Ese momento en el que todo el mundo la ve, cuando las cámaras le apuntan y camina hacia la barra cargada con las pesas, es cuando apaga la mente. No da para dudar. Sujeta la barra en el punto exacto donde tiene que colocar las manos, pasa por debajo y la coloca sobre los hombros, la suelta y los 202,5 kilos quedan sobre ella, apoyados en los trapecios y sujetos por los puños. Entonces, echa la cola hacia atrás y hace una sentadilla, aprieta el mordillo entre los dientes y se yergue con la vista al frente y las piernas al límite de la fuerza que pueden hacer una sola vez.

Cuando termina de erguirse, Judith Reitmann vuelve a colocar la barra en el soporte y disfruta de su récord mundial de levantamiento de potencia, o powerlifting, con sentadilla, o squat. —Ese es el 10% del trabajo —dice sobre la competencia, la punta del iceberg en la vida de una practicante de halterofilia que ha representado a Uruguay en el exterior en numerosas ocasiones. De la mayoría de ellas ha vuelto con medallas y amigos de todas partes.

Pero Judith, campeona y entrenadora de powerlifting, no está sola en esto, ya que la suya es una familia atípica. Su pareja es Fernando Melgar, un atleta de fuerza, o lo que se conoce como strongman. Su hijo es Nahuel Medina, poseedor de varias medallas nacionales e internacionales y promesa olímpica como atleta de levantamiento de potencia. Ella tiene casi 50 años y pesa 96 kilos, Fernando 46 y pesa 152 kilos y Nahuel tiene 19 y pesa 75 kilos. En sus disciplinas deportivas, la relación entre peso corporal y peso levantado tiene su importancia y lleva puntaje aparte.

Además, Judith es la coach —o sea, entrenadora y tutora— de Nahuel, cosa que no siempre facilita las cosas.

—Para él tampoco es fácil, porque siempre es el hijo de Judith —dice Fernando.

Nahuel se apura y agrega:

—Yo no quería competir en potencia, y una vez se lo dije a mamá. En un tiempo ese fue un problema para mí, porque sentía que iba a vivir a su sombra. En el primer campeonato interclubes, en el Espartacus, competí solo en levantamiento sobre pecho y a partir de ahí me gustó. Aparte esto es de familia, no tenía cómo hacer otra cosa —dice Nahuel.

Para ellos, el músculo es un asunto central de la vida cotidiana. Se le exige y se lo empuja, a la vez que se lo alimenta bien, se lo cuida y se lo mima cuando se pasa de dolores. Sus fibras cortas y largas obedecen a las demandas de la mente y al alimento que le bombea el corazón todos los días, a cualquier hora, incluso en la madrugada. “No hay nada en nosotros que sea normal, nuestras amistades tampoco lo son”, dice Fernando.

—Nuestra vida gira en torno a la alimentación, a los torneos —agrega Judith. “Entrenamos siempre para una competencia, porque lo que hacemos no es para un hobby. Más ahora que el strongman y strongwoman están en auge a nivel sudamericano. Yo creo que debería haber entrenamiento strongman en todos los gimnasios. No sólo por la demanda, sino por lo que te da, porque entrenás la fuerza, el equilibrio, la coordinación y la parte de cardio.

Fernando califica como uno de los hombres más fuertes de Uruguay y Sudamérica. En medio de competencias de strongman llegó a levantar un auto 16 veces en un minuto; y esa es apenas una de sus tantas marcas. Los strongmen compiten en pruebas de nombres tan folclóricos como “el yugo”, “las piedras de Atlas” o “la caminata del granjero”, entre otras. El yugo es una gran estructura de metal, como un arco, que lleva ejes con pesas y se carga sobre los hombros, y cuyo desafío consiste en llevarla en una distancia determinada. Fernando cargó hasta 400 kilos en esa prueba. La caminata del granjero consiste en recorrer cierta distancia cargando pesadísimos cilindros, ruedas y otros objetos, cosa que él llegó a hacer con 150 kilos en cada brazo. Las piedras de Atlas se deben levantar y pasar sobre una marca tantas veces como se pueda en un minuto. Fernando lo ha hecho con piedras de 100 kilos y Nahuel con piedras de 70. Sin embargo, apoyado detrás de una barra cargada con casi 200 kilos, Fernando dice sin cumplidos:

—La persona fuerte de la familia no soy yo, es ella. En lo que tiene que ver con competencias, todo comienza con ella.

Judith empezó en todo esto casi de casualidad, como una adolescente cualquiera que hacía atletismo en su liceo de Colón. A los 17 años se dedicó al lanzamiento de bala, cosa en la que era buena pero lenta. Le tocó como entrenador el Oso Gadea, un prestigioso preparador físico que ha trabajado con muchísimos atletas uruguayos, quien le recomendó que se dedicara a la halterofilia (levantamiento explosivo de peso en barra sobre la cabeza) para ganar velocidad en sus lanzamientos.

—Después de que entré al gimnasio, nunca más toqué la pista de atletismo y me quedé ahí por ocho años —cuenta.

Al mismo tiempo que levantaba barras cada vez más pesadas, estudiaba relojería y joyería y trabajaba. A los 26 empezó a sentir mucha presión en la halterofilia por la demanda neuromuscular y la concentración que le requería. Así que se pasó al ciclismo y al kickboxing por algunos años. El problema fue que, cuando quiso regresar, descubrió que ese mundillo había cambiado y el nivel de la halterofilia en Sudamérica había despegado. Judith se había quedado lejos de las marcas que se conseguían en esa disciplina. Fue así como, por sugerencia de un amigo, se dedicó de lleno al powerlifting.

Hace ya 11 años que compite en todos los torneos sudamericanos que puede y ha participado en cuatro mundiales. Fue la primera uruguaya en levantar más de 100 kilos y después la primera en pasar los 200. En diciembre marcó su récord de los 202,5 kilos con sentadilla en el torneo sudamericano en Argentina y hasta ahora nadie la ha superado en su categoría según su peso corporal.

—No soy atleta de repeticiones. Cuando me toca hacer hipertrofia (ejercicios en serie para estimular el crecimiento muscular), me aburro. Es que necesito sentir la presión, el peso. Prefiero hacer una sola repetición pero con mucho peso, sufrido, que ocho repeticiones con poco peso. Me muero, sufro, pero lo hago porque hay que hacerlo.

Por una de esas casualidades de la vida, en medio de todos esos recorridos, conoció a Fernando, que trabajaba en una imprenta de la que ella era copropietaria. Charlando, descubrieron que durante años habían entrenado en los mismos gimnasios más o menos por los mismos períodos pero sin conocerse. Así nació su historia y Fernando se convirtió en “el papá de la vida” de Nahuel.

Nahuel, entonces, creció entre fierros, comidas con mucha proteína y carbohidratos y torneos. A los 11 años participó en su primera competencia con el aliento de ambos y el entrenamiento de ella, y así siguió de ahí en adelante. “Muchas veces no puedo ir al ritmo de ellos, por el kilaje que levantan”, dice. Ahora piensa estudiar para convertirse en preparador físico, además de seguir compitiendo y sumando medallas.

En la casa tienen un espacio acondicionado para entrenar con comodidad, con aparatos, pesas, agua y comida. Cuentan que en verano se han llegado a levantar a las tres de la madrugada para hacer ejercicio sin padecer el calor diurno, aunque en eso Nahuel no siempre les sigue el paso. Judith ha entrenado incluso en días de fiebre.

—El cuarto integrante de la familia es el dolor. Nadie se levanta normal de mañana —dice Fernando, con tono meramente explicativo. Para cualquier deportista que apunta a competir, un comentario así no es sorpresa, así como tampoco lo será el hecho de que los dos hablen de este aspecto de su vida con entusiasmo, orgullosos por saber lidiar con eso.

—Lo que es parte del entrenamiento es conseguir una buena base para fortalecer todo el sistema y evitar lesiones. Pero al final aprendés a convivir con el dolor, porque te levantás durito y te duele toda la carcaza por el ejercicio —agrega Judith.

Fernando remata:

—Por otro lado, si uno no entrena, te duele todo. El cuerpo te lo pide. A nosotros nos pasa que si dejamos por mucho tiempo, pasamos mal.

Todo eso forma parte del 90% del iceberg, de eso que apenas se entrevé en los minutos que dura la competencia. Es lo que los lleva a que, en esos segundos que transcurren mientras caminan hacia la barra, la piedra de Atlas o el yugo, puedan tener la mente despejada y la cosa quede librada a la puja controlada entre los músculos y la gravedad. Pero a la gravedad nunca se la vence del todo: sólo se le gana brevemente y en condiciones limitadas.

—No la pienso. Porque en ese momento es la barra y nada más. Escucho la voz de ella diciéndome que mantenga la espalda firme y que no afloje. Cuando estoy ahí sé que ya lo hice, porque si tanteás la barra, es el peor error que podés cometer —explica Nahuel.

Judith sabe de eso. Ella deja para el día anterior a la competencia todos los miedos, las inseguridades, la incertidumbre o el repensar la técnica.

—Cuando llegás a la competencia, el trabajo ya lo hiciste. Tenés que levantarte con las ganas de hacerlo y saber que no hay nada para inventar. Ya sabés que a ese peso lo moviste —agrega Fernando.

Esa confianza le sirvió a Judith para su última participación en un mundial, en Finlandia. Veinte días antes se había lesionado en la parte donde el cuádriceps se inserta en la cadera, cosa que le impidió ejercitar sentadillas hasta la misma fecha del mundial. —Ahí lo que te juega es la cabeza, porque en esos 20 días no perdés la fuerza. Todo lo que entrenaste antes quedó ahí. En esa parte lo que se juega es la mente y el corazón.