La sorpresa cayó del cielo el primer lunes de marzo, cuando Elías Ramírez se volvió ingrávido y azotó en el cemento. Nadie recuerda los cuatro segundos en los que el hombre tropezó y se precipitó al vacío quebrándose el cráneo, una pierna y tres vértebras. Lo único que escucharon fue un sonido rasposo como el de la madera vieja cuando se rompe. Nada más. Pasa todo el tiempo: uno cae y como si fuera lagartija, se levanta, se sacude el polvo de los pantalones y se quita las piedras enterradas en las manos. A veces lo que se clavan son las espinas de una que otra yerba mala en el camino, y uno tiene la obligación de mirarse los pies y pronunciar el primer insulto que se le venga en mente: chingadamadre, putísimamadre, hijodesupinchemadre. Las otras caídas ocurren con menor frecuencia. Entonces no hay tiempo siquiera de pensar en las botas que se quedarán sucias el resto del día; los raspones dejan de tomar importancia y la lengua se pone reseca. Con las otras caídas uno se queda boca arriba, dándole gracias a Dios porque el día ha terminado. Luego todo se tiñe de rojo y de la nariz empieza a escaparse una suerte de plasma.

Los estudios afirman que lo primero que uno pierde en la sacudida de un golpe son los zapatos. Elías tenía un par de botas gastadas que había comprado en un bazar por cuarenta pesos y que sirvieron para llenarse de lodo. La lengüeta estaba prácticamente inservible y en la suela llevaba metidos algunos clavos de concreto y rebabas de madera. No era algo que le importara mucho: tenía la seguridad de que un buen día, con el fruto de su trabajo, se compraría unas del más bravo de los cocodrilos. Era un lunes de marzo cuando lo vieron caer del cielo.

No despertó nunca. Cuántos días pasaron entre la caída y su muerte, jamás pudo contarlos. Elías suspiró. Miró al hombre de la cama frente a la suya. Llevaba la pierna derecha envuelta en un mar de vendas; apenas podía imaginarse la cadavérica extremidad que se retorcía ahí abajo. Cerró los ojos. Rechingada puta vida. Recordó los gritos de la Chole cuando pegaba la mano al comal para sacar las tortillas de harina. El tiempo se pausaba cada vez que su mujer abría la boca: ponía a raya a los animales y las mujeres respetaban cada una de sus órdenes. A Elías le gustaba por chingona. Así la había escogido de entre las muchachas del pueblo y se la había llevado a bailar sin permiso de sus padres. Ahí, entre el faldón de ribetes, le había pegado el susto de su vida al meterle por entre las piernas la faramalla de sus cinco dedos.

Si alguien le hubiera dicho cómo un paso en falso puede partirte la vida en diez trozos, Elías habría escogido otra profesión. Le habría gustado, por ejemplo, ser voceador, cantar las noticias como quien cuenta una historia a la luz de la fogata: ser el hombre más esperado del pueblo, recitar lo mismo la muerte de quién sabe qué político gabacho que el triunfo de la Selección Mexicana en tierras europeas. Decir, por ejemplo: ¡Extra! ¡Extra! Cae Elías Ramírez con los pies pa’rriba. Pero desde muy chavo supo que ni para eso servía, y se dio por vencido antes de tiempo; se fue con su abuelo Ezequiel y aprendió a pan y agua el oficio de la albañilería.

A veces ocurre que, cuando uno pierde la conciencia, el cerebro toma las imágenes menos esperadas y comienza a combinarlas en una ruleta, de esas que salen en las películas. Los sueños de Elías comenzaron a volverse una madeja de imágenes inútiles: fichas de dominó que no existen, piezas de un rompecabezas imposible, laberintos con salida al río. Por ejemplo, cuando la Chole le sobaba los pies con aceite de alcanfor, Elías registraba el olor y no podía sacárselo en toda la noche. Se imaginaba tumbado bajo los enormes pinos de la sierra. A veces también pensaba en las cantinas que tanto les gustaban a los de la construcción. A mitad de la noche, Elías recordaba el trago de cerveza bajando como un pececillo hasta la boca del estómago. Ahora sólo quedaba entre sus dientes la molestia del tubo que lo mantenía con vida.


Si alguien le hubiera contado a Elías cómo iba a terminar echando espuma por la boca, se habría asegurado de matarse completo. Lo ponía triste ver a la Chole ahí nomás, hecha bola entre la silla, tratando de encontrar el sitio más cómodo para conciliar el sueño. Todavía lleva guardada la imagen de cuando la sacó de su casa con la promesa de una mejor vida. Habían llegado a la ciudad después de tres meses de andar toreándose entre plazas y verbenas. Con dos mochilas de ropa y una cobija San Marcos, pronto se hicieron de una modesta casita en Riberas de Sacramento, cuatro metros por cuatro y toda recubierta con cartón y lámina. De por el rumbo eran todos pies ligeros. Los más valientes se quedaban en sus parcelas, esperando que nadie los molestara. Los más pendejos, decía Elías, venimos a rajarnos la madre. De repente, cuando caía la chamba más pesada, podían pensar en grande; compraban dos chuletones del siete y la Chole los asaba junto a unas cuantas papas y cebollas. Ponía sobre la mesa el tortillero, la salsa de molcajete y de ahí no paraba la tarde hasta que los dos terminaban cansados de masticar y con la panza hinchada como una mosca de fruta. Eran mejores tiempos, en los que la suerte estaba trenzada con aquellas mínimas victorias.

Sumido en una cama cualquiera de la clínica 33, frente a tres comatosos y dos adictos al crack que esperaban el final de sus días, Elías suspiraba por la promesa de los tiempos perdidos. Recordaba con alegría cómo se le habían puesto grandes los ojos a su mujer la primera vez que llegó con el billete de la quincena. Había pasado toda la semana cargando vigas y pegando bloques, uno sobre otro, con la única consigna de no dejarlos caer en ningún momento. Los compañeros eran un caso diferente; les gustaba la banda y hablaban de las borracheras en el Dos de Oro, una cantina donde se bebía con cincuenta pesos y, si se tenía suerte, uno podía sacarle el teléfono a la mesera. Elías respiró hondo. Tenía veintiocho años y tres cicatrices en la cara. La última se la había hecho su primo Eliodoro en el baile de fin de año. Se habían puesto una borrachera marca diablo con una botella de tequila y terminaron trenzados en el piso. Uno golpeaba a la mandíbula y el otro directo al estómago, como si tuvieran medido el punto exacto donde el otro se volvería de cera. Elías resistió como un campeón; sus puños se pusieron bien tiesos y no se rajó ni un minuto a los golpes. Eliodoro no aguantó y le sacó una navaja, con la que le metió una rajada en la mejilla. Elías, doblado de dolor, todavía tuvo la fuerza para clavarle el puño en las costillas y dejarlo retorcerse un rato.

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El médico de cabecera, que vino a verlo un día antes de su muerte, trazó una línea indescifrable en el expediente. Elías supo que esa noche tendría que despedirse porque la Chole y un montón de doctores así lo habían decidido. Él los escuchó, así de claro como cuando uno presiente entre sueños que está a punto de caerse de la cama. Entre sus ojos morenos se hizo de día y entonces se preguntó cuál sería la mejor manera de morir para un hombre como él. La caída, por ejemplo, no le dolió tanto. A lo mucho sintió una suerte de frío que le caminaba entre las extremidades hasta llegarle al ombligo. Había aprendido por sus compañeros que ahí empezaba mal la cosa, por eso no preguntó a nadie y se quedó quieto, olisqueando el tufo a tabaco y aguardiente que despedían los albañiles.


En el hospital Morelos le asignaron la cama 113. Su modesto rincón de descanso incluía un banco para apoyar los pies, una bacinica y ropa de cama impregnada con el humor de otros pacientes. Si tan sólo hubieran enviado un manual para no estar triste, la Chole lo habría leído completito una y otra vez. Le recitaría al oído los mejores ejercicios. Diría, por ejemplo: “Paso número 77. Eleve las piernas al aire, teniendo cuidado de no perder el equilibrio. Bájelas al tiempo que siente el pecho desinflarse. Haga series de ocho repeticiones cada tercer día, hasta recuperar las riendas de su vida”.


Los doctores diagnosticaron traumatismo craneoencefálico severo. Junto al cuerpo impávido de Elías no tardaron en hacerse bola los residentes con sus libretas que llenaban con la mayor premura posible. Unos leían el tarjetón pegado en la cabecera del hombre; otros tomaban signos vitales, buscaban sus pupilas, revisaban los resultados del encefalograma. Nadie reparó en su rostro sereno ni en la facilidad con la que sus párpados se abrían ante la insistencia de los médicos. Entre ellos se escuchó un dialecto incomprensible. La Chole escuchó el pronóstico en silencio, tratando de descifrar sus explicaciones. Él dijo las palabras “coma” y “muerte”. Entonces ella comprendió que el mundo es un puño de yerba mala que no termina de arder nunca.


El miedo más grande no llega cuando uno quiere, dijo Elías entre dientes, pero ya nadie lo escuchaba. El día que iba a morir le pusieron una bata limpia. La Chole ya lo sabía, le contaba cuánto iba a extrañar aquellos domingos cuando salían a dar la vuelta por la plaza. Su cuerpo se había puesto más tieso, obligando a músculos y tendones a contraerse como las patas de las arañas a medio morir.

Elías había notado el tono con el que el médico le hablaba a la Chole. Cada tercer día era lo mismo: venía a donde Elías, checaba con premura sus signos vitales y alegaba cualquier barbaridad en ese horrible dialecto de la medicina. Ponía una mano en su hombro. No era una mujer fea; tenía los mejores rasgos de su tierra esparcidos por el cuerpo y dos capulines en lugar de ojos. Pero el grito de Elías ya no se escuchaba. La Chole apretaba la mirada y de vez en cuando aceptaba la caminata con el neurólogo con tal de que diera a su marido el mejor de los tratos. Al pasar del tiempo, la confianza arreció. Las manos comenzaron a bajar de su sitio y ella, acostumbrada a acatar las órdenes de cualquier hombre, agachó la testa y se dio por vencida.

Con el paso de los días las curaciones se volvieron insoportables. Elías no podría dormir con la paz de los buenos momentos; se consumía en el camastro y amanecía todas las mañanas con los ojos resecos, como dos enormes balines enrojecidos. Las llagas empezaron a crecerle entre los muslos. La cicatriz de la cabeza ni siquiera comenzaba a ponerse rígida cuando su mujer decidió dejarlo ir.


Elías cayó de la azotea como un pájaro herido. Su único error fue pisar un andamio maltrecho que se había desgastado de tanta patada y que, mal que bien, sostenía el peso de los albañiles. Nadie esperó que llegara el pinche día en el que uno de ellos diera un paso en falso. Pero la madera crujió y el descenso fue inevitable; Elías notó cómo se iba haciendo más leve, hasta escuchar un golpe sordo contra el cemento. Todavía quiso levantarse, para que nadie se diera cuenta y el ingeniero no fuera a descontarle el día; pensó en la Chole y sintió la sangre corriéndole más lento por las venas. Súbitamente, todo en él se volvió de piedra. Escuchó la sangre escurriendo por el piso. La respiración agitada de cada uno de sus compañeros cuando lo encontraron tirado boca arriba, con la cabeza pelada. Cuando quiso mover las piernas, se dio cuenta de que no era necesario hacer más esfuerzos. Miró los ojos de los albañiles, que en el barullo se quitaban la camisa para detener la hemorragia. Nadie dijo nada durante un rato, hasta que el Cholo, que era el más vivo del grupo, le puso la mano en el pecho. No había cómo, carnal. Te mandaron directo a la chingada.


El primero que escuchó el golpe contra el suelo fue Francisco, uno de los más jóvenes y que todavía no tenía ni ganas ni tiempo para ver morir a un amigo. Cuando vio toda la sangre derramada, se puso tembloroso y tuvieron que traerle una coca bien fría para subirle el azúcar. Su tartamudeo alarmó a toda la cuadrilla. No tardó mucho tiempo para que encontraran a Elías tumbado cara arriba; le cubrieron la cabeza con trapos mojados, le hablaron fuerte al oído, le abrieron los ojos. No respondió. Había dejado de comprender el idioma de los hombres y ahora su reino era el de los que esperan. Elías comenzó a sentir la sangre cubrirle la frente y los miembros entumecidos.

Los albañiles dejaron su trabajo y con las manos empapadas en yeso y cal empezaron a gritarle. Otros se quedaron inmóviles, viendo cómo se formaba entre los bloques un hilillo de sangre. Nadie supo qué hacer para reanimarlo; lo único que lograron fue sacar su estampita de san Judas y rezar para que Elías no se les fuera, de todas formas era el único que se quedaba hasta tarde amontonando los tabiques en un mismo sitio. Pronto, la vista se le colmó con una membrana de luz amarillenta. Sólo escuchó el canto de los pájaros haciéndose de sal entre sus oídos.

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El día que le tocaba morir le dio la gana mover el dedo índice de la mano derecha. Nadie se dio cuenta del progreso del joven que, atrapado en el cuerpo de un animal herido, lo único que pudo hacer fue estirar el dedo. Para él era suficiente. No escucharía más el rumor de los internos buscándole una cura ni el insoportable chillido de la mesa de alimentos a la siete de la mañana. Juntó fuerzas e imaginó que el suero que llevaba pegado al brazo era una enorme manguera de agua fría. Basta una caída de tres metros para arruinarle la vida a un hombre. Cuando escuchó al médico llegar del lado de la Chole, tuvo que tomar fuerzas para mover los dedos. De nada sirvió, estaba tullido y hecho un pendejo. Escuchó el sonido de las gasas escurriendo en la bacinica. Ahí lo supo: condenado una vez y condenado para siempre.

El último intento por moverse resultó un fracaso. Las fuerzas que se necesitan para sacudir una pequeña articulación, un músculo cualquiera, no son suficientes en el cuerpo de un enfermo. Hay que ser muy pinche necio para buscarle un porqué. No se puede, y punto. Te matan para que no te vuelvas un mueble, para que no tengan que meterte a gatas en el baño donde un montón de pacientes ha diluido sus enfermedades crónicas bajo el chorro de agua fría. El médico no reparó en nada. En la cama número 113 no hubo lamentos de desesperanza. Nadie corrió hacia el doctor para interrumpir la proeza, nadie gritó para decir ¡me opongo!, ni vio cómo el dedo de Elías juntaba fuerzas para doblarse. Nadie atravesó el interminable túnel que conecta el hospital con la avenida, donde los drogadictos han echado la suerte al aire noche tras noche. No hubo otra cosa más que la conciencia de Elías haciéndose más pesada a cada segundo. El médico tomó una aguja que clavó dentro de la carne. La caída fue lo de menos, porque cuando el aire le quitó los zapatos, Elías recordó el tiempo que le tardó construir una vida bonita como la de entonces. La testa se le puso amarilla de vértigo, pues cuando uno cae se desploman también los pensamientos más inverosímiles. La aguja penetró claro y fuerte; Elías ni se inmutó, tuvo ganas de dar un manazo que le quitara de encima al médico. Pero era muy tarde. El líquido había comenzado a correrle por las venas. La caída era lo de menos, claro; lo importante fue lo que trajeron después los cables y el olor a rancio del hospital. La Chole le apretó la mano. Luego, cuando ya no había más, se quitó el cubrebocas. Elías no dijo nada, ¿para qué iba a hacerlo? En el camastro de enfrente, el diabético se quejaba de dolores en la pierna y una monja rezaba un montón de padrenuestros por el alma de los pecadores.

Ya no había tiempo. Elías vio al doctor volverse hacia su mujer. Afuera, el viento daba vueltas entre los árboles y golpeteaba las ventanas. Era un día de octubre cualquiera cuando a Elías le clavaron la jeringa, cuando el médico, sin prisas, le puso la mano encima a la Chole. Todos dormían, menos ella.

La mano regordeta del médico fue acercándose al cuerpo de la Chole, que dio un paso atrás. Ella no quería, de veras que no quería, pero ya era muy tarde. El veneno llegó primero a los brazos, que se pusieron tan duros como troncos secos. La Chole miró al médico, los ojos mansos y las chapas bien pálidas. ¿Qué putas, Elías?

El líquido fue caminando por el tronco hasta llegar a los pies del enfermo. Si uno pudiera decidir el momento de su muerte, pensó Elías, debería escoger morirse como un pájaro, no importa que se le caigan a uno los zapatos. No vale un peso el rostro desfigurado, las tres cicatrices hechas por Eliodoro, la falda de ribetes de la Chole: se lo habían quebrado en su presencia, a lo mejor por eso cada vez que quería pelar los ojos sentía otra vez cómo se resquebrajaba la madera podrida del andamio y le daba un miedo de aquellos quedarse dormido. No pasa nada, decía la Chole, pero sí pasaba, porque cuando volvía el monstruo y se sentía más leve, la Chole se quedaba quieta mientras el hombre de bata le tiraba un cumplido o le regalaba un paquete de gomitas de naranja. Qué más da, dijo Elías, que tropezó entre las sábanas mientras en los oídos le retumbaba el sonido de los monitores. El médico comenzó a apretar la mano de la mujer, y con paciencia, fue llevándola hasta donde quería. Una caricia en la entrepierna requiere dos momentos: el primero y el más difícil, que fue cuando la Chole sintió aquella cosa salírsele de las manos y ponerse tiesa como un pedazo de madera seca. El segundo, cuando Elías miró a su mujer mover la mano frente al médico, que asomaba sus dientes amarillos hasta el último bufido, que manchó de blanco la sábana y entumeció las piernas de la Chole, y mientras trataba de tragarse las ganas de coserle la boca a chingadazos, Elías volvió a cerrar los ojos y los dedos otra vez se le volvieron de roca.

Le tomó menos de un minuto sacar el catéter, limpiar la piel hecha grietas y barajar en las actas el momento exacto de la muerte del hombre. Qué importaba ya, el veneno comenzó a subir por la columna. Elías, al que ya se lo iba comiendo la inyección, todavía tuvo tiempo de sentir las piernas resbalarle del andamio.