El pasado es otro país, allí la gente hace las cosas de otra manera. LP Hartley

Hace poco me enteré de que soy un hijo de la Gripe Asiática. Ampliaré luego.

Nací el 31 de mayo, de 1966, alrededor de las 6 o 6 y media de la tarde. Mientras tanto, en China:

Foto del artículo 'Apuntes autobiográficos'

Cuando era muy niño, vivía en Latinoamérica. Mis impresiones de la infancia incluyen una biblioteca con títulos incomprensibles, entre los que recuerdo La vorágine, una tapa creo que de un libro de Losada ilustrada con el dibujo a tinta de una mujer desplumando un pollo, y lo que mucho después deduje que era una segunda edición de Cien años de soledad, pero que por aquellos días era un libro muy grande con dibujitos azules sobre fondo blanco en la tapa. Recuerdo en cada Navidad escuchar La misa criolla. Recuerdo a mis padres coleccionando la Historia General de América Latina en fascículos. Recuerdo una máscara azteca de bronce (aún la tengo), una marioneta mexicana regalo de una tía que viajó al país de Tlatelolco, y un calendario azteca hecho de una especie de masa de pequeñas piedras unidas con alguna goma, traído por la misma tía, que el año pasado no sobrevivió a mi última mudanza (me refiero al calendario), y se desintegró definitivamente. Recuerdo una caja de cobre con el escudo de Chile en la tapa, salida quién sabe de dónde, y que no sé cuándo fue a parar al mismo sitio. Recuerdo un cuadro de falso taraceado en madera, representando dos cholas o dos coyas. También recuerdo a Serrat (no latinoamericano), a Mercedes Sosa (con la que me sentía comprensiblemente emparentado, y de quien más de veinte años después una húngara encargada de un albergue en Budapest me preguntó si era pariente, y estuve a punto de decirle que sí) y algunos otros detalles por el estilo.

Claro que mis padres, por sobre todas las cosas, amaban las novelas policiales.

Después vino el golpe, y vivir en Latinoamérica ya no era saludable. Entre caminar por la cintura cósmica del sur y la seguridad familiar, mis padres no dudaron ni un minuto. Al día de hoy no tengo el privilegio de ser parte de esa elite de hijos de valientes que pasaron los 70 en reuniones secretas, escuchando casetes clandestinos de Wilson, exiliados en Suecia, visitando a escondidas a esposas de presos políticos, firmando cartas a organismos internacionales de Derechos Humanos o lo que fuera que por su parte hicieran los colorados disconformes durante la dictadura. Pero durante toda mi infancia, nunca, ni una sola noche, me fui a dormir con miedo. Es muy lindo saberse un ser ética y militantemente superior, supongo. En lo que a mi respecta, nunca voy a terminar de agradecerles a mis padres darme lo más parecido a una infancia normal que podía tenerse por aquellos días.


¿En qué país vivía? Vivía en un país llamado Libres y General Flores. O sea, la esquina de mi casa. General Flores era un lugar muy excitante, por donde a veces pasaba la Vuelta Ciclista. La frontera de mi país era el bar de la esquina (pegado a mi casa, en realidad), regenteado por una pareja de emigrantes gallegos, Maruja y Ricardo. Maruja, como buena emigrante gallega, se vestía de negro. Ricardo, como buen emigrante gallego, tenía siempre un escarbadientes en la boca y me llamaba de alguna manera que sonaba a Javiero o Jraviel o algo así. Como buenos emigrantes, se deslomaban trabajando, vivían para atender el almacén y bar de la esquina (el bar era asunto exclusivo de Ricardo, olía a alcohol etílico e higiene dudosa, y creo que no debo haberlo pisado más de diez veces en toda mi infancia). Ambos tenían un hijo, Ricardito, algunos años mayor que yo y más bien bruto. O me parecía bruto a mí, a lo mejor era una excelente persona, pero en la infancia temprana las brechas generacionales son terribles. Con el tiempo me enteré de que Ricardo había muerto deslomado trabajando, y Maruja había vendido todo y se había vuelto a Galicia. Nunca supe qué fue de la vida de Ricardito.

La otra frontera de mi país era la casa del lado opuesto al almacén de Maruja y Ricardo, donde vivía en soledad una señora de aspecto bastante atemorizante llamada Jasive (si es que no entendí mal su nombre durante toda mi infancia, y vivo en el error aún hoy)1. Jasive tenía una edad indeterminada, era extremadamente flaca, de ojos saltones y nariz afilada. Tenía una voz chillona pero amable, aunque puede ser que ahora en la memoria la confunda con la voz de una tía mía ya muerta, y tengo un vago recuerdo referido a caramelos asociado a ella. Ni que me maten podría decir si es que me regalaba caramelos, comía caramelos, era egoísta con los caramelos, o yo qué sé. Algo con caramelos. Jasive era modista, y lo único que creo haber llegado a conocer de su casa, por otra parte idéntica a la nuestra, era el living/local comercial (ya voy a explicar esto), oscuro, lleno de retazos de tela y adminículos de costura. Hasta el día de hoy, cuando pienso en soledad y angustia, me acuerdo de esa habitación de Jasive.

Fuera de fronteras, el mundo era fascinante. Por General Flores, a unos metros del bar de Ricardo, había una farmacia. La recuerdo flanqueada por la casa de una profesora de piano donde trataron de hacerme ir a tomar lecciones en una época (sin éxito), y de la casa/consultorio de un dentista, pero la cuadra era larga y seguramente había más casas en el medio. En esta farmacia en particular, que además de algunas golosinas exóticas que no se conseguían en el almacén ni en el saloncito, vendía juguetes, tenían la muy setentera costumbre de decorar la vidriera con afiches de películas italianas. Recuerdo en particular el de Perfume de mujer. Los afiches mostraban ilustraciones de voluptuosas mujeres desconocidas (por aquellos días no tenía ni idea de quiénes eran Gina Lollobrigida, Virna Lisi, Mónica Vitti, Silvana Mangano o la propia Sophia Loren), y me generaban un enorme interés, difícil de explicar hasta para mí mismo.


Claro que también tengo recuerdos más prosaicos y cotidianos, más que nada referidos a la televisión. Era un consumidor compulsivo de dibujos animados, incluso los de Hanna y Barbera que Canal 4 repetía cada día como en un loop infernal. Mis tardes estaban llenas de Meteoro, Kimba, Jonny Quest (“¡Mátalos, Turuk, mátalos!”) y los monstruos con cierres en la espalda de Ultraseven y Ultraman. Por las noches recuerdo Combate, Los intocables, Misión: imposible y otras series que se veían en familia (eran las épocas del televisor único). No tengo idea de a qué hora pasaban Titanes en el ring, pero aún hoy puedo citar de memoria los nombres de 20 o 25 luchadores, desde el Caballero Rojo hasta Pepino el Payaso, y cantar fragmentos de sus canciones. También veía cada fin de semana el programa de Cacho Bochinche, que era algo así como La Meca de los niños de la época, a donde todos soñábamos con peregrinar alguna vez. Cada sábado el programa finalizaba ejemplarmente con Cacho Bochinche abrazando a sus hijos y a su esposa Pipina o Titina o Chinchina o algún sobrenombre ridículo similar, y deseando a todos los espectadores un fin de semana tan bueno como el que él iba a pasar con su familia. Años después, tampoco muchos, se divorció de Pipina o como se llamara, para casarse con Laura Martínez, al menos 20 años menor y con todas sus ventajas a flor de piel. Y todavía hay gente que se asombra de que hasta el día de hoy sigo desconfiando de la estructura familiar tradicional.

Hablando de sobrenombres extraños, eran otra constante de la época que ya iba desapareciendo, y que ahora casi no existe. En casa de mi padre, por ejemplo, eran seis hermanos, tres varones y tres mujeres. Sus sobrenombres eran, respectivamente, Chiquito, Mono (que había escapado de la tiranía del sobrenombre y a quien todos llamaban Juan Ramón), Pimpo (mi padre), Rica, Mimosa y Pocha. Y había casos peores. Hace un tiempo una ex novia, una amiga o alguien que no recuerdo mencionaba a una familiar o conocida convenientemente anciana, a la que desde épocas inmemoriales todo el mundo llamaba Ñenga. Ya mi generación, la de mi hermano y mis primos, escapó de ese martirio particular, y los otros niños de la familia con los que compartí navidades, cumpleaños, reuniones varias y vacaciones siempre tuvieron nombres más o menos normales, pero al menos oficiales. Mi hermano siempre fue Rafael (aunque prefiere que le digan Eduardo), la hija de Pocha, Silvia, el de Rica, Ramón Ismael, los de Juan Ramón, Diego y Andrea, y las de Mimosa, Natalia, Valeria y Victoria (sigo con problemas para identificarlas por su nombre sin tener que pensar un momento). Los hijos de Gladys, la hermana de mi madre que se casó (mi tía Laura es soltera), siempre fueron Gary (por Cooper) y Efraín (no sé por qué o quién). Con los hijos de Chiquito el tema es más complicado, y no sólo por ser una rama de la familia con la que siempre hubo menos contacto. En Treinta y Tres viven Uruguay, Anahí y Tabaré. En Montevideo Adriana siempre fue Adriana, pero mi primo Alejandro decidió, para revuelo de la familia, cambiarse de nombre y algo más, se operó y se convirtió en Chanel o Shantel o algo así (los cuentos al respecto siempre me llegaron bastante filtrados, nunca pude aclarar bien el nombre actual de mi nueva prima). Las últimas novedades que tuve de ella es que, a pesar de lo que los prejuicios de uno podrían suponer por tanta modificación, vivía con una mujer, que para no ser menos, estaba planificando hacerse ella misma una operación de cambio de sexo. A lo mejor quiere llamarse Alejandro.

Volviendo a la televisión, mi madre asegura que me mantuvo despierto hasta las tantas de la madrugada el día que el hombre pisó la Luna, para ser testigo del hecho, junto con todo ser humano que tuviera un televisor cerca esa noche. Yo tenía tres años, no recuerdo absolutamente nada al respecto, pero no tengo motivos para desconfiar. Fui testigo del primer paso de un hombre en la Luna, a ver, pendejos, qué evento espectacular del siglo XXI tienen para nombrar que le gane a eso. También vi lo de las Torres Gemelas, busquen otra cosa. En cuestiones de televisión en vivo, ya puedo decir que lo vi todo. Por ejemplo, a Giacosa transmitiendo en directo el golpe de Estado contra Allende, parapetado en su cuarto de hotel frente a La Moneda. Ahora que me doy cuenta, vi en vivo la destrucción de esa Latinoamérica que mencioné antes.


Foto del artículo 'Apuntes autobiográficos'

Lo del living/local viene a cuento porque mi “casa” era un local comercial con vivienda al fondo. Lo sigue siendo, allá en la lejana Libres y General Flores (en realidad, en este momento, mientras escribo, vivo a no más de quince cuadras de esa esquina, pero no se me ocurre ningún buen motivo para visitarla). Todas las noches mi padre cumplía la ceremonia de bajar la cortina metálica de enrollar del ventanal del frente (vidriera, en realidad), y luego la más pequeña frente a la puerta de entrada. A mis padres siempre les enloqueció la idea de tener un negocio propio. Antes de nacer yo, sé que mi madre tuvo una peluquería, y que en una época se dedicaron al negocio de vender camisas. Ya conmigo en la vuelta, una vez pusieron un bazar en el frente, por lo que la casa se redujo considerablemente mientras duró la aventura. Cuando no prosperó, la mercadería quedó guardada en un rincón del local tras una mampara plástica, el mostrador de vidrio subió al primer piso y se volvió parte de mi dormitorio, y recuperamos sala de estar y living.

Para subir al primer piso de casa había, lógico, una escalera. Era de madera, con el pasamanos sostenido por barrotes torneados. De todos los detalles del hogar donde viví hasta los once años, lo que más recuerdo (y en realidad recuerdo bastante poco) es la textura de la madera de esa escalera. Creo que nunca conocí ni conoceré nada tan a fondo y en detalle como esa escalera, donde pasaba gran parte del día jugando o leyendo. Ningún cuerpo de amante posterior, incluso de las más recientes, lo tengo tan presente y al detalle como aquella escalera. Si cierro los ojos, puedo recrear la sensación de pasar los dedos sobre su madera mil veces barnizada. También recuerdo otras maderas. En alguna parte de mi casa, o de la casa de mi madre, hay una foto en la que estamos en un botecito en la playa con mi hermano, mi prima Andrea y un amigo. No recuerdo el momento en que se sacó esa foto, ni siquiera recuerdo mucho de las idas a la playa en Piriápolis. Sí recuerdo la textura de la madera de los ásperos asientos de ese bote, y su fondo mojado. Es que la madera es compañía. El plástico o el metal serán muy útiles, pero son olvidables, y no vuelven más noble nuestro ambiente. La madera nos acompaña, y se queda con nosotros en la memoria. Hay que vivir rodeado de toda la madera posible. Me gustaría hacer notar que Rosebud, el trineo por el que Charles Foster Kane suspira en su lecho de muerte, estaba hecho de madera.

Hace unos días mi madre, que ya empieza a vivir más en los recuerdos que en la actualidad, me dijo que con mi padre en aquella casa de la calle Libres habían sido felices, muy felices, como queriendo contraponer la felicidad de aquella casita diminuta en la que habían combatido a brazo partido sucesivas oleadas invasoras de cucarachas con las residencias mejores que tuvieron luego. Podría haberle dicho que claro que fueron felices, que tenían treinta y algo, eran jóvenes y llenos de planes para el futuro, y en el recuerdo la vida siempre es más feliz cuando se es joven, no importa dónde se viva. Pero no le dije nada.

Bueno, podría acumular muchos otros detalles (o no tantos), pero no creo que valga la pena. Podría hablar de mis abuelos, o de mi primer recuerdo, estar de pie en mi cama, junto a la cama de mis padres (en realidad era seguramente una camita, o hasta una cuna, pero en aquella época me parecía una cama hecha y derecha, incluso exageradamente amplia), mientras me colocan delicadamente un pijama de algodón. Mi primer recuerdo es de amor, por suerte. Con el paso de los años conocí bastante gente cuyo primer recuerdo es de violencia o de odio.

También sé, por una foto, que una vez estuve de pie frente a mi casa vestido con un disfraz de El Zorro (y pantalones cortos). Debía ser Carnaval, porque lo único que recuerdo de ese momento, o de otros parecidos, es el calor en el rostro, el sol bañando la vereda, y la tibieza del muro a mis espaldas. Si la espadita de El Zorro hubiera sido de madera en lugar de plástico, tal vez la recordaría mejor.

Sobre la escuela, no vale la pena hablar. A nadie le gustaba la escuela, y si hay gente que sí la disfrutaba y la recuerda con cariño, seguramente son personas de poco fiar. Sería más agradable hablar sobre libros y revistas de historietas, pero tampoco es que vaya a agregar mucho si me pierdo en la inmensidad del tema. Sólo quiero dejar dos constancias: las aventuras de Tío Rico, Donald y sus sobrinos de Carl Barks (lógicamente en aquella época yo no tenía idea de quién era Carl Barks) y los libros sobre el Planeta de los Hongos. Ah, y antes de eso, los de Monteiro Lobato. Y antes todavía, mis primeros libros, que aún conservo casi todos en el fondo de un baúl (de madera), bastante estropeados, una serie de volúmenes de cuentos clásicos de diversos orígenes, desde Escandinavia al Altiplano, publicados por el Centro Editor de América Latina. Así supe quién era el Pombero (versión expurgada) años antes de verlo acosar a Isabel Sarli en Embrujada (que vi casi dos décadas después por Canal 4). Una de las muchas ventajas de haber pasado la temprana infancia en Latinoamérica.

Eso sí, recuerdo que en la escuela empecé a producir algo así como protoliteratura, cuando una maestra suplente de tercer año me animó a que escribiera redacciones más y más delirantes llenas de metáforas, sinécdoques y metonimias previsiblemente burdas (del estilo “Drácula se alegra por tener más horas para salir a cenar”, en Redacción: El invierno). Mi debut como autor se cortó abruptamente cuando la maestra suplente fue reemplazada por la señorita Fulana (no recuerdo el nombre), la titular, que ante mi primera redacción “creativa” reaccionó con un rotundo rechazo. Las redacciones sobre el invierno deben hablar de abrigos, chocolate caliente, orejas frías y cosas similares, y de nada más. Absolutamente NADA más. Me llevó unos veinte años reponerme de semejante muestra de buen hacer didáctico, y volver a escribir con alguna pretensión literaria. Por supuesto que ya no le guardo el más mínimo rencor a la aplicada señorita Fulana, que probablemente haya fallecido luego de una vida provechosa y larga modelando a su rígido gusto muchas tiernas e indefensas mentes infantiles. Tan sólo espero que las ratas hayan encontrado un camino de acceso al interior de su ataúd, y hasta el día de hoy estén royendo sus amargos y resecos huesos.

Pero como decía al principio, y tratando de darle algún sentido a todo esto, hace poco supe que soy hijo de la Gripe Asiática.

La Gripe Asiática recorrió el mundo a partir de 1957, infectando a millones de personas (se inició en Beijing, al que por aquellos días todos llamaban sin culpa Pekín, de ahí su nombre). Yo ya sabía que mis padres se habían conocido a fines de los 50 cuando tomaban el mismo ómnibus hacia el Centro para ir a sus trabajos respectivos. Un 27 de agosto mi padre saludó a mi madre, y un 29 se ennoviaron. Eventualmente, terminaron casándose. Lo que no sabía es que la razón por la que mi padre vio a mi madre en ese ómnibus en particular fue que había cambiado su horario de trabajo por haberse contagiado de la Gripe Asiática. Si no se le hubiera pegado el virus, mi padre hubiera seguido con su horario habitual, tomando el mismo ómnibus pero a otra hora, en la que mi madre jamás lo tomaba. Nunca se hubieran visto, nunca hubieran hablado, nunca se hubieran casado. Un virus muta en China, el desarrollo de los vuelos internacionales permite que se expanda por el mundo, y nazco yo.

Tal vez el haberse contagiado ese virus fue el suceso individual más importante de la vida de mi padre, tanto así que a la larga determinó el lugar (su cama, en su casa), la compañía (mi madre) y los otros detalles asociados a su muerte, hace seis meses al momento en que escribo esto. En mi caso, o en el de mi hermano, tal vez sea una más de la larga cadena de casualidades que llevaron a nuestro nacimiento, pero debe ser la más singular y aleatoria. Y lo mismo para mis sobrinos, y los hijos que vayan a tener, y las generaciones que vengan. Todos le debemos nuestras vidas a un mísero virus. Lo mismo vale para cada una de nuestras acciones individuales, incluyendo cada letra negra que aparece sobre fondo blanco en mi monitor en este preciso segundo, y quién dice que no, algún día en una hoja de papel en algún libro que un hipotético lector está leyendo. Todo es culpa del virus.

Dejando el virus de lado, y su carga de mareo cósmico ante la intangibilidad de nuestros destinos personales, tema sin duda muy interesante pero con pocas posibilidades de terminar en alguna conclusión útil, prefiero pensar en el mundo en el que vivo hoy, mucho más amplio que aquella esquina de mis primeros años, que en realidad, y si hay que ser objetivo, era poco agradable. Por una cuestión de tamaño ya no tengo una relación tan cercana y concreta con la escalera de madera que subo varias veces por día hasta el cuarto donde está la computadora en la que estoy escribiendo esto, en 2009. La Latinoamérica de mis padres era, se los admirara o no, la del Che Guevara, Salvador Allende o Perón en el exilio. Aquel continente se sentía heroico, y se sospechaba sublime. Hoy Latinoamérica pertenece a Chávez y sus camisitas rojas, Alan García o Cristina Kirchner. Fidel sigue estando, pero usa conjuntos Adidas. Los Nocheros en lugar de Quilapayún, Manú Chao por Serrat, Isabel Allende por García Márquez, y en lugar de Mercedes Sosa, Diego Torres. El Sol (con mayúscula) del Alto Perú se transformó en el video de Wendy Sulca en Youtube, cantándole a la tetita de su mamita.

En la ciudad ya no quedan farmacéuticos enamorados del cine italiano, en las vidrieras de las farmacias se ven afiches de piojicidas y en las paradas de ómnibus carteles de Transformers 2. Si por un error en alguna medicación se me secara gran parte de mi masa encefálica y me diera por querer volver al país latinoamericano de mis padres, ya no se trata sólo de que sería imposible porque el almacén de Maruja y Ricardo es un cibercafé, y en la casa de Jasive almacenan rulemanes de un comercio mayorista. Aquel país no queda lejos, directamente desapareció, quedó tan olvidado como la Gripe Asiática y es mucho más diferente de la actualidad de lo que la Gripe Porcina lo es de su predecesora, digan lo que digan los virólogos.

Si tuviera mejor memoria y más talento, podría organizar y ampliar los recuerdos de mi infancia, escribir una novela al respecto y tal vez ganar un Premio Planeta que me permitiera pasar el resto de mi vida añorando públicamente la austera sencillez de mi pasado distante, mientras en privado cago cómodamente en un inodoro diseñado por Philippe Starck. Pero por pereza, y me gustaría creer que también por un resto de decencia, pero es pereza nomás, nunca voy a emprender semejante proyecto. Prefiero quedarme con mis cosas, no escarbar, mantener en paz la memoria de mis padres, familiares y vecinos (incluso de Ricardito, el vecinito bruto), y solazarme cada tanto con el recuerdo de un sol deslumbrante calentando la vereda en una calle con poco tráfico, vistiendo una capita y un sombrero de plástico un día de verano cuando los 70 recién empezaban, nadie se daba cuenta aún de que los 60 habían terminado, y el futuro era una incógnita emocionante y llena de posibilidades. Nada más, ni nada mejor, podemos pedirle al pasado.

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