La obra de Samuel Huntington ha tenido un papel central en la elaboración del marco ideológico de la reacción conservadora en general y en la política de Estados Unidos hacia México en particular. Autor del multicitado y a la vez criticado libro El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, oportunamente aparecido antes de la decisión de ir a la guerra contra Irak en 2003, Huntington construyó en una obra posterior el argumento que una década después daría fundamento a las medidas anunciadas en la campaña electoral de Donald J Trump (y antes, a las de Bush y su proyecto de valla en la frontera).

El libro, aparecido en 2004, se llamó Who We Are, y allí Huntington anticipaba un escenario pesimista para Estados Unidos como consecuencia de la “amenaza mexicana”. Se apoyaba en un catálogo de viejos estereotipos: el rechazo de los mexicanos y otros latinoamericanos residentes en Estados Unidos a la asimilación en el mainstream y a los valores anglo-protestantes que forjaron “el sueño americano”. Su terca perseverancia en el uso del español y su resistencia al monolingüismo eran presentados como ataques a los fundamentos de la cultura anglo-protestante y el “credo americano” expuesto por Jefferson en su primer mensaje inaugural el 1º de marzo de 1801, basado en los principios de Estado de derecho, imperio de la ley, bien común, gobierno de la mayoría con respeto de la minoría, tolerancia religiosa, unión y gobierno representativo.

Según Huntington, la cultura anglo-protestante de Estados Unidos fue debilitada por las doctrinas del multiculturalismo y la diversidad, que fueron acogidas en los círculos intelectuales y políticos más influyentes. El surgimiento de identidades de grupo basadas en raza, etnicidad y género habrían minado la identidad nacional, así como el impacto de diásporas culturales transnacionales, el creciente volumen de inmigrantes con doble nacionalidad y el peso de las identidades cosmopolitas y transnacionales en las elites intelectuales, empresariales y políticas de Estados Unidos. En la nueva era, el desafío más importante y cercano procedería de la inmigración de mexicanos, por las siguientes razones: las tasas de fertilidad superiores a las de los americanos blancos y negros, la contigüidad territorial que asegura la continuidad en los contactos con familias, amigos y vínculos socioculturales de origen, la ilegalidad en el ingreso de la mayoría de inmigrantes, la persistencia del flujo migratorio, la concentración territorial en el sudoeste de Estados Unidos y la presencia histórica.

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Lo último es especialmente destacado: Huntington anota que ningún otro grupo de inmigrantes en la historia de Estados Unidos ha afirmado, o puede afirmar, un reclamo sobre el territorio como lo podrían hacer los mexicanos sobre Texas, Nuevo México, Arizona, California, Nevada y Utah, que fueron parte del Estado mexicano hasta la guerra de independencia de Texas (1835-1836) y la guerra entre México y Estados Unidos (1846-1848).

El surgimiento de un nuevo país (que podría llamarse MexAmérica, Améxica o Mexifornia) no sería imposible, dadas las condiciones. Esa realidad sería preparada por la invasión del español, institucionalizada por el Congreso de Estados Unidos con programas de educación bilingüe y en discursos de campaña política o en mensajes presidenciales. Sin embargo, la construcción de sujetos colectivos es más compleja que lo que permite explicar el paradigma “ellos-nosotros”.


Desde la derrota del imperio azteca ante Hernán Cortés en 1519, los territorios del sudoeste de Estados Unidos y el territorio mexicano actual conformaron el Virreinato de Nueva España. La ausencia de recursos mineros en el área situada al norte del desierto de Sonora y la resistencia de los pueblos indígenas desestimularon los intentos colonizadores, aunque no la acción de las órdenes religiosas involucradas en la evangelización: los nombres de ciudades como San Agustín, San Bernardino, Santa Mónica, San Francisco y San Diego son testimonio de una antigua presencia católica y española.

La condición periférica de estos territorios en el período virreinal se mantuvo incambiada después de la independencia de México. Sólo cuando la expansión hacia el oeste de la agricultura del algodón de los Estados del Sur norteamericano generó la necesidad de nuevas tierras y trabajadores para fortalecer el régimen esclavista los territorios del norte de México adquirieron un nuevo valor. Un conflicto entre colonos estadounidenses y autoridades mexicanas en Texas derivó en un levantamiento independentista y una solicitud de incorporación a Estados Unidos, que fue aprobada por el Congreso en 1845, a pesar de la protesta mexicana. Nuevos incidentes provocados por fuerzas militares establecidas en Texas culminaron en una declaración de guerra el 13 de mayo de 1846.

La victoria aplastante de Estados Unidos fue sellada con la entrada en Ciudad de México de las tropas comandadas por el presidente James Polk y el flamear de la bandera de las barras y las estrellas sobre el Palacio Nacional. El tratado de paz de febrero de 1848 impuso una indemnización a México por el valor de 15 millones de dólares y la cesión de más de dos millones de kilómetros cuadrados que dieron base territorial a la creación de los estados de Nuevo México, Nevada, Utah, parte de Arizona, Colorado, Wyoming, Kansas, Oklahoma y California. No faltaron propuestas para la anexión de la totalidad del territorio mexicano, pero la resistencia de una mayoría que temía quedar en minoría frente a una población de “cultura extraña” puso un freno al expansionismo.

Indígena de la tribu Tohono O’odham en la frontera entre el desierto de Altar (Sonora, México) y de Arizona (Estados Unidos). El muro que pretende construir Trump partiría en dos el territorio de la única nación autónoma que tiene población en ambos lados de la frontera. 25 de marzo de 2017. Foto: Pedro Pardo (AFP)

Indígena de la tribu Tohono O’odham en la frontera entre el desierto de Altar (Sonora, México) y de Arizona (Estados Unidos). El muro que pretende construir Trump partiría en dos el territorio de la única nación autónoma que tiene población en ambos lados de la frontera. 25 de marzo de 2017. Foto: Pedro Pardo (AFP)

Poco después, también en 1848, el descubrimiento del oro en California cambiaría sustantivamente el destino de la región, antes sólo identificada como “el lejano oeste”. En su versión original, el tratado de paz incluía cláusulas que establecían la protección de los derechos civiles y de propiedad de los habitantes mexicanos radicados en los territorios cedidos. Sin embargo, en el proceso de ratificación por el Congreso estadounidense estas cláusulas fueron eliminadas. Finalmente, la compra del territorio sur del actual estado de Arizona por el valor de diez millones de dólares completó la transferencia territorial: negociada en 1854 por James Gasden, embajador de Estados Unidos en México y también presidente de la South Carolina Canal and Railroad Company, esta adquisición haría posible la construcción del ferrocarril transcontinental desde Charleston, en Carolina del Sur, hasta San Diego.

Desde la perspectiva de la historia social, esta reconfiguración territorial marcó el nacimiento de una sociedad mexicano-americana bilingüe y una identidad “chicana” con sus tradiciones gastronómicas, musicales, de vestimenta, lengua española e historia oral, que hoy es objeto de investigaciones en los programas de estudios chicanos de varias universidades del sudoeste de Estados Unidos.


Si la relación entre México y Estados Unidos mantuvo un dinamismo constante desde los inicios, la relación México-América Latina ha seguido un curso discontinuo. El período de la independencia fue un momento de fuerte intensidad en contactos e iniciativas. La más ambiciosa fue el proyecto de expedición naval conjunta del gobierno mexicano, presidido por Guadalupe Victoria, y del gobierno de la Gran Colombia, encabezado por Simón Bolívar, para trasladar batallones de apoyo a la revolución de independencia de Cuba. Esta iniciativa, articulada por el argentino José Antonio Miralla, oficial mayor de la Secretaría de Relaciones Exteriores de la Gran Colombia, no pudo finalmente concretarse por presiones coincidentes del gobierno de Estados Unidos y el británico.

En 1826, México participó activamente en el Congreso de Panamá, convocado en 1826 por Bolívar, pero en las décadas siguientes, la inestabilidad interna, los conflictos con Estados Unidos, las intervenciones europeas y el intento imperial de Maximiliano impusieron un repliegue al activismo mexicano en la región.

La guerra mexicano-americana produjo conmoción en las repúblicas hispanoamericanas: un congreso reunido en Lima en 1848 acordó enviar una misión mediadora, pero los acontecimientos se precipitaron y la rendición de México hizo inútil toda gestión. La suerte corrida por la república mexicana fue interpretada por muchos hispanoamericanos como un ejemplo de lo que podría ocurrir a otros países. Así, el colombiano Justo Arosemena decía en un discurso pronunciado en 1856:

Hace más de veinte años que el Águila del Norte dirige su vuelo hacia las regiones ecuatoriales. No contenta ya con haber pasado sobre una gran parte del territorio mexicano, lanza su atrevida mirada mucho más acá. Cuba y Nicaragua son, al parecer, sus presas del momento, para facilitar la usurpación de las comarcas intermedias, y consumar sus vastos planes de conquista un día no muy remoto.

En México, la inestabilidad política fue el signo de la década que siguió al tratado de paz de Guadalupe Hidalgo: entre 1848 y 1858 se sucedieron 11 gobiernos, algunos con una duración de unos pocos meses. La elección en 1858 de Benito Juárez, un indígena zapoteca de Oaxaca, dio inicio a un período de reformas liberales que estuvo precedido por la aprobación de la Constitución de 1857. La nueva carta constitucional instituyó el sistema federal, el principio de igualdad y las libertades de pensamiento, enseñanza y trabajo.

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El período que en la historia de México se conoce como “la Reforma” estuvo marcado por cambios radicales y por una intensa disputa política que derivó en intervención extranjera y en instauración de un régimen monárquico. La relación con Estados Unidos estuvo condicionada por la guerra civil (o de secesión) entre 1861 y 1865, mientras que los procesos de reforma en algunos países latinoamericanos contribuyeron a fortalecer las relaciones con México. Fue el caso de Colombia, un país que por esa misma época llevó adelante un proceso de cambios similares: Benito Juárez fue una referencia constante para los radicales colombianos.

Las Leyes de Reforma aprobadas durante la primera presidencia de Juárez disolvieron la relación Estado-Iglesia heredada de la colonia. La secularización de los bienes de la Iglesia, el matrimonio civil, la separación de la Iglesia y el Estado y la libertad religiosa crearon los fundamentos para el fortalecimiento de la acción estatal mediante políticas públicas, en particular en el ámbito de la educación. Este proceso de cambios se interrumpió con la crisis de la deuda externa en 1861 y la intervención de Gran Bretaña, España y Francia para forzar el levantamiento de la moratoria decretada por Juárez. Las negociaciones dirigidas por Juárez —“aquel indio de pórfido y de bronce”, lo llamó el historiador Justo Sierra— consiguieron el retiro de Gran Bretaña y España, en tanto que Francia optó por la instauración de un régimen imperial encabezado por el archiduque Fernando Maximiliano de Habsburgo y apoyado por sectores políticos conservadores y por la Iglesia católica.

Aunque la intervención francesa contradecía claramente las prescripciones de la doctrina Monroe según la cual “los continentes americanos, en virtud de la condición libre e independiente que adquirieron y conservan, no pueden ser más considerados en el futuro susceptibles de colonización por ninguna potencia europea”, el secretario de Estado estadounidense, William Seward, desoyendo las reclamaciones de varios gobiernos latinoamericanos, optó por declarar la neutralidad, a cuyo amparo un activo comercio de armas con Francia aseguró los suministros de material bélico. Finalmente, el emperador fue derrotado y fusilado en Querétaro en 1867.


En Evolución política del pueblo mexicano Justo Sierra, el intelectual más influyente en el medio político desde la década de 1870, propone fases para el período que siguió a la independencia: la anarquía (1825-1848), la reforma (1848-1867) y la era actual, que se iniciaba con la última presidencia de Juárez (1867-1872) y continuaba con el largo período de Porfirio Díaz, electo por primera vez en 1876 y luego reelecto sucesivamente.

Miembro fundador del grupo de “los científicos” que organizaron la Unión Liberal en 1892, Sierra sostenía que el largo ciclo del “porfiriato” representaba la continuidad de la Reforma: modernización, avance en las políticas educativas, impulso al “desarrollo científico del país”. Bajo la conducción del propio Sierra como secretario de Instrucción Pública, se produjo la expansión de la enseñanza pública y la adopción del canon positivista. Por su iniciativa, se crearon el Instituto de Formación del Magisterio y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

La revolución de 1910 replanteó las percepciones sobre México en Estados Unidos y América Latina. Si en el país del norte las imágenes actuales del mexicano divergen entre los estereotipos del cine de Hollywood, la identificación del mexicano con el término “mañana” y el relato del periodista John Reed, en América Latina la revolución mexicana forjó nuevas identidades.

México insurgente, de John Reed (base de la película de Paul Leduc), fue una contribución importante a la ruptura de los estereotipos. El libro fue resultado de su trabajo como corresponsal en México para la Metropolitan Magazine y de sus observaciones y diálogos con los actores del proceso revolucionario. Reed se estableció en el norte para entrevistar a Pancho Villa, convivió con los combatientes mexicanos (a quienes describió como “un pueblo en armas”) y presentó a sus lectores estadounidenses una justificación de los derechos de México. Pocos años después, Reed marcharía a cubrir otra revolución, la Rusa, y escribiría su obra más famosa: Diez días que estremecieron al mundo.

En América Latina la narrativa de los corridos mexicanos, dedicados al “Centauro del Norte” (Pancho Villa), de quien celebran sus hazañas guerreras y su astucia y rinden homenaje a Siete Leguas, su caballo preferido, fortaleció la idea de una identidad común. Pero Villa es héroe también apreciado en el estado de Arizona tanto como que su estatua ecuestre domina una plaza del centro de Tucson, muy cerca del Palacio de Justicia y del edificio de Migraciones, sin que haber invadido territorio americano para atacar Columbus haya sido impedimento.

La revolución de 1910 es el hecho dominante en la historia moderna de México. El factor desencadenante fue el anuncio de la candidatura de Porfirio Díaz para una séptima reelección presidencial, frustrando las expectativas de renovación política. Sin embargo, la revolución fue mucho más que un movimiento contra la reelección, porque se desarrolló en tres direcciones interrelacionadas. Una fue política y desembocó en un recambio de la clase dirigente tradicional, que fue reemplazada por nuevos liderazgos formados en el curso de la revolución. Así surgirían el Partido Revolucionario Institucional y una reforma del Estado con la Constitución de 1917 que eliminó la reelección en todos los cargos electivos, otorgó al Estado un papel activo en la economía y amplió la declaración de derechos.

Otra dirección fue la social: la revolución facilitó el ascenso de sectores subalternos (indios, mestizos, campesinos) y un cambio en la política exterior con la aproximación a América Latina como eje nuevo de las relaciones exteriores. En realidad, esta orientación ya aparecía en los programas de los partidos políticos fundados en los primeros años del siglo XX, como el Liberal, que incluía como objetivo en 1906 “la unión de todos los países latinoamericanos”, o como el Centro Anti-reeleccionista de México, que en su manifiesto de 1909 destacaba las relaciones con las naciones latinoamericanas como línea de acción y proponía “dirigir prudentemente la política para lograr la unión de las repúblicas centroamericanas”.

Activista durante una manifestación contra Donald Trump en la frontera de Ciudad Juárez (Chihuahua) con Nuevo México. 26 de febrero de 2017. Foto: Hérika Martínez (AFP)

Activista durante una manifestación contra Donald Trump en la frontera de Ciudad Juárez (Chihuahua) con Nuevo México. 26 de febrero de 2017. Foto: Hérika Martínez (AFP)

Tres grandes reformas de la revolución tuvieron gran repercusión internacional: la agraria, de la educación, que incluyó un novedoso programa de educación rural e indígena, y la nacionalización del petróleo.

La reforma agraria tuvo su gran impulsor en Emiliano Zapata y su Plan de Ayala de 1911. Se basaba en la entrega de tierras a los campesinos y la organización de ejidos y comunidades, para superar las limitaciones del minifundio y garantizar seguridad alimentaria. La influencia de esta reforma en América Latina fue grande: los movimientos agraristas de Perú y la reforma agraria de Cuba la adoptaron como guía.

La reforma de la educación estuvo asociada a la actuación de José Vasconcelos, primero como rector de UNAM entre 1920 y 1921, y luego como secretario de Instrucción Pública entre 1921 y 1924. Desde este cargo impulsó un programa de educación rural e indígena que articulaba la acción institucional y la participación de los educadores (a quienes Vasconcelos designaba como “apóstoles” comprometidos con la “misión” de extender la educación primaria a todo el país incluyendo las comunidades indígenas y campesinas). En la base estaba su concepto de mexicanidad identificado con cultura mestiza, que sintetizaba en el lema “hacer al indígena más mexicano y al mexicano más indígena”.

En La raza cósmica (1925) Vasconcelos realiza una exaltación del mestizaje como crisol de todas las razas de la humanidad y de América como el continente donde se cumple esa síntesis. Este proyecto (hoy fuertemente criticado en los centros de investigación en antropología y estudios culturales) tuvo gran repercusión en Latinoamérica.

En el caso de Uruguay, los maestros Julio Castro y Jesualdo Sosa conocieron esa experiencia educativa durante su estadía en México y a su regreso tuvieron ese modelo como referencia para los proyectos de educación rural en Uruguay.


Mientras el México de Porfirio Díaz había tenido buenas relaciones con Estados Unidos, el México revolucionario tuvo que enfrentar varios conflictos. En 1914, en respuesta al derrocamiento y posterior fusilamiento del presidente Madero, el presidente Wilson ordenó el desplazamiento de la flota a Veracruz, principal puerto de salida del petróleo mexicano, y el desembarco de infantes de marina. Los combates se extendieron a los territorios del norte sobre la frontera con Estados Unidos. En 1916 las fuerzas de Francisco Villa atacaron la ciudad de Columbus (Nuevo México) y las tropas comandadas por el general John Pershing enviadas para capturar a Villa sufrieron una derrota humillante, celebrada en el corrido “Nuestro México Febrero 23”. Durante la década de 1920, México resistió las presiones diplomáticas en favor de las empresas petroleras y mineras de capital estadounidense y contra disposiciones de la Constitución de 1917 que las compañías consideraban perjudiciales a sus intereses. En la Conferencia Panamericana de La Habana (1928) México lideró junto a Argentina la posición de condena a la intervención en Nicaragua.

La mayor tensión bilateral surgió con el decreto de nacionalización de la industria petrolera anunciado por Lázaro Cárdenas el 13 de marzo de 1938, que se enmarcaba en el artículo 27 de la Constitución y disponía la expropiación de maquinaria, instalaciones, edificios, refinerías, oleoductos y estaciones de servicio. El gobierno de Franklin Roosevelt resistió las presiones de las empresas: en un contexto internacional cargado de amenazas de guerra una buena relación con México pareció más importante por razones estratégicas. De hecho, a partir de 1941, México contribuyó al esfuerzo de guerra en el Pacífico y las instalaciones expropiadas formaron la base de la empresa petrolera estatal Petróleos de México.

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Entre 1945 y 1985, México mantuvo su política exterior independiente, manifiesta en el ámbito latinoamericano en su desafío a las decisiones de la OEA sobre sanciones a Cuba y ruptura de relaciones: fue el único país de la región que mantuvo sin interrupciones las relaciones diplomáticas y de cooperación. En 1983, México, junto a Colombia, Venezuela y Panamá, fue parte de la Iniciativa de Contadora que tuvo por objetivo frenar la ofensiva belicista contra el gobierno sandinista de Nicaragua e impedir la desestabilización en América Central. Finalmente, en 1985, México participó en el Consenso de Cartagena, un ámbito para la concertación de posiciones en las negociaciones para la salida de la crisis de la deuda de 1982, pero paralelamente avanzó en la negociación bilateral en el marco de los acuerdos que culminarían en la formación del NAFTA y en la incorporación de las reformas establecidas por el Consenso de Washington. Si entonces la prioridad fueron la relaciones con América del Norte, ahora parecen entrar en una fase de incertidumbre con los anuncios del presidente Trump de renegociación de tratados y las medidas proyectadas para frenar la inmigración mexicana.

La historia de las relaciones entre México, Estados Unidos y América Latina revela grados diferentes de continuidad: mientras que en la relación con Estados Unidos predomina la continuidad, con una fase de cambio que coincidió con la Segunda Guerra Mundial, la relación con América Latina registró algunas discontinuidades, en particular a partir de la década de 1990. Por el contrario, los vínculos culturales entre las sociedades de México, el suroeste de Estados Unidos y América Latina han fortalecido por múltiples vías la diversidad y el intercambio. La resistencia actual a las medidas aprobadas en la Casa Blanca parece anticipar una perspectiva que, lejos del escenario de desafíos y amenazas previsto por Huntington, reafirma la tolerancia y el melting pot con el que históricamente se ha identificado Estados Unidos.