Era tarde de sábado, y el barco avanzaba por las aguas ácidas del Río Negro con un sustituto al timón. Después de dejar el puerto de Nova Airão, la primera parada desde la salida, en Manaus, el piloteiro (como se llama a los que navegan por los ríos amazónicos) Zé Nunes Nascimento dejó la cabina de comando, en el segundo de los tres niveles de la embarcación, para sentarse en una silla de plástico en la cubierta, con la boca abierta frente a una pequeña fábrica de prótesis improvisada. Allí recibió las piezas bucales que le devolvieron los dientes a su sonrisa, que es el movimiento más espontáneo de su rostro. En 20 años de actuación, era la primera vez que el dentista y técnico Moisés Almeida contaba con platea para ejercer su oficio. El rumor empezó en el comedor y se esparció por todos los rincones del vehículo flotante: Zé iba a ponerse los dientes. El público no tardó en formarse para observar la escena del piloteiro recibiendo un espejo, abriendo los labios con timidez y encontrándose con los dientes postizos reflejados. Dejó escapar una sonrisa ligera, más comedida que la natural, mientras los espectadores vibraban, tanto o más impactados que el protagonista.
—Esto es increíble. Me emociono —decía Tania Lettieri, mostrando los pelos del brazo erizados. La escena se repetiría 106 veces más en aquellas dos primeras semanas de abril. Por primera vez, la expedición de los Doutores das Águas, una organización no gubernamental que lleva atención médica y odontológica a poblaciones costeras de la Amazonia, decidió incluir prótesis dentales entre los servicios ofrecidos. En los últimos años, habían realizado miles de limpiezas, restauraciones y, principalmente, extracciones de dientes. El siguiente paso era la rehabilitación dental de los pacientes. Un trabajo que en São Paulo lleva entre cuatro y seis semanas, en los confines de la Amazonia el dentista lo hará en apenas un día —algo imposible a primera vista—.
Aunque le diera un poco de desconfianza, Moisés —o Moses, como fue apodado por los compañeros en el barco— decidió cancelar la agenda en la capital paulista y embarcarse en el proyecto social de manera voluntaria, como los demás 54 participantes. El objetivo era hacer tres prótesis en cada una de las diez comunidades visitadas. Al final, fueron más de diez cada día.
—Imaginate para una persona que no tiene dientes, sin haber masticado por 20, 30 años, recibir una prótesis y poder sonreír y comer. Su felicidad cuando les entregamos las prótesis es una cosa tan bonita que el cansancio desaparece como por arte de magia y sólo queremos hacer más y más prótesis —recuerda Moisés, que en los últimos días sufrió deshidratación por trabajar alrededor de 12 horas al aire libre en la cubierta, bajo la humedad calurosa de la floresta.
Elegido para estrenar el proyecto de prótesis, Ze Nunes tiene 61 años, la mayor parte de ellos navegados por los ríos de la Amazonia. Descifra las señales de tránsito en los recodos, en árboles de la orilla que, en esta época de lluvias, están sumergidos en el agua dejando apenas la copa a la vista, y busca a ojo el camino correcto cuando el río se desmembra en brazos que conducen a diferentes puntos de la selva. Fue por allí que él guió, por séptimo año, la expedición de los Doutores das Águas.
Durante 17 días, 55 voluntarios, entre médicos, dentistas, enfermeras, farmacéuticos y profesionales de las más diversas áreas, venidos de diferentes rincones de Brasil (aparte de un francés, dos suizos y una uruguaya), recorrieron 13 ríos para llevar, de manera voluntaria, salud y recreación educativa a 1.661 personas de 29 comunidades costeras en una porción de selva diseminada en los estados de Roraima y Amazonas. Además, a las comunidades adonde el barco atracaba cada día, llegaban moradores de otros 19 lugares cercanos.
Y no se trata de pacientes convencionales. Buena parte de los seres humanos más intrigantes del mundo viven a lo largo de esa floresta. Habitantes de las orillas de las que corren en medio de la selva, los ribeirinhos son nordestinos que comenzaron a poblar la floresta a mediados del siglo XIX. En aquella época, unas 500.000 personas se trasladaron a la región norte para trabajar en la extracción de látex de las seringas —una época conocida como Fiebre del Caucho—. La mayor parte de ellas había huido de la sequía del nordeste y decidió construir sus palafitos (casas de madera sobre pilares en las orillas de los ríos) allí. Incorporaron costumbres de los indígenas y se volvieron, ellos mismos, nativos de la floresta, llevando una rutina no muy diferente de la que existía centenares de años atrás. Son familias numerosas, con poco o ningún acceso a energía eléctrica y cuya principal preocupación, muchas veces, es sacar del río, cada mañana, el menú para el almuerzo. Así es la vida de la población más desconocida de Brasil.
Mucho se sabe sobre los indígenas o habitantes de regiones inhóspitas, como el sertão nordestino, pero pocas cosas son difundidas respecto de los ribeirinhos que viven en la mayor floresta del mundo, tanto que es difícil incluso estimar el tamaño de esta población. El proyecto Povos Ribeirinhos señala que existen 37.000 personas viviendo aisladas en 350 comunidades a lo largo de Amazonas, el estado brasileño más grande en área territorial. Pero también hay comunidades ribeirinhas en Roraima, Pará y Acre.
Llevar salud a esas comunidades exige una combinación de logística y recursos que el gobierno nunca consiguió materializar. Para un ribeirinho, el médico o dentista más cercano puede estar a tres días de navegación. Y eso si el tiempo es bueno.
—Hay que rezar para que no haya temporal en el camino. Porque si cae la lluvia, serán cuatro días y medio —calcula Alcione Costa, sobre la distancia desde su casa, en la comunidad de Cachoeirinha, hacia el hospital más cercano.
Si el acceso a la consulta es complicado, más difícil aun es pagar por el remedio en la farmacia, ya que la actividad de gran parte de las familias está orientada a la subsistencia, y cuentan con muy pocos recursos financieros.
—Con 200 reales conseguimos pagar la receta para los medicamentos de una persona. ¿Y qué hacemos cuando tenemos cinco o seis hijos? —cuestiona la ribeirinha.
Ofrecer mejor calidad de vida a la población ribeirinha es el objetivo de los Doutores das Águas, una organización sin vínculo con el gobierno y que cuenta con patrocinio privado. Todo empezó en 2009, cuando el médico Francisco Leão practicaba pesca deportiva en el Rio Madeira y atendió a una mujer que se quejaba de dolor en un pie. Le dio un analgésico y le indicó que lo tomara cada ocho horas, explicándole también otros usos del remedio, como bajar la fiebre de los niños. La mujer se llevó el frasquito al pecho con las dos manos, como si recibiera un tesoro.
—Le dio una felicidad tan grande que yo le dije a Mauro, que estaba conmigo: un frasco de Anador cuesta 1,50 reales y alcanzó para toda esa alegría. ¿Y si hiciéramos algo mas grande? —recuerda Francisco, al que a bordo llaman Chico.
Socio de una empresa de pesca deportiva, Mauro de Almeida Prado, hoy responsable de la parte logística de la operación, hizo la propuesta: Chico traería los médicos y los remedios, y él se encargaría de la parte práctica del viaje.
Empeñado en que la idea no quedara como un deseo extravagante, Chico reunió un grupo de médicos y dentistas, recaudó medicamentos y, al año siguiente, 2010, partieron Amazonia adentro, montando consultorios móviles en cada comunidad donde atracaban. Era la primera expedición de un viaje que pasó a atender más gente cada año. En 2015 construyeron un barco ambulante con consultorios médico y odontológico, enfermería y toda la estructura necesaria para la atención. Aparte de los profesionales de salud, un equipo de recreación, almacenamiento y distribución trabaja en sincronía para poder atender a toda la población de cada sitio.
Mientras que Chico cuida la parte médica y Mauro la logística del barco, el pescador más famoso de Brasil, Rubens de Almeida Prado —conocido como Rubinho—, coordina toda la operación. A las seis de la mañana, golpea las puertas de todas las habitaciones donde los voluntarios duermen en grupos de cuatro para avisar que el desayuno está servido y que deben comenzarse los trabajos del día. La tripulación empieza a desembarcar computadoras, sillas, lonas y otros aparatos. Como si siguieran una procesión, decenas de personas parten hacia la mejor casa de la ciudad —en casi todos los casos, la sede de la iglesia Asamblea de Dios—. Allí, con vestimentas más informales que las del consultorio y generalmente calzando Havaianas, el doctor Chico y el dentista Luciano Moura, de pies descalzos, enseñan cómo los gusanos pueden entrar en el organismo por manos mal lavadas o cómo la falta de cepillado dental deja comida para que los bichos coman los dientes hasta que sea necesario extraerlos. Todos reciben pasta y cepillo, aparte de un líquido para “pintar” de rosa los lugares donde haya placa bacteriana. Enseguida pasan al “cepillódromo”, una pileta móvil con múltiples grifos y agua filtrada del barco, donde se cepillan los dientes con orientación de los dentistas. De allí, son encaminados al registro informático, donde dos voluntarias ingresan en la computadora el histórico de todas las familias que serán atendidas. En este momento, es posible descubrir si el agua que beben, tomada del río, pasa por algún tipo de filtro, o qué tipo de baño y de piso tiene cada casa.
A partir de entonces, el movimiento en los consultorios no para hasta el final del día. Dentro del barco, cuatro médicos acceden a la información y dan inicio a la consulta. Generalmente numerosas, las familias son atendidas de manera conjunta, movilizando, a veces, a los cuatro doctores presentes. En el consultorio odontológico, donde la atención es individual, la jornada de trabajo no tiene hora de finalización. Y mientras tanto, en la cubierta, Moisés trabaja haciendo moldes, puliendo y probando las prótesis dentales que serán entregadas al final de la tarde.
La rutina es entrecortada por los cantos y por los gritos de los niños de la comunidad, que pasan el día entretenidos en juegos y actividades bajo la tutela del equipo de recreación del barco. Durante todo el día, habitantes de comunidades vecinas estacionan barcos de los cuales desembarcan decenas de personas.
La mayor parte de los niños jamás se ha visto con otro médico que no sea de Doutores das Águas. Después de que todos los pobladores fueron atendidos y pasaron por la farmacia, el barco sigue su trayecto, ya por la noche, hacia la siguiente comunidad. La cena se sirve durante la navegación. Y en la madrugada siguiente, el barco ya tocará puerto en otro sitio.
—Nosotros perdimos el derecho a parar de hacer este proyecto, porque hay quienes dependen de Doutores das Águas y no tendrán otro médico si no venimos —suele decir Rubinho.
La escena se va repitiendo en cada comunidad hasta que en Terra Preta, a orillas del Rio Xeriuiní, se encuentran los primeros perros alegres del viaje. Corren y juegan ajenos a que el generador está roto hace seis meses y que nadie dice recordar haber visto por allí un médico que no sea de Doutores das Águas. La única visita recurrente en Terra Preta es la de Lourdes Garcia: todas las mañanas viene de la comunidad vecina a traer pan recién horneado para el Armazém Vitória, bautizado así porque “fue una victoria conseguir ese espacio”. El único comercio de la comunidad tiene una pequeña variedad de productos alimenticios como leche de coco, leche condensada y enlatados, aparte de Havaianas y algunos productos de higiene. Chocolate casi nunca hay porque, cuando llega, tarda apenas minutos en venderse todo. Lourdes invita a entrar pidiendo disculpas:
—No te fijes en el olor a murciélago, es que la mujer que yo contrato para cuidarme el almacén deja la casa muy cerrada y ellos hacen nido —dice, señalando los nidos en el techo de la pequeña construcción de madera.
A pocos pasos de allí, doña Raimunda Silva espera su consulta bajo la sombra de una enorme mangueira que este año dio tantos frutos que los moradores no pudieron terminarlos y el suelo quedó amarillo de tanta fruta madura aplastada. A los 48 años y con una prole de 11 hijos —de los ocho a los 30 años, los más crecidos ya están esparcidos por diferentes puntos de la selva—, Raimunda está ansiosa por la consulta para sacarse la duda de si está embarazada o si está en la menopausia. La regla no viene hace tres meses y ninguna de las posibilidades sería una sorpresa.
—Si Dios manda, lo tenemos que criar —comenta, sobre la hipótesis de que sea un embarazo.
Mientras tanto, el marido, José Lopes, de 66 años y un pelo tan blanco que contrasta con el negro de su piel, está en la cubierta del barco haciendo el molde para la prótesis que sumará dientes a su sonrisa constante.
Era mitad de la tarde cuando la familia fue llamada al consultorio médico y Raimunda se sentó frente al doctor Carlos Kiffer. Aparte de la ausencia de la regla, dijo sentir dolores abdominales. Después de que el médico le explicó a Raimunda el test de embarazo, ella fue al baño y, al regresar, entregó el vaso desechable con orina a la enfermera Marinalva Souza, que preparaba la prueba en la sala al lado del consultorio, vastamente iluminada por la luz de la ventana con vistas al Rio Xeriuiní, donde había anclado el barco. Con cuidado, Marinalva puso la cinta en el vaso y la primera raya apareció en el papel, mientras el doctor Kiffer se acercaba para observar el proceso.
—Creo que esta mujer no está embarazada, doctor, pero vamos a esperar un ratito más —dijo Marinalva.
El médico y la enfermera montaron guardia al lado del vaso desechable. Parecían preparados para una espera más larga, pero la nueva raya no demoró en tomar forma al lado de la primera. —Esta mujer está embarazada, doctor. Ay, qué pena.
El regreso del médico pareció traer de vuelta a la realidad a Raimunda, que tenía los ojos en la pared, con mirada perdida.
—Doña Raimunda, usted realmente está embarazada. Vamos a pesarla y esta consulta ya va a servir como su primer prenatal. Después, va a ser necesario ir a la ciudad todos los meses para acompañar la gestación —informó Kiffer.
Marinalva ayudó a Raimunda a subir a la balanza analógica, cuyas pesas se equilibraron en 45 kilos. Raimunda volvió a sentarse en la silla del médico, con semblante preocupado. —Doctor, tengo miedo de tener problemas en el embarazo, por mi edad.
—Doña Raimunda, no voy a engañarla: la suya es una gestación de riesgo. Pero usted tiene un buen historial y tenemos que creer que todo va a estar bien en esta también. Es muy importante que vaya a la ciudad por el prenatal —la tranquilizó el médico.
A la salida de la consulta, al cruzar el puentecito de madera que une el barco con la superficie, Raimunda se encontró con Lourdes, que pareció leer la noticia en el rostro de la embarazada.
—¿Cuál va a ser este, Raimunda? —preguntó la dueña del almacén.
—El decimosegundo —respondió la mujer.
—¡Dios mío! Yo apenas pude con cuatro, imaginate 12. Mi madre peleaba conmigo porque ella también tuvo 12 y yo me quejaba de cuatro. Pero yo soy yo, y ella es ella —dijo Lourdes.
La charla siguió en las inmediaciones del barco. Lourdes recordaba cuán decidida estaba a hacerse una ligadura de trompas después del tercer embarazo. Como el traslado a la ciudad era costoso y tomaba mucho tiempo, desistió del plan hasta descubrirse esperando al cuarto hijo. Tras dar a luz a la niña, embarcó con la recién nacida a Cara Caraí, la ciudad más cercana. Recién al llegar fue informada de que para ligarse las trompas hacía falta que el marido le firmara una autorización.
—En el mismo momento, mi hermana me trajo a un amigo suyo, que me la firmó —recordó Lourdes entre risas, mientras Raimunda iba reuniendo a la familia para regresar a casa, y el marido, José, negociaba la venta de guarapo (caldo de caña, sin alcohol) a un real y medio el litro.
Aunque la llegada de la televisión haya traído nombres modernos a los certificados de nacimiento de la floresta, como Rihanna, una de las niñas atendidas en 2017, Raimunda continúa siendo uno de los principales nombres de las mujeres de la zona. En la siguiente comunidad, Tanauaú, otra de ellas aguardaba ansiosa para ser atendida: Raimunda Vieira da Silva viajó en la madrugada desde la comunidad de Palestina con un hijo, un nieto, el profesor de la comunidad y un termo de café. Como el combustible era poco, tuvieron que hacer un viaje más lento que lo habitual.
—El año pasado no pude venir y me quedé triste por meses. Recé mucho a Dios para que me diera una canoíta para poder venir este año. Conseguí la rabeta, pero no tenía combustible. Ayer conseguí un litro de diésel, así que tuve que venir despacito. Como estábamos en el sentido del río, todo salió bien —festejaba.
Doña Raimunda es capaz de conversar mucho sobre cualquier tema que no sea su propia edad. Habla de por qué prefiere vivir en la selva a la ciudad (no le gusta tener que guardar comida en la heladera, prefiere poner el pescado fresco que viene debatiéndose en la canoa directo en la olla del almuerzo), o sobre la razón por la que la mayoría de los siete hijos hombres aun viven con ella (“no tienen habilidad para conseguir trabajo”), pero se calla ante cualquier intento de averiguación sobre cuánto tiempo hace que habita este mundo.
—Ah, eso no lo sé, m’hija. ¡Eso no lo sé!
Como desconoce su propia edad, anda siempre con la cédula de identidad que presenta al interlocutor para que descifre el misterio y le informe, a ella misma, cuántos años tiene. En todo caso, no es una información imprescindible para el día a día en la floresta. Mucho más importante es saber el nombre de todos los peces que se pueden pescar enfrente a Palestina, del tambaqui al tucunare, y las recetas para preparar cada uno de ellos, todo guardado en la memoria y pasado de generación en generación. Doña Raimunda, que es sólo alegría, cambia el semblante al entrar en el barco con los dos hijos y responder a la pregunta que el doctor Kiffer repite a todos sus pacientes.
—¿Cómo se siente, doña Raimunda?
Las lágrimas corren por su rostro sin que ella consiga pronunciar palabra. Cuando recibe del médico una mirada dispuesta a entender el sufrimiento, Raimunda se queja de una gripe, falta de aire, dolor en el pecho. Pero, especialmente, de la relación con la hija que, en los últimos meses, está tan complicada que no se hablan, aun en la misma comunidad donde no viven más de una docena de familias, aun estando a pocos metros de la madre, allí mismo, aguardando en la cola para ser atendida por los Doutores das Águas.
—No puede ser que tanta gente me quiera tan bien y mi propia hija esté mal conmigo —lamenta. Debido a eso, Raimunda dice que empezó a fumar. Y hasta en la iglesia anduvo, cosa que no era de hacer. La atención que recibió del médico no es común en el sistema público de salud brasileño, y tampoco en el privado.
—En los Doutores das Águas no todas las personas que ven al médico están enfermas. Muchas veces necesitan un espacio para hablar sobre sus problemas y ver si alguien las entiende. La consulta médica es más que un ámbito para cuidar de la salud. Es, además, un espacio para escucharse. Tenemos que dedicar un tiempo de calidad para entender sus problemas y resolver sobre la mejor forma de atenderlos —explica Kieffer.
Si en la Tierra Santa de Medio Oriente, Palestina y el Monte de los Olivos están más separados por creencias que por distancias físicas, en la inmensidad de la Amazonia son dos comunidades alejadas por días de navegación. Después de atender a pobladores de Palestina en la primera parte del proyecto, una de las paradas de los médicos en la parte final del viaje es Bom Jardim, a orillas del Rio Acari, donde los espera Nadir, que vive en la comunidad Monte das Oliveiras. El barco salió de Manaus flotando por el Río Negro, cruzó al encuentro con el Rio Solimões, que origina el río mas grande del mundo, el Amazonas, navegó también por allí y llegó al Acari, una inmensa sabana plateada que se mueve como si fuera sacudida lentamente por las puntas. Es allí donde doña Nadir esperaba a los médicos desde dos días antes de la llegada del barco. Viaja con dos hijos, un nieto, el lorito Caçula y el papagayo Ricardo en un pequeño barco de pesca.
Cuando los Doutores das Águas llegaron a puerto, ella esperaba con Caçula en el hombro a que bajaran los médicos. En el césped a las orillas del río encontró a la doctora Débora Avila de Carvalho y le pidió que cuidara a Caçula mientras ella escuchaba la charla organizada para la comunidad. La geriatra que le cuidó al periquito la recibió con una sonrisa pocos minutos después dentro del consultorio, ayudándola a subir a la balanza.
—Doña Nadir, pesa 39 kilos. Son dos kilos menos que el año pasado. ¿Tendrá que ver con aquel problemita que me comentó? —preguntó la médica, explicándole la importancia de conservar el peso con el paso de la edad.
Nadir había viajado desde Monte das Oliveiras para la consulta con Débora, pero lo que encontró al llegar al barco fue aun mejor de lo que imaginaba. Como ya no le quedaban dientes, hacía años le preguntaba al coordinador del área odontológica, Luciano Moura, sobre la posibilidad de hacerse una prótesis para poder masticar. El odontólogo lo recordaba, así que bajó del barco y la encontró, como todos los años, esperándolos con cara de quien recibe una noticia muy esperada.
—¡Doña Nadir, hoy se va a hacer la prótesis!
Durante todo el día no se alejó del barco, ansiosa por subirse a cubierta para las pruebas de los dientes. Al final, recibió la prótesis con el espejito de moldura naranja, lo miró, abrió la boca todavía no familiarizada con el nuevo aparato, volvió a repetir el movimiento algunas veces y pareció que iba a pronunciar un largo discurso, pero finalmente sólo le salieron dos palabras:
—¡Muchas gracias!
Sin internet y sin que la mayor parte de los embarcados utilice el teléfono por satélite disponible, el barco sigue su trayecto e ingresa en el Rio Madeira para visitar algunas comunidades, hasta que llega al Igarapé Arara empujado por tres voadeiras, las pequeñas canoas de metal que resultan las más ágiles de la floresta, ya que el motor del barco tuvo un problema que Mauro espera arreglar en la próxima parada. Las colas son más largas que las habituales y habrá dos días de atención para que toda la comunidad más poblada entre las visitadas pueda pasar al médico. Los niños están en éxtasis porque saben que en las próximas horas los juegos y la diversión están garantizados. Adolescentes, ancianos y niños empiezan a llenar la casa construida por los Doutores das Águas enfrente al río. La comunidad no tiene internet y el único teléfono público se rompió hace meses, dejándolos sin comunicación con el mundo. Le pregunto qué es lo mejor de esta comunidad a una mujer que espera su turno para el médico.
—Nosotros mismos —responde.
Y luego agrega:
—También el fútbol que jugamos todos los días sobre las cinco de la tarde. Hay equipo femenino y masculino, todos jugamos, es nuestra diversión —explica, y luego se aparta para dejar pasar a un hombre que entra al barco buscando suturar la herida que recibió la noche anterior durante una pelea en el único bar del pueblo.
Testigo de la escena es una niña con una medalla en el cuello. Este año los dentistas les están regalando medallas a los niños que no tienen ninguna caries, pero es raro verla en personas como Francisca, de 12 años —cuanto mayor el niño, más posibilidad de que se le tenga que reparar algo en la boca—. Acompaño a Francisca a su casa mientras me explica que después de que conoció a los dentistas del proyecto sueña con seguir esa profesión. Al llegar, me doy cuenta de que la batería de la cámara se acabó, así que arreglamos para encontrarnos más tarde y hacerle un retrato. Cuando salgo a buscarla, horas después, la encuentro con otras dos chicas cerca de la cancha de voleibol.
—Estamos buscando a una más para jugar, ¿podés?
Dejo la cámara y los apuntes y empieza un partido que, como todo en Amazonia, tiene reglas propias, diferentes de las convencionales. El partido no tarda en llamar la atención de los pasantes, que piden para jugar, hasta que se forman dos equipos mixtos integrados por adolescentes y hasta abuelas, que determinan que si la pelota pasa por encima de la red, es punto —no importa que caiga fuera de los límites de la cancha—, y se divierten cada vez que no aciertan (que resulta lo más común). El partido es constantemente interrumpido para buscar la pelota dentro del río o cambiar los equipos por aspirantes a jugadores que hacen presión para entrar, mientras se organizan hinchadas de ambos lados como si el partido fuera oficial.
Decido ceder mi lugar a un local y dejo la cancha, pero me sigue un grupo de mujeres que, dicen, deben pedirme algo muy importante.
—¿Nos pueden dejar la pelota? Esa la trajeron ustedes y hace mucho que no podemos jugar al vóley. Siempre que se pincha la pelota de fútbol nos roban la de vóley, pero esa la vamos a cuidar mucho —me dice una de ellas.
A la mañana siguiente, encuentro a la misma mujer desayunando afuera de su casa, ubicada enfrente a la cuadra. Aparte de jugadora de vóley, es una de las maestras de la escuela de la comunidad. Le comento que me parece que la comunidad tiene más niños y mujeres que hombres. ¿Es sólo una impresión?
—Es que aquí los hombres se quedan tomando y las mujeres son las que necesitan salir a pescar y a cazar, porque si no no comen ni ellas ni los niños —dijo.
No hay tiempo de dudar de lo que dice porque enseguida señala a una mujer que toma unos globos infantiles que les habían regalado a los niños, cerca de un árbol.
—Aquella de amarillo es buena de puntería. Es de las mejores —afirma.
Así me acerco a Nenaídes Souza, de 35 años, embarazada del décimo hijo. Su marido anda en el bar desde el día anterior.
—La munición está cara, por eso no me puedo equivocar —dice.
Nenaídes no tiene heladera para conservar lo que caza, por eso utiliza la técnica de salar la carne. La caza jamás ha sido un placer, sino una necesidad. La semana anterior andaba con los niños en el bosque cuando avistó a un venado. Lo mató con el primer tiro y los niños la ayudaron a llevárselo a casa.
—No los matamos para vender, es por necesidad. A veces mi marido sale a trabajar por varios días y yo necesito alimentar a mis hijos. Voy atrás, pesco, cazo y pongo la comida en la mesa —explica Nenaídes.
Mientras observa a sus hijos jugar, cuenta con orgullo sobre el más grande, que se fue a la ciudad a estudiar, pone la mano en la barriga y dice que va a hacerse una ligadura apenas nazca su décimo bebé.
—Ahora ya nos conocemos. Y el año que viene, cuando regresen, vas a ver a mi hijito —sonríe, mientras se acaricia la panza.
Las últimas consultas se encaminan y los voluntarios empiezan a preparar las cosas para la partida. El tiempo cambió: el sol cedió lugar a las nubes y parece que van a mandar agua en cualquier momento. En la floresta lluviosa el cielo oscila con facilidad. Me acerco a ayudar a la gente a guardar las cosas, y siento en el brazo la mano de Teresa Santos, una señora de 59 años recién atendida en el barco.
—¿Ya se están yendo? Van a dejarnos con saudade.
¿Y nosotros, doña Teresa? ¿Y nosotros?