Hasta finales de los años 80, Puerto Rico era considerada la joya de la corona de las posesiones ultramarinas del gobierno de Estados Unidos, pero algo cambió tras la caída del bloque socialista y el fin de la Guerra Fría: comenzó un severo deterioro en la relación bilateral, que ha sido elevado a su máximo nivel tras la crisis generada por el paso del huracán María en la isla caribeña en setiembre de 2017.

María devastó la isla como ningún huracán lo había hecho en tiempos recientes. Destruyó 100% del sistema eléctrico, liquidó la totalidad de las telecomunicaciones, destruyó la infraestructura vial y dejó a casi 90% de la población sin el servicio de agua potable. El sistema educativo quedó inoperante, con la suspensión del semestre de clases, y el impacto en la infraestructura de salud todavía es insospechado, pues el gobierno ha tenido que comisionar un estudio independiente para determinar cuánta gente murió por causa del huracán; reportes no gubernamentales aseguran que superaron las 1.000 personas, pero la cifra oficial ronda las 64.

La ola de destrucción de María todavía se siente a seis meses de su paso. El sistema eléctrico batalla con la inconsistencia y los apagones masivos. El gobierno asegura que 80% de los ciudadanos tienen energía, pero la población sigue escéptica, pues en la zona central de la isla todavía permean extensas áreas sin fluido eléctrico y hay municipios que se mantienen a oscuras en más de la mitad de sus zonas residenciales y comerciales.

Las telecomunicaciones se han restablecido con mayor velocidad, pero existen bolsillos de desconexión en aquellas zonas donde las torres de comunicación no cuentan con servicio de electricidad. Una situación parecida ocurre con el agua potable, mientras que todavía esperan por repararse decenas de puentes y caminos por falta de material para construcción o dinero para financiar las obras.

El mayor golpe de María, sin embargo, ha sido a la economía. El poderoso huracán, que demolió la isla el 20 de setiembre de 2017 con vientos de categoría cinco (sobre 250 kilómetros por hora) en la escala Saffir-Simpson, dejó en ruinas a un país que batalla con una recesión de más de diez años y que es gobernado en la práctica por una Junta de Control Fiscal nombrada por el Congreso de Estados Unidos, pues el gobierno está quebrado.

—No ha habido información oficial, fidedigna o confiable que diga lo que provocó el huracán María en Puerto Rico en términos de daños. Se habla de cifras de hasta 90.000 millones de dólares, que son bien grandes. Asumiendo que esas sean las cifras, podemos decir que realmente no tienen en cuenta los daños acumulados que se siguen produciendo —dice el economista y profesor universitario Gerardo González—. Por ejemplo, ahí uno tiene que incluir no solamente el daño de la infraestructura física. Se debe incluir el daño económico, una economía que se paralizó por la falta de energía eléctrica, por daños a la misma infraestructura, situaciones que todavía se están produciendo en un sector de la población que continúa sin energía, en áreas donde hay pequeños negocios que no están produciendo a plena capacidad —afirma.

—Hay una serie de efectos directos, indirectos, incluso inducidos, que siguen operando, con lo cual la cifra de daños va en constante aumento. Pero lo cierto es que el impacto fue brutal, fue algo que realmente vino a operar sobre una economía que ya estaba de por sí debilitada por la crisis que sufre la isla —añade González.

Desde el impacto del huracán Georges en 1998, Puerto Rico no sufría una destrucción de alto nivel a manos de un ciclón. En aquel entonces, el contexto económico era otro, pues el país estaba solvente y Estados Unidos dispuesto a abrir la chequera, aunque no con tanta benevolencia como antes.

Puerto Rico se recuperó en pocos meses y Estados Unidos dejó entrever su primer cambio en el trato hacia la isla: hasta ese momento el dinero fluía de manera directa para las emergencias, sin el recurso primario de los préstamos. Eso comenzó a cambiar en 1998.

Sucesivos incidentes de corrupción y deficiencias en el manejo de los fondos enviados desde el norte comenzaron a minar la confianza del gobierno estadounidense, que lentamente comenzó a cerrar la llave y a poner mayores cortapisas a la hora de asignar dinero para importantes programas de salud, educación, infraestructura y desarrollo económico.

En el camino la deuda fiscal del país comenzó a dispararse y llegó a superar los escandalosos 70.000 millones de dólares. El dinero fue utilizado para tapar los huecos dejados por la reducción en el flujo de la ayuda estadounidense y para paliar el éxodo de empresas que abandonaron en masa la isla luego de que el Congreso de Estados Unidos liquidara los generosos incentivos contributivos que Puerto Rico ofrecía desde mediados del siglo pasado.

Estados Unidos hizo poco para detener el colapso y no actuó hasta que se puso en peligro la integridad del mercado municipal de bonos, y se previeron largos y complejos pleitos en los tribunales estadounidenses si Puerto Rico decidía no pagar. Así se aprobó la llamada Ley Promesa, un mecanismo legal que creó la Junta de Control Fiscal, que frenó los pleitos en contra del gobierno puertorriqueño y abrió la posibilidad de que se declarara en quiebra para poner sus finanzas al amparo de un tribunal federal en mayo.

En ese escenario atacó María, un huracán que cavó una fosa todavía más profunda que la existente en la economía de Puerto Rico.


Cuando golpeó el huracan, los portorriqueños miraron ilusionados a Estados Unidos, bajo la teoría de que la ciudadanía estadounidense que ostentan desde 1917 —que no les da derecho a votar por el presidente ni a tener representación confesional oficial— los haría recibir un trato de iguales tras la tragedia.

En Puerto Rico se esperaba que las autoridades estadounidenses reaccionaran de manera similar a como lo hicieron pocos días antes en Florida con el huracán Irma o en Texas con el ciclón Harvey. Para sorpresa de la mayoría de la población, que en 90% apoya el sostenimiento de un vínculo permanente con Estados Unidos, la reacción en Washington fue de frialdad y desdén.

Así pasaban los días tras el paso del huracán y la ansiada ayuda no llegaba, lo que comenzó a gestar una seria crisis humanitaria que todavía mantiene visible su estela en el país.

La primera respuesta de Estados Unidos tomó un par de semanas para activarse. Esto generó serias críticas en la opinión pública estadounidense, que veía consternada en la prensa cómo un territorio repleto de conciudadanos se sumía en la muerte, el hambre y la desesperanza.

Así comenzó la presión pública y empezaron a llegar los recursos, pero en el medio se suscitaron escandalosas contrataciones de parte de la Administración Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA por su sigla en inglés), entre ellas la inexperta empresa de electricidad Whitefish, que frenaron el flujo de efectivo.

La recuperación entró entonces en una inercia y no fue hasta la segunda semana de febrero de 2018 que, como parte del proceso de presupuesto de Estados Unidos, se asignaron unos 18.000 millones de dólares para la recuperación, una cifra que luce alta pero que está muy por debajo de lo estimado por el gobierno puertorriqueño, que asegura que los daños superan los 70.000 millones de dólares.

—Esa ayuda se quedaría corta, porque los efectos acumulados del huracán se seguirán viendo durante este año. Claro, eso no quiere decir que no va a ayudar. Realmente 18.000 millones de dólares para una economía debilitada y golpeada por un huracán de esa magnitud significan una gran ayuda. Eso es indiscutible. Ahora, lo otro es saber si es eficiente, y eso va a depender de la capacidad para manejar esa ayuda financiera —explica González.

A seis meses del paso de María, el balance ha dejado expuesta la realidad de que el trato hacia Puerto Rico ha cambiado mucho y de que la fuerza ganada por la comunidad boricua en Florida, donde más de un cuarto de millón de puertorriqueños ha migrado desde la crisis, no ha sido un factor de peso para motivar que Estados Unidos procure un cambio en su relación con la isla.


—Las relaciones entre Puerto Rico y Estados Unidos están en uno de los momentos más críticos de su historia. La aprobación en el verano de 2016 de la Ley Promesa y la designación poco después de una Junta de Supervisión Fiscal no electa y que controla todos los asuntos fiscales y gubernamentales esenciales en Puerto Rico acabaron con el simulacro de gobierno propio que Estados Unidos, con la complacencia y complicidad de amplios sectores políticos en Puerto Rico, había estado tratando de representar, aquí y en la comunidad internacional, desde 1952. Nunca, desde la invasión en 1898, había estado tan claro que Puerto Rico es una colonia en el sentido más clásico de la palabra —afirma el columnista y subdirector del diario El Nuevo Día, Benjamín Torres Gotay.

—Estamos, creo, en un impasse, en una encerrona (en terminó de las relaciones). Hay un fuerte movimiento que pide la anexión a Estados Unidos. Pero ese movimiento no es mayoritario ni existen en este momento las más mínimas razones para pensar que Estados Unidos consideraría con seriedad una petición de anexión. De hecho, importantes voces en el Congreso de Estados Unidos han dicho alto y claro que convertirse en un estado de la Unión no estará bajo consideración, al menos mientras Puerto Rico no supere la crítica situación económica que enfrenta en este momento, para lo cual faltan, cuando menos, 10 o 15 años. Por otro lado, la independencia no está ni cerca de obtener un apoyo importante del electorado y el Estado Libre Asociado está desprestigiado tanto aquí como en Estados Unidos. A corto plazo, por lo tanto, me parece que no hay ninguna posibilidad de cambio —agrega el también escritor.

Para explicar ese estado de “encerrona” ideológica que vive Puerto Rico, hay que buscar, como es lógico, en su historia. Puerto Rico pasó a ser propiedad de Estados Unidos como botín de guerra tras la Guerra Hispanoestadounidense, que estalló en Cuba en 1898. Los españoles no deseaban un conflicto frontal con Estados Unidos y optaron por entregar sus dominios en las Filipinas, Cuba y Puerto Rico.

Cada una de esas posesiones corrió un proceso histórico distinto y sólo Puerto Rico se mantuvo bajo el manto estadounidense como una de sus colonias. Las relaciones con los puertorriqueños no fueron del todo saludables en la primera mitad del siglo XX, pues los boricuas contaban con una recién lograda autonomía de España. Estados Unidos manejó la isla con gobiernos militares y el 2 de marzo de 1917 dio la ciudadanía estadounidense a los puertorriqueños mediante el Acta Jones, que ofrece pasaporte estadounidense a los nacidos en la isla, pero les impide votar por el presidente o tener representación oficial en el Congreso. En realidad, Puerto Rico tiene un representante que es elegido allí, pero no tiene voz ni voto, y los boricuas, que no pagan impuestos federales en la isla, pueden votar por el presidente y los congresistas si lo hacen como residentes de algún estado de la Unión.

Transcurrida la primera mitad del siglo XX, y ante las presiones internacionales para que se lograra la descolonización de Puerto Rico, el Congreso creó en 1952 el Estado Libre Asociado de Puerto Rico (ELA), una forma de gobierno que, aseguraron en ese entonces, acababa con el estatus colonial de la isla.

Con el inicio del ELA arrancó la Operación Manos a la Obra, un proyecto social y económico que convirtió a Puerto Rico en el modelo de sociedad que Estados Unidos quería impulsar por todo el mundo. Basado en fuertes subvenciones a la manufactura y el flujo de ayuda económica federal directa, la riqueza comenzó a fluir y Puerto Rico llegó a convertirse en lo que se llamó “lo mejor de dos mundos”, pues combinaba las virtudes de la opulencia estadounidense con lo mejor de la cultura latinoamericana.

Claro, había una razón oculta en ese trato exclusivo, y era el desarrollo de la Guerra Fría. Estados Unidos comenzó a prever los problemas en Cuba y la inestabilidad en República Dominicana, por lo que decidió apostar por el bastión estratégico que le permitía dominar el Atlántico Central.

Así, montó poderosas bases militares y complejos sistemas de telecomunicaciones para sus operaciones clandestinas en América del Sur, de modo que Puerto Rico sería su patio trasero para el fortalecimiento de la presencia militar en la región ante la amenaza soviética.

El modelo puertorriqueño funcionó como reloj suizo por casi cuatro décadas hasta que a finales de los 80 comenzó la caída del bloque socialista. En ese momento el interés por Puerto Rico se redujo considerablemente, a tal punto que en la década posterior se cerró casi la totalidad de las bases militares (hoy operan sólo tres instalaciones de menor tamaño), el Comando Sur abandonó la isla y fueron eliminadas las exenciones contributivas que tanto progreso trajeron.

Puerto Rico no era más un punto crítico para la defensa nacional y fue, en cierta medida, dejado a su suerte, sin que una definición política sea viable a corto plazo, pues la anexión luce lejana, el ELA actual ha sido declarado nuevamente como estatus colonial por Estados Unidos y la independencia no goza de la simpatía mayoritaria de la población, que se debate entre la unión permanente al poder central o la fórmula actual.

—En este dilema están enfrentadas dos fuerzas monstruosas absolutamente contradictorias la una con la otra. Por un lado, en Puerto Rico hay una fijación casi obsesiva, casi enfermiza, con Estados Unidos. No todos los puertorriqueños quieren el ELA, pero casi todos quieren mantener una relación estrecha y cercana con Estados Unidos, la ciudadanía de ese país y libre tránsito hacia allá. Por el otro lado, desde el final de la Guerra Fría es evidente que Estados Unidos ha perdido todo interés en Puerto Rico y se mantiene aquí por inercia, por no saber qué hacer y porque le teme como el diablo a la cruz a una petición de estadidad. Esa es la endemoniada encrucijada en la que está el pueblo puertorriqueño en este momento: viviendo obsesionado con un país que ya no le tiene ningún interés. Al final, va a pasar lo que quiera quien tiene el poder y en las relaciones coloniales todos sabemos quién tiene el poder —sostiene Torres Gotay.

¿Hacia dónde van las relaciones entre Puerto Rico y Estados Unidos? “Casi cada semana llega del ‘todos’ del norte la orden, la negativa, la amenaza, la convicción, que indican que Washington otea el horizonte indiferentemente. Sus políticos y funcionarios, sus banqueros y ciudadanos, tienen los televisores encendidos, abren los refrigeradores, entran a internet. De vez en cuando se topan con una noticia del pueblo puertorriqueño y fruncen el ceño cuando se enteran de las peticiones de préstamos y bancarrotas de esos extranjeros que, extrañamente, tienen también su ciudadanía y, sin embargo, resultan idénticos a los niños a los que envían 20 dólares al mes y sólo han visto en una fotografía”, escribió el laureado escritor Eduardo Lalo en su columna semanal en El Nuevo Día. Se refiere al desdén que sopla desde el norte, donde el sólido puente que una vez existió y que se conectaba a Puerto Rico ha sufrido daños irreparables, y lo más claro del asunto es que muy poco ha sido culpa de María, cuya única responsabilidad ha sido dejar en evidencia que esta relación está en quiebra.