–¡Señor presidente! ¡Un meteorito se aproxima a la Tierra y podría terminar con la especie humana!

Todos los invitados giraron la cabeza hacia el uniformado que acababa de abrir las puertas de la iglesia de una patada.

–General Perkins, por el amor de Dios, ¿no podría volver en otro momento?

–Si alguien conoce un motivo por el que estas dos personas no deban contraer matrimonio, que hable ahora...

–¡El meteorito!

–El meteorito no es un buen motivo, Perkins.

–Es necesario volarlo en mil pedazos con misiles nucleares. No se me ocurre un mejor motivo, señor.

–... o calle para siempre.

–Maldita sea. Padre, deberá disculparnos, pero la ceremonia tendrá que continuar en otro momento.

–¡Sobre mi cadáver!

–Madame, si su marido no nos acompaña, serán siete mil cuatrocientos millones de cadáveres.

–No es mi marido, ¡porque no están permitiendo que nos casemos!

–Cariño, cuando me conociste sabías que mi trabajo exigiría pequeños sacrificios.

–Lo sabía cuando el FBI revisó todos mis antecedentes. Lo sabía cuando nuestras citas eran en la Casa Blanca. Y lo sabía cuando hacíamos el amor frente al servicio secreto. ¡Pero esto es demasiado!

–Se les cobrará la tarifa completa por segunda vez.

–El dinero no importa, padre.

–¡Y el amor tampoco! Solamente el deber. Debí haber escuchado a mi madre.

Una señora se paró en la primera fila de asientos.

–Siéntate, mamá.

–Entiendo que la noticia llegó en el peor momento, pero es la Tierra. ¡Será muy difícil tener una vida de casados si no tenemos vida!

–¿Acaso el vicepresidente no puede encargarse de los misiles?

Un hombre se paró en la tercera fila de asientos.

–No puede hacerlo. Es un idiota. Siéntese, idiota.

–¿Para qué te precisan? ¿Hay que firmar un permiso? ¿Digitar un código?

–Hay que girar una llave que...

–¡Dales la puta llave!

–Deme la puta llave, señor.

–No me hable así, general.

–Dele la puta llave, hijo mío.

–¡Padre!

–¿Qué? En la parroquia se putea como en cualquier otra parte.

–¡Dele la llave!

–Que se siente, idiota.

–¿Trajiste la llave, cariño?

–Por supuesto, la llevo siempre conmigo. Es uno de mis deberes como presidente.

–Mírame a los ojos. Este es el día más importante de nuestras vidas. O al menos de la mía. Si de verdad me amas, entrégale la llave a ese señor.

Todos en la iglesia aplaudieron. –La llave da acceso al arsenal nuclear, ¡no puedo prestarla así como así!

–No le levante la voz a mi hija.

–No le hable así a mi compañero de fórmula.

–No hablen en los asientos, hijos míos.

El general se acercó al altar.

–¡Señor presidente, la llave!

–Levante su mano derecha, Perkins.

–¿De qué se trata esto?

–Hágalo. Es una orden.

–Hijo mío, el meteorito... y en media hora da comienzo otra ceremonia.

–Levante la mano, Perkins.

Lo hizo.

–Jure que no utilizará los misiles nucleares para aniquilar algún país del Tercer Mundo.

–Señor...

–Júrelo o no hay llave.

–Júrelo o le dejaré este ramo de rosas en la tráquea.

–Gracias, cariño.

–¿Ni siquiera un misil pequeñito, señor?

–Ni uno, Perkins. Es capaz de reventar algún pozo de petróleo y hacernos perder mucho dinero.

–Bueeeno. Lo juro.

–Tome. Salve al mundo. Déjeme en paz con mi esposa.

–Todavía no lo es, hijo mío.

–Pues asegúrese de acelerar el trámite.

Le extendió la palma de la mano y, con ella, un billete de diez dólares.

–Por el poder que me confiere el estado de Pensilvania, los declaro marido y mujer.

–¿Y ahora?

–Ahora bésame, grandísimo tonto.

Lo hicieron. Todos en la iglesia volvieron a aplaudir.

–Ya eres oficialmente la primera dama de Estados Unidos. ¿Cuál será tu primera decisión en el cargo?

–¡Irme de luna de miel a Tahití con el hombre que amo!

Volvieron a besarse. Los misiles nucleares no lograron destruir por completo el meteorito, que cayó en el océano Pacífico, arrasando con la Polinesia y dejando millones de víctimas. La luna de miel tuvo que ser en París.