Que Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay y Perú anunciaran en los últimos meses su decisión de suspender su participación en la Unasur no se puede considerar un hecho aislado o coyuntural, sino más bien como la respuesta a factores relacionados con la historia reciente del bloque: la falta de mecanismos de concertación política real, la pérdida del poder relativo de algunos países fuera y dentro de la región, el rol de la organización a nivel sistémico y hasta la propia forma en la que fue creado el bloque. A esto hay que sumarle el contexto regional e internacional, que ha cambiado drásticamente en los últimos meses, particularmente con la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, el declive europeo y la reconfiguración del sistema de equilibrios internacional provocado por la presencia cada vez mayor de la República Popular China en la arena global, ya no sólo económica y comercialmente hablando, sino también desde el punto de vista político.

La Unasur —acrónimo de Unión de Naciones Suramericanas— nació en 2008 en un marco de gobiernos con una visión política “progresista” y en un contexto internacional con mayor presencia de actores de nuestra región, particularmente de Brasil, y también de Venezuela. La “marea rosa” —así se denominó a la gran cantidad de gobiernos progresistas o de izquierda en la región— impulsó y coadyuvó, desde una perspectiva geopolítica, la idea de generar un espacio político que dejara afuera primero a Estados Unidos, y en segundo lugar a México. Este tipo de decisiones, si son tomadas pensando en el largo plazo, inevitablemente deberían contemplar que la política es cíclica, y que en algún momento la sintonía entre gobiernos ideológicamente cercanos puede variar. Este punto tal vez sea uno de los más importantes objetos a revisar por parte de la izquierda a la hora de evaluar “su ciclo” en la región, si lo que se busca o buscaba eran realmente políticas de largo plazo, alejadas de las contiendas electorales más inmediatas.

Por otro lado, la creación de la Unasur no tenía como objetivo único excluir al hēgemṓn, sino más bien consolidar la subregión como un ámbito de empoderamiento local y con menor influencia de potencias externas; ese punto podría considerarse como cumplido, al menos por un tiempo. Un hecho considerable es que Estados Unidos ya había perdido interés en la región luego del fracaso del Área de Libre Comercio de las Américas, lo que en gran parte respondía a una política histórica, fundada por la recordada Doctrina Monroe, que estableció el inicio de una era de influencia hemisférica, y continuada por el corolario de Roosevelt, que sirvió para consolidar ante terceros su dominio continental.

A pesar de que la victoria de Estados Unidos en la Guerra Fría lo propulsó hacia temas de soft power o poder blando, como los relacionados con el comercio, desde la caída de las Torres Gemelas el 11 de setiembre de 2001, el gobierno de George Bush hijo cambió nuevamente sus prioridades de agenda internacional. Optó por la vía belicista y decidió invadir Afganistán e Irak, desarrollando el concepto de legítima defensa preventiva, acuñado gracias a la gran cantidad de expertos e intelectuales que presionaron por derecha, desde algunos think tanks norteamericanos, a su gobierno. La caída de las Torres Gemelas no sólo generó un cambio drástico en la agenda del gobierno norteamericano tanto interna como externa, sino también en la del sistema internacional, dada la influencia de un actor tan relevante para el tablero. Tal como en la saga El señor de los anillos, cuando Frodo Bolsón colocaba en su dedo la tan preciada joya y generaba un cambio drástico en el ojo rojo de Sauron, la agenda internacional primordial pasó de lo económico-comercial al terrorismo, y con ello a la pérdida relativa del interés estadounidense por su “patio trasero”.

Estos hechos, sumados a las nuevas disputas por el espacio de poder regional sudamericano y los cambios de orientación ideológica, sirvieron para despejar el escenario para el ascenso geopolítico y estratégico de Brasil, que se proyectaba más allá de la región, y en segundo lugar de Venezuela, aspirante a consolidarse como líder subregional; tal vez por ello no siempre fue sencilla la relación entre estos países.

La llegada al gobierno brasileño del Partido de los Trabajadores no sólo fue un hito clave para la historia de Brasil, sino también para la región, dado el rol que el nuevo gobierno buscaba tanto a nivel regional como internacional. Para la administración de Lula da Silva la Unasur se presentaba como el ámbito ideal en el que erigir un liderazgo para sí, al tiempo que le permitiría mostrar al sistema internacional que él era un líder capaz de aglutinar a la poco integrada región sudamericana. Así, Brasil podría presentar credenciales de global player, lo que se creía indispensable como paso previo a reclamar el ansiado asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que el país había perseguido históricamente y que, por añadidura, cambiaría su posición en el tablero internacional. Algunos hechos comprueban esta nueva estrategia de posicionamiento a nivel global, como su participación en el BRIC(S), hecho insólito y cuasi fortuito, así como su destacada actuación en varios organismos internacionales, como el caso de la Organización Mundial del Comercio, dirigida por el brasileño Roberto Azevêdo desde 2013.

La idea central de los gobiernos que dieron vida a la Unasur era consolidar un espacio regional de integración política más amplio que el Mercado Común del Sur (Mercosur) o la Comunidad Andina de Naciones, en un marco internacional de creciente multipolarismo. Además, se quería que el nuevo proceso de integración aprovechara algunas estructuras de alcance subcontinental ya creadas; particularmente, la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA), que había nacido en el año 2000 por iniciativa del presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso.

Ciertamente, el concepto “Sudamérica” fue impulsado de forma constante por los sucesivos gobiernos de Brasil, a fin de ir puliendo la delimitación geográfica de su poder. De hecho, a mediados de la década pasada, documentos oficiales daban cuenta de que para Brasil su zona de influencia era toda la región sudamericana, desde las costas del océano Pacífico hasta las aguas atlánticas del continente africano, y desde Colombia hasta Tierra del Fuego.

Por otro lado, la Venezuela chavista también quería aprovechar el despiste de Estados Unidos, que se encontraba intentando justificar la invasión a Irak y diagramando su “retirada” de aquel país. Chávez tenía la idea de que la emancipación de la región estaba directamente vinculada con la unión de fuerzas de defensa y la Unasur permitía un espacio para esta posibilidad, aunque algunos países nunca le llevaron la idea de unir este sector clave. En esto Brasil no se encontraba tan alineado con Venezuela, aunque también mostró mucho interés en el área, al punto de que ya desde 2003, a instancias de Brasilia, y con el objetivo de fomentar la paz en el Atlántico Sur, se llevó a cabo la Primera Reunión de Ministros de Defensa Sudamericanos. Este acontecimiento no contó con el apoyo de Álvaro Uribe, entonces presidente de Colombia, considerado un país bisagra en muchos puntos de la historia reciente por ser el más alejado de las posturas políticas regionales y a la vez el más próximo a Estados Unidos. A pesar de ello, el nacimiento de la Unasur, que incluyó la condición de que las decisiones se tomaran por consenso (tras las negociaciones con Colombia), produjo un cambio significativo en la integración y cooperación regional en defensa, dándole institucionalidad al Consejo de Defensa Suramericano, que para algunos era un punto intermedio entre la postura colombiana, más cercana a Estados Unidos, y la venezolana. Esta discordancia resultó clara en 2008, cuando fue anunciada, luego de más de seis décadas, la puesta en operativa de la Cuarta Flota de Estados Unidos, responsable de todas las operaciones en el hemisferio. El hecho fue objeto de congratulación por parte del gobierno colombiano de la época y rechazado por su vecina Venezuela, ya que, según Hugo Chávez, tenía como objetivo apoderarse de los recursos naturales de la región.

Por tanto, de la misma forma en que la Unasur había nacido como una variante de la Organización de Estados Americanos que excluía a Estados Unidos, el Consejo de Defensa Suramericano se proyectó como una alternativa al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca y a la Junta Interamericana de Defensa. En ese sentido, y más allá de la jugada geopolítica de Brasil y Venezuela, el proceso produjo diferentes mecanismos de acercamiento entre los países de la región, como el caso del Registro Suramericano de Gastos en Defensa, el Centro de Estudios Estratégicos de Defensa o la Escuela Suramericana de Defensa.

Si el surgimiento de la Unasur fue en gran parte producto de una estrategia brasileña de proyectarse como un jugador global a nivel internacional, ayudado por un entorno ideológico favorable y sin la influencia del hēgemṓn, hoy constatamos que la mayoría de esas variables han cambiado de valor: el rol de Brasil en el sistema regional e internacional, el color político de los gobiernos de la región y la influencia de Estados Unidos. Brasil se encuentra en una grave crisis política, lo que lo ha relegado del escenario no sólo global sino también regional. Actualmente hay muy pocos gobiernos considerados de izquierda en Sudamérica, y la mayoría está más proclive a dialogar bajo el manto del Grupo de Lima que dentro de ámbitos preexistentes. Y Estados Unidos se ha vuelto a enfocar en una agenda centrada en lo económico-comercial, aunque en este punto la política norteamericana dista mucho de la de los 90, que era ciertamente más aperturista que la del actual proteccionismo irrestricto y falaz (que es más bien consecuencia de la pérdida relativa de poder estadounidense en favor de China a nivel comercial, financiero y político).

Sin embargo, en sus más de diez años de vida la Unasur generó una cantidad de instancias clave que hasta el día de hoy siguen funcionando. La metodología de acción del organismo regional, cuya sede se encuentra en Quito, se basa en la creación de consejos en los que participan todos los países miembro, en los que es común que se reúnan las carteras ministeriales involucradas en la temática, pasando por cancilleres y presidentes. Algunos de los órganos son el Consejo de Jefas y Jefes de Estado y de Gobierno (máxima instancia política, en la que se establecen los lineamientos, programas y proyectos más importantes del bloque), el Consejo de Ministras y Ministros de Relaciones Exteriores (segundo órgano en importancia, encargado de adoptar resoluciones relativas a las decisiones del primer consejo, así como, entre otras cosas, de desarrollar y promover el diálogo político y la concertación sobre temas de interés regional e internacional), el Consejo de Delegadas y Delegados (tal vez el brazo más ejecutivo, orientado a implementar las decisiones y resoluciones de los órganos superiores).

Además de los órganos mencionados, cabe resaltar que este proceso buscó sentar las bases para el desarrollo, vía regional, de algunos sectores clave, como el de la salud. La Unasur ha desarrollado mecanismos para fortalecer a los ciudadanos de la región en ese sector vital, siendo el ejemplo más claro su Banco de Precios de Medicamentos, cuyo objetivo es fortalecer la capacidad negociadora de los países miembro ante los procesos de adquisición de medicamentos. Se trata de un asunto no menor, si se considera la siempre dificultosa negociación con los poderosos laboratorios dueños de varias patentes.

Otro de los sectores clave que se ha desarrollado mucho es el de la infraestructura, con el caso mencionado del IIRSA, actualmente bajo el manto del Consejo Suramericano de Infraestructura y Planeamiento (Cosiplan). Su objetivo es la coordinación y promoción del sector con el fin de desarrollar el área de infraestructura del transporte, la energía y las telecomunicaciones. Son subsectores fundamentales para el desarrollo regional, y piedra angular para el fomento tanto de las exportaciones como de las cadenas regionales de valor, una de las alternativas más viables para el crecimiento de la estructura productiva. Según fuentes oficiales del organismo, los proyectos de integración de este rubro ascienden a 581, distribuidos en nueve ejes que consideran las particularidades de las diferentes y tan distintas zonas de la región sudamericana, con una inversión total estimada de más de 191.000 millones de dólares. Del total de proyectos, han concluido al día de hoy 160 (49.900 millones de dólares) y otros 165 están en ejecución (59.900 millones de dólares). Por tanto, entre los concluidos y los que están en ejecución se ha llevado a cabo más del 50% de los proyectos estipulados. Cabe destacar que de las áreas existentes, sólo considerando los proyectos ya finalizados, se desprende que el 47,5% (76) y el 10,6% (17) refieren al sector carretero y al de interconexión energética respectivamente.

Uruguay participa en 43 proyectos del Cosiplan. Están distribuidos en dos ejes, Hidrovía Paraguay-Paraná y Mercosur-Chile, con un monto total estimado de 4.300 millones de dólares. Diez de ellos concluyeron, mientras que otros 14 están en etapa de ejecución.

En definitiva, el Cosiplan ha permitido mitigar en parte el gran déficit de infraestructura en la región. Pero aún no alcanza, y el tipo de sectores que atiende requieren coordinación regional; en caso contrario se pueden dar diferencias estructurales e insalvables (por no decir carísimas, como sería el caso de que una vía férrea al cruzar la frontera cambie de trocha, generando un gasto logístico que podría haberse evitado). Además, la racionalización en este campo también puede reducir los costos de producción, no redireccionándolos exclusivamente a los trabajadores, como parecería ocurrir en la actualidad.

Ahora bien, cabe analizar por qué, si en mayor o menor medida estas estructuras funcionan, algunos de los países fundadores de la Unasur han decidido suspender su participación.

Existen hechos fácticos fundamentales que develan la pérdida relativa de poder de la Unasur, más allá de la voluntad pública de algunos gobiernos de “suspender” su participación en el bloque regional. Entre ellos, el cambio de signo político de muchos gobiernos de la región, la reciente entrada como “socio global” de Colombia a la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la creación del Grupo de Lima con motivos claros de incidir en el desenlace político actual de Venezuela, la imagen exitosa de la Alianza del Pacífico, y en términos sistémicos, el cambio del rol de Estados Unidos en el plano internacional tras la llegada al gobierno de Donald Trump. No cabría considerar la variable de China, ya que se ha mostrado más pragmática en su relación con los países de la región, al tiempo que también ha proyectado su diálogo político por dos vías: la bilateral (generando alianzas estratégicas) y a nivel cuasi hemisférico con la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), que por cierto no cuenta con la presencia ni de Canadá ni de Estados Unidos. El Foro China-Celac ya cuenta con dos cumbres y se proyecta como el camino más allanado para la cooperación y el diálogo fluido con el gigante asiático.

Si se recorren los motivos del nacimiento del bloque regional, no es ilógico pensar que muchos de los nuevos gobiernos de la región se sentirían más fuera que dentro de él. El descontento por la falta de secretario general fue la excusa perfecta para “salirse” impunemente de un órgano que, guste o no guste, fue creado por gobiernos democráticos sustentados en su caudal electoral, más allá del color político. El gasto generado por Unasur no fue en vano: algunos procesos virtuosos se han ido consolidando con el correr de los años, particularmente el Consejo Suramericano de Salud del organismo, así como el referido a infraestructura. La continuidad de esos procesos parece quedar una vez más a merced de intereses coyunturales y políticos, que no han considerado los esfuerzos conjuntos, el gasto generado y el capital humano que se ha ido desarrollando con el correr de los años.

Al parecer, deberemos una vez más apelar a que ese carácter resiliente de la región supere la mirada miope de aquellos gobernantes que cada vez que las cosas no son como les gustaría que fueran salen corriendo por el salvavidas, dejando al barco hundirse y buscando culpables. El gobierno argentino, por caso, ha argüido la falta de eficiencia del bloque, así como su ideologización. Pero los casos mencionados aquí muestran que la Unasur no sólo es política. Y si hoy son pocos los gobiernos de la región que no simpatizan con el de Mauricio Macri, conviene recordar la idea del ying y el yang: nada es del todo “malo” ni nada es del todo “bueno”; lo que sin lugar a dudas no es bueno es creer que todo es malo.