En Uruguay, los lingüistas nos formamos con el mito de la frontera. Hasta en los más ajenos a toda inquietud territorial se crea una cierta curiosidad por conocer ese espacio en que se desafían los límites, las naciones y los tradicionales conceptos de lengua, tan deudores de su relación con una literatura, con la idea de nación y su definición tradicional. En aquel espacio de límites fluctuantes, de lentas y débiles señales de la impronta de la tradición matrizante europea de las lenguas, se hace difícil hablar de lengua: se tiende a ver muchas o ninguna.
Yo también fui tomado por esa mencionada curiosidad. Incorporado a las huestes de la disciplina en busca de aprender algunas lenguas romances, y tal vez de enseñar alguna de ellas, completé mi enrolamiento hace casi dos décadas, acercándome a los cursos que ofrecía la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República (Udelar) en forma de Licenciatura en Lingüística. En contacto con los docentes e investigadores locales, me enteré de asuntos sobre los que nunca me había cuestionado. Allí apareció la frontera, el espacio lusohablante del Uruguay, toda una franja que comprende (según algún viejo mapa dialectológico) el departamento de Rivera, una parte de Cerro Largo, una de Artigas y pequeñas zonas de Salto y de Tacuarembó.
Cuestión o problema pensado como riesgo para la soberanía nacional ya desde el siglo XIX, en la década de 1950 fue mencionado por Olaf Blixen como digno de estudio. En 1959, el sociodialectólogo José Pedro Rona habló del dialecto fronterizo. Alguien luego iba a decir despectivamente que Rona era sólo un señor extranjero (y ciertamente lo era, en tanto que eslovaco llegado al Uruguay siendo muy joven), mas fue él quien tuvo el coraje de levantar el velo de los imaginarios nacionalistas y de decir que había un Uruguay lusohablante. Al parecer, a pesar de que estaba ente sus ojos, ningún uruguayo había podido decirlo así antes.
Un par de décadas más tarde el tema se había vuelto buque insignia de los estudios lingüísticos uruguayos, merced al impulso dado por Adolfo Elizaincín, al persistente interés de Graciela Barrios y de Luis Behares y a la colaboración de más lingüistas uruguayos y extranjeros que se vincularon con ese objeto. Todo indicaba que, fuera de ese tema, nuestro destino quedaba signado al aporte dentro del gran caudal del mundo hispánico, contribuyendo con una filología, lexicografía y notas de fonética y morfosintaxis locales (uruguaya, rioplatense o como fuese eso seccionado). La presencia del fronterizo, bayano, brasilero, misturado, portuñol o DPU (dialectos portugueses del Uruguay) parecía ser la marca en el orillo del Uruguay lingüístico estudiado y analizado científicamente.
Lo producido en la academia tuvo un impacto, luego de un camino lleno de obstáculos y resistencias. Si bien bastante tardíamente, sobre todo desde la apertura democrática de 1985, se fue abriendo la brecha para un reconocimiento difícil de traducir en palabras, acciones y consecuencias sobre la población. Sin duda a uno, como lingüista, pero sobre todo en el compromiso social de su tarea de investigación (por más teórica que esta pueda llegar a ser), se le despierta la necesidad de transformar eso que parece ser una lengua, o un conjunto de dialectos, en rostros y vidas humanas. Para esto, parece oportuno arrimarse y pasar por allí, intentar algunos primeros contactos, balconear, aunque sea torpemente, para ver cómo se junta el espacio, la historia, con la gente y el presente.
Lo que conseguí son fragmentos de una experiencia, con tintes de crónica de viaje; anotaciones bastante publicables, ya despojadas de sus detalles más personales. Pero han de surgir, entre estos fragmentos, otras reflexiones, las cuales sería forzado o engañoso decir que provienen directamente de lo allí vivido.
La troupe, la pequeña barra de colegas y compañeros, la bagasera que fue hacia el norte fue conformada por Sara Johari, fotógrafa, más Laura Musto y yo, lingüistas. Confluíamos en sensibilidad, confluimos en motivos y en la vivencia.
Llegamos a Minas de Corrales un domingo a la hora de la siesta, que tal vez era más larga de lo que parecía porque la generaba el receso en la extracción de oro, en una pausa que tiene a la mayor parte de los obreros en el seguro de paro, aunque esperanzados. Caminando por la calle 12 de Octubre (la del hospital), charlamos con un hombre de una edad inciertísima que nos contó que volvería al trabajo rural y nos habló de lo mucho que se aprendía de la vida viviendo en el campo. Doblamos en bajada por una de las calles laterales y el pastor del tabernáculo cristiano le contó a Laura que él también fue obrero en las minas hasta que, durante un receso de trabajo, le pidieron que se encargara de la iglesia, entre otras tareas, para llevar las cosas con más orden. Nos habíamos acercado porque allí bajaba gente de unas camionetas y los queríamos escuchar hablar. Lo que escuchamos no fue otra cosa que una forma de portugués.
Veníamos recorriendo los 135 kilómetros que hay desde Rivera hasta Vichadero. La ruta 27 tiene múltiples momentos: tramos en excelentes condiciones, otros en los que constantemente se fracasa ante el inexorable predominio del barro y los pozos. Nos habían nombrado Moirones, lo habíamos visto en el mapa, llegamos. Visitamos el amable baño de la comisaría, escuchamos falar entre ellos a los milicos tras bambalinas. Preguntamos por la escuela, que resultó estar a unos 100 metros de allí. Nos encontramos con una jornada de integración de varias escuelas rurales de la zona, con múltiples maestras, muchos niños y familiares que asistían a una obra teatral interpretada por dos maestras vestidas para la ocasión, que declamaban sus parlamentos, muy graciosos ellos, en español, mientras el murmullo de niños, vecinos y familias corría en formas de portugués.
Laura se puso a conversar con la maestra de una de las escuelas que estaba presenciando el espectáculo, la cual le contó que ella por suerte no tenía problemas lingüísticos con sus niños (lo cual significaba que entendían y hablaban bien español), a diferencia de otras escuelas que sí, que los tenían. Y no eran problemas lingüísticos, eran sociales en general, eran dificultades materiales de las familias, mas también en su relación con el mundo abierto por las escuelas.
Una vez terminada la cómica representación teatral, los niños, que habían sido espectadores, salieron al frente del lugar. Seguramente algunos, por ser de diferentes escuelas, se veían sólo esporádicamente. Se los escuchaba jugar hablando en español, mientras la maestra consolaba también en español a una niña que se había caído.
Seguimos camino luego de ser saludados cálidamente por la maestra directora, quien se excusó por no poder invitarnos a almorzar dado que ya habían cocinado con lo justo, en función de las presencias que estaban previstas.
Descubrimos que la villa de Vichadero había cumplido 100 años y encontramos, al final del bulevar de doble vía que la atraviesa, un cartel de letras corpóreas en celebración de ese siglo. La hipótesis distraída de que antes de esa fecha ya habría escuela y cartas fechadas en Vichadero era acertada, cosa que supimos comprando el libro que se vende en el local de cobranzas y que es una recopilación de diferentes pequeñas producciones e información recabada alrededor de los más grandes y, de ser posible, de los más minúsculos hechos acaecidos allí.
En un lugar como Vichadero, con alrededor de 4.000 habitantes, es probable que sea difícil mantener la distancia entre la obra y el autor, y era posible que el nombre de Gricelda Rodríguez Santos se pudiera unir pronto a una casa, a un living, a unas facciones y a una gentileza que se tradujo en conversación de una hora. Habíamos llegado sin anunciarnos y la familia estaba movilizada por la muerte del esposo de Gricelda, que había ocurrido el día anterior. Supusimos que había sido un largo periplo de enfermedad y que a la maestra y autora de ese libro, que tenía casi el deber de ser enciclopedia de todo lo vichaderense, le era muy grata nuestra inesperada visita. Gricelda —nos contó— es de Rivera pero trasladó allí su cargo efectivo de maestra hace algunas décadas. A pesar de las voces de menosprecio de los riverenses capitalinos, que lo indicaban como la última opción posible, el sitio donde el viento hace la curva, Gricelda adoptó ese lugar como su casa. A decir de ella, se enamoró en y de Vichadero: en torno a la presencia del cine del pueblo conoció a quien sería su marido.
Se emocionaba cuando hablaba de sus alumnos, especialmente con los que siguieron la docencia. Y nos confesó que también se quebraba cuando le tocaba hablar de José Artigas.
Gricelda nos mostró cómo se militaba por las instituciones uruguayas, en escuela, liceo, yendo a instancias formativas o representativas en Montevideo, y también nos mostró cómo había hechos cotidianos, apenas nombrados o posibles de nombrar: el portugués que yo nunca hablé pero que otros muy cerca de mí hablaban, esa cosa del contrabando que pasaba antes.
Nuestro pasaje por Tranqueras fue bastante propio de los turistas, salvo cuando nos sentamos en la plaza a tomar unos mates y a ensayar una ponencia (titulada “Algunos planteos teóricos sobre lenguas y enseñanza en ocasión del portugués en el Uruguay”, que sería leída en las Jornadas Binacionales de Educación, realizadas en Rivera). El ensayo se veía interrumpido solamente para escuchar hablar a la gente que pasaba.
Si bien a lo lejos sonaron palabras, nos quedamos más bien con imágenes: la vieja estación de tren que está funcional aunque obviamente no recibe pasajeros sino carga (y vaya a saber cuándo llegan y salen trenes), un particular puesto de ropa, muy cercano a la estación, atendido por un brasileño (casado con uruguaya), en el que podía encontrarse varios tipos de atuendos de toda época y, más que nada, parecía atenderse allí la demanda de aquellos cineastas que andan en busca de vestuario.
Por la ruta 30, que se encuentra en plenos trabajos de repavimentación, pasamos por la zona del Valle del Lunarejo, un lugar con mucha potencialidad turística pero que no ofrece a quien llega desprevenido mucha claridad sobre su funcionamiento (alojamiento, actividades, costos, carácter de público o privado de los espacios). Pensando tal vez en esta carencia, en el kilómetro 237 el Ministerio de Turismo construyó una oficina de información y promoción, con parrillero al fondo, en un lugar alto aunque con frente sobre la ruta. Se inauguró en diciembre de 2016 y al momento de nuestra presencia el lugar no era más que una casa sin vida ni gente, un local abandonado.
Más adelante por la misma ruta se llega a la famosa Subida (o Bajada, según desde donde se venga) de Pena: un camino sinuoso como en el Uruguay hay pocos, superado el cual se llega a una meseta, una llanura en lo alto en la que, avanzando unos ocho kilómetros más, nos encontramos con el poblado de Masoller. Asociado a la batalla final de Aparicio Saravia, Masoller parece haber quedado estacionado en aquel tiempo, salvo por la presencia de una antena parabólica en casi todas las casas. Seguramente el poblado más raro de la frontera, incluso porque para Uruguay eso no es frontera —el límite con Brasil está a varios kilómetros de allí— pero para Brasil sí: hasta ahí llega su territorio. Se trata de uno de los llamados “límites contestados” del Uruguay.
La presencia estatal del Brasil está dada por unas tres o cuatro edificaciones que hacen a la llamada Villa Albornoz, la principal de las cuales, por lo claro de su función, es la escuela. Nos acercamos a esa casita de bandera brasileña en alto y nos atendió en el portón Luana, la professora de los primeros años. Nos hizo entrar, charló con nosotros durante algunos minutos, nos contó que debería haber otro maestro, ocupado de los grados más altos, pero que su cargo estaba vacante en ese momento. Ella permanece ahí unos 15 o 20 días, sus dos hijas son también sus alumnas y va a visitar a su familia en Livramento transitando por el lado uruguayo, que ofrece una vía más ágil de llegada.
Nos quedó claro que tiene poco sentido para la gente del lugar estar sujetos al Brasil, cuya presencia se reduce a un acto militar, realizado con cierta periodicidad, que implica la acampada de una tropa que llega hasta esos lugares. Lo demás es todo digno de llamarse últimos confines. Incluso para comunicarse por red de celular recurren a la infraestructura uruguaya, lo mismo que, en caso de alguna consulta médica, reciben amablemente el socorro del lado uruguayo.
Para coronar la estética del abandono, hay un cementerio al que se accede franqueando un portón y en el que pudimos observar un panteón con urnas inscriptas (claramente en portugués) en los primeros años del siglo XX.
Casi sin árboles, con calles de tierra, unas 100 casas, la mayoría sencillas, todo ubicado sobre el costado noreste de la carretera, Masoller se desarrolla a lo largo de un kilómetro de la ruta 30, que está atravesada por los marcos que, bien o mal puestos (en tanto es un territorio contestado), señalan los lados de la frontera seca con el Brasil. La visión de estos mojones no es suficiente, sin embargo, pues también hay viejos muros de piedra que no coinciden con los límites posibles entre los dos países. Es decir, la confusión y la indeterminación son ostensibles.
Laura y Sara llegaron a Paso Ataques el día en que yo estaba leyendo mi ponencia sobre algunos problemas teóricos para pensar en la enseñanza de lenguas. Entrando desde la ruta 5, haciendo unos ocho kilómetros por un camino, se arriba a ese lugar, por donde antes pasaba el tren. Mis compañeras me contaron que dieron con la escuela rural, que ese día no tenía clase ni alumnos por causa de la enfermedad de su maestra. Sin embargo, se encontraron con Karina, la auxiliar, quien llegó a abrirse en cuestiones que tocan su condición de hablante. La conversación se inició en español. En muchos casos (no sabemos con exactitud el de Karina) esta permanencia en el español se logra con mucho cuidado de que no se escapen elementos portugueses que pueda contener el habla. Esa vigilancia está desarrollada por la impronta de muchos años de represión, especialmente durante el gobierno dictatorial (1973-1985), que organizó campañas de “defensa del idioma”, es decir, de intento de aniquilamiento de esas variedades lingüísticas, tomadas por foráneas, extranjeras, pero también, para quien estaba en los ambientes donde se hablaban, consideradas impuras y propias de gente baja.
En un momento, Karina entendió cuánto Laura y Sara querían escucharla hablar en su portugués y sobre todo apreció lo que se hubiera perdido al no hablarlo o enseñarlo a sus hijos cuando Sara (sueca, pero de padre persa) le dijo cuánto lamentaba que su padre no le hubiera enseñado la lengua persa. Esa fue la llave, lo que en Karina despertó su hablante, levantó su velo, le quitó la vergüenza y la hizo ponerse a hablar toda fasera en su lengua, es decir, contenta y orgullosa. Se le ocurrió oportuno, entonces, llamar a una vecina y hacerle entender la avidez que tenían estas dos mujeres por escucharlas hablar. Se entabló una conversación de a cuatro, con constantes cambios de código, para decirlo simplificadamente, del portugués al español. Estos cambios de código son constantes, diría yo, en la mayoría de las conversaciones, incluso en aquellas que se dirían monolingües, pero se hacen más evidentes cuando para hablar de ciertos temas se usa alguna forma de español y para hablar de cosas más íntimas, de más complicidad o jocosidad, alguna forma de portugués. Esa forma de portugués es la uruguaya, heterogénea y múltiple a lo largo de diferentes localidades del norte del Uruguay (no diremos fronterizas en general porque no es autóctona en ciudades como Chuy o Bella Unión, que son también fronterizas). Muchas veces parece mezcla de dos lenguas y lo es principalmente por las situaciones en las que se la observa hablar, por la condición bilingüe de la mayoría de sus hablantes, pero no porque sea un azaroso producto de la adición casual de portugués y español.
En estos lugares el desconocido que llega podría ser sólo hablante de español, por lo que hacerse entender implica dejar de lado toda forma de portugués. Solidaridad y pudor se unen en esa falta de cercanía con el interlocutor.
Rivera, la capital, es una ciudad viva, con una impronta urbana muy fuerte, con su centro y su periferia, con una vitalidad a la que aporta (y que depende de) la situación del Brasil y de su ciudad gemela (o siamesa), Santana do Livramento.
Una vez fundada esa ciudad brasileña, el Uruguay se interesó en marcar presencia y, en 1867, le dio el nombre de Villa Ceballos al baluarte que pronto se transformaría en Rivera. La ciudad recibió todas las marcas de la misión que estaba destinada a cumplir, del momento en que se fundó y de los elementos locales del entorno en que creció.
En su pujanza, Rivera es hoy también una ciudad universitaria (posee un centro regional de profesores de la Administración Nacional de Educación Pública y un centro universitario de la Udelar), así como centro de manifestaciones artísticas y de reivindicación de una identidad riverense, fronteriza, que últimamente se ha transformado en la búsqueda de reconocimiento ante la UNESCO del patrimonio inmaterial que contiene la cultura asociada al portuñol. Sí, así lo nombran, eligiendo uno de los términos atribuidos a lo lusófono uruguayo, encorsetándolo bajo una denominación, tal vez como los catalanes pueden llegar a arrastrar a los valencianos y baleares a decir que todos hablan catalán. Con esto me refiero a que toda reivindicación de identidad conlleva sacrificios, exalta lo oprimido también oprimiendo, pues se hace girar alrededor de un significante (en este caso, portuñol) algo que, por ese efecto, se lo supone como tendiente hacia un solo significado: lo que debería ser una variedad lingüística compuesta por una base portuguesa y elementos del español. Como cada nombre, informa y engaña a la vez: informa sobre una supuesta composición, engaña en tanto el hecho de que en esa variedad se diga sucre (en español azúcar y en portugués açúcar) no puede explicarse por cualquier acoplamiento de vagos conceptos de lengua, un portugués y un español entendidos a la manera de un sentido común que proviene de esa doxa lingüística que nos da la escolarización.
Pero Rivera vive, en Rivera se escucha hablar y listo, y se habla en cosas que un uruguayo, que la tiene muy clara y viene del sur, no espera. Pero igual allí hay uruguayos. Eso que ocurre solamente escandaliza cuando se transforma en el deber de enseñar en una escuela de enseñar, en el deber de publicar en un medio de comunicación. Puede ser un chivo expiatorio para reforzar la frontera, para marcar presencia militar y justificar un compromiso con la soberanía, pero también para señalar con un rasgo definitivo la barrera que se coloca a grandes grupos de personas para acceder al respeto y la consideración de la sociedad en general: andá, si ni hablar bien sabés.
Este breve viaje por el departamento de Rivera nos mostró muchos costados, si admitimos la vieja bipartición entre lo natural y lo humano. En lo natural, los paisajes nos resultaron fascinantes. Pero —lo sabe cualquier alumno de Geografía del liceo— todo paisaje, en tanto que tal, es más humano que natural. Lo que sería estrictamente humano, es decir la relación con el trabajo, con la supervivencia, con la posesión de bienes, con los productos culturales y el lenguaje (como eso que se escucha o se ve hacer y vivir), parece ser el aspecto más destacado. En medio de todo eso, nos encontramos con la peculiaridad lingüística riverense aun en este corto pasaje. Cuesta nombrar de la mejor manera esa peculiaridad, nosotros la llamaremos presencia del elemento portugués en la materialidad lingüística de los habitantes de estos lugares. A fuerza de tanta lectura de la producción académica en el campo sociolingüístico, nosotros sentíamos conocer esa peculiaridad desde antes y, en una suerte de conexión milagrosa entre la palabra y el referente, sentimos o creímos presenciarla. Ellos la viven, la nombraron, la enfocaron según se la fueron haciendo creer pero, sin duda, la tienen tematizada, identificada.
En ese elemento portugués está lo íntimo, lo que se remonta a los tiempos de la inauguración lingüística de cada hablante (que los lingüistas suelen llamar adquisición del lenguaje o pueden reconocer como lengua materna), pero está también la sombra de la represión, propia de los tiempos y las instituciones que hicieron residuo, impureza, invasión o enfermedad todo lo que estuviera hecho de portugués en un uruguayo.
Sin embargo, más recientemente y por reacción, está la contracara de destape, de potencial orgullo, de externalización de la forma propia de vivir de un pueblo que se escondía bajo el manto del “biempen-sar” conservador.
Esa reivindicación puede ser una apelación imposible, que implica convocar a una lengua irreunible, como la lengua materna, para que sea algo con nombre, mientras la lengua materna es tan singular que, apenas se la cree igual a otra, deja de ser tal.
En eso estamos todos, fronterizos e hispanohablantes sureños, en igual condición. Todos tenemos lo intraducible, lo que hemos luchado por hacer abiertamente comprensible y publicable, escribible, pero ha insistido en quedar singular e íntimo para nosotros. Los fronterizos tienen un pretexto inmediato para reconocer ese espacio, de tanto rechinar y chocar contra los oídos uruguayos. Pero no son especiales, sólo tienen más a flor de piel un conflicto que en tanto hablantes vivimos todos sin excepción.