La mañana en que el apellido Castro iba a apearse de la silla del poder por vez primera en los 60 largos años de la Revolución cubana, Patricio Fernández recorrió las calles y tuvo la insólita sensación de que nada de importancia estaba ocurriendo en La Habana. Parecía tan normal el ritmo de la ciudad que acaso se creyó en un escenario artificial, elaborado para miradas de extranjero.
La sorpresa del periodista y director del semanario chileno The Clinic, comprensible en cualquier ciudadano global habituado a una mayor agitación en las jornadas electorales pero no en alguien instruido en las anomalías de la realidad cubana que ya va por su quincuagésima estancia en el país, pudo haberme causado asombro hasta a mí, de no ser porque obtuve ese día una impresión semejante, de naturalidad impostada, y así se lo confesé cuando nos reunimos para charlar, unas horas después del anuncio de que Miguel Díaz-Canel era el nuevo presidente del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros. Nativo al fin, yo poseía, sin embargo, la explicación exacta para entender la calma chicha reinante en el aire:
–Es que, como decimos acá, la jugada estaba cantada.
Los chismorreos de la prensa foránea, esos rumores presagiando varios candidatos al trono (que si perpetuarán el linaje, con Alejandro Castro, el benjamín de Raúl; que si Bruno, el de sonrisa perenne, el canciller Rodríguez Parrilla...) se desmoronaban por sí solos ante el peso de una isla hace rato ajena a los sobresaltos del intrépido mandato del Castro mayor y subsumida en la modorra asiática del Castro menor y la predictibilidad de su forma de gobierno. No habría capricho original: detrás de Fidel, el alto y barbudo, y de su hermano entronizado en 2007, el bajo y lampiño Raúl, llegaba el turno del espigado y canoso Miguel.
–Y ahora, ¿qué tú crees que va a pasar? ¿Se verán cambios? –me pregunta el Pato Fernández.
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Miguel Díaz-Canel es el primer regente que no proviene de esa “generación histórica” de 1959, a la cual van quedándole hoy unos pocos ancianos en la sobrevida. Trabajosamente ascendido por las escaleras del Partido Comunista de Cuba, su recorrido hacia el podio lo inició con estampa Beatle –delgado y de pelo largo, jovial y de ojos límpidos– en su natal provincia de Villa Clara como primer secretario del partido, puesto en el que cosechó popularidad entre 1994 y 2003. Continuó luego en idéntico cargo pero en la oriental Holguín, durante el período 2003-2009, ya sin tanto brillo en su pelo y en su misión.
Fue promovido después a ministro de Educación Superior y se atribuye a su gestión el mérito de ciertos vientos de modernización e interés por las nuevas tecnologías. En 2012 sería alzado a una de las ocho vicepresidencias del Consejo de Ministros y, tras las elecciones de 2013, recaló en el escaño de primer vicepresidente, supliendo al “histórico” incombustible José Ramón Machado Ventura. Por aquellas fechas, la “figura de Apolo” (según lo describiera el periódico Juventud Rebelde, de la Unión de Jóvenes Comunistas) lucía apaciguada de los ímpetus comunicativos de su comienzo y su presencia en la televisión y la prensa se tornó esporádica y cautelosa.
Al hombre nacido en 1960 le fue consignado en 2018 aparecer finalmente en el máximo peldaño, aupado por los diputados de la Asamblea Nacional del Poder Popular, tras dos días (18 y 19 abril) en que se hizo la presentación de candidatura y la elección sin que se le designaran rivales (fue único candidato); fue elegido de modo cuasi unánime (603 votos de 604 posibles: 99,83%) en el Palacio de Convenciones de La Habana.
A Díaz-Canel le tocaba prender velitas al día siguiente, para el festejo de su cumpleaños 58 y hasta por su presunto éxito, pero el Miguel en la cima carga ahora con más libras, ojos inescrutables y faz endurecida, y asumirá el nuevo rol a sabiendas de cuántos de edad similar a la suya aspiraron y les fueron bajadas las ínfulas, y de que en la singular estructura política cubana es el Partido Comunista quien lleva de verdad las riendas, con Raúl Castro (y las Fuerzas Armadas de su lado) todavía reteniendo hasta 2021 la plaza de primer secretario. ¿Hubo cake, a la postre, aquel día 20 de abril?
Sobre ese particular no hubo cobertura mediática alguna; lo que sí absorbieron las cámaras fue el momento de la proclamación y el primer discurso del presidente electo en la mañana del día 19. Abrió Díaz-Canel zafando del poder de su efigie en solitario: “Vengo a hablar en nombre de todos los cubanos y las cubanas que hoy iniciamos un nuevo mandato”. Y aunque dijo “asumo la responsabilidad para la que se me ha elegido”, a continuación aclaró que “el compañero general de Ejército Raúl Castro Ruz” encabezará “las decisiones de mayor trascendencia para el presente y el futuro de la nación”.
A la coyuntura nacional en la que sobreviene su ascenso, Díaz-Canel la describió como un “proceso de continuidad generacional” en el que “todos los revolucionarios cubanos, desde la posición que ocupemos, desde la labor que realicemos, desde cualquier puesto de trabajo o trinchera de la patria socialista, seremos fieles al ejemplar legado del comandante en jefe Fidel Castro Ruz, líder histórico de nuestra revolución, y también al ejemplo, el valor y las enseñanzas del general de Ejército Raúl Castro Ruz”.
A la hora de las repercusiones, su discurso recibió las interpretaciones divergentes que cabrían esperar. Con tono fúnebre, un cronista del New York Times especuló que el “heredero” llevaba “el semblante de un sujeto que, más que comenzar un mandato, parece concluirlo”. En predecible contraste, el saludo de la web oficialista Cubadebate fue acompañado por jubilosos comentarios, entre ellos, las décimas a nombre de un tal RARJ:
Es Miguel Díaz-Canel desde ahora el encargado de continuar el legado de Raúl y de Fidel. Cuba entera está con él, dispuesta a dar la pelea, donde sea y como sea para, de forma brillante, seguir saliendo triunfante en la Batalla de Ideas.
A contrapelo de ese arrebato de poético optimismo, el recién estrenado líder habrá de conducir su dirigencia bajo una compleja constelación de circunstancias: el cansancio y la senectud de las huestes autóctonas más leales, mientras la sangre joven se enfoca en la opción de emigrar; el persistente estancamiento económico generado por una infraestructura industrial obsoleta y descuidada; las inversiones extranjeras que no acaban de llegar; el escaso impacto dinamizador de los “lineamientos económicos” empuñados por el predecesor Raúl Castro como “solución”, y el nudo gordiano de una dualidad monetaria interna que estrangula al ciudadano y a la empresa doméstica. Agobia, también, el creciente deterioro en algunos índices de educación y salud, estandartes siempre enarbolados como principales “conquistas de la revolución”.
Adiciónese, en lo externo, el paso atrás respecto de Obama, anterior mandatario estadounidense, dado por el nuevo, Donald Trump, que perpetúa el núcleo duro del bloqueo y difumina las esperanzas de una normalización de las relaciones Cuba-Estados Unidos, más la alarmante crisis en Venezuela –principal aliado económico-político de los últimos años– y la caída de otros enclaves de la izquierda en el poder (Brasil, Argentina) en Latinoamérica.
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Pato Fernández busca un título definitivo para su libro. “Las ruinas del paraíso”, “El invierno de la revolución”, “Una utopía en el ocaso” son algunos nombres que baraja. Ha viajado esta vez para cumplir el encargo de una institución de su país que está promoviendo encuentros con jóvenes periodistas de la isla, pero la fecha escogida luce servida a la perfección para que Pato le tome el pulso a este pedazo de mundo que es objeto de su obsesión y ahora está viviendo una situación de consecuencias posiblemente trascendentales.
Lleva años escribiendo la crónica de su descubrimiento de Cuba y de sus idas y venidas por más de 20 años, de las personas que ha conocido y las realidades contradictorias que ha palpado. Siente curiosidad y pasión, pues lleva tiempo atrapado entre las redes seductoras de una nación única por su increíble historia y sus habitantes inolvidables. Y presiente que en este abril de 2018 podría encontrar la llave que cierre su libro en un capítulo final.
–¿Qué va a pasar ahora?
Repite la pregunta cada tanto, que es el meollo de las horas que vamos dejando trascurrir entre sorbos de una cerveza alemana, escogida como reemplazo forzado de las marcas cubanas cuya presencia en el mercado últimamente es volátil, y seguimos conversando sobre el libro que concibe a paso redoblado ante las exigencias de los editores. Me enseña una propuesta de portada que acaban de enviarle.
–Demasiado tópica –le respondo.
Es buena la composición de la foto y me agrada la elección del tono blanquinegro, pero estoy harto de esa imagen con la cúpula del Capitolio al fondo y viejos autos americanos adelante que aquí llamamos “almendrones” por su semejanza con el fruto (supongo, pues nunca me he detenido a pensar en ello).
La mayoría de los cuadros, pulóveres, jarras y platos de cerámica que se ofrecen a los turistas están adornados –infestados, pienso yo– con ese mismo dibujo. El mercado de souvenirs en Cuba es de una monotonía muy deprimente. Puede que a los del sello editorial, que quieren vender la marca Cuba, les resulte genial; a mí me parece una iniciativa facilista.
Por suerte, Pato coincide conmigo y promete discutir el asunto con los editores. Ha caído la tarde de ese 19 de abril y es tiempo de pensar en qué invertir la noche. Puede que este haya sido un día distinto, el instante presente de un futuro imprevisible, pero se ha comportado como un día cualquiera, y merece una noche como cualquier otra. Y las noches de un día cualquiera en La Habana están hechas para olvidar la entera jornada de esfuerzos bajo el tórrido sol.
–Vámonos para El Submarino Amarillo –le propongo.
Aunque lo conoce de oídas, nunca ha estado ahí. La oferta de una terra incognita es inestimable para los afanes de fisgoneo de todo periodista. El lugar posee, además, el valor añadido de ser “abrevadero de los dinosaurios” –como quizá lo renombraría Daína Chaviano, la escritora cubana, si llegara a conocerlo–, un oasis para los mayores de 40, como él, como yo, para los nostálgicos de la era en que mandaba el rock y sus guitarras estridentes y no ese ritmo actual, el monocorde reguetón, otra infección omnipresente en la isla.
Fundado hará unos ocho años y emplazado en el céntrico barrio de El Vedado, El Submarino Amarillo es un centro nocturno decorado con motivos alusivos a la banda de Liverpool, que colinda con el parque en el que en 2001 se colocó una estatua de John Lennon de tamaño natural. Juntos, parque y night club conforman una suerte de monumento a una generación, el espacio para curar las heridas de aquellos que en las décadas de 1960 y 1970 fueron lastimados por el sesgo ortodoxo que los estigmatizó de “extranjerizantes” con “problemas ideológicos”.
Ahí pueden ellos hoy rendir culto libremente a sus ídolos y escuchar y bailar la música que ayer se les prohibió. Un signo de que el “Wind of Change” –como en la canción de los alemanes Scorpions–, si bien a una velocidad demasiado exasperante para la mayoría de la gente, ha estado soplando de todos modos en Cuba durante los últimos años. Aunque la verdadera apoteosis para los rockeros sucedió en marzo de 2016, cuando la visita de Barack Obama trajo convoyado un concierto de los Rolling Stones en La Habana. El delirio de esa etapa, sin embargo, ha vuelto a ser sueño perdido desde que subió al poder en Estados Unidos el magnate rubio de la sonrisa falsa.
Justo nos esperaba una imitación de los Rolling Stones cuando arribamos a El Submarino Amarillo. “You can’t always get what you want”, cantaba con mucho entusiasmo sobre el escenario una banda de tipos añosos y pelos largos ya canosos y ralos. Nada nuevo bajo el cielo raso de la instalación hizo sonar la llamada “vieja escuela” durante su show: sólo puros covers, calcos de temas de The Beatles, AC/DC, Deep Purple, Led Zeppelin...
No cabe ponerse suspicaz para comprender la razón de tanta antigualla. Olviden imaginar la imposición desde arriba de una ordenanza a favor de lo geriátrico, ni siquiera que fuera un gesto simbólico de aquiescencia a la senectud en el poder. La causa es materialista y vulgar, puro Marx: la base económica determina la superestructura. Quienes frecuentan el lugar, los clientes habituales, van en busca de su juventud perdida, de un rinconcito para la añoranza, y no del riesgo de canciones desconocidas. Ellos, las personas de 40 en adelante, son los que en la Cuba del nuevo milenio tienen en el bolsillo los dos CUC (dos dólares aproximadamente, 50 pesos de la moneda nacional) para pagarse la entrada y el consumo de entremeses y cervezas adentro.
Tampoco en El Submarino Amarillo había cervezas cubanas y hubo que conformarse de nuevo con una marca alemana.
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20 de abril no es 13 de agosto, la fecha del onomástico del fallecido comandante en jefe. Poquísima gente de Cuba debe saber que su nuevo presidente del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros está de aniversario. Todavía es pronto, incluso, para adivinar si las acciones de Díaz-Canel harán que esa data quede señalada alguna vez en la historia del país. Pero esa mañana habrá, de todos modos, un acto político en un lugar de La Habana y le digo al Pato Fernández de ir a verlo.
Salimos de El Vedado hacia las 8 a. m. en uno de esos “almendrones” que cobran diez pesos de la moneda nacional (aproximadamente 50 centavos de dólar) por transportarte hasta el Capitolio. En La Habana Vieja hacemos un alto para tomar desayuno. Engullimos de apuro panes con tortilla en una cafetería de las privadas –esta iniciativa fue legalizada en el período de Raúl Castro para aliviar al Estado de la actividad gastronómica que antes acaparaba en su totalidad–. Luego tomamos “la lanchita de Regla”, una barcaza de hierro que atraviesa la bahía y conduce al sector oeste de la ciudad.
Son las 9.20 cuando desembarcamos en Regla. En el punto más elevado de esa localidad, conocido como Colina Lenin, debería estarse consumando ya una reunión de masas convocada por las autoridades con un doble objetivo. Primero, hacer un homenaje a Vladimir Ilich, el artífice de la Revolución rusa, anticipado, pues la calenda precisa de su próximo cumpleaños no toca hasta dos días después, el 22 de abril, pero eso caerá el domingo y –discurro yo– no habrán querido movilizar a los trabajadores en su jornada de descanso. El otro objetivo a cumplir es igualmente un adelanto, porque las pancartas de la propaganda señalan que será una celebración por el Día de la Clase Obrera, que no ocurrirá hasta el 1º de mayo.
En dirección contraria a nosotros, que marchamos de prisa, viene avanzando mucha gente de andar cansino. Intuimos lo peor y, efectivamente, le preguntamos a un hombre con pinta de walking dead, que nos confirma la terminación del evento. Quizás Pato Fernández quedó sorprendido, porque imaginaba una actividad interminable, con discursos prolongados al estilo de la época de Fidel Castro, pero a mí no me provoca una gota de asombro, habiendo vivido los diez años de gobierno de Raúl y su aporte de enfocar con brevedad el trámite del acto político.
Prometo a Pato Fernández que la decepción por llegar tarde sería recompensada con la contemplación del sitio. Entonces, seguimos de todos modos hacia la Colina Lenin. Ahí nos encontramos a varios jóvenes que entre bromas y risas escandalosas, cual si la ocasión solemne no hubiera tenido lugar, desmontan la tribuna y recogen los equipos de sonido. El rostro del dirigente soviético incrustado en el peñasco en altorrelieve, enorme y con unos ojos escrutadores que parecen cubrir el área en cualquier dirección, impresiona, concebido para provocar aprensión. Pato Fernández lo corrobora:
–Mete miedo.
Debajo de la cara monstruosa, unas figuras humanas de cemento, arracimadas, extienden sus brazos en adoración al magno personaje. Después de que el periodista chileno hace sus fotos del conjunto, emprendemos un ascenso más, a través de unos peldaños estrechos y sin baranda, porque en el tope mismo de la elevación es donde se enmarca el acontecimiento que le dio nombre. Ahí, el 24 de enero de 1924 se sembró un olivo en memoria de Lenin, por decisión de Antonio Bosch Martínez, hombre de ideales socialistas y entonces alcalde municipal, y se asegura que este panegírico es el primero fuera de Rusia dedicado al artífice de la Revolución de Octubre.
Tres meses atrás había estado en esa cima y saqué fotografías del destrozo que encontré: las esculturas de cemento desmembradas, la desaparición de la tarja explicativa y el reguero de aves muertas usadas en obras de brujería alrededor del arbusto. Ahora, que me acompaña Patricio, se nota que restauraron el espacio para la conmemoración reciente. Las figuras fueron regeneradas y pintadas de blanco; han colocado una tarja nueva, con un segmento de un discurso de Raúl Castro impreso en el bronce.
Lo que sí permanece en el mismo estado de entera ruina es la edificación aledaña, donde otrora funcionaba un círculo infantil (guardería). El lugar da grima, repleto de escombros, basura y grafitis obscenos. Pululan genitales dibujados en las paredes y frases que hablan de sexo con las palabras más vulgares. Una firma se repite: “Pochoman el Demoledor”. Encima de una pintada antigua que dice “Viva la Revolución” han escrito con plumón: “Bienvenido al Templo del Amor”.
Pato Fernández continúa haciendo sus fotos. Me pregunto cuánto de esa realidad desoladora irá a parar al epílogo de su libro.
* * *
Es mediodía, el calor abruma. Entramos al bar Bigotes de Gato, donde será la reunión con los jóvenes colegas, y, milagrosamente, hay oferta de cervezas cubanas. Son demasiadas razones como para abstenerse. Pato elige una clara Cristal y yo una negra Bucanero.
–Cervezas claras conservan amistades –suelto para iniciar un brindis, repitiendo el eslogan de la marca Cristal.
Los jóvenes van llegando uno a uno, y además de conversar sobre los motivos centrales del encuentro, reaparece la pregunta omnipresente, que fuerza a desplegar las artes adivinatorias de cada cual. En las contestas predictivas predomina el escepticismo, si bien alguno reacciona con optimismo moderado. Me atrevo a devolver la mía, aunque suene críptica:
–¿Se fijaron en cuál fue de todo el discurso de Díaz-Canel la palabra en que más énfasis pusieron luego los medios de comunicación oficiales?
Cuando el grupo hace mutis, aclaro:
–“Continuidad”.
Pienso en cuánto de malo, o de bueno, eso podría significar. Porque todavía hay cubanos con mucho resquemor a que los cambios hagan sobrevenir el “capitalismo salvaje”, que la propaganda ha usado toda la vida para asustarlos, y puedan perder aquello que consideran garantías: estabilidad y tranquilidad; ausencia relativa de males desbordados en otros países, como la violencia y el narcotráfico; los productos de la canasta básica obsequiados por el Estado mediante la “libreta de abastecimiento” (si bien cada vez más exiguos); empleo con un salario básico (aunque irrisorio); asistencia médica y educación gratuitas... Pero otra porción importante de la población, en cambio, desespera del lema “sin prisa pero sin pausa”, adoptado por Raúl Castro en su tiempo de gestión, y aboga por la eliminación de las trabas burocráticas y legales que restringen los emprendimientos económicos individuales y demoran el despertar de las fuerzas productivas en la nación.
Al término del mitin, salgo de vuelta a El Vedado con el amigo chileno y nuevamente tomamos un almendrón. Vamos en la parte trasera del auto de cinco plazas y, pasado un tramo, suben delante dos pasajeras. Poco más de 20 años, mestizas ambas, vestidas con ropas ligeras; casi de inmediato les intuí la “profesión”. Aquella más hermosa, y seguro la de más empuje, se volvió al momento y lanzó: “¿De dónde son ustedes?”.
No me es inusual ser confundido con un “yuma” en mi propio país, a pesar del sexto sentido desarrollado por las “jineteras” y demás sujetos que lucran a costa de los turistas. La extranjería de Pato era indiscutible y él reveló: “De Chile”. Yo no quise proclamar mi autoctonía, buscando adrede prolongar el equívoco y permitir que la escena característica siguiera su curso. Aun así, contraataqué con una interrogación que ofrecía pistas suficientes de que era un enterado de la realidad nacional: “¿Y ustedes? No me parecen de La Habana...”.
La muchacha locuaz no temió soltar prenda y con su tono “cantado”, típico de los nativos del oriente de la isla, admitió que eran de la provincia de Guantánamo. La situación entera se me iluminó de súbito: eran las típicas “luchadoras” que vienen a probar fortuna a la capital. Ella no quería cortar la conversación y entonces inquirió en a qué nos dedicábamos. “Somos periodistas”, dejé en claro, y a continuación quise comportarme como tal:
–¿Qué piensan ustedes de lo que está pasando ahora?
Las chicas se miraron en un intercambio de perplejidad; yo opté por darles más información:
–La elección de un nuevo presidente, Miguel Díaz-Canel. ¿Qué piensan?
Primero hubo silencio de ambas, encogimientos de hombros, vacilación... Pero la palabrera, a la larga, no se quiso quedar callada:
–A mí me da igual quién sea... lo que yo quiero es una Cuba más libre y soberana.
Pensé que Pato Fernández iba a preguntarle qué había querido decir con eso y no lo hizo. Yo tampoco. Sentí que era una frase hecha y que la muchacha no iba a ser capaz de dar una respuesta que valiera la pena.
–Tenemos hambre –dijo ella entonces–. ¿No van a almorzar ahora? ¿Nos invitan a ir con ustedes?
Fotos: Meri Ann Parrado.