“¿Qué tenés ganas de comer?”. Una hermosa frase que suele ser pronunciada entre miembros de una pareja que convive, minutos antes de descorchar un buen vino, preparar alimentos en equipo y disfrutarlos, con una sobremesa que seguramente incluya una relación sexual.
“¿Qué tengo ganas de comer?”. Una frase deprimente, un pensamiento en voz alta de quien vive solo, preludio de alguna porquería preparada en cinco minutos o de una hora esperando al delivery, para luego engullir y masturbarse con el mismo grado de automatización.
Llevaba años en el segundo grupo, por lo que tenía una especialización en refuerzos y fideos, y una heladera con fotografías familiares ocultas debajo de decenas de imanes de bares. Claro que elegir entre refuerzos, fideos o muzzarella con panceta seguía siendo un sufrimiento; por eso llamó mi atención un cartel pegado en el refugio de la parada del ómnibus.
“¡No vuelva a cocinar!”, decía con letras grandes. “Señora se ofrece para preparar platos a domicilio”, agregaba más chico y con una tipografía diferente. Un tercer tipo de letra explicaba la forma de contactar a Rosa, la señora en cuestión. Sonaba tan bien, que rompí una de mis dos reglas fundamentales del comercio (no darles dinero a empresas que tapan información útil en la parada del ómnibus y no darles dinero a empresas que tapan la jugada en las transmisiones de fútbol). Anoté el teléfono de Rosa, hablé con ella y coordinamos un día para que fuera a mi casa. Con timidez le pregunté si podía colocar sus anuncios en otra parte del refugio y me dijo que a ella nadie le decía cómo hacer las cosas. Ya me veía comiendo empanadas de carne con pasas de uva, por mucho que las detestara.
El viernes siguiente, con la puntualidad de un suizo cansado de llegar siempre en hora y tener que esperar diez minutos en la puerta a que el dueño de casa termine de vestirse, sonó el timbre de mi apartamento. Rosa apenas cargaba con un bolso del que sacó un delantal y una malla para su cabello. Inspeccionó mi cocina y comprobó que contenía las herramientas necesarias para elaborar diferentes tipos de comidas. Supe vivir acompañado y no perdía las esperanzas de volver a hacerlo.
—¿Precisás algo?
—Vos no te preocupes, que yo me encargo de todo. Hago las compras y preparo los platos.
Le dejé una copia de las llaves y me fui a trabajar. Si quería desvalijar mi casa, no iba a encontrar nada excepto utensilios de cocina con poco uso y reediciones de historietas publicadas por DC Comics entre 1985 y 20041. Durante la jornada laboral le mandé varios mensajes de texto a Rosa, preguntándole por su progreso, que fueron ignorados con mucha calidad.
Volví a casa de tardecita, tan cansado que creí que me había quedado sin fuerzas para empujar la puerta de entrada, hasta que descubrí que algo la estaba trancando desde adentro. Me metí de costadito e intenté refregarme los ojos para dar crédito a lo que estaba viendo, pero solamente logré ensuciar mis lentes.
Cientos y cientos de recipientes plásticos estaban apilados en el piso y sobre toda superficie horizontal del living, llegando casi hasta el techo. Los había de todos los colores y de varios tamaños. Recorrí un pequeño caminito que quedaba entre las montañas de polímeros y llegué a la cocina, donde Rosa controlaba lo que se cocía en cuatro hornallas y el horno.
—¡¿Qué está pasando?!
—Tranquilo, que no soy una máquina. Voy a seguir cocinando durante toda la noche y para mañana a esta hora va a quedar todo pronto.
—Quiero saber por qué hay cientos de tápers con comida por toda la casa...
—Es que no puedo guardarlos en el congelador hasta que se enfríen. A propósito, creo que vas a precisar un congelador más grande.
Mientras lo decía apagó las cuatro hornallas, combinó el contenido de las ollas en decenas de recipientes, los cerró y los colocó en la terracita, sobre el lavarropas. Llenó las ollas de nuevos ingredientes y volvió a prender el fuego, al tiempo que preparaba ensaladas sobre la mesada de mármol.
—Los tápers están etiquetados; la idea es que no comas dos días seguidos lo mismo, por eso intercalo las proteínas con los acompañamientos.
Tomé uno cualquiera del suelo y leí lo que estaba escrito.
—15 de marzo de 2023. Cena.
—Milanesa de garbanzos con ensalada mixta —dijo Rosa de memoria—. Si podés sacala del frío media hora antes, para que recupere el sabor.
—Yo creía que ibas a preparar las viandas de una semana. Diez días, a reventar.
—La gracia es que no vuelvas a cocinar, corazón. Por eso te dejo prontas dos comidas diarias por el resto de tu vida. Tengo en mente una opción con desayuno y merienda, pero me falta variedad, sobre todo con las mermeladas.
Calculé lo que me iba a costar solamente por los envases. Ella leyó mi mente.
—Quedate tranquilo, que son retornables. Del lado de abajo está el teléfono para que periódicamente vengan a buscar los tápers vacíos.
Volví a echar un vistazo a la casa. Había comida para muchos años y Rosa prometía hacer para bastantes años más. En ese momento me entró una duda.
—¿Y cómo sabés cuánto tiempo voy a vivir?
—Ah, querido, es un poder que tengo desde chiquita.
Rosa podría haber utilizado ese don para ayudar a que la gente resuelva sus asuntos pendientes; en cambio, lo aprovechaba para calcular el tamaño de su catering vitalicio. —Entonces, ¿cuántas comidas me quedan?
Me alcanzó una libreta llena de anotaciones, con un número de cinco cifras abajo del todo. Se traducía en varias décadas de vida. Me imaginé retirando cada mediodía y cada noche un plato de algún freezer gigante, versión “línea blanca” de un reloj de arena en el que contemplaría el inexorable paso del tiempo hasta que mis órganos fallaran uno a uno y mi frágil envase de carne dejara de funcionar.
Rosa terminó de cocinar dentro de los plazos establecidos. Acordamos un pago en cuotas y me dio el teléfono de un frigorífico que alquilaba espacio en sus cámaras de frío. La acompañé hasta la salida del edificio y al volver sentí que me bajaba la presión. Ya era hora de cenar. Fui hasta la cocina y calenté en el microondas el plato correspondiente. Ahora quedaban sólo 24.319.
A vos, ¿cuántos platos te quedan?