El electrocardiógrafo emitía una serie de suaves pitidos. Tan suaves, que si uno no se esforzaba era difícil escucharlos a esa hora de la mañana. Conectado a la máquina, en la pequeña cama blanca de esa habitación también blanca, Juan dormía tranquilamente, como si realmente durmiera. A sus pies, sentada en una incómoda silla de fierro, Ceci trataba de controlarse, de no mover mucho las manos, de no entregarse a la angustia. Hacía una semana que estaba prácticamente instalada en el hospital y el ambiente esterilizado y plástico comenzaba a afectarla.

Empezó como una curiosidad. Una noche estaban cenando en casa y sin ningún aviso, sin nada que mediara entre el ritmo normal de la comida y la abrupta llanura que entonces sobrevino, Juan comenzó a jugar con la milanesa y el puré y empezó a mirarla extrañado, sin reconocerla. Hola..., le dijo dubitativo, ¿qué haces aquí? La miraba con desconfianza, tratando de encontrar en su rostro indicios de quién era, mientras dibujaba con el tenedor surcos en el puré de papas, pequeños caminos que iban de un extremo al otro del plato pero que milímetros antes del borde se empantanaban y terminaban por no llegar a ninguna parte. Ceci pensó inmediatamente en el accidente aunque logró contenerse: oye, Juan, le dijo con suavidad, ahora que terminemos de comer podemos salir a ver el cielo. Como hacíamos en nuestro viaje de casados, ¿te acuerdas? Acá las estrellas no están tan cerca ni se ven tan bonitas como las de Río Negro, pero da lo mismo. Terminamos esto y salimos, ¿te parece? Viéndola todavía con curiosidad, Juan se metió a la boca un enorme bocado de milanesa que masticó en silencio. Por la ventana de la cocina, un tragaluz mínimo que daba a la calle, entraban, atenuados, los sonidos propios de la noche, ladridos de algún perro nervioso, el motor de un camión de basura que se alejaba, el viento que pasaba ululante. Después, tras dejar los platos sucios sobre la mesa de la cocina, Ceci condujo a Juan hacia la parte trasera de la casa y allí pasaron horas echados sobre el pasto húmedo del jardín, como en su viaje de recién casados, buscando en el cielo nublado de esa noche algún indicio de las estrellas distantes.

Ceci y Juan se casaron apenas pasados los treinta años y decidieron que antes de tener hijos vivirían en pareja por un tiempo, ella trabajaba para una agencia de turismo y él era abogado en uno de los estudios quizás importantes de la ciudad. De lunes a viernes seguían la misma rutina organizada alrededor del trabajo y los fines de semana, cuando no tenían compromisos familiares ni se habían llevado ocupaciones a la casa, se iban al club donde él montaba a caballo mientras ella se bronceaba al borde de la piscina. Ceci era delgada y un poco morena, linda, algo insegura, coqueta, cuidadosa. Bebía jugos de fruta con una bombilla de plástico, se echaba sobre una toalla totalmente blanca y actuaba como el tipo de mujer que quería ser, más una idea que una persona. Juan cabalgaba desde pequeño, desde que su padre lo acostumbró a esa afición que en la familia ya tenía décadas, y los sábados sobre el caballo, el pensamiento no sujeto a nada sino a la velocidad o el vértigo, lo conectaban con esa zona de su pasado, un tiempo en que la familia todavía tenía caballos, antes de los malos negocios, los excesos y las cuentas. Le gustaba recorrer el picadero y los grandes descampados del club, disfrutaba de la libertad de la monta, de sentir cómo el animal era una extensión de su voluntad, una manifestación física de su necesidad de movilidad. Juan era reservado y simple, no tenía caballo propio pero como era un habitual del club le alquilaban uno mensualmente, una yegua café oscuro de grandes ojos y carrera estable. Sobre ella, galopando en las pistas de arena, sintiendo bajo su cuerpo la masa de músculos y sangre palpitante, Juan era feliz.

Unas semanas después volvió a ocurrir. Habían pasado el sábado echados en los sillones de la sala, dormitando y respirando con dificultad el calor atosigante de la tarde, así que cuando cayó la noche decidieron moverse, salir a cualquier lugar. Eligieron un pequeño cine del barrio que anunciaba una película independiente y tenía aire acondicionado. Allí, en la oscuridad de la sala, junto a otras cuatro o cinco personas que veían la pantalla con aire distraído, fueron testigos de un argumento intrigante. En un vuelo de Buenos Aires a Los Ángeles dos hombres están sentados lado a lado en la primera fila de clase turista. Uno, grande y musculoso aunque de actitud tímida, le dice al otro, bajo y de mirada autoritaria, que no puede más, que no sabe si va a poder guardar el secreto, que lo que han hecho es demasiado terrible. El hombre bajo y autoritario espera a que la azafata se acerque repartiendo las bandejas de comida. Cuando llega a su lado le dedica una sonrisa experimentada e indica que prefiere la pasta antes que el pollo. Después comienza a sacarle el plástico a la cajita que contiene su almuerzo y mientras traga el primer bocado vuelve a dirigirse a su compañero musculoso y tímido y a decirle que tiene que aguantarse. Mira, no entiendo por qué lo hicimos pero lo hicimos. Está hecho. Ahora tenemos que dejarlo, olvidar todo lo que pasó en Argentina. Fue un desastre, todo fue un desastre. La supuesta película, el viaje, el desierto y la chica. Mientras habla, sus ojos son dos pequeñas explosiones amarillentas. Estábamos perdidos, no había nadie alrededor. Nadie vio nada y nadie tiene por qué saber nada. El musculoso lo mira cabizbajo, sin animarse a asentir. El otro, autoritario, continua. Mira, lo hicimos los dos pero tú empezaste por celos, no sé, te volviste loco. Carajo, en realidad no había motivo para que toques a la chica. Mientras habla se mete grandes pedazos de una especie de pastel de fideo a la boca. Bah, y todo porque creíste que había algo entre ella y yo... Nada más absurdo, era sólo trabajo. Sentado a su lado, el musculoso lo mira en silencio con gesto de tristeza. En fin. Así como está, ya nadie podrá reconocerla... El avión planea limpiamente, casi sin ruido, y dentro del cilindro ahuecado de la cabina de pasajeros no se percibe el más mínimo movimiento. Eso es todo. La mayoría de los pasajeros duerme después de almorzar y, en la primera fila de la clase turista, el hombre bajo y autoritario trata de convencer al musculoso de guardar un secreto.

Entonces, cerca al final de la película, Ceci sintió que Juan se revolvía en el asiento y se le quedaba viendo incómodo, con curiosidad, quizás asustado. Algunos minutos antes el aire acondicionado había dejado de funcionar pero lo que entonces sentía provenía de un sitio distinto al calor, un territorio de incomprensión, un lugar de extrañeza. Sin poder contenerse, Ceci recordó otra vez lo que había pasado hacía unos meses, el accidente, el golpe en la cabeza, y entonces escuchó la voz grave, familiar, desconocida: ah, decía su esposo en medio de la oscuridad, eres tú de nuevo. Resoplaba como un animal viejo, un perro con los pulmones repletos de agua. En la pantalla del cine el avión continuaba impasible su viaje. Sí, eres tú, ¿pero qué haces aquí? Ceci se dio la vuelta y vio una máscara de madera dura y ennegrecida que la miraba desde una enorme distancia. Respiró hondo y trató de decirle algo, ¿qué te pasa, Juan? ¿Qué tienes? Pero no pudo. Lo único a lo que atinó, otra vez, fue a seguirle el juego. Estamos en el cine, amor, ¿te acuerdas? Decidimos venir porque nos aburríamos y nos moríamos de calor en la casa... Y no dijo más porque su esposo tenía una expresión que no había visto antes, la cara fría, un gesto idiota, ya no la escuchaba. Tras algunos días sin incidentes, un domingo que transcurría con lentitud, volvió a pasar. Ya era de noche y ambos se disponían a acostarse después de haber leído los periódicos, cuando Juan asomó la cabeza por la puerta de la cocina. Me llaman El Oscuro, dijo con la voz quebrada, me llaman El Oscuro. Pese a que Ceci vigilaba constantemente su medicación y su dieta, lo vio flaco, desarmado, enfermo. Me llaman El Oscuro y habito el resplandor. Mientras se acercaba al sillón donde ella se refugiaba iba bajando el volumen de la voz. Me llaman El Oscuro y habito el resplandor, siguió en un susurro, los labios hinchados de sangre. Hablaba con cansancio, casi sin mirarla, todavía sin reconocerla. Estás aquí otra vez, ¿por qué? Un suspiro, un gesto derrotado. No sé qué quieres pero si vas a quedarte, si vas a quedarte con El Oscuro, acomódate en el sillón. Algo estaba mal entre los dos, algo fundamental se había roto, pero Ceci sabía que debía seguirle el juego, así que asintió con tristeza y se acomodó en el sillón amarillento y desfondado de la sala.

Desde que Juan se cayó del caballo, hacía cuatro meses, empezaron los ataques. Las tomografías, las placas en blanco y negro que a Ceci le temblaban entre las manos, mostraban que la mayoría del cerebro estaba bien excepto por una región situada inmediatamente debajo y a la izquierda del lóbulo temporal, en el hipocampo, que exhibía una minúscula mancha blanca en mitad de la masa gris. El doctor dijo que en principio el golpe no sería un problema, que los cuatro puntos quirúrgicos debajo de la oreja de su esposo apenas se notarían, que Juan podría volver a su vida regular y que no tendría más secuelas que posibles episodios de amnesia, esporádicos brotes de vacío que podían contrarrestarse fácilmente si Ceci lo atendía, lo ayudaba a recordar, pero esa noche, expulsada de su propio dormitorio, recluida en el sillón de la sala, ella supo que no era cierto, entendió que una parte fundamental de la memoria de su esposo había sufrido un ataque, un desperfecto estructural, y que eso podía acabar con muchas cosas.

Cuando Ceci se despertó el sol estaba alto en el cielo y notó con sorpresa que Juan todavía no se había levantado. Se incorporó, cruzó nerviosa la sala y apenas entró al dormitorio lo vio allí, tirado en el piso, el torso desnudo, los párpados abiertos y los ojos vueltos para arriba, como un fantasma paralizado. Ceci se puso a gritar. Llamó a los vecinos y les pidió que la ayudaran a meterlo al auto, y una vez dentro condujo como una loca hasta el hospital. Allí le dijeron que Juan había sufrido un infarto cerebral. Piénselo como un infarto cardiaco que afecta una región pequeña y específica del cerebro, le dijo el doctor. Tardará algunos días en recuperar la conciencia pero la recuperará. No se preocupe, señora. A Ceci le molestó ese tono casual y empezó a imaginar que en el cerebro de su marido el blanco poco a poco le iba ganando terreno al gris, a los recuerdos, esas zonas de la memoria que guardaban su historia en común. Juan estuvo internado por diez días en un cuarto estrecho en el que las baldosas olían a gasolina. Tenía puesta una bata azul que se sujetaba al cuello con una cadenita y pasó buena parte del tiempo dormido. A su lado, una enfermera todavía joven le acomodaba tres veces al día la línea del suero, le arreglaba las colchas de la cama y vigilaba el electrocardiógrafo que medía con parsimonia los latidos de su corazón.

Cuando despertó, débil por la inactividad y el trauma físico, Juan se sintió desorientado. Lo mareaban el blanco del cuarto y el olor a gasolina que parecía permearlo todo, las cosas que lo rodeaban y que miraba como se mira el mundo por primera vez, reconociendo algunos de los perfiles de lo real pero sin ser capaz de entenderlos. Pasó así algunos minutos, extasiado, recién nacido, hasta que sus ojos se concentraron en una silueta familiar: Ceci estaba sentada en una silla de fierro, los brazos sobre las piernas, restregándose la falda desde los muslos hasta las rodillas. Luego vio los cables que colgaban de sus brazos, la bata de hospital, las baldosas blancas del piso, los aparatos médicos que vibraban a centímetros de la cabecera. Y después, como en un sueño, regulando el goteo de una medicina que le entraba al cuerpo por vía intravenosa, la vio.

Ceci lo notó moverse y el corazón comenzó a latirle con fuerza. Juan, le dijo mientras le acariciaba la cara, qué bien que te despertaste. ¿Cómo te sientes, amor? ¿Cómo estás? Juan se restregó los ojos. Estaba abrumado, desbordado por un impulso que le nacía en alguna parte del cuerpo. Se quedó un rato en silencio, indeciso, y luego notó a Ceci mirándolo con ansiedad y restregándose la falda con las manos. Ah, eres tú otra vez, dijo con la voz quebrada, pero ¿qué eres?, ¿qué quieres? Ella se sintió desfallecer. Se acercó a la cama como quien se acerca a un precipicio. Por favor, Juan, por favor, tratá de acordarte. ¿Entiendes dónde estás? ¿Sabes qué te pasó?

Debía hacer algo. Tomó con las manos la cara de su esposo y habló con voz urgente. Escuchame, por favor. Estás en el hospital, ¿te das cuenta? Mira esta cama, estos aparatos. Él la escuchaba sin responder, intentando descubrir un segundo discurso que parecía agazaparse tras sus palabras. ¿Entiendes? ¿Entiendes, amor? Mira a la enfermera, dijo señalándola. ¿Sabes quién es? ¿Sabes qué hace esta señorita? Entonces los rasgos de Juan se relajaron y respondió con seguridad, en un destello, dos palabras. Es hermosa.

Tras el infarto cerebral, los episodios de amnesia se hicieron más frecuentes y Juan, así infartado, empezó a transformarse en otro, alguien nuevo a quien Ceci visitaba todos los días en el hospital. Cuando sucedía, cuando la normalidad no ocurría entre ellos y el vínculo de pareja era dejado de lado por fallas en el tejido de la memoria, cuando no se ocupaban de recordar sus días felices, de analizar canales de mejoría y de planear el futuro, a Juan se le quebraba la voz, la miraba con desconfianza, la relegaba a una esquina de la habitación sin reconocerla, casi ni la escuchaba. Las cosas siguieron así por siete, ocho días, todo descenso y recuerdos que se extinguían. Cuando Ceci llegó al hospital el noveno día de la internación, la enfermera, que atendía solícita a su marido, se ruborizó por un instante. Juan sólo tenía ojos para ella. Eres hermosa, le decía, eres muy hermosa. La enfermera esbozó un principio de sonrisa pero al notar el semblante descompuesto de Ceci salió rápidamente del cuarto. Ella no esperó y salió detrás. La alcanzó en dos saltos y comenzó a hablar. Señorita, lo siento mucho, mi esposo se golpeó la cabeza hace unos meses y la semana pasada tuvo un ataque, parece que su memoria está comprometida, no sabe quién soy, dijo conteniendo un sollozo, y al parecer tú le recuerdas algo, le interesas, le gustas... Habló sin respirar, como si no hubiera hablado con nadie en semanas. Espero que no te sientas incómoda... La enfermera la escuchó en silencio, quizás solidaria, y le dijo que no se preocupara, que en el hospital harían todo lo posible porque su esposo se recuperara.

Cuando Ceci llegó a verlo temprano en la mañana del décimo día de su internación, Juan estaba sentado sobre la cama, viendo en el televisor un programa de noticias en el que anunciaban el levantamiento de un cadáver de sexo femenino en un descampado de Argentina. Juan estaba solo y pese a cierta palidez tenía la cara tranquila, como si hubiera dormido la noche entera. Mantenía los ojos clavados en la pantalla, el cadáver que parecía haber recibido golpes y mordidas, el rostro femenino y joven desfigurado. Ceci suspiró con esfuerzo para anunciarse y se acercó titubeando, temiendo que el núcleo fallido de la memoria de su esposo volviera a traicionarlos. No tuvo que esperar mucho. El desconocimiento, la extrañeza, estaban allí. Ceci pensó que se veía hermoso sentado en la cama y quiso abrazarlo, pero él, la voz desconocida, la detuvo. Otra vez tú, otra vez, ¿qué eres?, ¿qué quieres? Mientras hablaba bajó el volumen del televisor, en el que una voz anunciaba que la víctima parecía haber sido canibalizada luego de muerta, hasta que en el cuarto no quedó más que el sonido amplificado de su voz. Ceci se sintió mareada, vencida, y cuando estaba a punto de responder descubrió que la enfermera, como un mal presagio, traspasaba la puerta del cuarto. Hola hola, dijo con familiaridad, metida en un uniforme escandalosamente blanco. Había algo distinto en ella, en sus ojos, la sombra de una certeza que antes no existía. ¿Cómo te sientes hoy, Juani?, siguió, dirigiendo su mirada hacia la bolsa de suero. Te noto repuesto y veo que ya estás viendo la televisión así que imagino que... Y no alcanzó a decir más porque Juan saltó de la cama y comenzó a besarla, en la boca, en la nariz y los ojos.

Esa noche, al volver a casa del hospital, Ceci soñó que actuaba en una película pornográfica. En el sueño, tras salir de Los Ángeles y pasar por Buenos Aires, llega a Córdoba para filmar una película en un potrero. Pese a lo extraño de la locación la paga que le ofrecen es alta, así que acepta el papel rápidamente. Llega acompañada de un hombre bajo y autoritario, que es el productor y su coestrella y que enseguida le cae muy bien, y de un hombre musculoso y más bien tímido, que hace de secretario y guardaespaldas del primero. Después de quedarse un par de días en un hotel minúsculo de las afueras, pagado por los dos hombres, los tres abordan una vagoneta azul oscuro, dejan la ciudad y se dirigen a una quinta inmensa que, le dicen, está a dos horas de camino. Pero en pleno viaje comienza a llover. En cierta parte del trayecto, obreros vestidos con chalecos naranjas y cascos azules han abierto una brecha en la carretera, por lo que se ven forzados a seguir por un desvío, una especie de camino de herradura aunque más ancho y menos irregular. Sin embargo, la lluvia sigue y las cosas comienzan a salir mal. En cierto punto, a menos de quince kilómetros de la quinta donde se rodará la película, el conductor de la vagoneta en que se trasladan hace una parada. Dice que necesita orinar y de un salto sale a un descampado anegado de lluvia. Se aleja diez, quince metros del auto y después se larga a correr a campo traviesa ante la mirada atónita de Ceci. En menos de diez segundos es un punto que se pierde en un horizonte amplio, gris y devastado por el agua. El hombre bajo y autoritario revisa la vagoneta y sucede lo que todos temen: el conductor se ha llevado las llaves. No tienen más opciones, llueve demasiado como para seguir el viaje a pie y ya está oscureciendo, así que hacen lo único que pueden hacer: encienden las luces interiores del auto y se dedican a jugar a las cartas buena parte de la noche, hambrientos y ateridos de frío, hasta que la batería muere. Pocos minutos antes de caer dormida, Ceci registra en una visión borrosa cómo el hombre musculoso y tímido se acomoda muy cerca del hombre bajo y autoritario, casi abrazándolo, y a ella le dirige una mirada glacial. A la mañana siguiente ha dejado de llover y los tres se alejan del auto en dirección a la quinta. Caminan dos, tres, casi cuatro horas y hacen una pausa para descansar. Ha dejado de llover y el sol brilla sobre la tierra mojada. Caminan dos horas más hasta que, muerta de hambre y de sed, Ceci decide que ha sido engañada, que no existe una quinta ni una película ni nada. Sólo ve grandes pájaros de silueta triangular volar muy lejos en el cielo. Dos semanas después, tras largas penurias, el hombre bajo y autoritario y el hombre musculoso llegan a Buenos Aires, desde donde toman un avión de vuelta a Los Ángeles. Ella, como un espejismo, parece haber desaparecido.

Ceci volvió al hospital días después y Juan la recibió acariciando el brazo izquierdo de la enfermera que, a su lado, sonreía y tenía los ojos clavados en el electrocardiógrafo. Ceci les dirigió una pequeña mirada de desesperación y luego estalló. No, Juan, ¡no! No sé quién piensas que soy pero tratá de acordarte. Soy Cecilia, ¡yo soy tu esposa! ¿Acaso no recuerdas nuestra casa, nuestros planes, los viajes que hicimos? ¿Te acuerdas de Río Negro luego de casarnos? Fue un viaje realmente hermoso, dijo dirigiéndose a la enfermera. Estuvimos todo el día en el río, bañándonos hasta que se puso el sol, y en la noche nos tirábamos juntos sobre el pasto a ver las estrellas.

Luego se quedó en silencio, los labios fijos, las manos quietas. Juan estaba en silencio. Allí sentado, cubierto con la bata del hospital y con el pelo revuelto, estaba tan tranquilo que a Ceci se le hacía difícil mirarlo, así que cerró los ojos esperando algo, una intervención que no llegaba, y en la oscuridad pudo escuchar la voz desvencijada antinatural, de su esposo. Ya basta, no sé quién eres ni sé qué quieres, ya déjanos solos. Alguien en algún lado apagó una luz. Ceci abrió los ojos, vio a la enfermera que sonreía, que cambiaba tranquilamente la línea del suero, que miraba el goteo incesante de ese líquido extraño que penetraba en el cuerpo de su esposo, y supo que su tarea era una tarea de destrucción.

Entonces se incorporó, miró a Juan con rabia, con tristeza, le dio un beso y le dijo que lo quería, que lo iba a extrañar mucho. Dejó el cuarto y sin decidirse a salir a la calle se dirigió a la pequeña cafetería del hospital. Allí se sentó sin notar que a su derecha, dos mesas más allá, un hombre bajo y de mirada autoritaria y otro alto, musculoso y sumiso, se mostraban interesados al verla y revolviéndose en sus asientos la señalaban entre susurros, mírala, es perfecta, perfecta, vamos a hablarle. Ceci pidió algo para tomar y respiró hondo. Había comprendido todo, la realidad era un lugar doble, un espejo deformante incapaz de salvar a nadie. Tras unos minutos, luego de aceptar la propuesta, se aferraba con fuerza a la taza de café, sin animarse a tomar el último trago. Afuera del hospital la lluvia empezaba a caer sonora y pesada sobre las aceras. La noche empezaba con indiferencia.

Texto: Sebastián Antezana | Ilustración: María José Pita.