Narrador, igual que la mayoría, había comenzado con las letras vocales. Fue su amigo Poeta quien lo inició en el mundillo: primero le presentó la letra a, luego vino la e, la i, la o, y por último, la u, la más difícil de conseguir. Poeta tuvo que pedirle a Personaje, un amigo de ambos, que se la fuera a buscar. Personaje estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por Narrador, incluso meterse en Diccionario, un barrio re jodido. Entró allí a la noche, cuando abrían las bocas, y le preguntó a un pibe que se estaba encajando una z por la nariz dónde podía pegar una u.
—Fácil, cabeza, con el Flaco Vocales, por el pasillo de allá. Mandate nomás —le dijo, señalando un pasaje oscuro y angosto. Antes de que arrancara, el pibe de la z le preguntó si le sobraba algún paréntesis para estirar la noche, a lo que Personaje, que estaba bastante cagado pero no lo demostraba, contestó que no, y se deslizó por el pasillo hasta llegar al final. Allí se encontró con un hombre sin dientes sentado en una silla. “¿Cuánto queré, pibe?”, le preguntó. Personaje contestó que cuatro, le dio el dinero, concretó la transa sin problemas y volvió hasta donde estaban Poeta y Narrador.
Esa misma noche se sentaron en una plaza a degustar lo que habían comprado. Al poco tiempo a Narrador le dejaron de hacer efecto las vocales solas y empezó a mezclarlas: la a con la i, la o con la u, y viceversa. Después sintió que combinar las vocales no bastaba, por lo que le pidió a Personaje que se metiera a Diccionario a pegar unas consonantes. La posesión de consonantes era un tema más complicado. Los botones del lenguaje, si te agarraban con alguna, te cagaban a palos. Podías llegar hasta a comerte una cana si andabas con mucha cantidad. Encima, eran más difíciles de encontrar, dos por tres había sequía y su precio subía hasta las nubes.
—Es la ley de la oferta y la demanda —le explicó a Personaje el Loco Acento, un transa y reconocido barra brava de los Chicago Boys que tenía un tatuaje tumbero de Milton Friedman en el brazo. Personaje se había metido en uno de los lugares más peligrosos de Diccionario para conseguir unas j. Terminó transando el reloj de su viejo. Después de comprar y de meterse las letras dentro del calzoncillo (que tuvo que acomodarse varias veces porque los ganchos de la j le pellizcaban los huevos), para que no se las descubrieran si lo paraban y revisaban, caminó medio paranoico hasta la casa de Poeta, que estaba esperando con Narrador. Cerraron las persianas y peinaron en la mesa de vidrio tres j con tres i. Alcanzaron un delicioso pegue de verborragia y lengua entumecida. Mantuvieron esa combinación de j e i durante un año. Sólo curtían los fines de semana. A veces, para variar, se metían una j con una o debajo de la lengua y disfrutaban así de un viaje de sonido expansivo, alucinado. Otra veces, cuando ya amanecía, se mandaban unas j con unas a para bajar del jijiji o para aumentar el pegue del jojojo. “Las llevamos rica”, se decían entre ellos, aunque ninguno se imaginaba lo que vendría.
Una noche de invierno Poeta se cortó solo, hizo una combinación rarísima de palabras y se dio vuelta chutándose simbolismos en el baño de su casa. Lo encontró su novia Cuento —una mina bajita y encantadora con la que se había peleado y había ido a su casa a recuperar unas metáforas y alegorías— temblando con una aguja de tinta negra clavada en su brazo, con los ojos en blanco y recitando versos en idiomas desconocidos. Murió a las pocas horas en el hospital público por sobredosis. Lo enterraron en el cementerio de los poetas malditos. Narrador se asustó por la muerte de su amigo y achicó. Personaje, como siempre, siguió sus pasos. Pero Narrador necesitaba alejarse de él y de todo su entorno y decidió ir a una clínica de rehabilitación en el campo.
En la chacra donde se internó había una fauna variada: desde un pendejo disléxico que en lugar de fumarse una s se fumó una z por error y se dio vuelta como una media, hasta Agudo, un plancha gigantesco y temperamental que había pasado la mitad de su vida guardado en cana. El tipo abusaba de las k desde chiquito, se le habían instalado entre los pliegues del cerebro y formaban parte de su personalidad. De todas maneras, era bastante simpático. “¿Ke hacés, kpo?”, lo saludó a Narrador cuando lo vio por primera vez.
El interno más complicado era una mina. Esdrújula se llamaba, una punky flaquita y desequilibrada que le encantaba chupar la pija. Narrador tuvo onda con ella enseguida. Fue Esdrújula quien le cagó la recuperación después de dos meses de estar limpio.
En una de las salidas de fines de semana que les permitían hacer a los pacientes con más tiempo, Esdrújula se metió una y, una w y una i en su culo huesudo —con punto y todo— para ingresar a la clínica. A la vuelta pudo pasar las letras con éxito e invitó a Narrador a encajarse con ella en el baño. Narrador primero le dijo que no, pero le vinieron unas ganas de cagar irresistibles debido a la fisura y terminó aceptando. Fueron al baño y peinaron la i en la tapa de un disco de Esdrújula, una banda punk que le rendía culto al escupitajo y a prender fuego a las instituciones, algo que Narrador odiaba porque le parecía estúpido. Él prefería lo intimista, el placer de incinerarse por dentro en vez de perder el tiempo en hacer protestas inútiles e hipócritas. Tras haberse encajado, Esdrújula le agarró la chota y empezaron a garchar en el piso del baño. Gritaba como una loca. Narrador le quiso tapar la boca con la mano, ella se la mordió con fuerza —hasta hacerla sangrar— y siguió gritando con mayor intensidad, lo que llamó la atención de los operadores, que patearon la puerta y los encontraron ahí, en plano acto. Los terminaron echando.
Ya en la calle, Narrador dejó a Esdrújula. La recaída le había generado un sentimiento de culpa casi insoportable. Quería parar de verdad, buscó alternativas y acudió a un grupo de ayuda para personas que tenían su mismo problema. En su primera reunión, una docena de adictos a las letras le dieron la bienvenida.
—Botija, el problema no son las letras, el problema sos vos, que tenés el botón de pare roto —le explicó uno de ellos, que era nada menos que el Viejo Relato, un veterano que lo conocía del barrio y que fue uno de los primeros traficantes que trajo los tildes al país. Los traía escondidos de Europa en un libro, una novedad en su época. Se hizo famoso por eso, por eso y por poder robar autos hasta con los ojos cerrados. Un día, sin embargo, había desaparecido del mapa. Ahora Narrador entendía por qué.
—Tenés que alejarte del entorno, de los vagos del barrio. Y este es un programa de abstinencia completa, nada de la mariconada de reducción de daño. Sos adicto, botija, ni un guion corto te podés encajar —le dijo a Narrador, que siguió todas las sugerencias que le dieron. Y así se mantuvo limpio dos meses, tres meses, cuatro meses... un año. Llegó la celebración en el grupo por haberse cumplido el primer aniversario, un verdadero milagro que, se decía, era mérito de todos. La alegría de Narrador era tanta, su vida había cambiado de tal manera y se sentía tan feliz por su abstinencia y su recuperación que, al día siguiente de haber festejado su sobriedad, compró unas letras para celebrar como era debido (había conseguido, a través de uno de los operadores de la clínica en la que estuvo, un delivery que se las llevaba a su casa). “Después paro de vuelta, total”, se dijo a sí mismo. Esa noche se encajó la cantidad que no había consumido durante todo el año anterior. Consumió tanto que terminó mirando por el ojo de la cerradura de su apartamento. Observaba en el pasillo vacío y oscuro sombras que lo vendrían a buscar y lo arrastrarían hacia un sinsentido absoluto, hacia un lugar carente de lenguaje donde no existiría la palabra muerte —ni la muerte—, tan sólo una nada primitiva, aplastante y brutal. Tenía la certeza de que el viaje hacia esa nada ocurriría en cualquier momento y que ese destino era algo inexorable. Nada más tenía que esperar y estar atento a los ruidos reveladores, a los símbolos que flotaban en el aire y se posaban en la paredes, en su piel. Así se pasó varios días, pidiendo letras por teléfono, meando en una botella para no tener que ir al baño (quién sabe lo que se podría esconder ahí), arrastrándose desde el ojo de la cerradura hasta abajo de la mesa, donde se encajaba.
Incluso lleg— a hacer algo que hab’a jurado no hacer nunca: consumir palabras en inglés: fuck! pasó por el frío de la aguja y circuló por sus venas a toda velocidad haciendo desaparecer el dolor de toda una vida más el dolor de haberse encajado de vuelta. El dolor resurgiría después del pegue, multiplicado por mil, renovado. En un último pedido de ayuda autodestructivo, Narrador se chutó unos ideogramas chinos que intoxicaron su cerebro y apagaron de un paro su corazón. El día que se enteró que Narrador había muerto, Personaje, que ya andaba perdido sin la compañía de su amigo, tuvo un ataque de ira y destruyó el departamento donde vivía con su padre. Los vecinos llamaron a la policía y él se agarró a las piñas con los milicos que lo fueron a buscar. Lo internaron en un psiquiátrico y unos médicos déspotas lo empastillaron hasta convertirlo en un ente que babeaba. Su padre lo iba a ver los fines de semana. Sus visitas dolían más que las inyecciones que le daban para tranquilizarlo. Vinieron los choques eléctricos de literalidad. A diferencia de los otros, que repetían que las voces les decían que hicieran cosas, Personaje insistía en que había dejado de escuchar la voz que le daba vida, que le decía qué hacer, adónde carajo ir. Al poco tiempo se ahorcó con una sábana sucia en el comedor del psiquiátrico. A los dos los enterraron al lado de Poeta. A veces, los domingos (porque siempre son los domingos) sus familiares y amigos los van a visitar, dejan un puñado de flores en sus tumbas y lloran. Sólo lloran. Jamás pronuncian una puta palabra.