podría haber tenido una familiaridad tan grande con lo real como para lograr una ilusión que nos había casi que engañado.

Había una sola explicación razonable. Los pálidos extraños, los hombres que habíamos visto ese día por primera vez, soñaban con nosotros y con nuestra confusión. O, en vez de eso, los verdaderos extraños soñaban con un encuentro entre nosotros y sus seres soñados.

De una vez, varios misterios parecieron resueltos. Los extraños no nos habían observado como los hombres se observan unos a los otros. Hubo momentos en los que deben de haber mirado a través de nuestras siluetas borrosas hacia lugares que reconocían con más facilidad. Nos hablaron en voz extrañamente alta y demandaron nuestra atención con gestos exagerados, como si estuviéramos separados de ellos por una distancia considerable, o como si temieran que pudiéramos desvanecernos por completo de su vista antes de servir al propósito para el que nos habían permitido entrar a su sueño.

¿Cuándo había empezado este sueño? Tan sólo esperábamos que hubiera sido el mismo día del primer encuentro con los extraños. Pero no podíamos negar que todas nuestras vidas y la suma de nuestra historia podrían haber sido soñadas por estas personas de las que no sabíamos casi nada. Esto no nos desalentó en absoluto. Como personajes de un sueño, tal vez habíamos tenido mucho menos libertad de la que siempre habíamos creído. Por lo menos, los autores del sueño que nos rodeaba al parecer nos habían concedido la libertad de reconocer, después de todos estos años, la simple verdad detrás de lo que habíamos tomado como un mundo complejo.

¿Por qué ocurrieron así las cosas? Sólo podíamos asumir que estos otros hombres soñaban con el mismo propósito que nosotros (soñadores dentro de un sueño) muchas veces nos entregábamos a soñar. Por un instante, querían confundir lo posible con lo real. En ese momento, mientras deliberábamos bajo estrellas familiares (ya sutilmente diferentes ahora que conocíamos su verdadero origen), los hombres soñadores estaban en una tierra muy lejana, disponiendo nuestras propias deliberaciones para que sus seres soñados pudieran disfrutar por poco tiempo la ilusión de que habían adquirido algo real.

¿Y cuál era este objeto irreal de sus sueños? El documento que habíamos firmado lo explicaba todo. Si aquella tarde no nos hubiéramos distraído por el cristal y el acero, ya desde entonces habríamos reconocido lo absurdo de los acontecimientos del día. Los extraños querían poseer la tierra.

Claro que era una verdadera locura suponer que la tierra, indivisible por definición, podría ser medida o fraccionada por un mero acuerdo entre hombres. En todo caso, estábamos casi seguros de que los extranjeros no lograban ver nuestra tierra. Por la torpeza y malestar cuando pisaban el suelo, juzgamos que no reconocían el apoyo que daba ni el respeto que exigía. Cuando la atravesaban incluso en distancias cortas, se alejaban de lugares que invitaban a pasar y pisaban lugares en los que era claro que no debían entrometerse: supimos que se perderían antes de encontrar la verdadera tierra.

Aun así, habían visto tierra de algún tipo. Esa tierra era, según sus propias palabras, un lugar para granjas e incluso, tal vez, un pueblo. Habría sido más acorde al alcance del sueño que los rodeaba que hablaran de fundar una ciudad extraordinaria donde estaban parados. Pero todos sus planes eran iguales a nuestros ojos. Todas las aldeas o ciudades estaban en el reino de la posibilidad y nunca podrían tener una existencia verdadera. La tierra seguiría siendo la tierra, trazada para nosotros, aunque, también, proveería el escenario para los sueños de un pueblo que nunca vería ni nuestra tierra ni ninguna tierra soñada.

¿Qué podíamos hacer, sabiendo lo que entonces sabíamos? Parecíamos tan indefensos como aquellos personajes de nuestros sueños íntimos que intentaban correr con las piernas extrañamente flojas. Pero si no tuviéramos más opción que completar los acontecimientos del sueño, llegaríamos a admirar su maravillosa originalidad. Y podríamos preguntarnos una y otra vez qué tipo de personas serían en su lejano país, personas que sueñan con una tierra posible que nunca podrían habitar; más aún: que sueñan con un pueblo como nosotros con nuestra única debilidad, y que luego sueñan con adquirir de nosotros la tierra que nunca podría existir.

Por supuesto, decidimos atenernos a la transacción que había sido ideada con tanto esmero. Y aunque sabíamos que nunca podríamos de veras despertarnos de un sueño que no nos pertenecía, igual confiábamos en que un día podríamos parecer, al menos frente a nosotros mismos, despiertos.

Algunos de nosotros, al recordar cómo después de tener sueños de pérdidas habíamos despertado con lágrimas verdaderas en los ojos, esperábamos despertarnos de alguna forma para convencernos de la autenticidad del acero en nuestras manos y de la lana alrededor de nuestros hombros. Otros insistían en que mientras manipuláramos esos objetos no seríamos más que personajes en el vasto sueño que se había cernido sobre nosotros —el sueño que no se terminaría hasta que una raza de hombres en una tierra desconocida para nosotros supiera cuánto de su historia era un sueño que algún día tiene que terminar—.

“Land Deal” fue publicado originalmente en Velvet Waters (1980); esta traducción fue realizada a partir de la versión de Gerald Murnane: Collected Short Fiction (Sídney: Giramondo, 2018).

Traducción: Rosario Lázaro Igoa