1. Donde rebotan los sueños
El domingo 26 de junio de 2016 estuve en Playas de Tijuana, donde el muro metálico que separa a México de Estados Unidos se hunde en el mar. En esa región de olas altas sería aconsejable tener salvavidas, pero la función de la vigilancia es otra. A través de una reja se ve lo que ocurre más allá de la frontera: una camioneta de la border patrol custodia el horizonte, dispuesta a arrestar a quien cruce nadando. Del lado mexicano, la barda ha sido pintada en muchos colores. Un grafiti dice: “Aquí es donde rebotan los sueños”.
Los domingos las familias tienden manteles sobre la arena para compartir bebidas y comida mientras aguardan a los parientes a que se acerquen a verlos desde el “otro lado”.
Las citas con los seres queridos se celebran con una reja de por medio. El afecto se transmite a través de huecos: un anciano que parece llevar mucho tiempo en California enrolla dólares para pasárselos a familiares que lo recompensan con música norteña (un intérprete de sombrero toca el bajo sexto y otro el acordeón); una novia en traje de fiesta se protege del sol con una sombrilla y habla en voz baja con el novio que ha llegado a visitarla; un hombre disfruta la cerveza que le ofrecen desde el lado mexicano (no puede tomar del vaso, pero sí de la pajilla que cabe entre las rejas).
La música alude a la adolorida saga de los migrantes, a la tristeza de irse y a la dificultad de volver. A contrapelo de esas canciones, los adultos comparten anécdotas que desembocan en carcajadas y los niños patean una pelota, usando el muro de portería, o juegan con perros callejeros expertos en recuperar piedras y ramas lanzadas al mar.
La reja es sostenida por pilares que integran murales de dos caras. Del lado derecho ofrecen una figura, del izquierdo otra. Al caminar rumbo a la playa, en una sección de la reja, los cantos despliegan una mariposa; al caminar en sentido contrario, despliegan la bandera de Estados Unidos.
Un letrero advierte que hay filos cortantes bajo el agua. Más allá, en territorio extranjero, se alza una torre en la que se distingue la inescrutable tecnología de las cámaras, los sensores y los radares. Una costa vigilada donde sólo los peces circulan sin visa.
Las planchas de metal oxidado que forman el muro provienen de desechos de guerra. Fueron usadas durante la Tormenta del Desierto y se reciclaron como una instalación para separar a México de Estados Unidos, o para tratar de separarlo. La reunión de domingo demuestra que son muchos los que ya han cruzado. El muro no se alza como un obstáculo insalvable sino como un agravio, un símbolo punitivo de los peligros y los castigos que se ciernen sobre quienes buscan la tierra prometida sin documentos en regla.
A unos cuantos kilómetros hay trabajos disponibles, pero los protocolos de migración son extraños: hay que superar un safari para llegar a ellos.
Todo es absurdo en ese sitio, comenzando por la paradoja de usar el día libre para encontrarse entre rejas. Sin embargo, el ambiente no es opresivo. A contrapelo del mensaje carcelario del muro, se cumple un domingo feliz en Tijuana. Las lágrimas de emoción, las caricias a través de las rejas y la sincronía de las risas tienen una condición rebelde. No deberían suceder, pero suceden. Lo más sorprendente no es el clima de amenaza, sino que incluso en esas condiciones la dicha sea posible.
En el suelo hay un mapa de México. Está muy cerca de donde se junta la gente, pero nadie lo pisa.
2. El candidato viral
Barack Obama deportó a más de tres millones de mexicanos en sus ocho años en el poder. Fue la cara sonriente de una política injusta que habría continuado con Hillary Clinton y que preparó el terreno al delirante encono de Donald Trump.
Los encuentros en Playas de Tijuana representan una tregua entre rejas, la “normalización” de un quebranto fronterizo que desde hace décadas pone en riesgo las vidas de mexicanos para cumplir con trabajos que están disponibles. La migración se convirtió en una cacería en la que los sobrevivientes obtenían el privilegio de ser explotados, hasta que Trump apareció en escena.
El dinero patrocina delirios y uno de los más peculiares es el ego del empresario nacido en 1946, en Queens, Nueva York. Su avidez sintoniza con la de los medios de comunicación; es el tuitero más compulsivo del planeta y el perfecto anfitrión de programas sobre la supervivencia del más apto en la jungla de la economía. En 1987, Michael Douglas encarnó al despiadado Gordon Gekko en la película Wall Street, dirigida por Oliver Stone. El lema de ese especulador era: “Greed is good” (“La avaricia es buena”). El capitalismo ha pasado de la ética protestante estudiada por Max Weber a la más descarada ostentación de la riqueza, la plutografía de la que Trump es emblema (por si alguien duda de sus valores, el baño de su avión privado tiene accesorios de oro macizo).
Faraón de la edad mediática, Trump logra que las inauguraciones de sus pirámides en condominio tengan máxima cobertura. Cuando apareció en Los Simpson, ofreció un espectáculo redundante: en la vida real ya era una caricatura.
El visionario y paranoico Philip K Dick temía y admiraba la originalidad de Gaddafi, capaz de ir a la guerra vestido como bailarín de discoteca. Trump pertenece a ese rango de fantoches de la política que debe ser tomado muy en serio. La principal lección de un delirante es que puede cumplir sus objetivos.
La gran paradoja del nacionalismo es que nunca quiere este país, sino otro país. “La grandeza americana ha terminado”, anunció el magnate, que en 2016 se convirtió en el principal propagador de la mentira en las redes sociales. En su extraña versión del cosmos, Estados Unidos declinaba por culpa de los musulmanes y los mexicanos. Más extraño aun fue que sus consignas cautivaran a millones de estadounidenses. Los medios de comunicación han dejado de tener peso para fraguar la opinión pública, que hoy depende de Facebook y otras plataformas en las que la verdad es una sospecha o una conjetura.
Donald Trump apareció como el virus perfecto de la era digital.
3. El enemigo interior
“Nuestros vecinos, es decir, nuestros enemigos”, escribió Primo Levi. Las colindancias dividen en un sentido físico, pero también moral. El jardín de al lado siempre es más verde, pero los prejuicios permiten que nos sintamos mejores a quienes viven ahí. Si no somos magníficos, por lo menos no somos como ellos.
En un episodio de Los Soprano el protagonista enfrenta la suspicacia de sus vecinos, que temen —y en cierta forma también disfrutan con secreto morbo— vivir junto a un gánster. Para satisfacer las sospechas de la casa de junto, Tony Soprano llena una caja de arena, la envuelve y en tono cómplice le pide a sus vecinos que se la guarden. Ellos se sienten incapaces de negarse; aceptan la caja pensando que contiene algo comprometedor sin saber que se trata de arena. En un solo gesto, Tony se congracia con ellos y envenena su vida.
No es fácil convivir con el otro, en gran medida porque resulta muy provechoso considerarlo inferior. En una ocasión, Umberto Eco tomó un taxi en Nueva York, conducido por un pakistaní. Al enterarse de que era italiano, el taxista le preguntó: “¿Quiénes son sus enemigos?”. Eco respondió que, de momento, su país no estaba en guerra con nadie o, en todo caso, estaba en una soterrada contienda contra sí mismo. La respuesta decepcionó al conductor: un país sin adversarios carecía de identidad, ¿podían los italianos ser tan amorfos? Al bajar del auto, Eco compensó con una propina la pobre beligerancia de su país. Minutos después pensó que en realidad Italia enfrentaba una legión de adversidades, la mayoría de ellas internas, pero carecía de claridad para identificarlas. La inquietud del taxista era más profunda de lo que parecía: el otro puede servir para canalizar el odio y la desconfianza, pero también para saber, por riguroso contraste, quiénes somos. El resultado de estas reflexiones fue el ensayo Construir al enemigo. Ahí afirma: “Tener un enemigo es importante no sólo para definir nuestra identidad sino para enfrentar un obstáculo contra el cual podemos medir nuestro sistema de valores”.
A diferencia de Italia, Estados Unidos no ha vacilado en identificar sucesivos adversarios: el nazi, el comunista, el terrorista islámico, el narcotraficante. En tiempos de la peres- troika, Eduard Shevardnadze fue ahí como ministro de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética y declaró: “Les voy a hacer lo peor que podía pasarles: quitarles un enemigo”.
Pero los rivales se renuevan tanto como la paranoia y el más reciente es el mexicano. De acuerdo con Donald Trump, el país que en los dibujos animados inspiró las veloces correrías de Speedy González debe quedarse en su ratonera. El 11 de enero afirmó que construirá un muro de 16 metros de altura para impedir el flujo ilegal de migrantes y añadió que la delirante edificación será pagada por los mexicanos.
El presidente Enrique Peña Nieto respondió de inmediato, aclarando que México no pagará nada. Obviamente, Trump no se refiere al pago directo de los ladrillos, sino a medidas proteccionistas en la industria, impuestos a las remesas y la deportación de mexicanos (300.000 de ellos en cárceles) que le quitarán recursos a México. No hay nada que Peña Nieto pueda hacer al respecto.
Lo verdaderamente grave es lo que el presidente de México ya hizo para apoyar a Trump: lo invitó al país durante su campaña, por iniciativa del entonces secretario de Hacienda, Luis Videgaray, que tiene amistad con Jared Kushner, yerno de Trump. El magnate disfrutó así de una oportunidad única para mostrar estatura imperial y humillar a otro país en su propio territorio. No es exagerado decir que, en una contienda tan competida como la que se celebraba en Estados Unidos, la visita a México contribuyó al triunfo de Trump. La indignada reacción nacional provocó que poco después Videgaray perdiera el puesto.
Sin embargo, en cuanto el magnate ganó las elecciones, el político defenestrado por un error regresó como titular de Relaciones Exteriores. Para perfeccionar esta subordinación, Peña Nieto facilitó la extradición del capo más temido del planeta, Joaquín El Chapo Guzmán, un día antes de la toma de posesión de Trump. Estos gestos de buena voluntad no suavizaron en nada al enemigo jurado de los mexicanos, entre otras cosas porque su política no se basa en consideraciones reales, sino en la construcción imaginaria de un enemigo que le resulta esencial para simular que protege a su pueblo de una terrible amenaza.
Como Tony Soprano, Donald Trump sabe que puede controlar a su vecino con un paquete inquietante. Para nuestra desgracia, el encargado de custodiar esa caja es Luis Videgaray.
4. El presente de una profecía La prensa fracasó en su cobertura de Trump, minimizando sus posibilidades de ganar. Fue visto como un bufón y luego como un delirante, pero rara vez como una plausible realidad. Hasta el mismo día de la elección, The New York Times sostuvo que Hillary Clinton tenía 85% de probabilidades de ganar. En su larga cobertura de la contienda, CNN sostuvo durante varias horas que los resultados cambiarían cuando se registraran los votos de la población urbana con estudios universitarios. Esta confianza en el voto “ilustrado” resultó infundada. Incapaz de entender una encrucijada que sólo analizaron a la distancia, los medios previeron el triunfo de Hillary como una profecía que debía cumplirse a sí misma.
Curiosamente, muchos años antes de esto, otra profecía alertaba sobre la temible ascensión de alguien muy parecido a Donald Trump: It Can’t Happen Here (No puede pasar aquí), novela de Sinclair Lewis. La literatura suele diagnosticar males todavía futuros.
La obra en cuestión ha sido relegada a los desvanes del olvido. Las enciclopedias recuerdan que en 1930 Lewis fue el primer estadounidense en recibir el Premio Nobel. Dueño de un sentido del humor que le permitía criticar el entorno para sobrellevarlo sin amargura, diseccionó la vida de una pequeña ciudad en Calle mayor, las ambiciones del capitalismo en Babbit y la heroica y no siempre fructífera lucha de la medicina en Arrowsmith.
Como otros artistas, encontró su principal desafío en el espejo. Su pelo rojo, su rostro cubierto de acné, sus ojos saltones y su cuerpo enjuto le produjeron insatisfacciones que el destino supo reforzar. Perdió a su madre a los seis años y a su primogénito (a quien llamó Wells por el autor de La guerra de los mundos) en la Segunda Guerra Mundial. Tímido y seguro de su inteligencia, parecía arrogante y trabó pocas amistades en su natal Sauk Centre, Minnesota. A los 13 años intentó una forma extrema de socialización enrolándose como tambor en el ejército. A esa huida siguieron otras. La más esperanzadora lo llevó a la Universidad de Yale, de la que salió sin graduarse. Pasó de un empleo a otro mientras trataba de publicar cuentos. Escribió folletines con seudónimo y le vendió una trama a Jack London. Entre tanto, contrajo un hábito que Alan Pauls ha definido como el servicio militar obligatorio del escritor estadounidense, el alcoholismo, que terminaría por matarlo a los 65 años.
Entre tanta turbulencia no parece haber espacio para la creación y menos aun para glorificarla. Pero una de las paradojas del arte es que las desdichas son el reverso de la obra. El chico que se horrorizó al verse cubierto de acné y empeoró su situación con un absurdo tratamiento de rayos X escribió con irónica piedad de los desastres del naciente siglo XX.
En 1925 rechazó el Premio Pulitzer señalando que toda distinción es peligrosa. Cinco años más tarde no pudo rechazar el Nobel y se resignó a decir: “Es mi fin. Es algo fatal. No puedo estar a la altura”. La fama lo agravió tanto como la soledad.
Después de un primer matrimonio con una editora de Vogue, se casó con la periodista Dorothy Thompson, que logró adentrarse con inteligencia en los laberintos de un hombre que sólo encontraba la felicidad por escrito.
Thompson fue corresponsal en Berlín hasta que Hitler la expulsó de allí. Su conocimiento de la Alemania nazi alertó a Lewis sobre el populismo de derecha que amenazaba Europa. En 1935, Mussolini invadió Etiopía y Hitler suspendió los derechos civiles a los judíos. En Estados Unidos, el gobernador de Louisiana, Huey Long, apoyado por el sacerdote ultraconservador Charles Coughlin, lanzó una cruzada contra el gobierno de Roosevelt. Lewis advirtió la amenaza que se cernía sobre Estados Unidos: un candidato de derecha, percibido como un outsider que critica sin reservas ni decoro a los políticos convencionales, machista y discriminatorio, enamorado del poder y del dinero, podía ganar la presidencia prometiendo riqueza instantánea para todos. El novelista reaccionó con una historia escrita en dos meses. En efecto: It Can’t Happen Here, sobre un demagogo que en 1936 gana la presidencia, acaba con las garantías civiles, anuncia que México y Rusia son una amenaza, blinda la frontera, declara la ley marcial, asesina a los disidentes y consuma en forma trágica el anhelo de acabar con el sistema.
El protagonista Doremos Jessup es un periodista liberal de Vermont (otra sintonía con el presente, pues se trata del estado de Bernie Sanders) que en un principio considera imposible que un payaso neofascista conquiste la voluntad popular. Con alarma, advierte que ese delirio es atractivo para muchos; se radicaliza, es arrestado, logra escapar y termina ingresando en la clandestinidad.
Hace 80 años Lewis publicó una detallada profecía del totalitarismo. El clima antifascista que imperaba en Estados Unidos convirtió la novela en un bestseller y su adaptación teatral estuvo cinco años en cartelera. Hoy ese horror que “no puede pasar” es el sueño realizable de Donald Trump.
5. El regreso de los fantasmas Las opiniones de Trump son tan controvertidas e imperturbables como su corte de pelo. En forma curiosa, quienes lo apoyan suponen que este ejercicio de la arbitrariedad es un signo de congruencia. Ajeno a las mafias tradicionales del Partido Republicano, Trump es el outsider que dice lo que le da la gana; ataca a sus rivales con el sentido del decoro de un pistolero del Oeste y recluta adeptos entre quienes consideran que John Wayne encarnaba una sincera versión del humanismo. De poco sirve considerar que hay males peores y que el excéntrico que remata sus edificios y su rostro con un copete dorado resulta preferible a su rival republicano Ted Cruz, dispuesto a ejercer un fascismo institucional. No hay consuelo ni paliativos: Trump es dramáticamente verdadero.
Dicho esto, conviene analizar los efectos de su amenaza desde la perspectiva mexicana. La gran paradoja es que el candidato que nos odia a rabiar es el regalo mediático que necesitaba el gobierno de Enrique Peña Nieto. El presidente que promulgó una ley de hidrocarburos que permite extraer petróleo en aguas profundas con 100% de capital extranjero, vulnerando la tradición, muy asentada en México, de asociar la soberanía con el control del subsuelo, es decir, el presidente que nunca ha dejado de favorecer a Estados Unidos, ahora se presenta como garante de la “unidad nacional”.
Incapaz de enfrentar problemas decisivos como la solución del caso Ayotzinapa, las fosas comunes que han convertido al país en una necrópolis, la muerte y persecución de periodistas, y escándalos de corrupción y tráfico de influencias como el de la “Casa Blanca”, mansión de la primera dama, Peña Nieto dilapidó los 15 minutos de fama que obtuvo cuando llegó al poder.
En la primera mitad de su mandato se dedicó a hacer promesas y en la segunda se dispuso a no cumplirlas. Su lema de “mover a México” se transformó en una metáfora más de un país de mistificaciones. ¿Había forma de maquillar su fracaso? Peña Nieto se encontró de pronto con el cosmetólogo más inesperado.
Justo cuando carecía de argumentos para salvarse a sí mismo, Trump apareció como la piñata que todos queremos romper. Los múltiples agravios de la patria se resumieron en uno solo. Al otro lado del río, un sheriff había puesto precio a la cabeza de los mexicanos. Un país dividido se articuló a través del miedo y muchas otras cosas pasaron a segundo plano. El espanto no se anda con detalles: cuando Godzilla se apodera de un edificio, poco importa que los inquilinos deban renta.
La amenaza otorgó respiración artificial a un presidente asfixiado, pero no lo exime de sus errores. Inevitablemente, detrás de todos los símbolos está la realidad. El universo es menos importante que la calle donde vives. Es grave que Trump gobierne Estados Unidos. Para quienes vivimos al sur del Río Bravo, es más grave que nos gobierne Peña Nieto.
En la película Pulp Fiction unos delincuentes toman por asalto una cafetería. Sacan sus armas y todo el mundo se congela, con los brazos en alto. Se produce entonces un momento de incómodo silencio. De pronto, se oye un ruido. “¡Saquen a los mexicanos de la cocina!”, grita un asaltante. No los ha visto, pero supone que, si están en la cocina, son mexicanos.
Durante décadas, Estados Unidos ha dependido de trabajadores no siempre visibles que preparan la comida y lavan los platos sucios. Como los asaltantes de Pulp Fiction, Trump se ha propuesto que abandonen su sitio de trabajo. ¿Regresarán a México, donde la vida laboral era peor para ellos? “En el tren de la ausencia me voy / Mi boleto no tiene regreso”, dice una de las más populares canciones mexicanas. Los ausentes no están en tierra extraña por un afán exploratorio. Han seguido las rutas de la necesidad, carecen de derecho para votar en México y han trasplantado su cultura a Chicago, Los Ángeles, Nueva York, Phoenix y muchas otras ciudades. En cierta forma, ya pertenecen a un tercer país —ni Estados Unidos ni México—, un lugar híbrido, la movediza patria de los migrantes.
En el centenario de Juan Rulfo millones de mexicanos son como los fantasmas de Pedro Páramo, seres intermedios, fronterizos, que no tienen documentos ni acomodo. Han sido invisibles para la patrulla fronteriza pero también para nosotros, y lo han sido desde hace mucho. Acaso la única virtud del reprobable Donald Trump consista en que su oprobiosa discriminación obligue a que tomemos en cuenta a los ocultos, los desplazados, los lavaplatos, los mexicanos que se quedaron sin México.