La noche de las elecciones, a medida que el mapa de Estados Unidos enrojecía, los analistas mexicanos no sólo estaban asustados e indignados, sino también decepcionados frente a una democracia admirada que se hundía al nivel del populismo sudaca. El panorama es crítico: México y Estados Unidos están fuertemente integrados en lo económico y en lo migratorio, así como a nivel cultural y simbólico. Cortar estos lazos implicaría un gran reacomodo productivo, humano e identitario.

¿Cuáles son las perspectivas para México frente a este escenario? ¿Qué actitudes han generado los ataques de Trump en la sociedad y en el gobierno? ¿Cabe esperar que la sociedad mexicana se agrupe tras un presidente que plante cara al toro salvaje? ¿Podemos anticipar un acercamiento de México a América Latina?

Divorciado, pero sin separarse, México debe compartir el futuro con un ex esposo ensañado; un giro dramático para una relación que, en las últimas décadas, había llegado a ser tersa. Todo lo sólido se ha desvanecido; antes, una democracia ejemplar afianzaba, con su buen trato, la autoestima norteamericana de México; ahora, un maltratador crónico oficializa el desprecio racista de buena parte de los gringos. A la muy cierta posibilidad de perder un proveedor económico, a la segura transformación de la política migratoria en una política de persecución, hay que sumar la pérdida de un recurso de identidad nacional y de legitimidad política.


Cambiante y tormentosa, la relación entre México y Estados Unidos siempre ha sido íntima. En 1848 México perdió la guerra con Estados Unidos, y con ella, la mitad de su territorio. El gobierno yanqui intervino constantemente el país y su política durante la Revolución de 1910. Como consecuencia, a lo largo de casi todo el siglo XX, México se esforzó por consolidar una relativa autonomía en política interior y exterior. Esto lo acercó, selectivamente, a algunos países de América Latina, cuyas expresiones más cabales fueron la acogida a los exiliados sudamericanos que huían de las dictaduras durante la década de 1970, y la simpatía distante con la Cuba de Fidel Castro. A pesar del alejamiento político, la migración permanente de México a Estados Unidos fue creando una realidad transnacional, una hibridación de vidas a ambos lados de la frontera.

El panorama político y económico cambió radicalmente a partir de los 90, con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, y en inglés, NAFTA). Si bien sus resultados económicos han generado controversia, esta integración, sumada a la alternancia política con gobiernos de derecha liberal y a la intensificación de la migración, han modificado fuertemente la aproximación hacia Estados Unidos y su imagen en México.

Es imposible exagerar hoy el grado de integración entre los dos países y sus sociedades. Una porosa frontera de 3.200 kilómetros filtra selectivamente humanos, mercancías y símbolos. Un millón de personas y 300.000 autos la cruzan legalmente cada día. Muchísimas drogas y armas saltan o pasan por debajo de un muro ya existente pero incompleto. La agricultura estadounidense y buena parte de sus servicios no pueden funcionar sin la mano de obra mexicana. Del lado de allá, hay zonas enteras cuya población es totalmente latina. Del lado de acá, hay pueblos que sólo sobreviven por el dinero que mandan los de allá.

Se trata, por supuesto, de una integración asimétrica. México es un socio importante de Estados Unidos, pero su peso relativo ha declinado recientemente. Para México, en cambio, la relación es de dependencia absoluta. El 77% de las exportaciones mexicanas van a Estados Unidos, desde donde se recibe el 50% de las importaciones. Están en juego cerca de diez millones de empleos en México. Los residentes de origen mexicano en Estados Unidos llegan a 36 millones; más de seis son migrantes ilegales. Las remesas que envían a México representan la segunda fuente de divisas del país, por encima del petróleo y el turismo, y sólo superadas por la exportación de autos a Estados Unidos.

En este panorama llega Trump. Durante la campaña, el sentimiento de la sociedad mexicana era de indignación e incredulidad, pero entonces se pensaba que Trump no podía ganar. Ya puestos en el peor escenario, surgió la necesidad de mostrar “firmeza y unidad”, pero las cosas se complicaron. ¿Detrás de quién había que unirse? ¿En torno a qué programa? Aquí es donde se ve la complejidad de un país dividido y sin rumbo.

Cabe recordar que Trump había sido invitado a México por el gobierno en agosto de 2016, cuando no se vislumbraba la posibilidad de que ganara. El enojo que provocó esta medida terminó de hundir la popularidad presidencial, que alcanzó la cifra más baja desde que se tienen registros: 12%. México es, además, una sociedad doblemente fracturada. La desigualdad socioeconómica hace que sectores de la población vivan realidades y necesidades completamente distintas. Los pobres, sobrevivientes y atomizados; las elites, ajenas a un mínimo proyecto colectivo; la clase media, dividida entre lo meritocrático-aspiracional y la frustración de los proyectos colectivos. A esto se suma una fractura semántica (que no coincide con las líneas de la primera) entre un liberalismo reformador y un populismo refundador, ambos monologantes.

¿Era posible, bajo estas condiciones de fractura y ausencia de liderazgo, unir a la sociedad mexicana, aunque fuera a nivel discursivo? La prueba llegó a fines de enero. Justo antes de un encuentro entre Peña y Trump, este reiteró (vía Twitter) su decisión de construir el muro. Peña respondió diciendo que México no lo iba a pagar, y Trump le advirtió que entonces era mejor no reunirse. Peña optó entonces por cancelar el encuentro, una decisión calificada por muchos como “valiente y digna”.

A partir de ese momento, surgieron voces de intelectuales y periodistas convocando a “una marcha”. Digo “una marcha” porque desde el principio fue imposible darle un sentido coherente. La intención de los organizadores más visibles, liberales de centro, era manifestar “la unión de los mexicanos en contra de Trump”.

No está claro si el gobierno quiso boicotear la iniciativa o unírsele, pero la idea pasó a ser atacada por los sectores críticos de la izquierda como una marcha “a favor del gobierno” en tanto movida oportunista para ganar algo de aire. El ataque ganó terreno y, tardíamente, los convocantes originales quisieron aclarar que no era eso, que era contra Trump, pero también para exigir al gobierno transparencia, terminar con la corrupción y otros etcéteras. No alcanzó. La marcha que debía figurar en las primeras planas del mundo con fotos monumentales de calles atestadas, en el país que tenía que convertirse en el símbolo de la resistencia, apenas reunió a 20.000 personas. Hubo que sacar las fotos desde abajo. Lo más curioso es que la mayoría de la gente que fue llevaba carteles contra el gobierno. Así murió la unidad popular contra Trump.

El muro divisorio en Nogales. 13 de febrero de 2017. Foto: Jim Watson (AFP)

El muro divisorio en Nogales. 13 de febrero de 2017. Foto: Jim Watson (AFP)


A todo esto, ¿qué está haciendo el gobierno, y cómo explicarlo? La apuesta parece ser, por ahora, “aplacar a la bestia”. En esto inciden el cálculo frío y la cultura política del Partido Revolucionario Institucional (PRI), paciente y conciliadora con los poderosos. Un enfrentamiento directo con Estados Unidos no parece razonable; el beneficio improbable de recuperar legitimidad a través de la confrontación contrasta con la probabilidad, bastante mayor, de empeorar los costos políticos y económicos. Tampoco es alta la chance de calmar a la bestia, pero frente a un escenario tan incierto, ¿qué opción queda?

Dos elementos adicionales de la cultura política del PRI, el verticalismo y la opacidad, explican otro rasgo irritante de las negociaciones: la secrecía. Poco se sabe del contenido o el tono de las conversaciones. El gobierno se empeña en la retórica con la que inició su período en 2012: los asuntos públicos se conducen mediante acuerdos cupulares; si bien “el pueblo de México” puede no comprender al principio, a largo plazo los beneficios serán evidentes para todos. El problema es que el gobierno no cuenta hoy con un largo plazo.

Ante el reclamo de los formadores de opinión, el gobierno ha buscado aclarar su posición y parece más decidido a pintar delgadas líneas rojas: no se va a pagar el muro (faltaba más), no se va a aceptar un freno a las remesas (en respuesta a la amenaza de Trump de que un impuesto a las remesas podría ser la forma de hacer que México pague por el muro); incluso se podría retirar a México del NAFTA si Estados Unidos decide imponer aranceles. Pero, más que a la firmeza, el gobierno todavía apuesta a ganar tiempo, en el entendido de que es posible convencer racionalmente a Trump de los beneficios de la relación con México.

Quizá Trump sea racional, pero se debe a una base fuertemente irracional. La incógnita es qué tipo de equilibrio buscará el magnate entre razón y emoción, si es que busca alguno. Es el tiempo del odio en Estados Unidos, y la base de Trump odia abiertamente a los mexicanos. El deterioro de las relaciones tampoco le conviene a Estados Unidos, pero sus costos son mucho menores y, al menos a mediano plazo, son muchos los beneficios de alimentar el miedo y el odio. Por eso es tan incierto el futuro de las negociaciones.

Mi temor es que, dentro de esta incertidumbre, y debido al diferencial de poder político de los representados por México (empresarios versus migrantes), el gobierno termine anteponiendo lo económico a lo migratorio. Aun cuando las deportaciones podrían ocasionar una crisis humanitaria y de seguridad en el futuro cercano, la postura del gobierno frente a este tema no ha sido demasiado clara. No se ha ido mucho más allá de asegurar que se va a “defender los derechos humanos” de los migrantes, como si se concediera a Estados Unidos el derecho a las deportaciones por el solo hecho de su —a veces dudosa— legalidad. El presidente ha ido al aeropuerto a recibir a los primeros deportados por Trump como diciendo: “Vale la pena regresar a México, tierra de oportunidades”.

Una postura firme sería, por ejemplo, defender el derecho de los migrantes a residir en Estados Unidos aunque hayan ingresado ilegalmente. No sería necesario, para esto, apelar al “derecho natural”. Bastaría con elaborar una retórica acerca del sufrimiento que implicaría separar a las familias, poniendo como ejemplo los miles de casos de padres mexicanos con hijos nacidos allá. Si el gobierno no lo hace es porque, también en esto, quiere mostrarse razonable con Trump; quizá, para que no le vaya tan mal en lo económico. Salvar el NAFTA es central para la economía mexicana, a pesar de las señales que ha querido dar el gobierno de que esta situación representa “una oportunidad”.

Por todo lo anterior, el gobierno mexicano no tiene entre sus prioridades mirar a Latinoamérica. No es lo que le interesa ahora, y no ha dado señales de que sea su plan a futuro. Un botón de muestra: cinco días después de la asunción de Trump, cuando el presidente Peña tenía la oportunidad de recibir el apoyo de los presidentes latinoamericanos en la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), canceló su asistencia a último momento, sin dar explicaciones. Puede entenderse la discreción frente a una situación delicada, pero también olerse el ligero desprecio de quien todavía quiere pertenecer a Norteamérica.


En mi opinión, la pregunta más interesante no es qué va a hacer este gobierno, sino el próximo. Al actual le quedan menos de dos años, y la elección de diciembre de 2018 está, para el PRI, prácticamente perdida. Por eso, lo más razonable para el gobierno hoy es aprovechar las negociaciones para posicionar a un candidato “responsable” y minimizar las consecuencias negativas. Como dije antes, el gobierno no cuenta con un largo plazo; lo prudente es ganar tiempo y dejar que las eventuales consecuencias de Trump golpeen con toda su fuerza al gobierno siguiente.

¿Qué pasará después? Hoy las encuestas dan un empate técnico entre López Obrador, el candidato “de izquierda” (las comillas son insuficientes), y un candidato de la derecha, del Partido Acción Nacional (PAN), todavía por definir. En ningún caso será un gobierno con gran respaldo político o social, aunque una postura firme contra Trump podría darle aire por un tiempo. Un presidente del PAN probablemente intente continuar con la política de negociaciones discretas y encaminadas a minimizar las pérdidas. López Obrador es, como Trump, menos predecible. Como candidato, ha fluctuado entre dos retóricas: la populista y la reformista. Su primera reacción frente a la goleada de Trump fue decir que había que “mirar hacia dentro y no preocuparse por lo que pasaba fuera”. Más que nacionalismo autista, creo que fue lentitud de reflejos. Pasado un tiempo, se posicionó con mayor firmeza: denunció la debilidad del presidente mexicano, solicitó a la ONU demandar al gobierno de Estados Unidos por violación a los derechos de los migrantes y realizó una gira por ese país para sensibilizar a los ciudadanos sobre los beneficios de la cooperación. Pero una cosa es ser candidato, y otra, gobernar.

Las chances de un acercamiento, aunque sea retórico, a Latinoamérica, parecen ligeramente mayores bajo un eventual gobierno de López Obrador. Dentro de su agrupación hay quienes son afines a la izquierda latinoamericana y a la retórica antiimperialista. No obstante, no es esperable un acercamiento sustantivo. Si bien en encuestas recientes la sociedad manifiesta que México debería acercarse más a Latinoamérica que a Estados Unidos, se trata de una reacción coyuntural (es la primera vez en muchos años que se da esta situación) frente a una dicotomía falsa. México podría, eventualmente, alejarse de Estados Unidos sin necesidad de mirar hacia el sur.

Concretamente, ¿qué significaría mirar a Latinoamérica? Nuestra experiencia reciente muestra que se puede enarbolar una retórica de “unidad de los pueblos” y al mismo tiempo cortar puentes y bloquear exportaciones. El tamaño económico de América Latina no puede siquiera empezar a competir con Estados Unidos, por más complicadas que se pongan las cosas de aquel lado. Incluso puede ser más conveniente para México, si fuera necesario, buscar acuerdos con otras regiones del mundo, más pujantes. Por otro lado, a nivel político no parece quedar mucho a lo que acercarse. Los propios gobiernos latinoamericanos abandonan el lenguaje de la unidad latinoamericana; es más probable que la nueva derecha busque aprovechar la debilidad de México para negociar individualmente con Estados Unidos. A nivel social, como vimos, los vínculos entre ambos países son demasiado intensos y enraizados para pensar en un cambio a corto plazo.

Quizá más adelante, sobre todo si el “Trumpismo” se vuelve habitual en la política yanqui (algo para nada improbable), se pueda comenzar a ver algo en ese sentido. Pero sería un proceso largo y complicado, como separar a dos siameses, el corazón de uno unido a los intestinos del otro.