In memoriam Giulia Mazzei

Guionista, investigador y, sobre todo, narrador, Milton Fornaro (Minas, 1947) es uno de los nombres destacados de la generación intelectual del 60. Sus novelas pueden abarcar la descripción de la vida en una pequeña ciudad (Si le digo le miento, 2003) o una compleja trama internacional (La madriguera, 2016), mientras el rango emocional de sus cuentos tiene extremos en el humor, por un lado, y en el tipo de efecto que genera este relato hasta ahora inédito, por otro.

El recepcionista se disculpó a medias con Giulia y ella se volvió hacia mí para traducirme lo que acababa de decir el hombre detrás del mostrador. Antes de que Giulia hablara yo ya sabía que esa mañana no se podría.

Había pescado al vuelo algunas palabras en italiano, pero en definitiva fue la cara del recepcionista joven y flaco la que no me dejó lugar a dudas. Mientras charlaba se mostraba falsamente apenado y hacia el final acentuó su actuada pesadumbre llevándose las dos manos al pecho para enseguida mostrar las dos palmas en evidente gesto de impotencia. Me recordó a Alberto Sordi. Tan sólo le faltó tirar la cabeza hacia atrás, mostrar el mentón redondeado, que no tenía, y poner los ojos en blanco. Luego cambió de inmediato su semblante y agregó algo que Giulia agradeció y enseguida tradujo:

—En este momento la habitación está ocupada, pero si venimos el lunes después de las diez tal vez podamos verla. No es seguro.

La habitación era la 346 del Hotel Roma e Rocca Cavour, frente a la Piazza Carlo Felice. A poco más de una cuadra de la estación de trenes de Turín. En esa pieza, que entonces era sólo la 46 y el lugar era apenas el Albergo Roma, cincuenta y siete años antes, en un domingo de un ferragosto tal vez tan bochornoso como el que soportábamos aquel sábado, descubrieron a Cesare Pavese muerto sobre su cama. Estaba vestido, sin los zapatos, mirando el techo. Había ingerido el contenido de varios sobres de barbitúricos: ¿ocho, doce, dieciséis?

—Pero no podemos —le explicó Giulia al recepcionista luego de una pausa—, el lunes él sale temprano para San Benedetto Belbo.

Cuando desde Italia me invitaron al festival literario que tendría lugar en el Piamonte, puse como condición para aceptar que deseaba visitar el Hotel Roma en Turín e ir a Capriata d’Orba, el pueblo donde había nacido mi abuelo paterno.

La elección de Capriata es obvia, pero no lo es tanto la de conocer por dentro la habitación 346. Más lógico hubiese sido ir a Santo Stefano Belbo y recorrer la niñez y adolescencia de Pavese en sus calles, en la plaza ruidosa, en las colinas; perderme entre las viñas, ver el cielo limpio colándose entre las ramas verdecidas de los higuerones, y vislumbrar en los reflejos a Angiolina y a Giulia, la más pequeña y endiablada, las hijas de la Virgilia y el Padrino. Podría haber elegido vagar por la hondonada del Belbo hasta encontrar la mansedumbre de una laguna, meterme en las aguas quietas y desprenderme del calor pegajoso de aquel agosto fierro caliente. Sin embargo, vaya a saberse por qué, ni se me ocurrió sugerirle eso a mis anfitriones. Después, a la luz de los acontecimientos posteriores se hizo evidente que aquel mediodía del último sábado del mes más caluroso, yo tenía que estar ante la recepción del Roma y no en otro lugar.

Los organizadores, a través de Patrizia, la secretaria de la fundación con quien intercambié unos cuantos correos, accedieron a mi pedido. Acordamos que la primera mañana que estuviese en Turín alguien me acompañaría al hotel, y al otro día me llevarían en auto a Capriata. A partir del lunes quedaba a disposición de los organizadores para cumplir el programa.

El recordatorio de mi acompañante de que el lunes no estaría en la ciudad terminó por desmoralizarme. Mi iría de Turín sin haber visto la pieza donde Pavese pasó sus últimos días. La conocía por un par de fotos con la calidad de los libros impresos en los años cincuenta. Tenía curiosidad por saber si la cama, la mesa de luz y la portátil seguían estando en el mismo lugar, como en la escenografía incambiada de una obra de teatro. Si la mesa sobria y la silla en consonancia continuaban alineadas frente a la única ventana, al pie de la que, dicen, se encontraron unos papeles quemados, los restos de la última limpieza realizada por el poeta. Hubiera deseado mirar por esa ventana, así como dejarme caer en la cama con los ojos abiertos hacia el techo para ver el artefacto de la luz cenital, las imperfecciones del cielorraso y descubrir acaso una mancha de humedad resistente a las sucesivas manos de pintura, algo que quizás él hubiese visto la noche del sábado, tal vez la madrugada del domingo, cuando se acostó a esperar la muerte.

Estaba tan ensimismado compadeciéndome por la mala suerte que me había tocado, que no advertí la presencia de la señora junto a mí. También Giulia se sorprendió cuando la oyó hablar. Mi cómplice y suprema argumentadora venía de mentirle al recepcionista diciéndole que yo era un especialista en la obra de Pavese que había viajado más de once mil kilómetros para conocer el lugar donde el escritor se había quitado la vida. Detrás del mostrador el hombre seguía con su cara falsamente compungida, que modificó un instante antes de que todos oyéramos “Mi scusi”. La voz dulce y la intención serena de participar de la conversación venían de una señora menuda, de pelo encanecido y cuidadosamente peinado, vestida con elegancia, que parecía haber surgido de la nada. Desentendiéndose de los otros, me miró a los ojos y justificó su irrupción con un: “Veo que está interesado en Pavese”, seguido de la revelación que me justificaría por qué ese sábado, a esa hora, en ese preciso instante yo tenía que estar ahí: “L´ho conosciuto propio qui, in questo locale”. Lo dijo con la naturalidad que usamos para hablar del tiempo, como si fuera normal encontrar gente que haya conocido a Pavese.

Después he ido agregándole nuevos detalles a lo ocurrido hace once años en el hotel. Cosas que recuerdo como si hubiesen sucedido ayer, y otras que creo recordar se suman al relato al que vuelvo de vez en cuando, sin proponérmelo. Por mucho tiempo estuve convencido de que aquel sábado, a la hora exacta en que aparecería la señora, yo tenía que estar allí, ante el mostrador, observando el medio cuerpo del empleado, que justificaba con gestos el impedimento para que pudiésemos subir al tercer piso y traspusiésemos la puerta de la habitación 346. Sin embargo, lo que ocurrió posteriormente dejó en evidencia mi error de paralaje. No se trataba de mi presencia sino de la de Giulia. Era ella la que tenía que estar allí en ese momento. En la trama tejida por el azar mi papel era secundario.

Poco antes del mediodía, mientras caminábamos hacia el hotel, Giulia se había esforzado en su papel de guía. A la vez que me informaba de los lugares por donde íbamos, me invitaba a desviarnos, para ver, ya que estábamos, tal o cual sitio que merecía la pena conocer. Entre los ofrecimientos, recuerdo que me invitó a acercarnos a la casa donde se había hospedado Nietzsche; le respondí con un “Mejor después venimos” para no decirle directamente que no. Había visto en el plano que siguiendo por la Via Roma hasta el final se llegaba a la Piazza Carlo Felice, y nada ni nadie, ni siquiera Nietzsche, me haría abandonar la calle por la que caminábamos. Supongo que para Giulia tiene que haber sido incomprensible mi empecinamiento por llegar cuanto antes al Roma e Rocca Cavour, porque ni yo mismo podía explicarlo. Me había resultado más fácil aclararle por qué entre visitar las Langhe, incluyendo la casa natal del escritor, y conocer la pieza donde se suicidó, elegí la segunda alternativa. Entre otras cosas, de eso habíamos conversado la noche anterior.

Luego de cenar, regresamos caminando al hotel donde me estaba quedando. Giulia, preocupada porque fuese a extraviarme, había insistido en que me acompañaría hasta la puerta y allí mismo se tomaría un taxi para volver a su casa. No hubo manera de disuadirla. Cuando llegamos, y en vista de que la despedida se demoraba por algo que ella estaba contando, la invité a entrar para tomar un café. Aceptó sin dejar de hablar de la visitante ilustre, una novelista sudafricana que un par de años atrás se le había perdido en las inmediaciones del Duomo.

Elegimos una de las mesas instaladas en el patio para disfrutar de la noche de verano.

No habrían pasado ni cinco minutos cuando se levantó, molesta, a buscar al mozo, que demoraba en aparecer. Intenté detenerla diciéndole que no era necesario, pero fue en vano, sonrió y se alejó decidida. Tenía un buen ir, que confirmaba las proporciones de una figura atractiva por donde se la mirase. Además era amable sin abrumar, hablaba lo necesario y sonreía en los momentos precisos con una espontaneidad cautivante. La primera vez que la vi sonreír fue en el salón de arribos. La había individualizado porque sostenía en alto un cartelito con mi nombre. Me le acerqué presuroso, tal como si realmente estuviese contento de verla, y la saludé con efusivo “¡Hola, Patrizia, al fin!”. Me dio la bienvenida e inmediatamente, con su mejor sonrisa, agregó: “Lo siento, soy Giulia”. Enseguida me explicó por qué Patrizia no estaba en la ciudad, pero no le presté atención. Después, ya en el auto que nos llevaba a la ciudad, Giulia me aclaró su relación ocasional con la fundación, que la empleaba para acompañar y oficiar de traductora a invitados que hablaran inglés o español. Se trataba, me explicó, de una ocupación circunstancial, pues ella ejercía como profesora de esos idiomas en un instituto de enseñanza media. Nada de lo que dijera me hacía olvidar que había empezado con el pie izquierdo.

El mozo, que vino obligado, tomó el pedido de mala gana y al rato volvió con dos cafés.

Las mesas vecinas se fueron desocupando hasta que quedamos solos. El silencio, perfumado por las campanillas azules de una enredadera extendida a lo largo de una pared lindera, era roto por nuestras voces susurradas. Cuando nos callábamos podían oírse los grillos. Le pregunté si percibía el aroma dulzón, y le pedí que prestara atención al canto monocorde. Nos miramos sin hablar y asintió moviendo la cabeza. Enseguida dijo: “Es raro escuchar grillos en la ciudad. Tampoco hay pájaros durante el día”.

Supongo que, hablando de lo que vamos dejando por el camino, de las pérdidas a cuya ausencia terminamos acostumbrándonos, mencioné a un personaje de Pavese que vuelve al pueblo, y en sus alrededores busca los avellanos que recuerda. En su lugar hay un rastrojo de maíz, o tal vez trigo sembrado. Lo que importa es que la mancha de los avellanos ha desaparecido. Para el hombre —le dije a Giulia, y me dije— eso significó que todo había acabado. Intercambiamos opiniones, y mientras me escuchó continué hablando de Pavese. En un momento, luego de pedir otros dos cafés, y ella además un coñac, fue que me preguntó acerca de mi decisión de visitar el Roma en lugar de ir a la casa natal. Antes de saberme predestinado a estar en aquel lugar al mediodía de la mañana siguiente, encontré una explicación diciéndole que si bien toda la obra del escritor me había interesado mucho en mi adolescencia, lo que más me conmovió fue la lectura de su diario.

Al principio hablé con prudencia, tanteando el terreno, ya que no sabía cuánto conocía Giulia de la obra y de la vida de Pavese. No tenía ganas de repetirle lo sabido, y tampoco quería quedar como un presumido que terminara hablándole a la pared. Al contrario de lo que temía, ella se mostró complaciente, porque si bien conversábamos sobre el testimonio de los últimos quince años del poeta, no hacíamos otra cosa que alternarnos para conjeturar en general sobre la muerte, especialmente el suicidio, las mujeres y la literatura. A ella, que era bastante más joven que yo, le conté que en la década del sesenta la preferencia de los lectores interesados en la literatura italiana se dividía entre Moravia y Pavese. Se era incondicional de uno o de otro, como después ocurriría con los Beatles y los Rolling. Atendía mis palabras y sonreía, pero sin duda aquello le resultaba una historia viejísima. Me preguntó por qué había elegido ser del bando de los pavesianos. Le di una breve respuesta literaria contraponiendo a grandes rasgos las obras de uno y otro. Fue una explicación racional e inmerecidamente desabrida, que si bien podría justificar mi elección no terminaba de contar la verdad. Prescindí de decirle que elegí a Pavese porque era piamontés como mi abuelo, porque el novelista y yo compartíamos el mismo signo del zodiaco, porque se enamoraba a lo bestia y sufría como un desalmado (siempre he creído que esa es una característica común a los virginianos), porque al final había terminado afiliándose al Partido Comunista, y porque, en el momento de embanderarme, él ya estaba muerto y no podía llegar a defraudarme. Dudé de que a Giulia pudiera interesarle todo eso, y lo callé. Le dije sí que admiraba la lúcida determinación, la lealtad a sí mismo, y la valentía del hombre consecuente con la última línea que escribió en su diario: “Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”.

Le recordé a Giulia que esa anotación la hizo el 18 de agosto, y que el domingo 27 lo encontraron muerto. Nueve días que cargó con el peso de lo inevitable. Nueve días en una Turín desértica, arrasada por el calor y vacía de amigos. ¿Nadie con quien conversar? Sabemos que en ese tiempo vivía en la casa de Maria, su hermana, que estaba de vacaciones en la playa (Pavese le escribe una carta a Serralunga d’Alba diciéndole que se alojó en un hotel, que está todo bien y que no es necesario que ella regrese el 21). Lo que se ignora es por qué el escritor se fue de la casa de Via Lamarmora (algo que Maria evidentemente sabía que iba a ocurrir), y se instaló en un hotel relativamente cercano. Se ha mencionado que por esos días se habría encontrado de casualidad en la Via Po con una tal Bona, que ella lo siguió al Florio, y en ese café Pavese le confió que nadie debía saber que él estaba en la ciudad, que le guardara el secreto porque necesitaba descansar. Más tarde habrían cenado juntos en una cervecería junto al río, aunque Bona no pudo precisar qué día de la semana ocurrió el encuentro. El lunes 28, cuando ya La Stampa había publicado la noticia del suicidio, Davide Lajolo, un camarada y amigo muy cercano al novelista, recibió una carta, fechada el 25 de agosto, donde Pavese le confiesa sus intenciones, luego le pide que cuanto menos hable de este asunto con la gente, mejor, y al final se despide con un rotundo “Chau, para siempre, tu Cesare”. Sin embargo, inmediatamente antes del adiós definitivo se había preguntado “¿Seré capaz?”. Repetí la interrogante. No podía, no puedo dejar de pensar en el infierno que deben haber sido esos días para el hombre autocondenado a muerte que duda de si será capaz de cumplir con su propósito. Le refiero a Giulia que, por un momento, el escritor fantasea en su diario acerca de la posibilidad de contratar a un asesino que le facilite la tarea. Ella parece no escucharme. Enseguida vuelve con el tema de la carta a Lajolo para argumentar que su envío, y el hecho de que un par de días después sería leída por su destinatario, habrían marcado la inminencia del desenlace. Es como si él mismo se hubiese puesto un plazo, agregó. Ya no se podía echar atrás, dijo levantando la voz, concluyente y enojada. Sin vacilar tomó de un trago el resto del coñac que tenía en la copa, y antes de dejarla nuevamente en la mesa miró alrededor y preguntó dónde cazzo se habría metido el mozo.

Me quedé mirándola por un rato. Su incomodidad se disipó cuando al cabo de unos minutos volvió a tener ante sí la copa servida. Al quedar solos de nuevo sonrió, como pidiendo disculpas por su salida de tono y dándome garantías de que todo volvía a estar en orden. Si bien la reacción me había sorprendido en un primer momento, no puedo negar que disfruté de su enojo confuso. Por primera vez en la noche la sentí cerca. La pena y la rabia mezcladas que provocan los suicidas cercanos habían acortado la distancia.

Me di cuenta de que no sabía nada de Giulia, aparte de lo que me había contado en el auto. Prácticamente era una desconocida que me había acompañado desde mi llegada. Una compañía que desde hacía un rato largo había empezado a resultarme placentera. Escuchándola, pero especialmente atendiendo a sus gestos, mirándola a los ojos tenues —tal vez verdosos o ámbar— anche se molto vivaci, siguiendo los movimientos de su boca, que descubrían unos dientes blanquísimos, complaciéndome con su sonrisa pude sentir que, no sé cuándo, en qué momento, habíamos dejado de ser unos extraños, y aunque hablábamos de Pavese estábamos hablando de nosotros.

—Se mató por una mujer —¿afirmó o preguntó? Si era una pregunta sonaba firme, como si de antemano supiese la respuesta.

—No creo —Giulia puso cara de no entender—, eso es lo primero que se dice, es lo más fácil de decir. En la literatura funciona bien, y es aceptado. Un suicidio por amor es el acto romántico por excelencia. Pavese podía ser muchas cosas, pero queda claro que no era un romántico, y menos de libro. Estoy convencido de que se mató cuando descubrió que en la escritura no estaba la salvación, cuando sintió que ese camino estaba agotado. No es casualidad que la última anotación del diario comience con “Basta de palabras” y termine con “No escribiré más”.

Ella me dejó hablar por un rato, interviniendo lo menos posible. Estábamos allí, amparados por la agradable tibieza que había desplazado al calor sofocante de la tarde, Giulia bebiendo coñac y yo café tras café, los dos fumando. Intentábamos entender lo que no tiene explicación racional: por qué alguien se suicida. De pronto ella me interrumpía para disentir, argumentaba con criterio y agudeza, discutíamos y tardábamos en ponernos de acuerdo. Era una especie de juego consentido, un tira y afloja donde cada uno intentaba demostrar al otro lo perspicaz que podía llegar a ser. Disfrutaba arrinconándola para ver con qué argumento se defendía y cómo contratacaba.

Sin duda obsesionado por las mujeres que atraían a Pavese, aquella noche atribuí a Giulia los rasgos enumerados por el novelista. En verdad, pensado a la distancia y luego de que los acontecimientos ocurridos años después me lo demostraran, no tenía demasiados indicios para concluir en que ella era así. Supongo que todo se debió a mi deseo de que fuese una mujer de carácter, voluntariosa, dura, masculina. Por un momento, como ocurre en los sueños, la que estaba sentada ante mí fue la mujer de la voz ronca, el gran desengaño, que hizo aullar de dolor al novelista y le confirmó que las mujeres están siempre dispuestas a traicionar; y a la vez era Connie, la actriz que cortó su relación anunciándole que se casaría con otro. El último desamor. Sucesivamente fue Natalia, y la misteriosa Pierina, y Fernanda, también la bailarina sin nombre que había escapado por la puerta trasera del teatro mientras él la esperaba bajo la lluvia. Y otras que no sé, que Pavese no nombra o simplemente olvidé.

“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, dije. Giulia me quedó mirando. Hubiese deseado recordar por lo menos un par de versos más. Como ella estaba expectante, salí del paso confesándole mi olvido. Sentí que su consentimiento (creo recordar que dijo “No te preocupes. A mí me pasa siempre”) volvía a ponernos en sintonía.

Había estado a punto de decirle “Pavese se hubiera enamorado de vos”, pero me callé para no oír la respuesta previsible. Tal vez me hubiese contestado que a ella no le gustaban los hombres débiles. Aunque tuviese razón, no podía darle esa oportunidad para que atacase a mi defendido. Tampoco quería escucharle otras insinuaciones que pudiesen dejarme fuera de carrera de antemano. Hubiese sido el final de la conversación, que en definitiva había sido de estudio.

Unos minutos después, sin que nadie se lo pidiera, el mozo me acercó la cuenta para que la firmara. Fiel a su estilo, anunció con regocijo que a esa hora se cerraba el bar. Ella hizo un mohín, como el de los niños cuando son descubiertos en falta, y nos reímos para fastidio del cameriere, que se alejó murmurando.

Al ponerse de pie, Giulia se balanceó. “Estoy borracha”, reconoció divertida, en tanto manoteaba el respaldo de la silla para mantenerse erguida. Fui en su auxilio, la abracé e insinué que volviera a sentarse. Se separó de mí con sus dos brazos levantados y diciendo que no, que estaba bien, que quería ir a su casa. No escuchaba razones. A las risas intentaba pararse en un solo pie para demostrarme que mantenía el equilibrio. Creo que sin mala intención le sugerí que subiéramos a mi habitación hasta que se recuperara. Me miró a los ojos. En un segundo se habían borrado de su expresión las marcas de la alegría. Me desconcertó. Se acercó hasta que sentí su cuerpo contra el mío, deslizó dos veces la palma de su mano por mi mejilla izquierda, me dio un beso prolongado del otro lado de la cara, y me dijo al oído algo confuso, que bien pudo ser: “Es una pena que esté borracha”, o bien “Es una pena que no estés borracho”. Se separó y movió sus labios en un grazie que no sonó.

Recuerdo que cuando la acompañé hasta el portón que daba a una calle lateral y seguimos hasta la principal, donde estaban estacionados los taxis, ella se había colgado de mi brazo y caminaba casi sin dificultad. Íbamos callados. Al abrir la puerta trasera del primero de los tres autos en fila, hice que el chofer adormilado se sobresaltara y girara la cabeza para ver quién lo había molestado. Balbuceó un saludo a la vez que encendía la luz interior, que apagó apenas Giulia se sentó. Escuché cuando ella le daba la dirección y reparé en que el hombre la hubiese entendido. Todo parecía estar bien. Ya con el motor en marcha, Giulia bajó el vidrio de la ventanilla para recordarme que pasaba a buscarme a las once.

Aunque se suponía que debería estar cansado luego de un viaje que había durado prácticamente un día, cuando entré en mi habitación me di cuenta de que esa noche, ya casi madrugada, demoraría en dormirme. Como un acto reflejo abrí el frigobar, y ante el tesoro descubierto maldije el desgraciado día en que me prometí dejar de tomar alcohol. Tendría que aguantarme la vigilia con refrescos y agua.

Repasé la conversación con Giulia, preocupado por lo que podría llegar a pensar, tan gentil al haberme seguido la corriente por tanto rato. Como pretexto para no sentirme culpable, me dije que ella, para mí la cara visible de la fundación que me había invitado, estaría acostumbrada a recibir, guiar, escuchar y resolver los caprichos de otros huéspedes de paso, en su mayoría escritores, sin duda más exigentes e impertinentes que yo. Eso no hizo que dejara de sentirme un abusador, que además había acaparado la conversación.

De ese remordimiento pasé lisa y llanamente a pensar en Giulia. Sin proponérmelo, el recuerdo de la mujer desconocida y amable, hasta entonces mi única referencia en una ciudad ajena, hizo que terminara dándole vueltas al asunto relacionado con la necesidad compulsiva de Pavese de enamorarse una y otra vez. Los conocidos dejaron testimonio de su incapacidad de sustraerse al dolor, y los más cercanos coincidieron en que cada vez que se enamoraba caía en los más amargos y crueles sufrimientos. No sé si alguien lo dijo o me lo inventé en aquella vigilia, pero todavía lo sigo repitiendo: Pavese se ocupaba del amor como de un trabajo febril. Le duraba un año o dos, y después se curaba. Pero quedaba trastornado y extenuado, como quien se recupera de una larga enfermedad. Antes de ponerme a revisar el gastado ejemplar del Oficio de vivir que había viajado conmigo, recordé la cara de extrañeza de Giulia cuando intenté hacerle entender que Pavese era un misógino feroz, que no dudaba en afirmar que todas las mujeres eran putas, y a la vez un impenitente enamorado tirándose al vacío a la menor oportunidad. Como me pareció que dudaba acerca de lo que estaba contándole, le dije que antes de acostarme releería el diario de Pavese y señalaría para ella ejemplos de esos testimonios contradictorios. Me aseguró que no era necesario, que me creía, pero igual le parecía raro. Seguí las marcas de colores que asomaban como lenguas en la parte superior del libro.

Después de copiar algunas citas que le mostraría a Giulia, revisé mi correspondencia en la laptop, repasé el programa que me esperaba a partir del lunes, y traté de imaginarme cómo sería la misteriosa Patrizia, firmante de los correos. Cuando le pregunté a Giulia por ella no me dijo demasiado, apenas una descripción física y un cálculo de la edad, excusándose de que sólo la conocía del trabajo.

Cuando escuchamos el tenue “Mi scusi”, y antes de que Giulia y yo nos diéramos vuelta para ver de dónde había salido la voz, advertí que el empleado de la recepción se había cuadrado.

Luego de la revelación que la había puesto en el centro de la escena, la señora contó que su padre, Teodoro, había sido, hasta su muerte, el dueño del hotel y del restaurante contiguo. Precisamente en el comedor fue que ella, siendo aún una adolescente, vio por primera vez a Pavese. Su padre lo llamaba il profesore. “Parecía estar en otro mundo —dijo la mujer que un rato antes nos había dicho que se llamaba Rosabianca—, siempre leyendo un libro, y entre platos y a la hora del café encendía una pipa de la que no se separaba”. Lo describió como solitario y serio, malinconico, agregó, que se destacaba del resto de los comensales. “Era un extraño en el comedor”.

Rosabianca, a pesar del tiempo transcurrido, no podía ocultar la fascinación por el hombre al que espiaba, “a veces acompañada con una compañera del colegio”, detrás de los ventanales que daban al vestíbulo del hotel. “A pesar de la edad y de su manera de ser, el profesor parecía más joven de lo que era, sin duda por el pelo abundante y despeinado, que era la envidia de mi padre, totalmente calvo”.

Le pregunté si había sido su padre el que había descubierto el cadáver de Pavese. Dijo que no. Teodoro, extrañado porque no lo había visto en todo el día y se acercaba la hora de la cena, mandó a un camarero a golpear la puerta de la habitación 46. Al no tener respuesta, el mozo abrió con su llave y descubrió lo que temía. Bajó y le dijo a su patrón lo que había visto. “Mi padre contaba después que su primera reacción apenas entró en la habitación fue decirle ‘Foulatun cum cu la bela testa d’ cavei!’”. Giulia quedó tan sorprendida como yo, y me explicó que la frase era en dialecto y significaba más o menos: “¡Loco, con todo ese pelo en la cabeza!”. Rosabianca asintió con un gesto y sonrió. Le pedí a la señora que escribiera la extraña frase, y lo hizo en un papel que el conserje me alcanzó.

Ahora lo tengo ante mí, y, como ha sucedido antes, las letras de imprenta —dibujadas con caligrafía nerviosa—, más que la frase en sí, me llevan de vuelta a aquel instante en que me sentía en la gloria. Nunca había estado tan cerca de Pavese. Al escuchar lo sucedido aquella noche en el hotel me suponía ingresado a un círculo de privilegio, ocupando un lugar impensado aun en mis sueños. Soy capaz de reproducir las palabras de la señora, y todo lo que dijo después de sentarnos alrededor de una mesa ratona en un rincón del vestíbulo para continuar la conversación. Puedo recordar que se puso de pie y al cabo de un instante volvió con dos libros publicados en los años inmediatos a la muerte del poeta donde se asentaban versiones contradictorias de lo ocurrido el domingo 27 después de que el camarero abriera la puerta del cuarto 46. No se me escapan detalles de cómo iba vestida la señora, y creo poder percibir el perfume dulzón que envolvía a Rosabianca, sin embargo de Giulia, por más que me esfuerce, no logro acordarme de nada. Supongo que intervino varias veces como traductora, pero nada más. Es muy curioso, sigue siendo una ausencia a pesar de que estuvo con nosotros todo el tiempo.

Antes de despedirnos, Rosabianca confesó que ni ella ni su padre sabían que Pavese era un escritor, y mucho menos que fuera tan conocido. Desde la puerta del hotel la propia señora nos señaló que al otro lado de la plaza había una librería de viejo, donde quizás encontrara un ejemplar igual a uno de los que ella había hojeado durante nuestra charla. Era una rareza de la que tenía noticias, pero nunca hasta ese día había visto. Mi interés por aquella biografía fue sin duda el pretexto perfecto de Rosabianca para librarse elegantemente de nosotros. Lo advertí cuando en la librería no tenían siquiera idea del libro que buscaba, y el empleado que nos atendía sentenció que Pavese no le interesaba a nadie.

Después de almorzar iniciamos el recorrido turístico que había evitado en la mañana. Terminé en el hotel, con tiempo para descansar un rato y prepararme para la cena ceremonial donde me encontraría con los invitados al festival que habían llegado ese día y con la plana mayor de la fundación.

Cuando bajé al lobby se sucedieron los saludos efusivos con los colegas conocidos y fui presentado a otros que miraban distantes. Pasaron a buscarnos en varios autos. Me tocó viajar con un director de teatro milanés muy simpático, que hablaba español sin pausa.

Durante el revuelo en el vestíbulo, había mirado varias veces esperando ver la cara de Giulia. Sabía que no iba a estar, me lo dijo cuando nos despedimos en la tarde, pero me quedaba la esperanza de que hubiese cambiado de parecer. Tenía ganas de estar con ella, de seguir conversando acerca de lo que había pasado en el Roma e Rocca Cavour, de escucharla, de hablar de lo que yo sentía había quedado pendiente. Pensaba en Giulia mientras el milanés entusiasta no paraba de contarme lo fascinado que estaba con todo lo latinoamericano. Giulia se había guardado hasta último momento la noticia de que ya no volveríamos a vernos. Argumentó razones de trabajo: a la mañana siguiente debía ir al aeropuerto a recibir a un argentino, físico o matemático, y que luego seguiría con él. Le pregunté si nos veríamos en la cena, respondió que no estaba invitada. “Yo te invito”, le dije. Sonrió y haciendo no con la cabeza se excusó: “Questo non è possibile”. Luego, en español, explicó que había acontecimientos exclusivos para los invitados y determinadas personas, y que los organizadores eran muy estrictos en ese asunto. Le propuse ir a cenar los dos solos, y volvió a disculparse diciendo que si lo hacía arriesgaría su relación con la fundación. Estaba convencido de que me acompañaría a Capriata. Se lo dije. “Irás con Davide y con una periodista de La Stampa que escribirá sobre tu visita”, recitó como si leyera un edicto. Al final, intercambiamos las direcciones de mail y prometimos escribirnos. Eso fue todo, y el milanés que no paraba de hablar.

De vuelta en el hotel, luego de revisar los correos en la laptop le escribí a Giulia. El pretexto era agradecerle, aunque la intención tenía más que ver con continuar el vínculo. Al final le adjunté la lista de citas, diez o doce, copiadas la noche anterior del diario de Pavese.

Regresé de Italia y retomé la rutina cotidiana. La noche antes de partir, Patrizia me había pedido un cuento para un futuro libro, Emozioni piemontesi. Tenía que trabajar contrarreloj, pues disponía de quince días para enviarlo. Lo primero que se me ocurrió fue escribir sobre Giulia, o una historia con ella y el encuentro con Rosabianca, pero finalmente decidí contar mi visita a Capriata d’Orba. Al fin y al cabo, el viaje a la tierra de mis ancestros se ajustaba más a las emozioni piemontesi. Además, era un capítulo cerrado.

Pasaban los días y no tenía noticias de Giulia. El azar vino nuevamente a tenderme una mano cuando encontré en Google un detalle que desconocía de la muerte de Pavese. Un investigador, revisando la prensa de la época, había rescatado una crónica en la que se daba cuenta de un hecho insólito, no mencionado en otro lado: apenas el camarero abrió la puerta de la 46 un enorme gato negro habría escapado de la pieza pasando entre sus piernas. La nota enfatiza en ese primer susto del hombre que encontraría el cadáver, en la premonición cargada de desgracia y en otros detalles truculentos asociados al animal que había salido huyendo. Sin embargo, me interesó la presencia del gato, un mudo testigo de lo que había ocurrido entre esas cuatro paredes desangeladas, y además para mí el consuelo inútil y tardío de que el novelista no había muerto solo. Fue la excusa esperada para escribirle a Giulia.

Sin demasiado preámbulo, como si la comunicación entre nosotros fuese fluida, le informé de mi hallazgo y le pedí amablemente que cuando pudiera pasara por el hotel y le preguntara a la señora sobre la historia del gato. Fue todo.

Terminé el cuento de Capriata, lo despaché y a los pocos minutos leía el acuse de recibo de Patrizia, tan eficaz y amable como el primer día. Una semana después, Giulia me respondió. Rosabianca había negado la presencia del gato, argumentando que su padre era muy estricto con la prohibición de alojar animales domésticos en las habitaciones. Como si la visita al Roma hubiera restablecido milagrosamente la continuidad que a esa altura yo consideraba perdida sin remedio, Giulia me contó que con Rosabianca habían visitado “la famosa 346”, y había sacado fotos que me adjuntaba. También me dijo que estaba leyendo Il mestiere de vivire y que estaba fascinada. Y poco más.

Un detalle a tener en cuenta: las fotos no me llegaron. Cuando de inmediato le escribí a Giulia sobre la omisión, no me respondió. Tampoco insistí, quizás porque en el fondo yo prefería que eso quedara así, porque no estaba convencido de querer ver las fotos de la habitación que yo tendría que haber reconocido con mis propios ojos. Tal vez estaba sintiendo, y no lo sabía, que Giulia estaba invadiendo un espacio que yo consideraba mío.

Varios meses después, por inconsistencias y contradicciones que fui descubriendo en sucesivos mails de mi corresponsal, llegué a la conclusión de que ella no había tomado las fotos, y muy probablemente nunca hubiese entrado en aquella habitación. También dudé de lo que contaba de su relación con Rosabianca, a la que, según Giulia, siguió visitando, al principio para hablar de Pavese. En otra oportunidad me contó que ella le había prestado los libros que estuvimos mirando aquel sábado de agosto, y especialmente se refirió con deleite al que más me había interesado, al que busqué en la librería de viejo de la Piazza Carlo Felice. Sin embargo, la información escasa sobre su contenido, muy probablemente leída en internet, me hizo dudar de que siquiera hubiese llegado a hojearlo. No le creí cuando me escribió que los fines de semana se quedaba en el hotel, y que estaba pensando en mudarse definitivamente.

El tiempo transcurrió y la correspondencia se fue espaciando casi naturalmente. Como no respondía mis mensajes, cada vez más breves, decidí escribirle cuando ella lo hiciera. Fue una relación desganada, de antiguos amantes domesticados. El hilo delgadísimo que la mantenía era el interés de Giulia por el diario de Pavese, que parecía ser verdadero. A veces me preguntaba mi opinión sobre algún pasaje determinado y en otros mails aventuraba alguna hipótesis, no necesariamente descaminada. Eso me entusiasmaba, y le respondía largo y tendido, aunque del otro lado no recibía más que el silencio. De pronto reaparecía para quejarse de las incoherencias que descubría a lo largo de las páginas, para decir que estaba empantanada o bien que estaba harta de las confesiones de Pavese.

Al final ya no escribía de otra cosa que no fuera relacionada con el diario, sin embargo en un correo deslizó, con el semitono elusivo que usaba para hablar de ella: “No sé qué hacer. La relación se vuelve agobiante”. En el momento pensé que se refería a nosotros, y hasta sonreí por el dramatismo de la frase, pavesiana a más no poder. Le respondí, ahora sé que equivocadamente, pero fue inútil.

Semanas después, me envió un mail —entonces no sabía que iba a ser el último— donde transcribió:

Uno no se mata por amor a una mujer. Nos matamos porque un amor, cualquier amor, nos revela en nuestra desnudez, miseria, indefensión, nada.

Le respondí recordándole que esa anotación, fechada el 25 de marzo del último año que vivió Pavese, había sido la primera en la lista que hice en la madrugada que siguió a nuestro encuentro en la cafetería del hotel. Aproveché para anotarme un tanto, y medio en broma le dije que me alegraba porque, con el envío de aquella transcripción, ella al fin parecía aceptar mi hipótesis de que el novelista no se había suicidado por una (remarcado, como está en el original) mujer.

Estaba equivocado, lo supe semanas después. Giulia no estaba pensando en nuestra conversación, ni siquiera en mí cuando tiró aquella botella al mar. Fue un acto reflejo, apenas.

Le envié dos correos más, y al no tener respuesta acudí a Patrizia para saber si tenía noticias de Giulia. Me confirmó el apellido, que era el que aparecía en su dirección de mail, y se excusó porque no sabía más. Hacía tiempo, quizás un año, calculó, Giulia se había desvinculado de la fundación.

Al día siguiente recibí un inesperado mensaje de Patrizia diciéndome que en la ficha de Giulia había encontrado la dirección del colegio donde daba clases, que quizás ahí pudiesen informarme. Les escribí esa misma mañana inventando que con la señorita Mazzei estábamos escribiendo un trabajo sobre Pavese y que necesitaba ubicarla.

La respuesta fue apesadumbrada y contundente. Apenas tres líneas suscritas por el director del colegio. En la última, como si pretendiese enmendar el tono impersonal de las anteriores, confesaba que también a ellos la noticia los había tomado por sorpresa.