Oficialmente, era sólo otra intelectual devaluada de la gran manzana. Más encima latina. Para colmo, ilegal. Mi última escalada “profesional” se había caído quince meses después de las Torres, cuando trabajaba de ayudante en un instituto llamado con gran desborde de creatividad The American Language Center Communication.
Mi trabajo consistía en anotar listados de colores o nombres de frutas en inglés en el pizarrón, mientras mi superior, la profesora Valeska Dragowski, los repetía en voz alta escupiendo noodles por la boca. También tenía que atender dudas de manos levantadas (¿dónde consigo papel higiénico para el baño?, ¿hay café gratis?), repartir fotocopias apenas legibles y limpiar el escritorio donde Dragowski dejaba chorreados restos de su sopa de tallarines chinos al final de la clase.
No podía quejarme. Mi título universitario de Traducción e Interpretación de la Universidad de Las Américas no me había llevado a Naciones Unidas, pero al menos no estaba cuidando niños. No todas las chilenas (ni las argentinas ni las bolivianas) podían jactarse de responder al llamado de teacher en lugar de waitress o nanny. Fuera de mis altos méritos académicos, según Dragowski contaba con otra cualidad escasa entre las chicas de Nueva York: sabía cómo cruzar las piernas. ¿Perdón?, le dije la primera vez que la sorprendí mirándome las pantorrillas. Eso; me sentaba como una señorita europea. No como las american girls, que abren sus tenazas de par en par, una observación increíble viniendo de una mujer de pelo tan largo como rara vez lavado, que no tenía ningún pudor en destapar sus potes de instant lunch chinos mientras vociferaba que el sol era yellow y las manzanas red.
Quizás porque había crecido en la plana comuna de Ñuñoa, y vivía en la igualmente horizontal Greenpoint, cada mañana ansiaba adentrarme por la monumentalidad de la isla como esas hormigas que se inventan sus propias Olimpíadas trepando árboles. Todo en Midtown era grande y macizo, concebido para gigantes y no para seres de mi tamaño (un metro y cincuenta y cinco), cuya máxima aventura en la vida había sido subir el Cerro San Cristóbal.
Cada vez que llegaba al Hotel Pennsylvania, donde se encontraba el instituto, tenía que empujar su sólida puerta con mi hombro para poder abrirme paso. El lobby, un ancho pasillo de mármol circunscrito por una serie de pilares revestidos en mosaicos de espejos, parecía un templo pagano o un pedazo de escenografía de alguna película de Bollywood, con una antigua tienda de souvenirs especializada en estatuillas de King Kong.
A veces me quedaba mirando esos chimpancés sólo para esquivar el flujo de los otros chimpancés que hacían la larga fila del check in, esperando ocupar una de las más de mil habitaciones del Pennsylvania.
Era incomprensible que un hotel compartiera un mismo espacio con un Instituto de Lenguas. El zoológico de los turistas se interrumpía inexplicablemente en el piso veintinueve donde los números de las habitaciones llevaban a oficinas no siempre legales: un sucucho de la línea aérea Air India que revendía pasajes a Bombay como si se tratara de cupones de supermercado, una implantadora de botox orgánico, una joyería judía, una sucursal fantasma del banco Inmigrant Savings Bank, una hotline de chicas asiáticas. Al fondo, puerta número 2999, sigla ALCC, estaba el instituto.
El American Language Center debía ser el peor sitio para estudiar inglés en Manhattan, lo que no impedía que fuera uno de los más concurridos. A cambio de quinientos dólares trimestrales y apenas ocho horas obligatorias de clases por semana, los estudiantes obtenían algo mucho más valioso que la lengua de Shakespeare para sobrevivir en la ciudad: una visa de estudiante F 1. No era sorpresa —aunque reconozco que al comienzo sí me desanimó— que la mayoría de mis alumnos fueran mexicanos, rumanos, eslovacos, birmanos, bengalíes, refugiados de Timor Oriental y otros lugares impronunciables terminados en kasistán.
Mi encuesta personal había arrojado que casi el noventa por ciento trabajaba al negro en horarios infernales, la mitad de ellos limpiando pisos en delis, un tercio haciendo de mozos en restaurantes 24/7 y mucamas de hoteles, y el otro, como handymen de mudanzas y camiones de descarga. A las nueve de la mañana llegaban a la clase a repetir watermelon para luego cabecear escandalosamente sobre el banco.
El cansancio era tal que la mayoría era incapaz de pronunciar mi nombre completo. Díganle just Maria y déjense de joder, alegaba la polaca.
Cada vez que le hacía ver esta lamentable situación a la profesora Dragowski (la de la explotación laboral que sufría el alumnado), la polaca desplegaba su sonrisa de noodles e intentaba reanimarlos, escribiendo una frase en el pizarrón que yo al final de la clase borraba con algo de amargura: One day you will be American.
¿Para qué engañar a la humanidad con un pedazo de tiza? Lo que venía después era un largo, sobrecargado y cursi discurso patriótico-sentimental. Afuera el mundo era un burdel de hambruna y terrorismo islámico. Estados Unidos era, por lejos, el mejor lugar de la Tierra para cambiar el propio destino. La tierra de la freedom. No debían echarse a morir (ni menos a dormir). Algún día sus esfuerzos serían recompensados. Era cosa de mirarla a ella, pobre europea de la clase trabajadora de Varsovia perseguida por los lobos del régimen comunista, ahora profesional y dueña de una vivienda propia en Queens. ¿Y qué había de María Soledad, joven estudiante chilena de clase media que, sin la ayuda de sus padres ni de su país, había encontrado un final feliz en su carrera como docente?
¿Era mi ayudantía de una maestra devoradora de sopas chinas un final feliz? Ni siquiera era un final. Si seguía en el instituto era por pura conveniencia; sólo me faltaba juntar treinta y siete horas de clases para dejar de ser un Illegal Alien, una tipificación del Departamento de Inmigraciones a los extranjeros indocumentados que viven en USA, a la que nunca me acostumbré. Mientras tanto tenía que hacer una sola cosa: cruzar las piernas y sonreír.
Llegó la Navidad y sus trineos voladores. Cené con otros illegal aliens chilenos en un restaurant de Queens, donde la nostalgia por Chile significaba mirar TVN satelital bebiendo piscola. No recibí ningún regalo. Al primer cántico de la Universidad de Chile, me fui. A diferencia de ellos, yo no fantaseaba con volver a la patria.
Mi último trabajo en Santiago había sido de vendedora bilingüe en Zara. Mis amigas estaban todas casadas. Mis padres —que era lo mismo que decir mis ex roommates— seguían hablando de las mismas cosas de hacía veinte años: Don Francisco, los veraneos en el Tabo, la revista Muy interesante.
Ahora vivía sola en un departamento de cuarenta y cinco metros cuadrados con vista parcial y zoom out a Naciones Unidas. Me acostaba con un belga becado en la New York University, que al día siguiente, en lugar de desaparecer en alguna biblioteca o conferencia, me invitaba a comer brunch de huevos benedictinos. Gracias a mi sueldo del instituto estaba terminando de pagar mi deuda universitaria y enorgulleciendo a mi esforzada familia, que se vanagloriaba de que su hija fuera una exitosa profesional en el extranjero. La primera del árbol genealógico. Pero lo más importante: había empezado a pagar impuestos para obtener mis papeles de residencia.
Quedamos de juntarnos con la profesora Dragowski un día antes del inicio oficial de las clases para planificar la malla académica.
¿Estaba segura de que no necesitamos más tiempo? Come one, estamos en Nueva York, aquí todo se hace rápido. Al llegar al instituto, me encontré con la encarnación más voraz de esa rapidez: un grupo de obreros africanos se encontraba desmontando los muebles, sillas y papeles del instituto. Pregunté por mi jefa. No idea. Una mujer de pelo largo hasta las rodillas. No idea. ¿Y el American Language Center? Hablé con el boss. El boss era un tipo fornido que vociferaba con acento ítalo-americano por celular. Cerrado por tráfico ilegal de visas, me miró, apartando un segundo el teléfono de su boca. ¿De verdad?, dije no con demasiada sorpresa. ¿Acaso cree que Bush está bromeando, lady?
En absoluto. Sin esperar un segundo más, bajé corriendo las escaleras de escape.
Tras sobrevivir cinco meses de mis ahorros, empezó la primavera y mi brillante carrera como Illegal Alien. Acostumbrada a que me llamaran just Maria, fui conejilla de indias en un laboratorio especializado en las bondades medicinales del THC, organizadora de álbumes familiares de un millonario judío de apellido Gunter, bartender de openings en galerías de arte, y paseadora de un perro hiperactivo llamado Teddy.
Hasta que un día mi ascenso encontró su último ladrido. Recordaba haber amarrado la correa de Teddy a una de las patas de un banquito de la plaza Herman Melville, un pequeño cuadrado verde ubicado en la 26 con Park Avenue, donde solía llevarlo de paseo. El perro, siempre inquieto y nervioso, jugueteaba a mis pies con la rama de un árbol mientras yo hojeaba un viejo ejemplar del Star Magazine. Al levantar la vista del nuevo corte de pelo de Jennifer Aniston, el animal ya no estaba. ¿Teddy? Caminé por el parque siguiendo la misma ruta que habíamos hecho a nuestro ingreso. Me acerqué a otros dueños de mascotas. Nadie había visto ningún yorkshire terrier en los alrededores. Oh, my god, maybe you should call the police.
No iba a entregarme a Inmigraciones por ningún Teddy del mundo. Salí del parque y crucé hacia Park Avenue. Por un momento, creí ver a Teddy en la puerta de Sephora, pero ese otro Teddy no llevaba su misma correa (de piel natural de leopardo) ni ladraba como lo hacía él cada vez que alguien se le acercaba a decirle lo cute que era. En medio de mi desconcierto, decidí devolverme y sentarme en el banquito a esperar que regresara. ¿Acaso no hacían eso los animales, guiarse por el olfato hasta encontrar a su amo?
Anochecía. Las luces de los edificios de Grammercy se encendían igual que un tablero programado. El cielo despejado, color petróleo, brillaba casi sobrenaturalmente entre los edificios, demostrándome cuán hiriente podía resultar el encanto de la ciudad.
Por un momento volví a sentirme como un extraterrestre ilegal sin tarjeta verde. Miré la hora. A las ocho de la tarde debía supuestamente estar ya de regreso en el loft de los dueños de Teddy, darle de chupar su hueso orgánico, rociarle un champú canino de manzanilla para calmarlo, sacudir de posibles pulgas la frazada de su cuna, recoger mi dinero de un sobre, e irme a casa. Jack y Paul, así se llamaban sus dueños, tenían una cena de trabajo y regresarían a las diez y media.
Recordé que, al irme, debía dejar la llave del departamento a otra Jennifer, no Aniston, una vecina y compañera de aventuras en Wall Street que les había pedido ver un video on demand en su descomunal TV plasma. I don’t care if she watches porno, just be sure she doesn’t bring some vodka at home, me advirtieron, she has a little problem with that.
Me paré del banquito, la garganta seca, las manos sin gravedad, sintiendo que al primer paso podía desvanecerme. Todo lo que veía por delante eran demandas, juicios orales y multas que jamás —ni siquiera trabajando día y noche en la liga de institutos fantasmas del mundo— sería capaz de pagar.
Mi única salvación era desaparecer en la garganta de Brooklyn, convertirme en una prófuga de la justicia, aunque eso significara ganarme un ticket a Guantánamo. Era preferible el overol naranjo, que ser deportada.
Intenté rezar, pero ya no recordaba el Padre Nuestro. Todo lo que veía era el pizarrón del instituto y su mantra diario: One day you will be American.
Revisé los contactos de mi celular: varios chilenos, todos inútiles, dos amigas hispanas, un pseudo boyfriend belga, una ex jefa polaca. Nadie me podía ayudar. Desesperada, se me ocurrió invocar al autor de Moby Dick y rogarle que Teddy apareciera, vivo o muerto, en su plaza.
Una hora más tarde, algo similar al diseño de mi salvación me persiguió al bajar por West Broadway. Le daría la llave a Jennifer. Le diría que todo estaba ok, que Teddy dormía en su camita en el baño de visitas (y que, por favor, no lo despertara si no quería acallar sus ladridos con espray sedante), le dejaría el vodka a la vista, y me despediría dejando la puerta de salida sin cerrar. Al día siguiente o tal vez esa misma noche, Jack o Paul me llamarían y al otro lado del río, separada por un puente que jamás cruzaban, yo me demostraría tan sorprendida como ellos de la súbita desaparición de Teddy. Tal vez su vecina había bebido y dejado la puerta abierta al salir. Maybe. ¿Cómo saberlo?
¿Habían alertado a la policía?
A mediados de julio aparecieron nuevas ofertas de perros para pasear. Me inventé alergias caninas. Pánico a las mordidas. Artritis en las manos. Durante tres semanas atendí las mesas de un diner de Williamsburg donde la gente comía pato francés escuchando The Clash a todo volumen, y todos parecían felices de gastar su dinero demostrándose a sí mismos y a los demás lo excepcional que era ser joven, artista, y vivir lejos de las Valeskas de Queens y los yuppis con perros de la city. Una noche me encontré con un antiguo alumno mexicano lavando platos.
Hola, teacher, me sonrió, ofreciéndome un rabanito. Nunca me comí el rabanito.
Con los tips ahorrados en el restaurant, sobreviví algunas semanas, sin verme obligada a subarrendar mi sofá a algún desconocido ansioso por vivir en Williamsburg. Corté mi cuenta de Netflix. Dejé de usar el aire acondicionado. Reduje mi alimentación a brotes de alfalfa, pierogi polacos de queso con espinacas y botellitas de vodka polish.
A veces soñaba que Teddy estaba esperándome en la plaza, desnutrido y sucio. Otras, creía reconocer sus ladridos resonando en alguna calle y me tranquilizaba pensando que debía haber encontrado nuevos amos, tal vez incluso heterosexuales.
En vísperas de otro arriendo por pagar, suspendí mis ingestas desproporcionadas de vodka y volví a revisar las ofertas de trabajo del sitio web Craiglist. Los traductores podían irse todos a China. Nueva York sólo necesitaba gente que se hiciera cargo de perros y niños. Dejé pasar algunos días. La sola posibilidad de tener que volver a Chile, con mi pequeño fracaso alienígeno a cuestas, me agitaba la sangre. Al descubrir que me quedaban ochenta y nueve dólares en la cuenta, llamé al número de Elio Rocamadour, un chico de cuatro años que necesitaba una babysitter por el verano. Sólo por el verano, aclaraba.
Elio tenía tres cosas a su favor: era francés (no tenía que sacarme los zapatos al entrar a la casa ni comer comida congelada), vivía en Chinatown (lejos del fantasma de Teddy) y pagaban quince dólares la hora.
Con un par de semanas de trabajo, calculé, me alcanzaba para volver a encender el aire acondicionado y algo más.
—¿Es cierto que habla usted francés? —me preguntó su papá, Henry Rocamadour, durante nuestra primera entrevista.
Al verme entrar, Elio se escondió debajo de la mesa de la cocina.
—Leo más que hablo y entiendo menos de lo que leo. Pero si su hijo me dice que tiene soif no voy a pasarle una bolsa de candys.
—Quiero que Elio aprenda español.
Respiré con cierto alivio. Después de todo, seguía trabajando en el área docente: ahora era profesora particular bilingüe.
—Genial. ¿Nos ponemos... debajo de la mesa? —me reí.
—Sáquelo a la calle, necesito trabajar en casa.
Entendí la instrucción.
La casi totalidad de los doscientos metros cuadrados del loft eran suyos; un enjambre de fotografías, carpetas, papeles, luces y asuntos artístico-laborales de Henry. Me contó, sin que yo manifestara demasiado entusiasmo, que hacía fotoarte.
Antes de que se animara a mostrarme su book, me alejé de su mesa de trabajo y pasé el resto de la tarde intentando sacar a Elio de su escondite. Tenía un pelo color avellana, crespo y desordenado, más amigo de la almohada que de las peinetas. Sus ojos grandes parecían ocupar casi la totalidad de su cara.
Al día siguiente me fijé que a un costado de un closet brillaba algo similar a un violín. No recuerdo si siempre brillaba, pero esa vez la luz se filtraba desde el norte de Canal Street a través de los techos, hasta rebotar en sus cuerdas como si fueran la escama de un pez. Henry se percató de mi súbito interés.
—Le he dicho mil veces a Elio que no lo saque de ahí —dijo guardando el instrumento en su caja. Le pregunté de quién era el violín. Por primera vez mencionó el nombre de Marianne, su esposa, quien se encontraba en Francia de vacaciones.
—Nunca he ido a París —comenté, pero no pareció interesado en mi falta de mundo y siguió buscando al niño.
Corrió una cortina de terciopelo azul instalada en la mitad del living y entonces, sobre un pequeño colchón a maltraer, apareció Elio. Me miró como un conejo frente a un rifle.
—¿No vas a decirle bonjour a María?
Mi rutina de María la babysitter no era demasiado distinta a la de María la paseadora de perros. Tenía que sacar a Elio de su casa tres veces a la semana, de doce a seis de la tarde. Darle de comer. Llevarlo al baño a hacer pipí (el sucio Mc Donald’s de la calle Canal era muy práctico para eso). Jugar con él en algún playground. Entre una actividad y otra, nos entreteníamos mirando ranas muertas —y también vivas— en las pescaderías de Mott o sorbeteando los helados de litchi de la Chinatown Ice Cream Factory. Cuando el calor boicoteaba nuestra alegría de vivir, nos refugiábamos en el aire acondicionado del cine Sunshine, donde, si eras más vivo que los boleteros (la mayoría estudiantes endeudados con iPod), podías ver dos películas por el precio de una. Nunca salíamos de Downtown y no teníamos idea de cómo transcurría el verano arriba de la calle 14.
Al cabo de varios días juntos, Elio ya no me miraba como un conejo frente a un rifle y yo tampoco le apuntaba mis desgracias.
A diferencia de Teddy, era recatado y soportaba sin espasmos los múltiples estímulos de la ciudad. Nada lo alteraba. Ni las bocinas de los taxis ni las aglomeraciones de gente. Antes que jugar con otros niños en alguna plaza, prefería acompañarme a mirar “juguetes para adultos” a Babeland o sentarse a mi lado a hojear diccionarios en la librería Strand. Gracias a mi baja estatura y su actitud atemporal, parecíamos dos niños gigantes o dos adultos enanos. Quizás porque nunca había tenido una pareja, su compañía me hacía feliz de la manera más estúpida (risas sin motivo, compulsiones de ideas de regalos, arranques de abrazos injustificados), demostrándome lo que ya sospechaba: la vida de a dos era una fiesta permanente. Al llegar a casa la celebración desaparecía y volvía a ese mismo rincón sombrío donde lo único real éramos yo y mi cama de una plaza, yo y mi cucharada individual de helado, yo y mis capítulos de la nueva serie de moda.
Había algo que le faltaba a mi casi perfecta relación con Elio, pero no sabía qué. Tardé varios escapes más a Babeland y Strand para darme cuenta de qué se trataba: desde que nos habíamos conocido, no le había oído decir una palabra.
Cuando le hice notar esto a Henry, tomó al niño por los hombros y lo retó largamente en francés. Gracias a mi corto training como intérprete, entendí al instante sus dichos. En resumen, el niño no abría la boca desde que su mamá se había ido de vacaciones. ¡Pero su voto de silencio no la iba a traer de vuelta! ¿Por qué no maduraba de una vez? ¡Si se empecinaba en hacerse el interesante, María (es decir, yo) se iba a ir!
Esa noche Elio se quedó dormido antes de que le contara el cuento. Al irme, llovía torrencialmente. Esperé en silencio y a oscuras en la cocina que la última shower pasara antes de bajar a la calle. Al verme ahí parada Henry tuvo un sobresalto seguido de una explosiva carcajada. Nunca lo había escuchado reírse y, viniendo de un francés, me asustó tanta euforia.
—¿Vous voulez du vin rouge? —dijo entonces.
Acepté sólo porque nadie me daba algo gratis desde hace mucho tiempo. Intenté saber algo más de la madre de Elio, pero él prefirió desviar la conversación a si el vino chileno era mejor que el argentino.
A la mitad del vaso, me preguntó si tenía boyfriend. Al final del último sorbo, preferí dejarlo todo ahí y salir a mojarme.
La ciudad estaba llena de gente que le conversaba a sus mascotas. ¿Por qué yo no podía hablarle a un niño? Durante nuestras caminatas por Broadway —a Elio le gustaba parar en un café que tenía “todas las revistas del mundo”, porque allí encontraba una publicación sobre antiguas locomotoras que hojeaba al derecho y al revés—, le conté anécdotas de mi vida; cómo mis padres me habían malcriado siendo hija única (en mis veraneos en un condominio de El Tabo siempre había un solo flotador en la piscina); mi primer aterrizaje en 1999 en la casa de una tía en New Jersey cuyo marido ítalo-americano, Tony, mantenía los sillones del living cubiertos en plásticos para que no se mancharan; mis muy variados desafíos profesionales en el American Language Center, llámese sacudir hombros de alumnos dormidos o volverme inmune al olor a sopa china; mis aventuras con el travieso e hipersensible Teddy, otro “niño” al que había cuidado con anterioridad a él. Por la manera en que me escuchaba, comprobé que Elio ya estaba acostumbrado a que lo tratara como un adulto (y no como una mascota), y un día me sorprendí preguntándole qué debía hacer con el belga que no respondía mis llamados. Era por lejos la relación más larga de mi vida (seis horas semanales, cinco semanas), pero al igual que Teddy y otros seres que me había cruzado en la ciudad, tenía la secreta capacidad de desaparecer de un día para otro.
—¿Quieres casarte conmigo?
El calor hacía que mi mente reaccionara con retraso a todo lo que sucedía a mi alrededor, ya fuera el cambio de semáforos en la calle o el suceso, inesperado, casi gravitante, de escuchar por primera vez a Elio hablarme.
Eso, más el hecho de que a mis veintiséis años nunca me hubieran hecho ninguna petición amorosa de nada, casi me botó de la silla de nuestra heladería favorita. Le dije que aceptaba su atrevida proposición matrimonial con una condición: que me llevara a conocer París.
—Podemos casarnos arriba de la Torre Eiffel —sonrió levantando los ojos hacia el bosque de sus rulos.
—Trato hecho —le tendí la mano—. Apenas consiga mi greencard nos vamos a Europa. Bush y su war on terror se pueden pudrir, ¿n’est ce pas?
—¿Sabes? Yo duermo con los ojos abiertos igual que Bin Laden.
—¿Totalmente abiertos? —asintió clavándome sus pupilas encima—. Eres la primera persona que conozco que hace eso... aparte de Bin Laden. ¿No te cansas?
—Ehm, no. Así puedo ver cuando vuelve mamá y asustarla antes que ella me vea.
—Niño pillo —suspiré—. ¿Y logras hacerle pasar susto?
—Oh, sí, ¡mucho!
—That’s funny —sonreí.
—Tenemos que contarle a mamá de nuestra boda. ¿Puedes conseguir su número?
—¿No hablas con tu mamá?
—No mucho —movió nervioso las rodillas debajo de la mesa—. En realidad, nunca.
—Es cosa de pedírselo a tu papá. Fácil. Pero, por favor, no le cuentes lo de nuestro matrimonio por conveniencia.
Los grandes ojos del pequeño Elio absorbieron toda la luz del día de una vez.
—Yo no hablo con papá, estoy enojado con él.
Gracias a un par de intrusiones en el computador de Henry, me enteré del verdadero significado de las “vacaciones de Marianne”.
Los días posteriores a mi triste hallazgo, no volví a mencionar lo de nuestro matrimonio. Intenté en vano explicarle que no era mi culpa si aún no conseguía ubicar a su madre, hasta que dejé de comportarme como María su prometida y volví a tratarlo como María la babysitter.
Le hablé, intentando distraerlo, sobre otros pasajes inéditos de mi vida (inéditos porque no se los había contado a nadie), como mi doctorado en asesinato de ratones, una especialidad que ninguna universidad impartía y sólo se obtenía viviendo en Brooklyn. También le mencioné algo sobre mi último cumpleaños, celebrado a solas en el esplendor de un evento íntimo llamado “Once-comida” o Eleven-dinner vía skype con mi familia allá en Ñuñoa.
—¿Qué deseo pediste? —habló al fin Elio.
—Eso no te lo puedo decir.
—¿Tener un novio de verdad?
—No.
—¿Volver a Chile?
—Eso jamás.
—¿Qué, entonces?
—Hay cosas que no se dicen a nadie.
Mi remordimiento por la suerte de Teddy ya no me quitaba el sueño y mi añoranza del belga había sido reemplazada por un platónico intercambio de miradas con mi vecino enfermero, un joven hindú a quien espiaba desde mi ventana (omití lo del uso de mi juguete Babeland).
Elio me escuchaba con vago interés, las manos en los bolsillos de sus shorts a cuadritos, los rulos al aire.
Su renovado silencio me preocupaba. No quería que se convirtiera en uno de esos adolescentes melancólicos que deambulan por la ciudad, conscientes de que su infancia fue sólo un comercial en medio de sus vidas. ¿De qué les servía haberse criado hablando dos o tres idiomas, visitar el Guggenheim por las tardes, escuchar a su madre tocar violín, distinguir la comida pekinesa de la de Shangái, si la persona más importante de su vida no contestaba el teléfono?
—Elio quiere ir a Coney Island —Henry levantó una ceja encima de sus portafolios.
—¿Ah bon? ¿Fue idea de él? ¿Le ha hablado? —dijo con ese tonito francés, amable y a la vez cínico.
—Sí —mentí. En realidad, sólo me había mostrado una foto donde aparecía junto a Marianne posando frente a la célebre montaña rusa del parque de diversiones.
Henry sonrió satisfecho debajo de su barbilla; no había logrado acostarse con la babysitter de su hijo pero al menos no estaba botando su dinero.
Tomamos la línea express Q hasta el popular balneario ruso. Durante el largo trayecto, Elio apoyó la cabeza sobre mis rodillas y se quedó dormido. Intenté dormitar en mi asiento pero sólo conseguía pensar en Marianne.
Una vez en Coney Island, caminamos en dirección al borde costero.
No había un espacio neutro a la vista. Todo parecía exageradamente brillante y desproporcionado, desde los letreros de puestos de burgers, hot dogs, piña colada y choclo a la mexicana, hasta los freaks shows que anunciaban espectáculos de niños sin cabeza y las ratas más grandes del planeta. El tiempo parecía avanzar al revés en Coney Island y eso me gustaba.
Nos quedamos contemplando Cyclone, la antigua montaña rusa de madera. Elio me miró.
—Olvídalo, tengo vértigo —dije. Elio suspiró, achinó los ojos, molesto por el sol—. Pero soy una gran nadadora.
Arrastré a mi prometido por la arena. Atravesamos un gentío formado por ex presidarios con el cuerpo tatuado, tipos destruidos por el crack que escuchaban reguetón a todo volumen y obesos white trash devoradores de alitas de pollo con ketchup.
Cada vez que nos llegaba el sonido de los carros de Cyclone desde atrás, Elio se giraba como buscando algo. Me fijé en una mujer-ballena de unos cincuenta años y sin dientes, que le daba cucharadas de mantequilla de maní a quien imaginé que era su hijo.
En un momento dado, la mujer se guardó la cuchara entre los pechos, tomó al preadolescente del cuello y lo besó en la boca.
Al llegar a la orilla de la playa encontramos a los verdaderos niños de Coney Island. Saqué dos toallas, una botella de agua y mi celular a la vista, por si Henry llamaba. A los pocos minutos, Elio se puso a jugar con unas mellizas afroamericanas con trajes de baño de princesas. El juego consistía en que él era un pedazo de pollo que ellas debían cubrir como nuggets. Mientras se entretenían en su fantasía chatarra, hojeé un nuevo ejemplar de Star Magazine.
Debía ser maravilloso tener un novio y que un paparazzi te fotografiara junto a él en la playa. Saqué mi camarita.
—¿Una foto? —le propuse a Elio al verlo tapizado en arena. Me tendí a su lado y disparé.
—¡Ahora, al agua!
Elio se paró y se sacó el traje de baño, quedando desnudo.
—¿Pas de maillot de bain? —exclamé. Levantó los hombros, se miró el pene—. ¡Cómo se nota que eres francés!
Rápidamente lo tomé de la mano y corrimos a darnos un chapuzón. Nunca me había bañado en ese mar turbio acompañada, y al flotar uno al lado del otro, me vi presa de un ataque de risa.
El resto de la tarde Elio se entretuvo excavando un Holland Tunnel con las mellizas afroamericanas mientras yo intentaba camuflar con crema el olor a desagüe industrial de mi piel. Por un momento extrañé no estar en alguna playa con cochayuyo y conchitas de mar. Pero la nostalgia duró apenas un minuto y el futuro volvió a ocupar su lugar principal.
Después de labour day, empezaría todo de nuevo: enviaría mi currículum a Naciones Unidas, a las más de doscientas agencias de idioma que había en Manhattan, a los departamentos hispanos de universidades y colleges hasta ir descendiendo poco a poco a academias sin patentes, escuelas públicas, municipios sin plata, ONG non profit, institutos fantasmas. Volví a mi lectura. Jennifer Anniston ahora contaba cómo Brad Pitt le había pedido matrimonio.
¿Recordaría yo algún día la proposición del pequeño Elio en una heladería de Chinatown?
Cuando despegué la vista del papel, todo lo que encontré al frente mío fue un hoyo en la arena. Las mellizas comían hot dogs debajo de un quitasol envueltas en sus toallas de princesas. Me precipité a preguntarles por Elio. Cada una de mis preguntas fue devuelta con un reiterado nope.
Corrí hacia el mar y quedé con el agua hasta las rodillas. Repasé su superficie marrón, creyendo ver una mano o un pie flotando en alguna parte. Nada. Traté de calmarme. De ahogarse, alguien se habría dado cuenta. Rastreé la orilla de la playa gritando una y otra vez el nombre de Elio.
Ningún niño con balde había visto a un chico desnudo.
De pronto, los pies se me enterraron en la arena como en baldes de cemento fresco. En medio de quitasoles y toallas, el espectro de mi vista se redujo a un grupo de gaviotas picoteando restos de papas fritas en los tarros de basura. Quise ser una de ellas.
“Dime qué pediste de deseo de cumpleaños, ¡dime!”.
Segundos más tarde, volví a escuchar el sonido de los rieles de madera de la montaña rusa. Levanté la vista hacia el parque de diversiones. Sin pensarlo más, corrí a los juegos.
Llegué a la entrada de Astroland transpirada.
Me acerqué al boletero, un hombre gordo prensado en una estrecha polera de marinero.
—No la entiendo, miss, repita —me dijo. Tartamudeaba demasiado. Mi corazón parecía a punto de saltar al vacío. Respiré hondo y al fin logré hilar algo gramatical.
—A boy.
—¿Cree que soy tonto? Los niños de esa edad no pueden subir a menos que estén acompañados. ¿Qué ropa llevaba?
—Ninguna.
—¿Es usted su madre?
—No, la babysitter.
Me devolví a la playa, derrotada, rogando encontrar a Elio desnudo frente a su Holland Tunnel. De pronto, al verme rodeada de esos adultos torcidos que había visto por primera vez, pensé que algo feo, muy feo, horrible, incluso inimaginable, podía haberle ocurrido. Caminé sin rumbo maldiciendo el matrimonio de Jennifer Aniston hasta que sentí que la arena ya no me quemaba las plantas de los pies.
Una vez más intenté pedirles ayuda a las mellizas. Ahora comían sandía y me miraban con ojos ávidos de más espectáculo.
—¿De verdad no saben dónde se ha ido? —Un silencio—. ¿No les dijo nada?
Risas.
—Sí —admitió una de ellas con aire distraído—, me trató de tonta porque le eché arena en un ojo.
—¿Eso es todo? —insistí.
Las palabras se me deshacían cada vez más bajo una espuma de saliva.
—También dijo que iba ir a buscar a su mamá para acusarnos —agregó la otra—. Tú no eres su mamá, ¿verdad?
Una de las mellizas creía que Elio se había ido hacia la izquierda en dirección a un roquerío; la otra, hacia la derecha donde se avistaban unos puestos de comida rápida.
La playa estaba cubierta de gente como de una capa de hormigas de colores. Sin perder más tiempo, saqué el celular de mi bolso y marqué el 911.
—Hola, ¿cómo lo puedo ayudar? —repitió una voz al otro lado de la línea.
No pude despegar la lengua del paladar. Colgué. Tomé un sorbo de agua tibia. Volví a marcar. Mi pulso disparado me impedía sostener el teléfono en la mano. Tampoco estaba segura de estar viendo bien. Era como si la luz hubiera aumentado de potencia.
¿Sabe cuántos niños desaparecen diariamente en Nueva York? Tiene que ser más precisa, miss.
Sentía las mejillas irritadas y tibias, a punto de estallar. Di vuelta el resto de la botella de agua sobre mi cabeza. Repetí lo ocurrido sin saber lo que decía.
Las instrucciones del 911 fueron claras. Quédese donde esté. Nosotros nos encargamos de rastrear la playa, ok? Did you hear me?
Ya no escuchaba nada. Maullé algo parecido a un lamento felino. Caí a la arena. Mi boca se llenó de saliva.
La adrenalina de los minutos anteriores se carbonizó bruscamente en un soporífero cansancio. La sensibilidad de mis extremidades fue desapareciendo hasta que me vi inmovilizada. No sé cuánto rato estuve así, muerta.
El ruido de un avión despegando sobre mi cabeza me devolvió a la vida.
De pronto, me vi sentada al lado de una de esas ventanillas, mirando cómo la isla abajo se hacía cada vez más insignificante. Todo se iba achicando, las calles, los rascacielos, el pizarrón donde cada día la profesora Dragowski escribía: One day you will be American.
—¿Necesita rellenar algún papel a su ingreso a Chile? —me sonrió una azafata.
—No, soy chilena.
—¿Su nombre?
—María.
—¿María y nada más?
—María Soledad en realidad.
Revisé la bolsa con los regalos del duty free que iba a repartir entre mis padres, tíos y primos a mi llegada. Todo estaba en su lugar. Perfumes, miniaturas del Empire State, jockeys de béisbol. Sonó el celular.
—¿María? —dijo una voz en inglés.
El vuelo se detuvo por un segundo. O eso creí.
—Sólo te queríamos decir que lo encontramos.
—¿Perdón? —me aclaré la garganta.
—¡Teddy! Rasguñó la puerta de casa esta mañana. ¿No es una buena noticia?