Era la última vez que Sarah le robaba el maquillaje. “¿Qué se cree esa pequeña niña? Tiene doce años”, pensó su hermana Tiffany, de catorce años y tres meses recién cumplidos. Sacó el rubor y el labial de la mochila de Hello Kitty y corrió a encerrarse en el cuarto, consciente de que su próximo movimiento no tendría vuelta atrás. Tirada en la cama, abrió su diario íntimo hasta llegar a la página del encantamiento y lo recitó en voz alta:

—¡Deseo que vengan los duendes y se lleven a Sarah ahora mismo!

Una nube de humo llenó la habitación y de ella surgió un extraño ser de cabellos gigantes y calzas tan apretadas que no dejaban nada librado a la imaginación. Nada de nada.

—Maldita sea. ¿Es que no puede uno dormir una siesta en paz? Terminemos con esto: soy el rey de los duendes, bla, bla, bla. ¿Quién requiere de mis servicios?

La joven levantó la mano.

—Muy bien, ¿cuál es tu nombre?

—Tiffany.

—Espero que sepas lo que estás haciendo. Voy a llevarme a... —revisó un papel en el bolsillo de su chaqueta— ...Sarah. Y tendrás que ir a buscarla hasta mi castillo, que se encuentra en el centro del laberinto. Por el camino conocerás las más variadas marionetas, en un gigantesco símbolo de que te estás convirtiendo en una señorita. Los latinos tienen fiestas para eso.

—No voy a ir a ningún laberinto. Que se quede ahí para siempre.

—¿Qué estás diciendo? ¿No aprendiste nada del libro?

—¿Qué libro?

—El libro del que sacaste el encantamiento para que los duendes se lleven a alguien...

—No leo libros. La frase la leí en el baño de chicas del secundario.

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía!

El rey de los duendes (que se llamaba Jareth, aunque odiaba su “nombre de empleado de gasolinera”) comenzó a patear la puerta de un armario en un ataque de furia.

—¿Qué estás haciendo?

—Ahora lo entiendo todo. Treinta encantamientos en menos de una semana, y tengo el living repleto de desconocidos que nadie ha reclamado. ¡Los obstáculos del laberinto no son tan difíciles!

A un par de dimensiones de allí, un grupo de personas cuyas edades iban desde los seis meses hasta los ochenta años bailaba con marionetas al ritmo de canciones de pop sintetizado.

—Señor duende, ¿puede llevarse a mi hermana de una vez?

—Jovencita, tengo miles de años, cientos de súbditos y un castillo que mantener. No puedo estar jugando a ser el sicario de un grupito de adolescentes despechadas —dijo por los catorce galancitos cuyas ex novias habían hecho desaparecer.

—El texto en la pared del baño era claro: digo las palabras en voz alta y vienen a llevarse a la persona que yo quiera. ¿Es o no es cierto?

—Bueno, se trata de un pacto sellado entre los duendes y los humanos, pero, de nuevo, el verdadero fin es dar una lección a quienes están madurando.

—¿Es o no es cierto?

—Es cierto... Malditos duendes escribanos, que no fueron más específicos a la hora de redactar el contrato.

—Entonces puedes llevarte a Sarah. Debe estar en el comedor, mirando dibujos animados.

—Tus padres la extrañarán.

—Tendrán más tiempo para ocuparse de mí.

—La casa se sentirá vacía.

—Su habitación será un excelente cuarto de juegos.

El rey de los duendes supo que sería en vano tratar de convencerla, como había sido en vano discutir con sus compañeras de colegio los días anteriores. Ellas se habían desecho (entre otros) de bebés llorones, abuelos quejicas y un tío que había intentado ir un poco lejos. Ese tío ya estaba siendo torturado por ogros en la mazmorra del horror, en el rincón más oscuro del castillo.

—Está bien. Tú ganas. Cuanto antes regrese y me saque estas calzas, mejor. Ya no siento las piernas.

—No tan rápido, duendecillo. Aquí tengo una lista de personas que también deberás llevarte.

Le extendió una hojita de papel con diseño floral y un dejo de perfume en la que había anotados varios nombres.

—La profesora de canto... El vecino que deja la alarma de su auto encendida toda la noche... Susie, la preferida de la entrenadora de soccer... —dos noches atrás, Jareth se había llevado a la madrastra de Susie—. ¡Aquí hay más de veinte personas! ¡Estás completamente loca!

—Según mi terapeuta, la doctora Collins, no es locura sino psicopatía. Está a punto de contárselo a mis padres. Por eso también está en la lista.

Señaló “Doctora Collins” en la hojita.

—Eres un monstruo. Me llevaré a tu hermana porque estará en un lugar mejor, pero nada más.

—Si no cumples con mis peticiones tendrás bastante trabajo por el resto de tu vida.

—No sé de qué hablas, viviré miles de años más.

Tiffany encendió su celular, le sacó una foto a Jareth y comenzó a tipear.

—¿Qué haces?

—Voy a compartir el encantamiento con todos mis seguidores de Instagram. Apenas son 800, pero no dudo que la publicación se viralizará tan pronto como el mundo compruebe que el hechizo funciona.

—No puedes hacer eso. ¡La gente de la Tierra comenzaría a desaparecer por millones!

—¿Y quién tendrá que venir a buscarlos uno por uno? ¿Quién llenará su castillo con millones de personas que comen con la boca abierta o revisan sus mensajes en el cine?

—No eres capaz.

—La doctora Collins sí lo cree.

—Está bien, está bien. Me llevaré a todos los de tu lista. Pero tienes que prometerme que serán los últimos.

—No tengo que prometerte nada. Estás bajo mi control y lo sabes. Vamos, empieza a secuestrarlos.

El pobre Jareth se dirigió al comedor.

—¿Duende? Antes de irte, hazme un favor —le alcanzó dos enormes bolsas de nailon repletas de desperdicios—: deshazte de la basura, ya que estás.

Desde ese día, el rey de los duendes pasa a buscar la basura por la casa de Tiffany todos los martes, jueves y sábados.