Cuando Linda estaba en el jardín de infantes, telescopios y sondas le mostraron a la humanidad las primeras imágenes borrosas de planetas distantes, orbitando estrellas lejanas.

Linda dibujó estos planetas, con líneas firmes y colores brillantes. Se dibujó a sí misma caminando bajo tres soles rojos, vistiendo un traje espacial rosado. Dibujó ciudades cubiertas por domos, bajo lunas con anillos. Dibujó junglas violetas donde las hojas eran pentagonales y los pájaros tenían cuatro alas.

Dibujó una nave espacial, con ella asomando por una de sus ventanas. Detrás de la nave, dibujó una brillante llama roja.

–¡Así no! –rio su padre, que había trabajado en el transbordador espacial–. No vas a llegar a las estrellas en cohetes químicos. Todavía no tenemos la tecnología para volar hasta ahí, pero capaz que vos sos la que la inventa.

Se dibujó a sí misma flotando entre las estrellas, bautizando los planetas.

–Mundo Feliz, Bola de Hielo, Burbuja Gigante...

–¿Vas a abandonarnos para ir a vivir en uno de estos planetas? –le preguntó su padre, en broma.

–Pueden ir a visitarme –contestó Linda, muy seria.

Cuando tenía diez años, su padre le regaló un telescopio. Lo instalaron en el jardín, y juntos buscaron estrellas que sabían que tenían planetas orbitándolas: Gliese 581, 55 Cancri, Upsilon Andromedae...

–¿Qué pasa si me pierdo en el espacio? –preguntó Linda–. ¿Cómo encuentro el camino a otros planetas?

Su padre pensó por un momento, y en vez de explicar que el problema mayor era que nadie parecía interesado en financiar la investigación que nos sacaría de este planeta, simplemente señaló la constelación Virgo; una promesa limpia de dudas.

–¿Ves esa estrella tan brillante? Esa es Espiga, una de las estrellas más brillantes que podemos ver. De ahí, vas un poco al sur por el oeste. Esa es 61 Virginis. A 28,7 años luz, tiene algunos de los primeros planetas extrasolares descubiertos. Guiate por Spica, y no podés perderte.

En la universidad, Linda era la única de su clase estudiando Aeronáutica y Astronáutica. Los demás estaban cegados por los problemas de este mundo: cómo alimentar a los pobres, cómo hacer dinero, cómo maximizar ganancias pagando lo menos posible.

Corporaciones y gobiernos estaban de acuerdo: no había futuro en el espacio. Se suspendió la exploración. Sólo quedó una estación espacial en órbita baja alrededor de la Tierra, más por inercia que por esperanza.

Era una sombra tan pálida de su sueño, pero aun así era donde Linda quería estar.

Ahora, en la estación espacial, flotaba a unos cientos de kilómetros de la oscura costa oeste.

–¿Hay alguien ahí? –dijo al micrófono–. Por favor. Por favor, contesten si pueden oírme.

Por el parlante no volvía nada más que estática, más fuerte que la más poderosa de las erupciones solares.

Era de noche. Miró atentamente la Tierra buscando alguna luz. No había ninguna. Los misiles y las bombas habían hecho un muy buen trabajo. Habían sido diseñadas meticulosamente, mucho mejor que esta vieja estación.

Había mirado incrédula mientras los primeros misiles cayeron, haciendo desaparecer a la costa de Boston a Miami en una serie de ebulliciones silenciosas, en apariencia inocuas, como soufflés hinchándose. En otras partes del planeta, la misma escena se repetía. Miles de millones de vidas: locos, madres, millonarios, trabajadores migrantes. Adiós.

No podía evitar imaginar, una y otra vez, los momentos finales de sus padres, sus amigos, sus amantes.

Había suficiente comida y oxígeno en la estación para un año. Si era cuidadosa, quizá podría estirarlo a dos. Pero no habría más cargamentos desde la Tierra. Esta sería su tumba.

–Por favor, ¿alguien puede oírme? –Su voz sonaba apagada, monótona. Las palabras se le hacían extrañas de repetirlas tantas veces. A veces no las distinguía de la estática.

Ahora era difícil ver la pequeña y cada vez más lejana estación espacial sobre el fondo de la Tierra rotando abajo.

–Adiós –susurró.

Linda manipuló cuidadosamente los propulsores de su traje espacial, hasta quedar de cara a Virgo. Apuntó al fulgurante brillo de Espiga, y giró al sur por el oeste unos pocos grados. Ahí estaba 61 Virginis.

Algunos científicos sostenían que la vida de la Tierra se originó fuera del planeta. Que esporas o trazas de materia orgánica llegaron a nuestro mundo, traídas por meteoros, asteroides, pedazos de roca lanzados al espacio. Que fecundaron el caldo primigenio de la antigua Tierra. Desde esos humildes orígenes, el árbol de la vida creció y floreció. Esa era la teoría de la panspermia.

¿Por qué no podía la vida de la Tierra fecundar otros mundos?

Los propulsores se quedarían sin combustible en menos de 20 minutos. ¿Alcanzaría velocidad de escape? Sólo por inercia, llevaría miles, millones de años llegar a 61 Virginis, si es que llegaba.

Alejó las dudas de su mente. La probabilidad de llegar era menos que microscópica, pero no menor que la probabilidad que había tenido la vida para surgir en este universo.

Sólo tenía aire en el traje para diez horas más. Pero en vez de pensar en el momento en el que tomaría su último aliento, eligió pensar en el momento de su llegada.

La gravedad del nuevo planeta la tomaría y la arrastraría a su superficie. Habría un mar cálido, nubes, niebla y lluvia. Su traje se abriría, y dentro habría un tesoro de proteínas complejas, fragmentos de compuestos orgánicos desecados, los restos de su cuerpo y todos los microbios que lo habitaban.

Fecundadas, las moléculas comenzarían a organizarse y replicarse, floreciendo en formas más intrincadas, complejas. En cien millones de años, ¿habría junglas violetas con hojas pentagonales y pájaros de cuatro alas? ¿Ciudades cubiertas por domos, construidas por criaturas que se consideraran a sí mismas gente?

No estaría perdida.

–Papá, por fin estoy yendo –dijo.

Puso los propulsores al máximo y aceleró hacia las estrellas.

Texto: Ken Liu | Traducción: Magnus | Ilustración: Luciana Peinado.