A Eugenia, por su luz

E.A.

“Si pudiera mataría por cinco minutos más”. Andrés Calamaro

1-

“Fue el mayordomo”, dijo Gutiérrez, y yo pensé que nunca resolveríamos tan rápido un caso.

2-

El mayordomo era sordomudo, analfabeto, y además siempre traía la sopa fría.

3-

Gutiérrez me habló en varias oportunidades del mayordomo; me contó que lo vio más de una vez estirando la leche que me servía por la tarde con agua, pero eso no lo hace un asesino.

4-

Cuando apareció el gato dentro de la heladera, totalmente congelado, nunca pensé que se tratara de un asesinato; el gato se podía haber escabullido y metido en la heladera en algún descuido, mientras el mayordomo dejaba la puerta abierta para sacar algo, pero el tenedor clavado en su cabeza daba claras señas de que había sido asesinado.

5-

Gutiérrez fue en primera instancia el que me recomendó al mayordomo. Lo conocía de toda la vida; según él, había trabajado por mucho tiempo con sus padres, en una vieja casona del interior, llena de pollos y gallinas.

6-

El gato fue un regalo de mi mujer, de mi ex mujer; el día que me lo dejó, puso al gato frente a la puerta de casa dentro de un canasto; tenía un collar con una esquela que decía: ¡EDUARDO, MORITE!

7-

Por otra parte no me quedaban claros los motivos por los cuales el mayordomo podía haber matado al gato. Está bien que nunca simpatizaran, ya que el gato le robaba la carne cada vez que la sacaba de la heladera, pero ese no era motivo suficiente para cometer un crimen, ni tampoco lo hacía un asesino.

8-

Con Gutiérrez nos conocemos desde la infancia. Él también pudo haber sido el culpable, también se llevaba mal con mi gato, pero no me lo imagino clavándole un tenedor en la cabeza. Gutiérrez es alérgico a los cubiertos de aluminio; come sólo con cubiertos desechables.

9-

El mayordomo fue el que me llamó espantado, trayéndome al gato sobre una bandeja de plata, como si se tratara de un pavo. Le exigí inmediatamente que se llevara al gato y que aprontara un entierro digno. Entonces llamé a Gutiérrez y excavamos en el fondo de casa un pozo muy profundo donde enterramos al gato, dejando espacio suficiente para el agresor, en caso de que confesara.

10-

La primera medida fue por las buenas: le preguntamos al mayordomo si él había matado al gato y dijo que no. Al rato aparecimos con Gutiérrez empuñando sendos cuchillos y tampoco confesó; cansados ya porque era tarde (y queríamos dormir), mutilamos al mayordomo con un par de hachazos que redujeron su figura tanto que sobró lugar para alguien más en el pozo del fondo de casa.

11-

Los días siguientes fueron tristes. Por lo menos para mi amigo Gutiérrez, que no podía con su conciencia y lloraba todo el día, especialmente por la tarde, a la hora del té, a eso de las cinco de la tarde, que era la hora en que el mayordomo le servía.

Gutiérrez es un idiota.

12-

Me llevó días convencer a Gutiérrez de que no debía sentirse culpable por el incidente del mayordomo, que era algo natural, era “una cuestión de supervivencia” recuerdo haberle dicho. Gutiérrez, aquella tarde, totalmente ofuscado con mis palabras, se levantó del sillón en el que reposaba y fue rumbo al patio, al lugar donde teníamos bien enterrados los cadáveres del mayordomo y el gato. Cuando excavó lo suficiente, intentando sacar el cuerpo ya putrefacto del mayordomo, le asesté un golpe en la nuca con la pala, por detrás, de forma artera y precisa, y Gutiérrez cayó al costado del mayordomo, muerto, en ese lugar que había quedado por las dudas.

13-

La culpa no existe. Creo que fue de las primeras cosas que aprendí con mi terapeuta. En aquel tiempo sufría de unas depresiones bastante prolongadas, donde la culpa, el remordimiento y el cargo de conciencia hacían de mí un individuo bastante patético. Me llevó años sacarme de la cabeza el tema de la culpa. “La culpa no existe”, repetía una y otra vez mi terapeuta. “Es el mayor invento del hombre”. Hasta que un día me cansé de la terapia y nunca más volví. Hasta hoy me quedaron grabadas las palabras de mi terapeuta. La culpa no existe.

14-

Al mes de la muerte de Gutiérrez empecé a sentir un vacío, algo que asociaba no sé por qué con el miedo, el miedo a estar solo. No sé tampoco qué fue lo que provocó que una oscura y lluviosa noche de enero terminara excavando en la tumba de Gutiérrez y lo desenterrara. Mis músculos trabajaron a más no poder. Cuando logré desenterrar a Gutiérrez del jardín perdí mucho tiempo espantando con mi soplete a las cucarachas que se empecinaban en deambular de un lado a otro de su cabeza, escapándose a toda velocidad de sus orificios cuando amenazaba con prenderlas fuego a riesgo de quemar la superficie del cadáver; la cosa es que no podía soportar a esas decenas de cucarachas escarbando en las entrañas de mi amigo. Cuando el cadáver quedó presentable, bastante descompuesto pero sin cucarachas a la vista, lo llevé al interior de casa y lo senté en el sillón verde que a Gutiérrez tanto le gustaba, y allí nos pasamos horas conversando.

15-

Primero fueron los moscones. Luego otra clase de insectos rondaban alrededor de mi amigo. Sobrevolaban su cabeza. Cada tanto las moscas se posaban en las aberturas de la carne podrida que se habían agrandado mucho últimamente, sobre todo debajo de los pómulos. Se quedaban unos segundos allí, reposando, desovando: depositando sus huevos de seguro. Sentía cierta dulzura por esa forma tan maternal y obsesiva que tienen las moscas de procrear. No entendía cómo dentro de esa pudrición podría crearse la vida. Cuando la cara de mi amigo ya me resultó totalmente desagradable y el comedor estaba inundado de cientos de moscas, busqué la funda de una almohada y le tapé la cara.

16-

Los insectos son como los niños, son insistentes. No les alcanza con que uno les ponga límites. Hay que llegar a las últimas consecuencias para que tomen real conciencia de lo que está pasando. Las moscas parecían reproducirse sobre mi amigo, me hacían pensar en un enjambre de abejas defendiendo su panal, defendiendo a la reina. Un charco de líquido viscoso formaba un pozo bajo el cuerpo de Gutiérrez. El olor era insoportable. No alcanzaba con dejar todas las ventanas abiertas. Era el olor rancio y penetrante que a las moscas y a las cucarachas les encanta. El olor de la muerte.

17-

En esos días salía mucho de casa. Daba unas vueltas por la zona, tratando de sacarme de encima el olor a carne podrida. La casa había pasado rápidamente de ser invadida, a ser ocupada con total desparpajo por todos los roedores e insectos de las inmediaciones, que sentían el olor de mi amigo en avanzado estado de descomposición.

18-

A veces, por ser permisivo le ocurren a uno cosas por el estilo: los roedores que invadían mi casa en un principio esperaban a que yo no estuviera presente, o parecían esperar el momento en que me quedaba dormido en el sillón enfrentado al de mi amigo para subírsele encima y alimentarse de su carne. Debo confesar que al principio no me molestaba; dejaba que se hicieran con un pequeño trozo de su piel: en definitiva Gutiérrez ya estaba muerto. Además no veía nada de malo en que un animal se alimentara para sobrevivir, era una cuestión de supervivencia, un acto de lo más normal. El tema fue después...

19-

Me he dado cuenta de que no se puede confiar en nadie. Yo, en un principio, creía en las personas. Convivía de forma armoniosa con las personas; es más, en un tiempo no muy lejano había compartido parte de mi vida con una mujer y su familia. Pero eso había quedado en el pasado. De un día para otro había perdido todo. Y desde ese día yo dejé de ser YO.

20-

Cuando uno confía demasiado en las personas comete un error. Es más, cuando uno confía demasiado en los animales comete el mayor de los errores. Y cuando uno es consciente de todo eso ya es demasiado tarde. Tan tarde que sólo queda arrepentirse y nada más.

21-

El tiempo no se puede volver atrás. A veces quiero hacerlo, pero sé que no se puede, y rápidamente me olvido del asunto sin que el tema me afecte mucho, sin llegar a experimentar en lo más mínimo un sentimiento de culpa.

22-

Cuando desenterré a Gutiérrez no fue por culpa, fue por soledad. Hay siempre un acto egoísta en cada una de las cosas que hacemos, en cada uno de los actos que ejecutamos. El hombre es el ser más egoísta que existe, y el que no lo quiera reconocer es el mentiroso más egoísta de todos los egoístas.

23-

Las caminatas eran siempre cortas y sin alejarme mucho de casa. Vivo en un pequeño barrio urbano. Todos los días pasa el lechero y el panadero, y van de casa en casa. A mí hace tiempo que no me vienen a visitar. Desde que tengo el cadáver de Gutiérrez en el comedor no he tenido visitas; desde que el fuerte olor de Gutiérrez invadió mi casa, nadie viene a verme, sólo los roedores y los insectos. Una vez entró un gato negro por la ventana. Nunca lo había visto antes. Caminó con pasos sinuosos. Parecía un tigre listo para atacar. Se quedó parado frente al cadáver por unos segundos. Lo observaba. No sé qué quería, era como si esperara una reacción, alguna señal para moverse. Yo empecé a hacer lo mismo, miré fijo el cadáver de mi amigo hasta que me llevé el susto de mi vida: la cabeza se movió abruptamente. No había salido de mi asombro y antes de que pudiera reaccionar el gato saltó sobre la cara del cadáver y comenzó a enterrar las garras en el ojo derecho. No podía entender qué era lo que pretendía. Me paré dispuesto a sacarlo a patadas de casa cuando el ojo se desprendió de la cara. El gato llevó su boca al pequeño orificio que había quedado expuesto y sacó un ratón. Parecía más exactamente una víbora con forma de ratón. Debía tener más de treinta centímetros de largo. El ratón colgaba a los costados de su boca. Salió corriendo; saltó hacia la ventana y desapareció. El ojo de mi amigo quedó en el piso y no me animé a levantarlo. Al otro día ya no estaba.

24-

El hueco de mi amigo era aterrador. Una tentación para los roedores e insectos. Pensaba que podía haber más roedores escarbando la cabeza de Gutiérrez como si se tratara de un fenómeno de circo montando un espectáculo, un tour a través de su cerebro, y todas las alimañas de la zona se empecinaran en hacer el recorrido.

Me llevó dos o tres días decidirme a buscar un poco de cinta y tapar el hueco. Hasta ese día me mantuve en vigilia en todo momento. Me la pasé sin comer y sin ir al baño. Había perdido la fuerza, últimamente comía muy poco, lo mínimo necesario como para no desfallecer. El tema del baño no fue complicado. Hacía mis necesidades al costado del sillón en que me encontraba, y esto tenía dos ventajas fundamentales, una era que no tenía que hacer ningún desplazamiento importante, lo cual me permitía estar atento para el cuidado de Gutiérrez y además ahorrar mayor cantidad de energía; la otra ventaja era que por ese momento en que dejaba las excrementos a un costado, los insectos no acosaban a mi amigo e iban junto a toda la porquería mía que les seducía más, porque era algo más fresco.

25-

Es increíble cómo la piel va cambiando en su consistencia y color a medida que pasan los años. En un principio cuando nacemos la piel es apenas una capa blanca, diáfana, prácticamente la piel de un durazno, totalmente frágil a cualquier contacto. Cuando vamos creciendo se pone más tosca, especialmente después de los cincuenta años. Luego pasa a ser simplemente una capa parda llena de arrugas: esto se ve más que nada en la vejez, cuando vuelve a ser frágil pero arrugada y con cada contacto parece quebrarse.

Cuando estamos muy próximos a la muerte, la piel se torna amarillenta y comenzamos a largar un olor rancio por los poros. Si tenemos alguna herida en el cuerpo, todo esto que estoy contando se comprueba con claridad; es más, por las aspiraciones de las narinas se siente claramente el olor a muerte: es el olor a la descomposición de los órganos, nos vamos pudriendo por dentro, los ojos se transforman en dos huecos muy profundos donde la mirada está atravesada por una fina capa amarillenta, y los pómulos parecen estirarse, parecen querer salirse de la cara. La piel se pega a los huesos y la nariz se vuelve aguileña.

26-

Gutiérrez había adquirido un color terroso producto de la descomposición. El parche que le había colocado tapando el hueco de la cara ahora tenía un color amarillento, verdoso. Parecía un viejo pirata que hubieran encontrado hundido en las profundidades del mar, en un barco colonial cien años después de haberse hundido. Ahora era sólo piel y hueso y los roedores ya se habían cansado de tanto comer tejido y órgano. Gutiérrez no le era útil a nadie. Ahora sólo era comida para insectos.

27-

La funda que en un principio le había puesto en la cabeza le llevó dos noches a los roedores destruirla. Yo ya me había resignado mucho tiempo atrás.

28-

La casa era una mugre. Había pensado que me vendría muy bien contratar a una casera para que se hiciera cargo de la comida y la limpieza. Todo ese trabajo lo hacía el mayordomo, y ahora sin él mi vida perdía bastante el rumbo. Tengo que confesarlo, sin el mayordomo, el tema del cuidado de la casa y los quehaceres se me había ido poco a poco de las manos.

29-

El tema era cómo conseguir una mucama. En estos días no se puede confiar en nadie; además, desde hacía un tiempo bastante largo me había quedado sin línea telefónica y sin energía eléctrica. La casa había pasado a ser una cueva, una tierra de nadie.

30-

Lo primero que hice fue hacer carteles pidiendo una mucama: SE NECESITA MUCAMA. EN LO POSIBLE CON REFERENCIAS. BUENA PAGA. CON PREDISPOSICIÓN TOTAL EN EL HORARIO. URGENTE.

31-

Los carteles los pegué por las inmediaciones de mi casa. En árboles y columnas. Incluso me encontré con unos muchachos que por unas monedas me repartieron más volantes o los tiraron, nunca se sabe.

32-

Buscar mucama trajo dos cosas muy buenas. Una fue volver a salir de casa, y la otra demostrarme que con un poco de ingenio y voluntad se consiguen las cosas.

33-

Pasó una semana para que apareciera alguien por el aviso. En definitiva la única persona que se presentó.

Fue bien temprano en la mañana. Llamó a la puerta en el momento en que me encontraba sumergido en un sueño largo y placentero. Desde hacía una semana había vuelto a tapar a Gutiérrez con una sábana, pero esta vez con mejores resultados.

Sentí los golpes en la puerta y me sobresalté. Las decenas de ratas que dormían a un costado mío, una o dos sobre mi falda, se espantaron y se escondieron rápidamente. Me habían dejado solo.

Cuando fui hacia la puerta vi la figura de una señora de unos sesenta años, bastante pasada en carnes, vestida con un delantal celeste; se presentó y entró como si nada, sacudiendo un pequeño plumero que llevaba, abriéndose paso. Mientras lo pasaba por todos los rincones de la casa iba hablando, diciendo cosas por el estilo de que se debía empezar cuanto antes, que el estado de la casa era “una mugre nunca vista”, pero que ella estaba acostumbrada ya que se había criado con siete hermanos más, todos varones, hasta que un día se deshizo de ellos y ese día fue su liberación, y remarcó la palabra LIBERACIÓN. La mujer hasta ese momento no había visto el cadáver de mi amigo y no había hecho ningún comentario sobre el olor a podrido que inundaba la casa; habían quedado flotando en mi cabeza sus palabras: “Hasta que un día me deshice de todos ellos”; “¿Qué habría querido decir? ¿Los habrá matado a todos?”, pensé.

La mujer abrió todas las ventanas de la casa, hasta que se enfrentó al cadáver. Levantó la sábana que lo cubría, paró un segundo con su perorata y agarrándose la cara exclamó horrorizada: “¡Por Dios!”. Me imaginaba lo peor, pensé que la mujer saldría corriendo para llamar a la policía, hasta que finalizó la frase, se sacó las manos de la cara, y mirándome a los ojos inyectados en sangre me dijo: “¿Usted es consciente de esto, usted es consciente de esto? ¿Usted vio toda la mugre que hay por aquí, usted es consciente de todo el trabajo que hay por hacer?”, me preguntó, y yo no supe qué decir, solamente asentí con la cabeza sin decir una palabra. La mujer sacó unos guantes de goma que tenía en uno de los bolsillos del vestido (que era una especie de uniforme, igual al de las cocineras de los hospitales) y me dijo: “Primero vamos a empezar por acá, así que ayúdeme a deshacerme de esto”, y señaló a mi amigo. Le quise explicar tímidamente que era mi amigo Gutiérrez, y ella me dijo “Sí, como sea... pero vamos a sacarlo de acá porque por algún lado hay que empezar”, y yo la seguí. Ella hablaba y yo hacía. Ella me decía esto es así y yo asentía con la cabeza. La mujer parecía decidida en todas sus acciones, y yo no le oponía resistencia, estaba a su merced.

Cuando finalmente nos deshicimos de Gutiérrez llevándolo a la cocina, y después de que ella buscara en los estantes unos cuchillos muy afilados, me fue explicando los sectores donde debía cortar y triturar cada articulación de mi amigo para achicar su figura. Parecía una profesional. Mis manos se llenaban de sustancias viscosas, al igual que el delantal celeste que ella llevaba puesto. Cada tanto llevaba la mano hacia la frente, se secaba el sudor y se manchaba la cara con esas sustancias. No era sangre. Ya hacía tiempo que ni una gota le quedaba a mi amigo. Se trataba de otro tipo de sustancia viscosa muy parecida a la baba.

La parte que dio más trabajo fue la cabeza, y de esa parte se encargó ella. Cuando terminamos el trabajo y pusimos los pedazos de mi amigo en unas bolsas de residuos, ella me miró fijo a los ojos y me dijo: “Mi nombre es Adela, y ya le aviso que los fines de semana no trabajo”. Yo asentí con la cabeza. Me parecía más que justo. Ella tenía el control de la situación y eso estaba más que bien.

34-

La convivencia con Adela en un principio fue muy apacible. Estaba muy solo y un poco de compañía me parecía fundamental, como para que pudiera encaminar mi vida con normalidad, volver a mis rutinas.

Desde hace un par de días ando con la idea de retomar un viejo proyecto que he dejado de lado por una u otra razón. Debo confesar que es un proyecto ambicioso, y que por falta de fuerzas, y más que nada porque cada vez que lo retomo me parece una reverenda porquería y poco a poco, a medida que intento acercarme al proyecto, siento que voy perdiendo la esencia, y todo eso me deprime; está de más decir que se trata de una novela, y que por cuestiones de cábala no pienso hablar más del tema... por ahora.

Pero volviendo al tema de Adela. Las convivencias no son sencillas y eso se sabe. Adela en las primeras semanas se había dedicado más que nada a la limpieza y a poner nuevamente en funcionamiento la casa. Comenzó con la fumigación total. A las pocas horas el panorama era devastador: los cadáveres de los roedores y las cucarachas aparecían por todos los rincones. Incluso la llegué a ver arrojando al gato negro en una bolsa de residuos. Yo no intercedía en nada de nada, lo que hiciera lo veía bien, o quizás no tan bien, pero me parecía que alguien tenía que poner orden en la casa, y la verdad es que nunca estuve capacitado para hacerlo, y cuando lo intenté las consecuencias fueron nefastas y ya conocidas.

Si no fuera porque poco a poco su dominio fue tal y mi figura se vio tan reducida a prácticamente un mero objeto más de la casa, creo que todo hubiera sido perfecto.

Éramos lo más parecido a una familia.

35-

En menos de un mes la casa lucía como nunca antes, creo que ni siquiera en la época en que vivían mis padres se había mantenido tan prolija y perfectamente en orden. Pero todo ese orden vino acompañado de un desajuste, de un sentimiento de ya no pertenecer más a ese lugar y de sentirme un extraño en mi propia casa.

Me había transformado en un ser patético. Me la pasaba encerrado, ya el escribir no me generaba nada, hacía tiempo que había dejado de ser un escritor, sentía que algo dentro de mí había muerto y que ese algo era como toda muerte: irreversible.

36-

Cuando llegaba el sábado por la mañana siempre era la misma rutina: Adela me llevaba hasta la cocina y me mostraba el horno y la comida que me dejaba para ese día, y luego me enseñaba en la heladera la comida para el domingo. Pensaba en todos los detalles. Desde que había llegado a casa se había ocupado de restablecer la luz con el pago de las deudas; éramos como cualquier familia normal, con sus gastos, sus cuentas, sus rutinas y todo lo demás.

Ni bien se iba Adela la soledad de la casa me abrumaba y me encerraba en el cuarto todo el día, saliendo apenas para comer un poco de la comida del horno, tirando el resto a la basura para que Adela no sospechara, y así pasaba el fin de semana. En ese tiempo había pensado en la remota chance de volver con mi terapeuta. Estaba cayendo en una profunda depresión, pero siempre me decía que se me iba a pasar y así postergaba una y otra vez las sesiones.

37-

La idea de volver con mi terapeuta me daba vueltas todo el tiempo en la cabeza. No es que mi terapeuta usara métodos sofisticados o ejerciera un poder tal en mí que cambiara mis hábitos. Simplemente era una de las pocas personas que me quedaban en el mundo para conversar. Aunque suene patético debo confesar mi gran admiración hacia él, y creo que en gran parte se basa en el poder de atracción que ejerce con las mujeres: es todo un semental, y eso me hace admirarlo y envidiarlo a la vez.

Desde que murió Gutiérrez he perdido eso... no sé cómo lo llaman las personas... creo que la palabra indicada es: sociabilizar.

38-

Pasó una semana y no tuve novedades de Adela. Pensé lo peor. Creo que todos pensarían lo peor en un caso como este.

Es muy común esperar lo peor siempre, todo el tiempo. Es a su vez una manera de alivianar cualquier golpe, cualquier vuelta o jugada de la vida.

Por eso no era de extrañarse que Adela se hubiera largado vaya a saber dónde... posiblemente cualquier lugar estaría mejor. Lejos del infierno.

39-

Estaba empecinado en su regreso. Todas las noches me sentaba en una de las reposeras que Adela compró y cambió por los sillones que prendió fuego en el fondo de casa; esperaba con ilusión que en cualquier momento ella entrara, atravesara el umbral de la puerta y me sonriera.

40-

El rato previo al regreso de Adela estaba sumergido en un sueño bastante raro del que sólo recuerdo un pequeño pasaje: me encontraba parado en el fondo de la casa de mis padres, que comunica a un extenso jardín, y en un determinado momento se comenzó a formar una grieta en el suelo, una grieta de medio metro o poco más de espesor, que daba la sensación de ser muy profunda, y podía ver agua muy en el fondo; reflejos cristalinos que me hacían pensar en el mar, un mar tan profundo y peligroso, que rápidamente alertaba a mis padres sobre los peligros que corrían si no prestaban atención y se resignaban a no utilizar por un tiempo el fondo de la casa. En ese preciso momento me pareció que sonó el teléfono o alguna alarma con un timbre parecido y me terminé de despertar, y al levantar la mirada y dirigirla hacia la puerta de casa, me encontré a Adela, vestida con un extraño traje, mezcla de bombero y astronauta. Llevaba una especie de lanzallamas. Entró sin saludar y comenzó a rociar cada rincón de la casa. Un olor nauseabundo a kerosene invadió el lugar. Luego se quitó la escafandra que le cubría la cara, y no sé de dónde sacó un encendedor y comenzó a quemar el lugar.

41-

La casa comenzó a arder. Adela se había vuelto loca. Yo miraba con indiferencia cómo los objetos cambiaban su forma, se iban derritiendo. Me sentía en el medio de una danza vudú, sentía que era el gran jefe de la tribu y que un montón de personas danzaban a mi alrededor, circundando pilas y pilas de fogatas. Veía los rostros desfigurarse entre las llamas, las sombras se achicaban y agrandaban a medida que levantaban los brazos y sacudían objetos –mayoritariamente hechos con palos y metales– formando figuras extrañas en el suelo. El olor a carne quemada era penetrante.

Las lámparas de pie comenzaban a derretirse a un ritmo frenético, las nuevas reposeras crujían a medida que las llamas las consumían. Estaba petrificado por un lado, y fascinado por otro. Parecía una casa de cera derritiéndose en una inmensa fogata. La casa era el infierno.

42-

En ese momento lo primero que pensé fue en salvar mi novela, la novela inconclusa, que había retomado de forma tímida, casi como una obligación moral o espiritual, o de algún tipo de forma igual de lastimosa.

Corrí hacia mi cuarto. No fue fácil, ya que mis músculos estaban agarrotados por el cansancio y la mala vida que había llevado todos estos días lejos de Adela.

El fuego todavía no había tomado el ala superior de la casa. Mientras llegaba al cuarto veía su reflejo iluminar todo.

Los manuscritos estaban sobre la cama, exactamente en la posición que los había dejado hacía días; las puntas de las hojas se habían doblado, como si el olvido y la humedad las hubiera corroído silenciosamente.

Los escritos no pasaban la centena de páginas –lo cual puede considerarse poco para un proyecto que venía arrastrando hacía cerca de diez años– y las hojas eran amarillas. No podría permitirme el lujo de que la imprudencia de una mujer totalmente loca arruinara mi trabajo.

Guardé las hojas como pude dentro de mi saco, estropeándolas, transformándolas en bolas de papel, como si todo se tratara de basura y nada más que eso.

Adela comenzó a gritar mi nombre. Estaba enloquecida. Cuando quise emprender el descenso me encontré con su figura rociando las escaleras con kerosene. El humo que se respiraba dentro de la casa era insoportable.

No me quedaba más remedio que salir por la ventana del cuarto. Adela quería acabar conmigo y con toda la poca vida del lugar.

43-

Al volver al cuarto y pararme detrás de la ventana, tuve la certeza de que había llegado hasta donde podía llegar. Pensé en cómo podía bajar de esos 15 o 16 metros de altura, tuve la certeza de que no lo lograría: sufro de pánico, me aterran las alturas y prefería morir carbonizado a que se me partiera el corazón de miedo. Las dos eran muertes seguras, pero una me aterraba más que la otra.

Aunque quizás estaba a tiempo de bajar por las escaleras antes de que el fuego lo consumiera todo. Era una posibilidad. Era mi última posibilidad.

44-

Volví hacia la escalera.

El lugar estaba envuelto por una capa espesa de humo negro, formando espirales.

Faltaba el aire.

Todo ardía.

Varios de los escalones de la escalera se habían desintegrado.

Con mucho cuidado, mirando bien en donde afirmaba mis pasos, antes de que la escalera se terminara de carbonizar, hice mi descenso.

Al llegar al comedor me encontré con Adela, completamente desnuda, con sus carnes colgantes y sudorosas dentro de un círculo perfecto de fuego.

Me miró con desprecio.

Comenzó a vomitar palabras de forma histérica, llena de ira, con un odio en su mirada que me aterrorizó.

Dijo muchas cosas, la mayoría incomprensibles.

Entre lo poco que le pude entender me quedó retumbando una frase:

–Vas a morir, desgraciado –dijo mientras las llamas subían por sus piernas.

El techo de la casa comenzó a desprenderse.

La novela que tenía en el saco, ahora la apretaba con fuerza con la mano derecha. La mano me ardía. Estaba chamuscada vaya a saber desde hacía cuánto rato.

Adela era una masa de fuego que iluminaba el medio del salón.

El fuego me quemó primero el antebrazo. Sentí un dolor agudo, como si me desgarraran de a poco la piel.

En ese momento me olvidé del dolor, del infierno que era la casa, del olor a podrido, a carne quemada que viciaba el lugar, y pensé en la novela que tenía largamente postergada por una u otra razón; y como si dentro de mi cabeza se activara un botón, una minúscula rueda dentada que se pusiera en contacto con otra, activándome el seso, me vi ridículamente envuelto en una llama azulada, desprendiéndose cada rincón de mi cuerpo, cada ínfimo tejido de mi piel, cada mínima célula viva. Y sonreí, me vi ridículamente sonriente, desprendiéndose hasta el último diente de mi boca, escupiendo sangre, ardiendo, con el final perfecto para mi novela que se abría paso ante mis ojos, mientras me parecía escuchar un leve susurro, un ronco quejido y la voz de Adela que emergía desde las cenizas para decirme “Ardimos, ardimos, ardimos” una y otra vez.

27 de abril de 2007 - 27 de febrero de 2011.