La sociedad rusa mantiene relaciones difíciles y contradictorias con su pasado, en particular con el pasado soviético. ¿Cuál fue el recorrido de la memoria colectiva del país y los usos políticos del pasado por parte de las autoridades después del final de la Unión Soviética y el sistema comunista?
Empleo la noción de “memoria rusa” para designar la memoria predominante en la sociedad rusa en un momento determinado de su historia: una memoria que es preciso distinguir de lo que podríamos llamar “memoria oficial”, es decir, la construida por las autoridades que tratan de imponer a toda la población. La memoria social y la memoria oficial pueden hallarse más o menos próximas o más o menos distantes una de la otra, pero nunca coinciden plenamente y deben ser estudiadas por separado.
En Rusia, más que en otras partes, la cuestión de la memoria es indisociable de la cuestión de la identidad, especialmente de la identidad nacional, y esta remite constantemente a la historia. Durante siete décadas, la historia de Rusia estuvo estrechamente ligada a la de la URSS. Su desaparición, y la del sistema político comunista que encarnaba, provocaron una grave crisis identitaria que, desde los años 90, la sociedad rusa se ha esforzado en superar, con el objeto de reconstruir una identidad aceptable. El recorrido accidentado de la memoria rusa en el último cuarto de siglo corresponde a esta búsqueda de una nueva identidad.
Algunas constataciones del fenómeno se imponen rápidamente. La primera es que la sociedad rusa sigue profundamente traumatizada por la violencia y la represión masiva de la época soviética, en especial durante el período estalinista, pero no ha sido capaz de ajustar cuentas con ese pasado. La principal dificultad reside en el problema de la responsabilidad: ¿quién es el responsable de los millones de víctimas de esa época? En lugar de afrontarlo abiertamente, la mayoría de los rusos ha optado por la amnesia y la negación, y ha relegado los episodios oscuros del pasado a los márgenes de la conciencia nacional. Su memoria está repleta de olvidos y silencios. Sólo una minoría, como los militantes de la asociación Memorial (un movimiento de defensa de los derechos humanos creado en 1989), sigue evocando ese pasado y luchando por la memoria de las víctimas. En la época soviética, los silencios y los olvidos fueron dictados por el miedo, como dice Rolando Figues en Los que susurran. Hoy las causas son otras (el malestar frente a un pasado difícil de cargar, la voluntad de no saber, etcétera), pero todavía están allí.
Una segunda constatación es la importancia de la memoria de la Segunda Guerra Mundial —llamada en Rusia la Gran Guerra Patriótica—, que se convirtió en el principal fundamento de la identidad nacional rusa y que adquirió el estatus de mito fundacional, pero que sigue siendo rememorada de muy diferentes formas: una que pone el acento en el sufrimiento, las terribles pérdidas humanas y el deseo de una sociedad más libre que animaba a los combatientes; otra, de tipo nacionalista, que se centra exclusivamente en la victoria obtenida sobre la Alemania nazi y que le atribuye el mérito a Iósif Stalin, eclipsando así la memoria de la violencia masiva desencadenada por el dictador.
Una tercera constatación: la utilización intensiva pero extremadamente selectiva del pasado por las autoridades rusas. Vladímir Putin, en particular, emplea constantemente la historia soviética, pero también la historia prerrevolucionaria, como apoyo de la ideología nacionalista que propone y que sustituye ahora a la ideología comunista del pasado. En la época soviética el pasado había sido instrumentalizado para legitimar el poder del Partido Comunista de la Unión Soviética y de su grupo dirigente: cada nuevo secretario del partido lo reescribía a su manera. Ahora el pasado sirve para legitimar el poder del presidente, para obtener el apoyo de la población en el proyecto de restaurar el lugar de Rusia en el escenario internacional y para consolidar un sistema autoritario que sólo tiene la apariencia de una democracia. En un caso como en el otro, se debe mostrar que el Estado siempre tiene la razón. Veamos con más detalle el recorrido de la memoria rusa después del final de la URSS.
La especificidad de la memoria rusa
El tema de la memoria (y el olvido) en la Rusia possoviética debe situarse en el contexto más general de las transformaciones en la memoria pública que se produjeron en los antiguos países comunistas después del fin de los sistemas políticos de tipo soviético. Al ampliar ese marco, se pone de manifiesto aun más la especificidad del caso ruso, que se diferencia netamente de los demás, a pesar de algunos puntos en común. En tiempos del “socialismo real”, existía en todos estos países una memoria oficial, forjada por el Partido Comunista, que ocupaba totalmente el espacio público y ofrecía una interpretación del pasado conforme a la ideología y a las exigencias políticas del partido. Un chiste soviético decía que en la URSS el pasado era imprevisible porque cambiaba continuamente. La memoria oficial cambiaba en función de las coyunturas políticas, pero seguía siendo la única autorizada: todas las demás memorias colectivas eran excluidas del espacio público, silenciadas o confinadas a la esfera familiar. Convencido de poseer la verdad histórica, el PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) se arrogaba el monopolio de la memoria y ejercía un estricto control sobre la escritura de la historia, que debía servir para legitimar su poder.
El fin de los sistemas políticos comunistas, primero en Europa central y oriental y luego en la propia URSS, también provocó el fin del monopolio comunista de la memoria. Al mismo tiempo que la memoria oficial comunista declinaba rápidamente, otras previamente silenciadas reaparecían y ocupaban el espacio público. Con la desintegración del imperio soviético, ya no podía hablarse más de una sola memoria: cada ex república soviética que se independizaba o recuperaba su independencia comenzaba a elaborar su propia interpretación del pasado y a construir su propia memoria, esta vez en un marco estrictamente nacional y sin directivas impuestas desde fuera.
En todas partes el pasado comunista fue revisado y reinterpretado a la luz de la nueva situación: ningún partido ni otra institución eran ya capaces de imponer una interpretación única y excluir todas las demás. Hemos asistido, en esos países, a una verdadera explosión de múltiples memorias, que competían entre sí y que aspiraban a hacerse oír y a ser reconocidas en el espacio público. A partir de los años 90, cada uno de estos países ha desarrollado políticas de memoria —creación de nuevos museos de historia reciente, establecimiento de nuevas conmemoraciones, etcétera—, en las que se expresan interpretaciones del pasado diametralmente opuestas a las que prevalecieron durante la época comunista.
Ajustar cuentas con el pasado comunista, sin embargo, ha resultado más difícil en Rusia que en los demás países del “socialismo real”, principalmente debido a las posiciones diferentes que ocupaban en el mundo comunista. La URSS, de hecho, no era un país como los otros, sino un imperio, cuyo centro era Rusia y al que habían sido integrados varios países (como los Estados bálticos, Georgia y las repúblicas de Asia Central) directamente por la fuerza, mientras que otros (los de Europa central y oriental) fueron incluidos en su esfera de influencia después (y a causa) de la Segunda Guerra Mundial. En este conjunto, Rusia mantenía y ejercía el poder principal. La mayoría de estos países recibió como una liberación el fin del comunismo y de la URSS, que consideraban un sistema de dominación extranjera de tipo colonialista. Una vez ganada o recuperada la independencia, dieron rienda suelta a una memoria profundamente negativa del período soviético, atribuyendo a la URSS (y concretamente a Rusia) la responsabilidad de sus desgracias. La misma actitud ya se había manifestado en Europa central y oriental después del fin de los regímenes comunistas, que habían precedido por dos años al de la URSS. Al verse a sí mismos como víctimas, todos estos países aplicaron políticas conmemorativas centradas en la opresión sufrida y en la resistencia a la dominación soviética. Los museos de historia reciente que crearon a partir de los años 90 presentan, desde este punto de vista, relatos bastante similares.
La Rusia poscomunista se encuentra en una situación muy diferente. Estando ella misma en el origen del sistema soviético y de la URSS, no puede atribuir a un actor externo la responsabilidad de sus desgracias. Con la desaparición de la URSS y el fin del sistema soviético, Rusia ciertamente se liberó de un orden opresivo, del que también podía considerarse víctima, pero, al mismo tiempo, perdió la posición hegemónica que ocupaba en el imperio soviético. Desde el punto de vista de los rusos, la época soviética se había caracterizado por terribles represiones, pero también por grandes logros y por una expansión sin precedentes de la potencia rusa. Por eso, la sensación de liberación estaba acompañada por sentimientos de pérdida, frustración, melancolía y arrepentimiento. Frente a las dificultades económicas de la transición al poscomunismo, exacerbadas por la brutal política de privatizaciones de Boris Yeltsin, muchos rusos comenzaron a sentir cierta nostalgia de la URSS, en particular de la época de Leonid Brézhnev, que retrospectivamente se les aparecía como un período de estabilidad y de relativa prosperidad.
La memoria del estalinismo
Tras el fin de la URSS, Rusia ha tenido que reinventarse por completo y redefinir su identidad sobre nuevas bases, dado que las de la etapa soviética fueron profundamente sacudidas. Las referencias que habían servido a los rusos durante décadas para orientarse desaparecieron: ahora era necesario encontrar otras para reconstruir una identidad colectiva y afrontar un futuro incierto. Para ello, era necesario mirar hacia el pasado, tanto el reciente como el más lejano, para intentar darle un sentido y determinar lo que, en el desastre general del sistema soviético, aún se podía salvar y utilizar para construir una identidad positiva.
Esta búsqueda identitaria ha pasado por varias etapas, pero ha evadido siempre el formidable obstáculo que representan la memoria del estalinismo y la cuestión de la responsabilidad. En este sentido, el problema fundamental en Rusia es la memoria de la violencia masiva y la represión de la época soviética, especialmente del Gran Terror de los años 30; en pocas palabras: la memoria del estalinismo. Ese pasado, hoy lejano, sigue pesando en la conciencia colectiva y asediando el presente de la sociedad rusa.
Pocos países han experimentado en el siglo XX una historia tan traumática como la de Rusia, en la que las víctimas de la represión política representan millones y casi todas las familias se vieron afectadas por la violencia estatal. El nazismo, con el que a menudo se ha comparado al estalinismo, también ha provocado millones de víctimas, pero sobre todo en poblaciones no alemanas, mientras que el estalinismo tuvo sus víctimas principalmente en la población rusa y soviética (y en tiempos de paz). A esto se suma que las represiones estalinistas exigieron la participación de un gran número de personas en todos los niveles del aparato de terror.
Los rusos han sido a la vez víctimas y perpetradores de tales violencias masivas y es prácticamente imposible trazar una línea divisoria clara entre los unos y los otros, en especial en tanto que los organizadores y los agentes del terror terminaban a menudo liquidados por el régimen (algo que no ocurría, o que ocurría sólo en raras ocasiones, en el caso del nazismo).
Estas circunstancias hacen particularmente difícil toda confrontación con el pasado. También hay que considerar que mientras que el nazismo duró sólo 12 años (de 1933 a 1945), en Rusia varias generaciones no han conocido otra cosa que este sistema represivo, que ha dejado un legado de temor muy arraigado en la conciencia colectiva (y, sobre todo, en el inconsciente colectivo). La violencia de masas de la que fueron víctimas millones de ciudadanos rusos estaba organizada, planificada y ejecutada por el Estado, pero en ningún momento este ha reconocido oficialmente su responsabilidad o ha pedido perdón, y ninguno de los responsables ha sido llevado ante la justicia.
En Rusia no se ha erigido ningún monumento oficial por iniciativa del Estado federal para conmemorar ese pasado de violencia ni a sus víctimas: los monumentos que existen han sido erigidos por asociaciones de la sociedad civil, a veces con el apoyo de las autoridades locales, pero sin ninguna participación del gobierno federal, que se mantuvo totalmente ausente en ese asunto. Tampoco se ha establecido comisión oficial alguna —del tipo de las comisiones de la verdad conformadas en América Latina después del final de las dictaduras militares— para investigar las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la etapa soviética.
A diferencia de lo ocurrido en otros países después de la caída del comunismo, la policía política de Rusia, el instrumento principal de la represión y el terror (que actuó bajo diferentes nombres: Cheka, GPU, OGPU, NKVD, KGB), no fue disuelta tras el final del sistema soviético, sino que apenas cambió su nombre, manteniendo esencialmente el mismo personal: de sus filas, por otra parte, provienen el actual presidente y, por iniciativa de este último, gran parte de los cuadros que en la actualidad ocupan puestos clave de poder en el gobierno, en la economía y en la política. La continuidad también ha prevalecido en el sistema judicial, otro engranaje esencial de la represión. El poder judicial no ha sido depurado, no ha hecho ningún mea culpa y aún hoy se encuentra estrictamente subordinado al poder político.
En Rusia no ha habido, en suma, una ruptura radical con el pasado comparable a la que tuvo lugar en Alemania después de 1945. Las encuestas muestran que Stalin sigue siendo un personaje popular en Rusia y todavía es considerado positivamente por una gran parte de la población. La situación de la memoria rusa muestra profundas contradicciones y ambigüedades. El olvido siempre constituye una dimensión esencial. En dos ocasiones, sin embargo, en la época soviética, la sociedad rusa había comenzado a enfrentarse a la memoria del estalinismo: una primera vez durante el “deshielo” de Nikita Jruschov y una segunda durante la perestroika de Gorbachov, pero en ambos casos el proceso se detuvo a mitad de camino. Desde principios de los años 90, la memoria del estalinismo ya no aparece en el centro del debate público en Rusia.
Las políticas de la memoria del Kremlin después del final de la URSS
Preocupada por reconstruir una identidad nacional rusa bastante quebrantada y desorientada por el fin de la URSS, la administración de Boris Yeltsin también recurrió ampliamente a la historia en los años 90: no a la historia soviética, sino a la de la época prerrevolucionaria, que fue presentada como una especie de edad de oro de crecimiento económico y de prosperidad. De acuerdo con esta nueva lectura del pasado, la Revolución de Octubre “desvió” de su curso “natural” la historia de Rusia e interrumpió el proceso de desarrollo económico y social que la acercaba cada vez más a los países más avanzados. El período soviético aparecía así como un paréntesis completamente negativo que ahora había que cerrar para siempre y olvidar: el fin de la URSS y del sistema soviético permitía finalmente retomar la senda interrumpida en 1917 y recuperar el terreno perdido. El legado soviético era entonces rechazado en bloque. Rusia era descrita como víctima del bolchevismo y del sistema soviético: como tal, no tenía necesidad de interrogarse por sus propias responsabilidades.
Diferentes medidas simbólicas tomadas por el poder yeltsiniano buscaban reencontrarse con el pasado prerrevolucionario. Ejemplos de ello son la sustitución de la bandera soviética por la bandera tricolor rusa de la época zarista, la restauración de las relaciones estrechas con la Iglesia ortodoxa con el fin de utilizar la religión ortodoxa como fundamento de la identidad rusa y como guía moral, y la sustitución del himno soviético por una pieza del compositor ruso del siglo XIX Mijaíl Glinka.
Pero, por otra parte, el gobierno de Yeltsin no desarrolló ninguna iniciativa relativa a la memoria de las víctimas de la represión estalinista. El único acontecimiento significativo en ese sentido fue, en 1992, el juicio abortado contra el PCUS que, si se hubiera producido, habría permitido abrir un debate sobre el pasado soviético.
En cuanto a la rehabilitación de las víctimas y el restablecimiento de sus derechos, es interesante notar que las dos principales iniciativas en este asunto, después de aquella del período de Jrushchov, datan de los últimos años de la URSS. La primera fue el decreto “Sobre el restablecimiento de los derechos de todas las víctimas de la represión política de los años 20 a los 50”, firmado el 13 de agosto de 1990 por Gorbachov en su calidad de (primer y último) presidente de la URSS. La segunda fue la ley “Sobre la rehabilitación de las víctimas de la represión política”, adoptada el 18 de octubre de 1991 por la Federación de Rusia, principalmente por iniciativa de la asociación Memorial. Esa ley reconoce la participación del Estado soviético en la violencia masiva perpetrada desde la década de 1920 hasta la de 1950; pero como subraya Elizabeth Anstett:
El reconocimiento de tal responsabilidad del Estado en este texto legislativo no ha contribuido a establecer responsabilidades individuales. No se han iniciado acciones legales contra los que concibieron y administraron el sistema soviético de los campos de concentración, incluso en el nivel local. Nunca hubo juicios ni intentos de dar lugar a una justicia transicional. No ha existido ninguna comisión que se encargara de establecer el balance de las varias décadas de violencia política institucionalizada, de señalar las responsabilidades individuales o colectivas o de finalmente iniciar una rememoración.
Aunque a principios de los años 90 tuvo cierto eco en la población, el mito de una edad de oro prerrevolucionaria era demasiado abstracto y estaba demasiado lejos para convencer realmente y llegar a ser el fundamento de una nueva identidad colectiva. Se evaporó al mismo tiempo que aumentaban el desencanto y la insatisfacción de la sociedad rusa ante la brutal política económica de Yeltsin. Parte de la población, empobrecida por el paso a la economía de mercado que debería haberle traído prosperidad, comenzó a sentir una cierta nostalgia de la difunta URSS.
La llegada de Putin a la presidencia introdujo cambios importantes en la utilización política del pasado por parte del poder ruso. El objetivo sigue siendo el mismo que el de su predecesor: construir o, más exactamente, reconstruir una identidad nacional fuerte para superar la crisis identitaria provocada por el fin de la URSS. Lo que cambia son los aspectos del pasado a los que recurre el poder. Muchos elementos de un pasado soviético que la administración anterior había condenado en bloque han sido recuperados y rehabilitados por Putin.
La nueva ideología propuesta por el poder abandonó también, como ya lo había hecho Yeltsin, toda referencia al comunismo y al anticapitalismo. Su contenido principal es un nacionalismo centrado en la idea de una Gran Rusia, de su pasado glorioso y de un futuro que permitirá restablecer su poder y su influencia a escala internacional. En ese nacionalismo se mezclan elementos heredados de la época zarista y de la tradición eslavófila, y otros de la etapa soviética. Occidente se presenta otra vez como un adversario ante el que Rusia debe defenderse.
El rol desempeñado personalmente por Putin en esta reorientación de la política de memoria fue y sigue siendo fundamental. Convencido de que “el desmoronamiento de la URSS fue la catástrofe geopolítica más grande del siglo XX”, el presidente ruso ha trabajado para la recuperación de partes significativas de la herencia soviética (sin dejar de recuperar también la historia prerrevolucionaria). Una de las medidas simbólicas tomadas en esta dirección fue el restablecimiento, en diciembre de 2000, del himno soviético (con un texto modificado) como himno nacional de la Federación de Rusia, en lugar de la “Canción patriótica” de Glinka, vigente desde 1990. Pero, fundamentalmente, el poder putiniano ha desarrollado y buscado imponer por diversos medios una nueva lectura de la historia soviética que pone el acento en los aspectos que hacen posible fundar una identidad nacional positiva y fomentar un sentimiento de orgullo en los rusos, como la modernización de la economía, la victoria sobre la Alemania nazi y el estatus de superpotencia alcanzado por la URSS después de 1945.
La referencia a la victoria en la Segunda Guerra Mundial cobró una importancia enorme. En mayo de 2005, el 60º aniversario de este evento fue conmemorado en Moscú con extraordinaria pompa, con el objetivo de subrayar el rol determinante desempeñado por Rusia en el desenlace del conflicto mundial y su estatus de gran potencia. Fue también una manera de recordar a los Países Bálticos, a Ucrania y a los países de Europa central y oriental que habían sido liberados de la ocupación nazi por el Ejército soviético y, por lo tanto, por Rusia. Según escribió el historiador ruso Nikolai Koposov en “Le débat russe sur les lois mémorielles” (El debate ruso sobre los lugares de la memoria):
Desde hace unos años, la Gran Guerra Patriótica […] se volvió un verdadero mito de origen para la Rusia possoviética. Según una encuesta reciente, 87% de los rusos coincide en afirmar que la victoria de la URSS sobre la Alemania nazi fue el acontecimiento más grande de la historia del siglo XX. Por más que la historiografía reciente presente un cuadro de la guerra infinitamente más contrastado que su imagen heroica convencional, esto no impide que este mito, sostenido por la propaganda del Estado, satisfaga a la opinión rusa. Hoy en día, como bajo el poder soviético, la memoria de la guerra, traumática y a la vez gloriosa, sirve para eclipsar otra memoria, la del terror estalinista, y para convencer a los rusos del rol positivo del Estado en la historia nacional.
La importancia atribuida a la memoria de la Segunda Guerra Mundial dio lugar también a la revalorización del rol de Stalin en tanto jefe militar, como ya había sucedido en la época de Brézhnev. Se le atribuye en gran parte a Stalin el mérito de la victoria sobre la Alemania nazi. Por el contrario, no se evocan las responsabilidades del dictador en los desastres de la primera fase de la guerra, por haber debilitado al Ejército Rojo durante el Gran Terror al eliminar a más de un tercio de los oficiales y por no haber tenido en cuenta los múltiples indicios de la inminencia de la invasión alemana.
Otro aspecto importante en la visión de la historia soviética que Putin busca imponer es el tema de la modernización de Rusia: a Stalin se le atribuye también el mérito de haber modernizado la economía del país y de haber hecho de la URSS una gran potencia después de la guerra. En esta visión de la historia soviética no se niegan los crímenes ni la represión de masas de la época estalinista, pero se los relativiza y se los presenta como el inevitable precio a pagar para las transformaciones de la economía y la sociedad.
El gobierno de Putin ha intervenido de múltiples maneras para promover su visión —“justa” y “no falsificada”— de la historia, restableciendo prácticas de la época soviética, cuando el poder comunista ejercía un control estricto sobre la escritura y la enseñanza de la historia e imponía su propia visión del pasado. Entre sus iniciativas en este ámbito, podemos citar, por ejemplo, el proyecto de “Ley memorial”, destinado a castigar “todo atentado a la memoria histórica de los acontecimientos que se produjeron durante la Segunda Guerra Mundial”, la creación, en 2009, de una comisión presidencial sobre la “falsificación de la historia en detrimento de los intereses de Rusia” y, sobre todo, sus intervenciones en los manuales escolares de historia.
Después de su reelección en 2012, Putin pidió al Ministerio de Educación y Cultura que redactara indicaciones (“estándares”) para un nuevo manual de historia. El grupo de trabajo —formado por académicos, historiadores y, sobre todo, políticos— encargado de esta tarea presentó en octubre de 2013 un informe de 80 páginas a partir del cual se redactaría un manual único para la escuela secundaria que debería estar listo para el inicio del ciclo escolar de 2015-2016. El último acontecimiento tratado en ese manual es la reelección de Putin a la presidencia en 2012. Las cuestiones difíciles de la historia rusa, sobre las que no hay consenso, son tratadas en una categoría aparte. En cuanto a las víctimas del estalinismo, se mencionan pero no se dan cifras. El manual debería entonces proporcionar la visión “objetiva” oficial de la historia rusa, reforzar así el patriotismo de las jóvenes generaciones y reafirmar la idea de que el poder estatal es legítimo por esencia.
Poniendo a la orden del día el manual único, Putin restablece no sólo una práctica soviética inaugurada en los años 30, sino también otra de la época soviética, la de reescribir la historia ante cada cambio de gobernante en el Kremlin. En ese sentido, en Rusia el pasado sigue siendo imprevisible.
Monumentos y otros lugares conmemorativos
La ausencia de monumentos oficiales en memoria de las víctimas del estalinismo muestra que el Estado ruso hasta ahora ha evitado cuidadosamente hacer frente a ese problema. El gobierno de Putin no se ha limitado a una actitud pasiva, sino que también se ha esforzado en obstaculizar, mediante diversos procedimientos administrativos y judiciales, la actividad de la asociación Memorial, dedicada a la defensa de la memoria de las víctimas de las represiones soviéticas. A la ausencia ya señalada de monumentos oficiales en conmemoración de las víctimas, se agrega que el Estado ruso no se preocupa por preservar como lugares de memoria campos de concentración que formaban parte del sistema soviético.
El único campo que fue parcialmente preservado es el de Perm-36, situado a unos 100 kilómetros al noreste de la ciudad de Perm, pero lo fue sólo debido a la iniciativa de la asociación Memorial, que hizo de él un museo. Es como si en Alemania el Estado nacional y los Estados regionales (Länder) no hubieran salvado ninguna huella de los campos de concentración nazis: ¿cómo podríamos interpretar una actitud semejante sino como una voluntad de ocultar y de hacer olvidar esa parte de la historia alemana?
En Rusia la amnesia del Estado es acompañada por la de una gran parte de la sociedad, que prefiere no escuchar hablar del estalinismo y sus víctimas. Según la historiadora rusa Dina Khapaeva (en Portrait Critique de la Russia): “La sociedad rusa ha sido golpeada por un mal terrible: una amnesia parcial, una desintegración de la memoria, convertida en caprichosa y selectiva”. Y continúa señalando:
La amnesia actual y su corolario, la ausencia de condena y la impunidad de los crímenes cuyos autores y víctimas son millones, permiten ajustar cómodamente las cuentas con el pasado. De allí aquella lección de la historia soviético-rusa: basta con que los políticos ignoren los crímenes pasados y con que los individuos no digan palabra para que este “acuerdo” reduzca a nada, a los ojos del Estado y del conjunto de la sociedad, la cuestión del pasado caníbal.
Tras el intenso debate que tuviera lugar en los años de la perestroika, la sociedad rusa parece haber renunciado, por el momento, a ajustar las cuentas con ese pasado y a preguntarse por la cuestión de las responsabilidades. Prefiere, en su gran mayoría, refugiarse en la amnesia y en el mito nacionalista de la Gran Rusia que le es ofrecido a diario por el poder. Es poco probable, sin embargo, que esta situación pueda prolongarse de manera indefinida, porque ese pasado sigue allí y periódicamente exige la atención de aquellos que quisieran olvidarlo. Mientras que se cree haberlo enterrado para siempre, de vez en cuando reaparece, como con el descubrimiento de inmensas fosas comunes en los lugares de ejecución, donde, en la época del Gran Terror, los agentes de NKVD fusilaron a decenas de miles de personas, como en Butovo, en la periferia de Moscú, o en Levashovo, cerca de San Petersburgo, y en otras localidades.
Cada uno de estos hallazgos vuelve a plantear la cuestión de las responsabilidades, del Estado terrorista y de la impunidad de la cual se beneficiaron los autores de estos crímenes. Paradójicamente, sin embargo, el principal responsable, Stalin, sigue siendo una figura popular para una parte importante de la población rusa. Es sorprendente comprobar que en un país como Rusia, donde las víctimas de la violencia de Estado fueron tan numerosas, su memoria, lejos de predominar, queda relegada a un segundo plano, mientras que la de sus verdugos ocupa un lugar tan importante. Según Khapaeva: “En Rusia es la memoria de los verdugos la que ha triunfado y no la de las víctimas”. Arseni Roginski considera, por su parte, que “la memoria del estalinismo está incompleta y reprimida”.
En muchos rusos, sobre todo en los más ancianos, la amnesia voluntaria va acompañada de un sentimiento de nostalgia por la URSS, especialmente por el período de Brézhnev, visto en retrospectiva como una época de estabilidad durante la que la URSS y, por lo tanto, Rusia, era influyente y respetada en todo el mundo. La popularidad de Putin, que es real, se debe en gran parte a que supo responder a estas aspiraciones a la estabilidad y a esta nostalgia por el poder imperial perdido. Su discurso nacionalista encuentra allí un terreno fértil. Promete reconstituir el poder de una Rusia enfrentada a la hostilidad de Occidente y de sus vecinos inmediatos: reactiva la vieja obsesión soviética del asedio y de la consecuente necesidad de una movilización permanente de la sociedad para defenderse de las amenazas que provienen de un mundo hostil.
Sin embargo, el discurso nacionalista del Kremlin, si encuentra un eco positivo en Rusia, provoca mucha inquietud entre sus vecinos, en particular en los países donde hay importantes minorías rusas. Las tensiones políticas alimentan los conflictos de la memoria que oponen a Rusia con sus vecinos inmediatos.