—Este es el día más importante de mi vida.

Era la sexta vez que el inspector Zurrátegui pronunciaba tales palabras al despertarse. Las había dicho el día en que fue aceptado en la Academia de Policía, el día de su boda con Maruja, cuando el Deportivo ganó la liga de fútbol, el día en que se divorció de Maruja y cuando el Deportivo ganó el torneo continental. En ninguna de esas ocasiones había mentido: cada suceso le había parecido sensiblemente más notable que el anterior.

Hacía rato que no usaba uniforme, así que eligió una de las tantas camisas planchadas, tomó la placa y el arma, y antes de irse le dio un beso en la frente a su segunda esposa.

La espera en la panadería le pareció eterna, pero había salido tan temprano que de todos modos llegó a la carpa de trabajo diez minutos antes de lo previsto. Lo recibió el capitán Ibáñez.

—¡Bienvenido, Zurrátegui!

—Por favor, llámeme Alfonso.

—No hay tiempo para eso, Zurrátegui. La próxima comunicación de los atracadores será a la hora en punto.

El inspector se dio vuelta y descubrió a todos sus nuevos subordinados atracando su bolsa de bizcochos como si fueran pirañas destrozando a un pequeño mamífero relleno de crema pastelera. Al menos había comenzado con buen pie. Caminó hasta el fondo de la carpa y una voz cascada llamó su atención desde un escritorio cercano.

—Yo conocí a su abuelo.

Los ojos de Zurrátegui se iluminaron. El abuelo Toño había sido la razón por la que decidió integrarse a la fuerza policial. Las historias que le contaba su padre sobre la toma de rehenes en el Primer Banco Nacional eran increíbles. “Al tercer día cualquiera se hubiera dado por vencido, pero tu abuelo era fuerte y terco como una cuchara de madera”. Jamás había entendido la comparación. “Cuando se cumplieron los primeros dos meses, los maleantes supieron que hablaba en serio”. Ah, el asalto al Primer Banco Nacional... la obra de un grupo terrorista que soñaba con dar un golpe rápido y escapar al extranjero, pero que no contaba con las habilidades de negociación de Antonio Dardo Zurrátegui de la Piedra.

—Queremos un avión.

—No.

—Entonces mataremos a un rehén.

—Adelante. Y cuando se queden sin rehenes los matamos a ustedes.

Así transcurrieron quince años en los que, cada mañana, el inspector conversaba con los asaltantes y se producía un pequeño match de ajedrez psicológico. A veces el policía intentaba ganar tiempo antes de ejecutar algún arriesgado plan de ingreso al edificio, a veces eran los criminales quienes pedían cosas imposibles sólo para que Toño los dejara en paz el resto del día.

Antonio Zurrátegui murió haciendo lo que más amaba: insultando a desconocidos a través del teléfono. Su corazón falló un día de otoño y se decidió decretar dos jornadas de luto en las que la comunicación fue suspendida; hasta los atracadores habían aprendido a querer a aquel viejo analfabeto y xenófobo.

Durante las siguientes décadas los inspectores en jefe fueron y vinieron, mientras la toma de rehenes continuaba en las mismas condiciones. Si un nuevo director del operativo amenazaba con bombardear el banco, los cacos le mostraban por la ventana que una de las rehenes acababa de dar a luz.

Es que en el interior del inmueble todo se desarrollaba con anormal naturalidad. El plan del cabecilla de la banda incluía la posibilidad de una negociación extensa, por lo que los atracadores habían ingresado con ganado en pie, aves de corral, semillas y tierra fértil, con los que construyeron una granja sustentable dentro de la gran bóveda. Tanto rehenes como criminales se reprodujeron, en la mayoría de los casos sin mezclarse los primeros con los segundos. Y el interior del banco se transformó en una biósfera mucho más agradable que el resto del mundo, recalentado y parcialmente inundado luego del derretimiento de los casquetes polares.

Alfonso Zurrátegui se ubicó frente a la computadora designada, pidió a los técnicos que grabaran todas las comunicaciones y llamó a un número de teléfono que conocía de memoria.

—Buenos días, le habla el nuevo jefe del operativo. ¿Me escucha?

—Vaya, finalmente llegó el reemplazo. ¿A quién promovieron?

—Mi nombre es inspector Zurrátegui.

—Pero claro, qué honor conocerlo. Mi abuelo me habló mucho acerca del suyo.

Mientras que Alfonso se había ganado el puesto gracias a su desempeño y buenas calificaciones en varios exámenes, el rol de cabecilla de la banda se transmitía de padre a hijo. No era un trabajo muy exigente; en un día común alcanzaba con atender el celular tres o cuatro veces. La responsabilidad mayor era de quien mantenía ese teléfono en funcionamiento, más de medio siglo después de su programada obsolescencia.

—Estamos comenzando una relación que podría durar muchos años. ¿Qué le parece un gesto de buena voluntad? —dijo Zurrátegui con sus pies sumergidos en diez centímetros de agua.

—Váyase al demonio, maldito cerdo —pronunció su interlocutor con voz calma, como si estuviera leyendo.

—Todavía no le pedí nada.

—Disculpe, es la costumbre.

El inspector exigió la liberación de algunos rehenes y recibió la misma respuesta, pero esta vez con más ganas:

—¡Váyase al demonio, maldito cerdo!

Después de varios minutos de diálogo, acordaron intercambiar algunos prisioneros por repuestos para los paneles solares instalados en la azotea, que proveían de electricidad a todo el banco. Eran fundamentales para el funcionamiento del hospital, la plaza de comidas y la prisión. No hay que contar sólo las buenas: allí también había gente portándose mal y se la castigaba.

Esa misma madrugada, veinte jóvenes que habían nacido dentro del banco fueron liberados y conocieron el mundo exterior por primera vez. No hubo cámaras de televisión que cubrieran el evento, ya que se habían aburrido del tema hacía décadas. Tampoco hubo familiares directos que los recibieran, ya que habían muerto. Aparecieron un puñado de primos terceros y tíos segundos, más enojados por tener que salir de sus casas tan tarde que emocionados por ver a personas desconocidas, hijas de personas desconocidas, nietas de gente que solamente conocían por los portarretratos del living.

Las primeras semanas del nuevo régimen fueron una suerte de luna de miel para ambos líderes, que intercambiaban anécdotas de sus vidas personales y laborales. Descubrieron que en los dos bandos había quienes creían en la causa y quienes estaban allí solamente por el dinero. Alfonso tuvo que morderse la lengua para no recordarle a su interlocutor que la mayoría del dinero del banco ya había salido de circulación y que el restante apenas alcanzaba para comprar patas de rana y protector solar factor un millón.

Al cuarto mes de relación a distancia, el inspector notó que algo extraño ocurría del otro lado del teléfono. Las llamadas se volvieron impersonales, con respuestas evasivas cada vez más frecuentes, y podía jurar que de fondo se escuchaban martillazos.

—¿Qué sucede por ahí?

—Yo... Este... Nada, haciendo unas refacciones en la piscina olímpica.

—¿No estará usted ocultándome algún arriesgado plan de escape?

—¿Qué dice, inspector? Creí que la consigna era ser completamente honestos.

En los viejos tiempos, un grupo de psicólogos hubiera analizado las inflexiones en la voz del atracador en jefe en busca de la verdad, pero en la carpa sólo estaban Zurrátegui, cinco novatos obsesionados con los bizcochos y don Gimeno, un veterano que prefería la muerte antes que el retiro. Fue él quien rompió el silencio después del fin de la llamada.

—Están construyendo algo.

Costó semanas conseguir apoyo extra de la jefatura, más preocupada por evacuar los grandes centros poblados que por la interminable toma de rehenes. Los refuerzos llegaron justo a tiempo: no habían terminado de parapetarse en una azotea cercana cuando la gran claraboya del banco se abrió y por ella salió un desvencijado helicóptero.

—¡Abran fuego! —gritó el inspector.

Las ráfagas de ametralladora destruyeron la estructura de cuero y madera del vehículo volador, y los malhechores regresaron de inmediato a su guarida. Zurrátegui pidió que don Gimeno recibiera una medalla por haber frustrado el intento de fuga.

—Solamente cumplí con mi deber.

El veterano abrió el primer cajón de su escritorio y guardó ese reconocimiento junto a decenas de medallas idénticas.

Aquella pantomima se repetía un par de veces al año, pero Alfonso estaba emocionado porque era la primera desde su promoción. La mecánica se repetía: los martillazos para advertir a la Policía, la máquina inoperante en la azotea, los disparos y la medalla. Luego se retomaban las conversaciones, mientras adentro reconstruían el helicóptero y afuera volvían a hacerse los giles.

A esa altura ninguno de los dos bandos se imaginaba viviendo sin el otro, y así continuó la mecánica hasta el fin de la civilización por la acumulación de catástrofes ambientales, algo que ocurrió exactamente tres medallas después.