A comienzos de los años 80, en el proceso de salida de la dictadura empezó a plantearse la cuestión de sus cuentas pendientes con la Justicia, no sólo en lo referido a violaciones de los derechos humanos, sino también en el terreno de la corrupción económica. Los antecedentes en Uruguay y en el mundo no ofrecían un recetario probado en el tema, los negociadores de las Fuerzas Armadas prefirieron callar al respecto, y los líderes políticos que lidiaban con ellos soslayaron el asunto para no complicar aun más las cosas.
Según una expresión que se hizo famosa, el tema sobrevoló o subyació en el proceso que condujo, en agosto de 1984, al acuerdo del Club Naval, pero no fue incluido en este. Esa pelota se pateó hacia adelante, con miras a lo que la dinámica política posterior determinara.
Tras la asunción de Julio María Sanguinetti, en marzo de 1985, comenzó la presentación de denuncias ante el Poder Judicial. Pasaron años antes de que se produjeran las primeras citaciones a militares, mientras se hacía tiempo a la espera de decisiones políticas y la Suprema Corte de Justicia resolvía contiendas de competencias planteadas por la Justicia Militar, con la colaboración directa de Sanguinetti. Hubo numerosos contactos entre dirigentes partidarios para buscar una “solución política”, y se manejaron varias posibilidades de acotar la acción judicial, dejando a su alcance sólo algunos crímenes especialmente graves y algunas personas denunciadas por su ejecución material, pero no se lograron acuerdos.
En agosto de 1986 Sanguinetti presentó, sin éxito, un proyecto de ley “de pacificación nacional”, que habría clausurado todos los procesos por denuncias “contra funcionarios policiales o militares, equiparados o asimilados, por actos realizados con anterioridad al 1º de marzo de 1985”, sin siquiera detallar qué actos abarcaba esa disposición o desde qué fecha, declarando que ya no podía ejercerse “la pretensión punitiva del Estado respecto de los presuntos delitos”. El presidente afirmó en esa ocasión, por cadena de radio y televisión: “A esta altura parece muy claro que no hay posibilidades de encontrar responsables [...] nadie tiene pruebas concluyentes, como era de esperar diez o 12 años después de los sucesos”.
Opciones
Era inviable abordar los casos más emblemáticos —como los asesinatos de Héctor Gutiérrez Ruiz y Zelmar Michelini, las desapariciones forzadas de Elena Quinteros y de militantes capturados en Buenos Aires, o las apropiaciones de niños— sin dejar al descubierto una trama de órdenes y complicidades que iba a llegar hasta niveles muy altos, como había sucedido en Argentina con el juicio a las juntas dictatoriales iniciado en 1985, y exponer también responsabilidades de civiles. Las opciones consideradas por los actores políticos se fueron reduciendo a un “todo o nada”.
Tomar la iniciativa para que no se juzgara nada implicaba un costo político muy alto, y un probable fracaso si el dilema se planteaba exclusivamente en el terreno de la investigación y el castigo de las atrocidades cometidas. Esto condujo a que los partidarios de una amnistía a los terroristas de Estado explicitaran o insinuaran que el problema no eran los derechos humanos sino la institucionalidad, que las Fuerzas Armadas habían adoptado la decisión irreversible de no comparecer ante la Justicia, y que la alternativa real era culminar una transición pacífica o arriesgarse a que hubiera un nuevo golpe de Estado, o por lo menos a que se instalara una situación caótica.
Había, por supuesto, otros asuntos de gran importancia involucrados. Algunos sectores de izquierda destacaron que estaban en juego la integridad y la disponibilidad del aparato represivo, con miras a la eventualidad de que los conflictos sociales y económicos de la transición condujeran a una situación crítica para los sectores conservadores. En una dimensión ideológica más profunda y estratégica, quizá el interés primordial de esos sectores era sobre todo preventivo. La impunidad del terrorismo de Estado, acompañada por la “teoría de los dos demonios”, que repartía las culpas del golpe de Estado entre represores y reprimidos, implicaba consolidar la perspectiva del escarmiento de los intentos revolucionarios y establecer fuertes límites subjetivos a la reactivación de los conflictos de los años 60 y 70.
La ley
En ese marco, el sector mayoritario del Partido Nacional, liderado por Wilson Ferreira Aldunate, se avino a clausurar la posibilidad de juicios sobre la fecha de las primeras citaciones judiciales a militares, pero no por la vía de una amnistía, sino con un proyecto de ley que se limitaba a “reconocer”, en su artículo 1º, que “la lógica de los hechos” originados por el acuerdo del Club Naval ya había determinado que “caducara” la pretensión punitiva del Estado “respecto de los delitos cometidos hasta el 1º de marzo de 1985 por funcionarios militares y policiales, equiparados y asimilados, por móviles políticos o en ocasión del cumplimiento de sus funciones, y en ocasión de acciones ordenadas por los mandos que actuaron durante el período de facto”.
Aun si asumiéramos que los hechos habían tenido alguna lógica, el proyecto carecía de una. Para saber si un crimen quedaba amparado por la norma era preciso determinar en qué había consistido, quién lo había perpetrado y por qué, o sea, investigarlo con el debido proceso. Lo mismo valía para la exclusión expresa, en el artículo 2º, de los delitos cometidos “con el propósito de lograr, para su autor o para un tercero, un provecho económico”. Pero el artículo 3º disponía que los jueces trasladaran las denuncias recibidas al Poder Ejecutivo y que este, en un plazo de apenas 30 días, decidiera si “consideraba” que el hecho quedaba amparado por la caducidad, en cuyo caso se clausurarían y archivarían los antecedentes.
Finalmente estaba el artículo 4º, sobre cuyo contenido hubo luego muchas confusiones (o tergiversaciones). Decía que, en los casos de “personas presuntamente detenidas en operaciones militares o policiales y desaparecidas” o de “menores presuntamente secuestrados en similares condiciones”, el Poder Ejecutivo debía disponer “de inmediato las investigaciones destinadas al esclarecimiento de estos hechos” y que, en el plazo de 120 días desde la comunicación judicial de la denuncia, informaría a los denunciantes acerca del resultado de esas investigaciones. En ningún momento se insinuaba siquiera la posibilidad de que cada presidente de la República tuviera, durante su mandato, la potestad de decidir si abordaba o no la investigación de esas denuncias, y por cierto que eso habría sido un disparate jurídico más.
La redacción de los artículos 2º, 3º y 4º pudo llevar a que algunas personas pensaran que la intención no era dejar todo impune y oculto, pero lo que ocurrió, como sabemos, es que todas las denuncias, incluidas las relacionadas con delitos económicos, fueron archivadas por decisión del Ejecutivo encabezado por Sanguinetti, que resolvió encomendar a fiscales militares las “investigaciones” exigidas por el artículo 4º. En todos los casos, les informó a los denunciantes que nada se había podido averiguar. Los plazos se cumplieron y, de acuerdo con lo dispuesto por la ley de caducidad, no quedó nada por hacer.
Ni Ferreira Aldunate ni ningún otro de los dirigentes políticos que redactaron, aprobaron y defendieron la norma consideró que esas actuaciones de Sanguinetti violaran lo que había decidido el Parlamento.
Incógnitas
Hay distintas interpretaciones sobre los motivos que determinaron la conducta del líder nacionalista. La tesis incluida en el artículo 1º aclara poco: aun si la impunidad hubiera sido pactada en 1984, a espaldas de la ciudadanía, como han sostenido durante décadas muchos dirigentes nacionalistas, ¿por qué se habría vuelto inevitable o necesario mantenerla, desde el punto de vista de alguien que no participó en aquel acuerdo?
Hay que descartar, incluso por respeto a la memoria de Ferreira, que él les reconociera a los violadores de los derechos humanos y a los mandos de la dictadura algún “derecho adquirido” a partir de aquel presunto pacto. Quedan, simplificando, dos posibilidades: una es que se convenció —o lo convencieron— de que dejar actuar a la Justicia tendría consecuencias para el país que serían peores que si se bloqueara (un nuevo golpe de Estado, o conflictos muy perjudiciales para la “gobernabilidad” que se había comprometido a garantizar); otra es que previó que apoyar la ley de caducidad era necesario para que él, o por lo menos su partido, tuviera chances de ganar las elecciones de 1989. Cualquiera de las dos implica una autocrítica con respecto a su actuación en los últimos años de la dictadura que no llegó a formular; el caudillo murió antes de que se realizara el referéndum, y se llevó a la tumba la respuesta.
La decisión de Ferreira Aldunate implicó una ruptura con la mayoría del Movimiento Nacional de Rocha, liderado por Carlos Julio Pereyra (su compañero de fórmula en 1971 y su firme aliado en todo el proceso previo de la transición), y con otros dirigentes del Partido Nacional, incluso de su propio sector, Por la Patria. Es imposible saber qué habría ocurrido si se hubiera presentado a las elecciones de 1989, pero el hecho es que el “wilsonismo” quedó en minoría dentro de su partido y nunca llegó a la presidencia de la República.
El referéndum
La ley de caducidad se aprobó en la madrugada del 22 de diciembre de 1986, y al día siguiente se anunció el lanzamiento de una iniciativa de referéndum contra sus cuatro primeros artículos (tiene 12 más, sobre otros asuntos). Al frente de la campaña estuvo una comisión nacional presidida por María Esther Gatti, de Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos, Elisa Dellepiane y Matilde Rodríguez Larreta (viudas, respectivamente, de Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz). En esa comisión y tras ella se alinearon, junto con organizaciones sociales, el Frente Amplio y otros sectores de izquierda, así como dirigentes políticos nacionalistas y colorados enfrentados a las mayorías de sus partidos.
En la línea del Congreso del Pueblo, el proceso de fundación de la central sindical y la creación del Frente Amplio, la izquierda aplicó una política de alianzas amplia, resignando el protagonismo en primera fila de sus propios dirigentes, y apostó al desarrollo de una organización de base específica y abierta, pero es importante señalar que no lo hizo a costa de “moderar” sus posiciones para lograr acuerdos.
Además, también en línea con el proceso fundacional frenteamplista —y con el fortalecido liderazgo de Liber Seregni tras su liberación—, optó por asumir las reglas de juego de la institucionalidad democrática y aprovechar al máximo las posibilidades que ofrecían.
Con el paso de los años y el avance del derecho internacional humanitario (que no era muy influyente en Uruguay a la salida de la dictadura) se ha planteado con creciente convicción que apelar a una consulta popular no correspondía, ya que el respeto por los derechos humanos no debe depender de la opinión de las mayorías. El problema, nada menor, es que la alternativa de presentar demandas ante organismos jurídicos nacionales e internacionales no parecía muy promisoria, y de hecho no lo era.
Desde la aprobación de la ley de caducidad, tales organismos se pronunciaron en numerosas ocasiones contra ella, y advirtieron en todos los tonos que su vigencia contravenía principios básicos y compromisos asumidos por el propio Estado uruguayo, sin que esto tuviera consecuencias prácticas en las actuaciones de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Se hizo, en definitiva, lo que se pudo, y no fue poco.
El referéndum contra una ley estaba previsto por la Constitución, pero nunca se había realizado uno, y el proceso no sólo fue lento y engorroso, sino que además se desarrolló bajo un hostigamiento sistemático, durante la recolección de firmas pero también luego de su entrega a la Corte Electoral. La verificación se llevó a cabo con innumerables impugnaciones, por los motivos más insignificantes y planteados por los delegados de quienes defendían la vigencia de la norma, y se llegó al extremo de anular las firmas de Liber Seregni y Carlos Julio Pereyra alegando que no correspondían con exactitud a las de sus credenciales cívicas. Por último, cuando la tensión resultante amenazaba con instalar un clima pernicioso, se ideó una convocatoria para que quienes habían apoyado la iniciativa pero tenían sus firmas “observadas” pudieran presentarse a ratificar su respaldo al referéndum del 17 al 19 de diciembre de 1988. Sobre la hora, y en un clima de gran tensión, esas personas lo hicieron en número suficiente, con lo que la iniciativa fue aceptada y se le fijó fecha: el 16 de abril de 1989, con papeletas amarillas para quienes apoyaran el mantenimiento de los artículos impugnados, y verdes para quienes respaldaran su anulación.
La campaña fue dura, con predominio en los grandes medios de comunicación de los partidarios del “voto amarillo” y la ya famosa decisión de que los canales de televisión no emitieran una pieza publicitaria por el “voto verde” en la que Sara Méndez pedía que los votantes la ayudaran a encontrar a su hijo secuestrado y desaparecido cuando era un bebé.
Resultados
En las urnas ganó el amarillo, con 57% contra 43%. El verde sólo triunfó en Montevideo, y obtuvo sus mejores resultados del interior en Canelones, Maldonado, Paysandú, San José y Soriano. Sin embargo, al evaluar los resultados con perspectiva histórica podemos ver que el avance del campo “progresista” fue muy relevante.
En las elecciones nacionales de 1989, siete meses después del referéndum, sufrieron duros reveses los principales defensores de la ley de caducidad, el colorado Enrique Tarigo (que perdió las internas del entonces llamado Batllismo Unido pese a contar con el respaldo de Sanguinetti y ni siquiera pudo ser candidato a la presidencia) y los nacionalistas que se habían alineado con Ferreira Aldunate (aunque en esto último incidió mucho, sin duda, la muerte del caudillo), mientras que pasaron al frente Jorge Batlle y Luis Alberto Lacalle, ambos alineados con el “voto amarillo” pero con un perfil bastante bajo. En esas elecciones, además, el Frente Amplio ganó por primera vez la Intendencia de Montevideo, con la candidatura de Tabaré Vázquez, que había integrado la Comisión Nacional Pro Referéndum.
La orientación estratégica frenteamplista mencionada al hablar de la integración de esa comisión se desarrollaría luego en el exitoso referéndum contra una parte de la ley de empresas públicas, en 1992, y, en el terreno electoral, con la formación del Encuentro Progresista en 1994 y de Nueva Mayoría en 2004.
La contrapartida fue, por supuesto, el mantenimiento de la impunidad, que persistió durante décadas, pese a varios embates contra la ley que la impuso. Las secuelas han sido graves, tanto en lo referido específicamente al escamoteo de la verdad y la justicia durante décadas (con avances importantes, pero relativamente escasos, desde que el Frente Amplio asumió el gobierno nacional, en 2005) como en términos ideológicos.
En la Suprema Corte de Justicia hasta hoy persisten posiciones sobre los delitos de lesa humanidad incompatibles con la doctrina internacional. Las Fuerzas Armadas no han procesado una ruptura drástica con su pasado dictatorial. La actividad social y política se sigue desarrollando bajo una fantasmal espada de Damocles que disuade a muchos de “excederse” en los conflictos. La “mano dura” para “poner orden” aún es reivindicada por amplios sectores de la población. Por último, pero no con menor importancia, hay espacio para que se llenen la boca con la “seguridad pública” y “la seguridad jurídica” quienes dejaron malheridas ambas.