Eran casi las doce del mediodía. Los parlantes anunciaban que daría inicio la votación de las autoridades de la Unión Latinoamericana de Ciegos. Todas las personas videntes —con excepción de los fiscales— debían abandonar la sala y esperar afuera, mientras los invitados internacionales sufragaban. Las puertas se cerraron. Comenzó la votación.
Del lado exterior, una mesa tapada por un mantel negro y dos hombres cubiertos de canas rompían la monotonía de los interminables pasillos blancos. Uno escondía algo entre sus manos. El otro miraba con total atención, como intentando no perderse detalle. El rápido movimiento de uno de los dos terminó con la aparición de una carta boca abajo sobre la mesa.
El espectador apresuró su mano para girarla y comprobar que, efectivamente, se trataba de la carta que segundos antes había elegido al azar, mezclada y perdida dentro de una baraja.
La magia tiene un efecto muy particular: quien presencia un buen truco llega a dudar de sus sentidos. Un buen movimiento consigue un efecto maravilloso, sorprendente, sobrenatural.
En esas circunstancias conocí a Orosmán Zeballos, un mago de 82 años cuya historia —al igual que la magia— desafía el sentido común, pues nació ciego. Como él mismo suele decir, engaña la vista de los demás sin haber visto jamás.
Marcamos el próximo encuentro para las tres de la tarde. Vistiendo un traje rojo intenso con finos detalles en color oro y acompañado por una galera a tono y un llamativo cetro, Orosmán esperaba en la puerta de su casa para que lo encontrara fácilmente.
Los transeúntes quedaban perplejos ante la majestuosa presencia de un mago que con su esplendor, rompía la monotonía de un barrio de casas bajas y antiguas paredes descoloridas.
Con el tiempo la confianza e intimidad de nuestro vínculo fue creciendo y la amistad fue una consecuencia predecible. Quizás por un simple descuido, Orosmán comenzó a dejar de encender las luces al recibirme y fue desenmascarando así al hombre debajo de la galera.
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