En marzo de 2017, Donald Trump arrancó su mandato en la Presidencia de Estados Unidos como si fuera buen publicista. En la primera semana hizo explotar una serie de decretos; dos de ellos referían a la migración que llega a Estados Unidos, el país que ocupa el segundo lugar en el mundo en recibir solicitudes de asilo, según datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
Un año después, los deportados por su política migratoria agresiva no son más que los que su antecesor, Barack Obama, había deportado en su primer año de gobierno, en 2009, según datos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos. Sin embargo, mientras que los arrestos en la frontera cayeron 25% en 2017 con relación al año anterior, el último del gobierno de Obama, aumentaron en ese mismo porcentaje los realizados dentro del territorio estadounidense, producto de las redadas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE por su sigla en inglés), la migra gringa.
La imagen de Guadalupe García, la primera mexicana deportada del mandato de Trump, fue el sello de una nueva política que perseguiría puertas adentro a aquellos que ya son, desde hace tiempo, el 10% de la población de Estados Unidos. Guadalupe llevaba 21 años viviendo en Arizona cuando fue detenida en las instalaciones del ICE en Phoenix durante la visita periódica que debía realizar desde que en 2008 una redada de la migra estadounidense en el parque acuático donde trabajaba descubrió que tenía un número falso de seguro social y, por lo tanto, una condición migratoria irregular. El cambio de política hizo que el mismo día que fue detenida fuera trasladada, sin mayor proceso, al paso fronterizo de Nogales, Sonora, y de ahí enviada de vuelta a su Acámbaro natal.
Acámbaro está en Guanajuato, cerca de la frontera con Michoacán, en la región purépecha, que en ese idioma quiere decir “lugar de los magueyes”. Del triángulo formado por los estados de Guanajuato, Michoacán y Jalisco, además de Chiapas, parte el grueso de la migración mexicana hacia Estados Unidos, según los últimos datos publicados por el Consejo Nacional de Migración, correspondientes a 2010-2012. Mirando de cerca, probablemente Guanajuato lidere en esas estadísticas desde hace mucho tiempo atrás.
Araceli, o Doña Chelito como nos pide que la llamemos al ratito de conocerla, baja con un ramo de flores en las manos del ómnibus que nos trasladó a Tierra Blanca de Abajo, un pueblo que durante muchos años tuvo una particularidad: sólo vivían mujeres y niños, porque todos los hombres estaban en el “gabacho”. Chelito fue una de las matriarcas que sacó adelante este ejido, que antes de que construyeran la Presa Allende, estaba a tres horas caminando de San Miguel de Allende, la ciudad más turística de la zona. Allá iba por sus chiles antes de que el agua cortara el paso.
—¿Aquí no se da el chile?
—¡Sí se da, pero no hay agua para sembrarlo! —responde Chelito, mientras descansa en un altar a la entrada del pueblo, bajo la sombra de los árboles del camino. Ese fue el otro tema que nos trajo a estas tierras: el agua.
Un estudio de la Universidad Nacional con sede en Juriquilla, Querétaro, demostró que el agua extraída de la Cuenca Independencia —que ocupa 7.000 kilómetros cuadrados subterráneos en esta zona central del país— tiene entre 2.000 y 35.000 años. Es vieja porque la cuenca ya no se recarga con agua nueva: está agotada.
Guanajuato se queda sin agua. El equilibrio de recarga y descarga se rompió a comienzos de la década de 1980, pero eso no impidió que 15 años más tarde la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte atrajera a esta zona agrícola desahuciada a las empresas norteamericanas que comercian verdura internacionalmente. Hoy, el 84% del agua que se extrae de este acuífero en extinción se destina a la producción agrícola de tres empresas californianas que, desde Guanajuato, abastecen de brócolis, ajos, espinacas, maíces y espárragos a Nueva York y Chicago, a Baltimore y Filadelfia, porque les queda casi 1.000 kilómetros más cerca que hacerlo en California o Arizona. Sumemos los salarios bajísimos pagados a los jornaleros del campo mexicano y el sol omnipresente de esta zona, llamada El Bajío, y el negocio es redondo para los empresarios.
“Todos emigraban a Estados Unidos pero ahora ya tiene como tres años que batallan para irse. Cada año se iban seis o más meses y se venían, pero ya no pueden brincarse, entonces se quedan allá la mayoría del tiempo”, explica Chelito sentada junto a sus hijas que preparan tortillas caseras de maíz azul en su cocina de humo, cuando ya nos instalamos en el amplio patio central de su casa.
La migración de México a Estados Unidos es un proceso que lleva unos 130 años y que ha oscilado entre la caricia y la cachetada, o entre “movimientos de apertura y control”, según Jorge Durand, antropólogo social peruano experto en el tema y titular de la Universidad de Guadalajara.
La historia que doña Chelito conoce a detalle coincide con la época en que estuvo vigente el programa Bracero, entre 1942 y 1964, cuando Estados Unidos necesitaba de la mano de obra mexicana ante la crisis laboral que produjo su participación en la Segunda Guerra Mundial. Este programa, dice Durand, fue “el esfuerzo más consistente, de mayor magnitud y de mayor alcance del que podamos echar mano para pensar y repensar sobre el tema y el problema de los contratos temporales de trabajadores migrantes”. A pesar de su carácter oficial —fue un acuerdo diplomático—, no estuvo exento de problemas y de casos de explotación laboral. Sin embargo, este tipo de migración “legal, rural, masculina y temporal” no satisfacía la demanda, por lo que tampoco frenó la migración irregular.
“Mi esposo, don Agustín Granados, era el que se iba para allá. Era muy pobre y no teníamos ni en qué dormir ni casa donde vivir. Y le dijeron que se fueran al norte, se invitó con un compadre y se fueron caminando. Y sí llegaron, pasaron por Menard, en Texas, por ahí llegaba. Hacía sus centavitos y se venía. Duraba cuatro o cinco meses y se venía a sembrar sus tierras. Ya después hizo la casita y me la dejó mi señor, y salió mi hijo y mi otro hijo”. Doña Chelito tuvo siete hijos, cuatro varones y tres mujeres. Las mujeres están acá pero sus maridos en el norte.
—Había señoras que tenían 12 hijos y todos se les criaron y se les regaron para allá arriba. Nosotros ahora ya vivimos nuevas vidas, tenemos nuestras casitas donde meternos, antes nomás chorreaba el agua cuando llovía, había goteras, no había dónde atajarnos. Era trabajoso, pero yo ya me hice viejita, ya vi muchas cosas, pasamos muchas cosas pero aquí estamos.
Aunque no pudimos averiguar si don Agustín Granados era un bracero —legal— o uno de los cinco millones de mojados —ilegales— que se fueron igual, lo que cuenta indica que el patrón migratorio estaba pautado por el retorno: iban, laboraban y regresaban para la siembra.
Lo mismo nos explicó don Chucho, en Victoria, Guanajuato, un poco más al norte pero en la misma zona, protegiéndose del sol con el ala de su sombrero blanquísimo. Y así lo hizo también Adolfo —ya hablaremos de él— durante una década, hasta que fue finalmente deportado en 2016 y ya no volvió a salir. Antes de eso, había pasado siete años sin volver a ver a su familia en México por lo difícil que empezó a ser “brincarse” la frontera y pasar. Como sea, tiene el mérito de haberla cruzado 18 veces.
John Kelly, el primer secretario de Seguridad de Trump (luego cesado), se vanaglorió del descenso de detenciones hechas en la frontera con México a seis meses del nuevo gobierno. Afirmó que “no era fortuito”, sino causado por el temor que ocasionaban las bombas mediáticas del güero. Sin embargo, hilando fino, esos números ya venían en descenso porque Obama hizo una buena parte de ese trabajo, consiguiendo que se aplicara una rígida política migratoria… en México.
A partir de los años 80, la migración hacia Estados Unidos por la frontera mexicana se nutrió también de personas provenientes de El Salvador, Guatemala y Honduras, que atravesaban México a bordo de un tren de carga, conocido como La Bestia. Desde 2014, con Obama en la Casa Blanca, el Programa Frontera Sur —propuesto y financiado por Estados Unidos— militarizó esa ruta y bajó a los migrantes centroamericanos del tren. Ahora quienes hacen la ruta hacia el norte, además de enfrentar los riesgos del viaje, deben caminar sin la guía de las vías para evitar la detención de la migra mexicana.
Desde la aplicación del Frontera Sur, México se convirtió en una extensa aduana vertical, que en 2015 logró deportar, por primera vez en su historia, a más centroamericanos de México (118.000) que los que deportó Estados Unidos de su territorio (55.000). Los relatos que se escuchan son escalofriantes. México se volvió una dificultad y no únicamente para los salvadoreños, hondureños y guatemaltecos, sino también para los propios mexicanos.
Mientras paseamos con Chelito por el escaso pueblito que rodea las tierras ejidales de Tierra Blanca de Abajo, que obtuvieron sus ancestros durante el reparto agrario del gobierno de Lázaro Cárdenas, uno de sus familiares nos cuenta cómo, en marzo de 2017, él y otros diez mexicanos de distintos ranchos que se dirigían al norte fueron detenidos en un retén en Hidalgo, Coahuila, previo al paso fronterizo, por integrantes de la Corporación Gate, un empresa de seguridad operante en ese estado, que carga con varias denuncias por violaciones a los derechos humanos.
—Los mentados Gates iban enmascarados y no nos dejaron pasar. De aquí yo iba solo. No nos quitaron dinero pero no nos dejaron pasar. Les mostré mi pasaporte, que era mexicano, y tampoco. Está muy peligroso entrar en Estados Unidos ahorita, pero lo que estamos viendo aquí es mexicanos contra mexicanos. Nos interrogaron, una mujer comandante estaba aferrada a que le dijéramos quién nos llevaba. Nos retuvieron cinco horas en sus patrullas hasta que nos llevaron a Piedras Negras, para después aventarnos para acá, derecho a Querétaro. Sé que del Río Bravo para adentro es otra ley, pero estando en México no entiendo por qué hacen esto con sus propios hijos.
Además de esta tranca física, hay otra económica: el crimen organizado. Distintos relatos señalan que la tarifa de los Zetas para cruzarte por México y llevarte hasta Pasadena, California, oscila entre los 100.000 y los 125.000 pesos mexicanos, es decir, entre 5.000 y 6.000 dólares.
Cuando llegó Obama, las detenciones dentro de Estados Unidos ya venían en aumento. Entre las medidas que lo propiciaron estaba una sancionada en 2008 por George y bautizada “Comunidades Seguras”. Causó la deportación de más de 350.000 personas en los seis años que estuvo activa, porque permitía que cualquier agente de policía tuviese acceso a una megabase de datos de estatus migratorios, en la que si la persona no tenía un estatus permanente, era colocada en una lista de “deportables”. Así, convertía a cualquier policía en un agente de migración. Eso le pasó a Adolfo, que fue deportado gracias a una infracción de tránsito.
Cuando lo conocimos, trabajaba en una cantera cercana a San José Iturbide, en Guanajuato, a una hora de Querétaro. Ese mismo año en que él decidió ya no brincarse: se fue su hijo mayor, Gerardo, camino al norte. Dice Adolfo, un hombre robusto de 40 años, nacido en La Cantera:
—Salir de los matorrales te sirve, no vivir encerrado. Yo me considero indígena, pero estando allá aprendes inglés por inercia, a fuerzas. La primera vez que crucé tenía 17 años y hasta los 35 iba y venía, porque ya tenía aquí a mi familia, mi esposa y mis hijos. Y te duele, pero te vas por necesidad, por querer progresar. Yo tenía allá dos hermanos que me iban a pagar el coyote en Tijuana, pero en el paso fronterizo me agarró la migra y perdí a los amigos con los que iba. Corrí y anduve solo por el cerro hasta que encontré a otros, que venían de Oaxaca. Decidí volver a Tijuana, porque estando solo no sabía qué hacer. Una señora me vio llorando en una tienda y me compró un pollo asado. Hasta los huesos me comía del hambre. Cuatro días más tarde volví a conseguir el contacto para pasar y así lo logré la primera vez. Tardé un mes en comunicarme. En mi casa pensaron que estaba muerto.
Adolfo trabajó como ayudante en restaurantes hasta que aprendió inglés y se convirtió en mozo, porque las propinas dejaban más.
—Al principio sudaba de la vergüenza. Después aprendí. Un día, un niño lloraba desconsolado y la madre no podía calmarlo, entonces me acerqué y le dije: be quiet or I’ll take you to my home. El niño se quedó mudo —cuenta y se ríe, sentado a la cocina de su casa en Guanajuato, mientras su esposa prepara huevos y frijoles y se lamenta de que Adolfo nunca quiso llevarla con él.
Cruzó 18 veces a Estados Unidos. Atravesó desiertos, ríos, zonas montañosas.
—En ese camino miras de todo. En el desierto de Caborca, en Sonora, miras las tumbas de los que no llegaron, miras ropa de mujer tirada y tú te sigues, pensando que ahí mataron a alguien. Hacen hoyos en el piso, del otro lado del muro, para que no los veas al correr y te quiebres los pies. Te descuelgas y se te quedan los dedos atorados en las rejas. Es muy triste la vida fronteriza. La pobreza me obligó a hablar inglés y hoy no se me dificulta ir a cualquier lado, pero aunque allá es muy bonito, no es tu país. Y soportas discriminación por ser pobre, cosa que el americano no ha entendido nunca. Aunque la jaula sea de oro, no dejas nunca de sentirte en prisión.
Entre las nuevas obsesiones de Trump está terminar con el programa DACA, de los llamados “dreamers”, que ofrece amparo temporal contra la deportación a jóvenes y niños llevados de menores a Estados Unidos de manera irregular. Afecta a unas 800.000 personas. A comienzos de febrero, el Legislativo rechazó una propuesta que trocaba la legalización de los dreamers por un abultado presupuesto para la construcción de un nuevo muro fronterizo. Ponía así a los viejos migrantes contra los que siguen intentando llegar.
En la segunda quincena de febrero de 2018, según información de la agencia Associated Press, comenzó la “remodelación” del viejo muro construido en 1995 entre Calexico, California y Mexicali, Baja California, a cargo de la Empresa SWF Constructors, de Omaha, Nebraska, que recibió 18 millones de dólares para montar una nueva valla fronteriza de hierro de nueve metros de altura.
A principios de enero, Trump canceló el Estatus de Protección Temporal (TPS por su sigla en inglés) que beneficiaba a 200.000 salvadoreños en Estados Unidos desde hace 20 años, concedido luego de los terremotos de 2001 que sacudieron la tierra de Roque Dalton. El Departamento de Seguridad Nacional estadounidense comunicó que los ex beneficiarios del TPS tienen hasta el 9 de setiembre de 2019 para conseguir otra manera de legalizar su estatus en ese país, o enfrentarán la amenaza de la deportación.
El esfuerzo de “Pelo de Elote” para acabar con más de 100 años de fuerza migrante ininterrumpida tuvo, sin embargo, un efecto extraño: coincidió con el crecimiento del peso que tuvieron los migrantes en el sostén de la economía de sus familias en México. Por primera vez en su historia, en 2017, las remesas recibidas superaron los ingresos de la república en el turismo y por la venta de petróleo. Nada será fácil.
.