Veníamos del No de 1980, de aquel No maravilloso que casi no pudimos festejar en plena dictadura. Veníamos de las elecciones internas, y de bailar en los tablados con nuestras murgas y de sonreír con El Dedo y Guambia1 y con “El Chicho” y las “noticias cantadas” frente al televisor.2 Veníamos de escuchar todos los días la 303 y de leer las revistas La Plaza y Aquí y Jaque y La Democracia y todos los semanarios que fueron saliendo. Veníamos de ir demoliendo el ruidoso silencio de todos esos años y nuestra emoción cantaba al ritmo de “A redoblar”. Y también veníamos de la represión de 1983, de los nuevos presos políticos, veníamos del dolor y el asombro ante el asesinato de Vladimir Roslik en abril de 1984. Veníamos del polémico y complicado Pacto del Club Naval, que determinó las características del proceso de transición. Y de hacer caravana desde el aeropuerto y de ir subiendo la voz de a poquito, año a año. Veníamos de la huelga de la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua y del 1º de Mayo y del Obelisco y de una movilización popular sintetizada en nuevas siglas como PIT (Plenario Intersindical de Trabajadores) y ASCEEP (Asociación Social y Cultural de Estudiantes de la Enseñanza Pública) que revelaban novedades y también continuidades. Unos venían de otros países y otros salían de la cárcel y nadie hablaba mucho del pasado. Andábamos callejeando la esperanza y, casi siempre, hablábamos del futuro. Debía pasar más tiempo para que pudiéramos contarnos, a nosotros mismos, como pueblo, lo que habíamos pasado. Ahora era el presente y en ese presente, al fin, se terminaría la dictadura. Y en noviembre habría elecciones.
Las elecciones de noviembre de 1984 fueron un resumen de los deseos de la gran mayoría de los uruguayos. Fueron el último movimiento de un gesto de resistencia que había comenzado —en forma masiva— con el rechazo a la dictadura en el plebiscito de 1980. Deseos diversos y un denominador común: el fin del régimen de facto.
Mucho más que la competencia entre candidatos, estas elecciones fueron una celebración de la democracia como tal. Todo era nuevo: andar flameando la bandera de un partido, no sentir miedo en cada acto, escuchar en las calles a un candidato, reunirse en locales, ver pegatinas en los muros, cantar a voz en cuello un jingle, sentir el barullo de un nosotros en cada esquina. Y votar. Para decenas y decenas de miles estas fueron sus primeras elecciones. Aquellos que tenían 16 o 17 años en 1971 y los otros, los que fueron haciéndose grandes cuando todo era pequeño, aquellos que, antes que ciudadanos, fueron sospechosos y culpables. Y algunos no votaron porque eran niños. Esa generación que nació en dictadura y que creció en el secreto y el susurro, que sufrió de no entender y no hablar y que después, en los hechos y no en un manual de educación cívica, fue aprendiendo qué era la democracia haciendo ruido con las cacerolas, saltando en las manifestaciones y empezando a preguntar.
Se celebraba la democracia como un anuncio, una posibilidad, un comienzo. Aquellas elecciones eran el resultado de una conquista colectiva. Había costado mucho esfuerzo llegar hasta ellas y así se vivieron: como una obra frágil y artesanal hecha por todos. No, por todos no, por la mayoría, por una mayoría heterogénea que supo converger en una sola convicción: que terminara, al fin, la dictadura.
Se celebraba la democracia, pero todavía no había democracia. Uno de los principales dirigentes políticos detenido (Wilson Ferreira Aldunate), el otro dirigente fundamental imposibilitado de presentarse como candidato (Liber Seregni), cientos de personas que tenían prohibido integrar una lista. Y además una centena de presos políticos que permanecían en las cárceles. El Pacto del Club Naval —firmado unos meses antes por el Partido Colorado, el Frente Amplio y las Fuerzas Armadas— dejaba al descubierto una democracia frágil en la que los militares aún seguían teniendo poder.
Y en la democracia —en la palabra que nombraba el fin de una pesadilla, en la idea que nombraba el comienzo de lo nuevo— se resumían todas las ilusiones: las cárceles vacías, el reencuentro con los miles de exiliados que estaban llegando o que ya llegarían, el reintegro de los destituidos a sus trabajos, el goce de todas las libertades. Ni los conflictos ni los desencuentros ni los límites aparecían como posibles...
Y también, para algunos, otras ilusiones: saber qué les había ocurrido a los desaparecidos, la investigación de todos los delitos ocurridos en dictadura y el castigo a los culpables. Y también, para muchos, el sueño de un cambio radical en una política económica que había llevado a que en 1984 hubiera 14% de desocupación, una dramática caída del salario real, una brutal concentración de la riqueza y el mayor endeudamiento de la historia.
Entonces la democracia empezó a ser el nombre de cada sueño, de cada proyecto, de cada necesidad, un malentendido histórico que seguramente nos atravesó en los primeros y difíciles años de la posdictadura.
Entonces votamos. Estrenamos con entusiasmo y emoción los gestos cívicos: entramos al cuarto secreto, pusimos nuestra lista en un sobre, fuimos delegados de nuestro partido, aprendimos a sumar y clasificar voluntades en cada mesa y esperamos, al final, los resultados, descubriendo o redescubriendo la noción de mayoría.
Y sucedieron algunos hechos ante los cuales no nos detuvimos a sorprendernos, pero que, 36 años después, no aparecen como obvios. Todo fue así, pero pudo ser de otra manera. La historia es lo que es y también lo que no es. En primer lugar, el Frente Amplio siguió existiendo, pese a que sólo había tenido dos años de existencia antes de 1973 y a que uno de los objetivos de la dictadura fue su destrucción como partido político. Siguió existiendo (obtuvo 22% de los votos) y su principal dirigente no sólo fue el mismo sino que, después de nueve años de sufrimiento en la cárcel y de su proscripción en estas elecciones, se convirtió en el principal líder de la izquierda uruguaya en las décadas siguientes. En segundo lugar, un Partido Nacional que, pese a tener a su principal dirigente preso (lo liberarían pocos días después), decidió, de todas maneras, presentarse a las elecciones y obtuvo 35% de los sufragios. Y, en tercer lugar, un Partido Colorado triunfante que cambió su correlación de fuerzas anterior a la dictadura: la corriente pachequista dejó de ser mayoría y comenzó el predominio de las corrientes batllistas encarnadas por quien fue, en el último cuarto del siglo XX, la figura más importante de ese partido: Julio María Sanguinetti.
Y salimos a festejar. Los que ganamos y los que perdimos. Porque las calles eran nuestras desde hacía muy poquito. Porque si por algo se caracterizó el proceso de democratización fue por el hecho de que la gente ganara las calles, reconquistara el espacio público. Entonces aquello fue un ir y venir por 18 de Julio y por cada calle de cada ciudad del país, un ir y venir cantando, un ir y venir llevando las banderas, un ir y venir encontrando y abrazando nuevos y viejos conocidos, un mover el cuerpo como nunca antes, un saltar y gritar por cada salto y cada grito no dado en tantos años, por el salto y el grito que ya muchos no podrían dar. Una algarabía inolvidable que, al principio, pareció tapar sufrimientos y diferencias, heridas abiertas y conflictos latentes.
La democracia nos dio alegría, una alegría colectiva e íntima a la vez. Por eso, quizás, nos hicimos la promesa de no perderlas nunca. Ni a la democracia ni a la alegría.
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Revistas mensuales de humor político, dirigidas por Antonio Dabezies. ↩
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Segmentos de los programas Decalegrón (Canal 10) y Telecataplúm (Teledoce). ↩
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CX30, entonces conocida como La Radio, tenía como director al comunicador (y luego senador) Germán Araújo, quien le imprimió a la programación un claro carácter opositor al régimen. ↩