En 2018, Pedro Peña ganó el Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura en la categoría literatura infantil y juvenil por El libro de los mitos - Historias del lago, una saga que siguió agregando volúmenes y que tiene cierto parentesco con un cuento, “Los bosques”, que publicamos en febrero de 2016. Antes había escrito la novela de fantasía Eldor, así como varios relatos policiales. Uno de ellos, La noche que no se repite, se volvió película multipremiada en 2018. Cuenta Pedro: “En un festival de novela negra de hace un par de años, los directores de La noche que no se repite, Manuel Berriel y Aparicio García, y yo charlábamos ante un auditorio acerca de cómo había sido realizar la adaptación de la novela al cine. Treinta días de filmación, muchos actores y actrices en papeles significativos, escenas con animales (una araña, gansos, un perro atacando a un hombre), cerca de 20 técnicos y algo más de 100 extras en algunos casos, todo hecho con tres pesos y mucho corazón. Fue en ese contexto que Aparicio acuñó la idea de esa película como la manifestación de un híbrido: lo punk retro rural. Creo que este cuento puede perfectamente ceñirse a esa categoría tan incierta. Comparte, además, la misma localización de la novela, aunque no el mismo tiempo, ya que La noche de los mitos - Historias del lago fue escrita en 2008”. En el momento en que Aparicio planteó eso, aún faltaban varios meses para que saliera la película a los cines.
Para el Apa García
Recuerdo muy claro un momento particular de mi vida en el liceo. La profesora de Literatura nos habló acerca del canto tercero de La divina comedia y de los indiferentes, los que no habían tomado partido nunca por nada, los que no habían vivido de verdad. En su eterno castigo corrían a la orilla del Aqueronte tras una bandera mientras eran aguijoneados por avispas y moscones, y su sangre, esa que nunca habían vertido por ninguna causa, era bebida por gusanos a sus pies. Aquella imagen fue casi lo único que me quedó de tanto libro y tanta fotocopia. Y hacia allí volvió mi pensamiento cuando, hace una semana, el doctor me explicó el resultado de mis estudios.
—Pueden ser dos meses, cuatro meses, capaz que un año si tenés suerte. Con el páncreas no se sabe nunca. Te voy a coordinar la primera para dentro de diez días.
Fui a comprar la Beretta nueve milímetros a la ferretería Durán. Debí llenar un formulario y mostrar los papeles del curso que había hecho en el batallón hacía más de diez años. El viejo Durán me hizo subir a su escritorio y me agité un poco. Me dijo que podía perfectamente venderme el arma, pues los papeles estaban bien, pero que acostumbraba hacer el negocio él mismo. En el futuro lo harían sus empleados, pero todavía les faltaba. Fue directo al grano y me preguntó si iba a utilizarla para algún otro asunto que no fuera la defensa propia.
—No voy a matarme —dije.
—Bien… usted comprenderá… Según tengo entendido, uno de sus hijos ya está bastante crecido, pero el otro todavía es chico.
La charla me desenfocó de tal forma que olvidé comprar las balas. Cuando me di cuenta ya me había alejado varias cuadras y no quería volver. Tampoco había apuro, pensé.
Ahora que ya tenía la pistola sólo podía pensar en mi abuelo. No el paterno, que se había ahorcado en su casa del centro hacía añares, sino el materno, que había tenido una escopeta dieciséis con la que me había enseñado a disparar en los campos de Tranqueras Coloradas.
Mi abuelo decía que en el campo eran necesarias las armas, pero con criterio. Disparar un arma no podía ser un impulso, algo que no se pensara. Por eso era mejor tenerla a resguardo y lejos de la caja con los cartuchos.
—Uno piensa por primera vez cuando va a buscar el arma. Piensa por segunda vez cuando va a buscar las balas. Piensa por tercera vez cuando va a cargarla. Y luego piensa de nuevo cuando dispara —repetía.
Había aprendido aquello de su amigo y mentor, el Viejo Pancho, un hombre que había matado a otro a cuchillo limpio a fines de los sesenta. La anécdota, simple como es, bien vale la pena una digresión. Todo había comenzado en el baile de Ferrou, por la ruta cuarenta y cinco, a la salida de Mundo Azul. Francisco Pérez —así era su nombre, después de todo— tomaba grapa con unos troperos que volvían de La Tablada. La lengua se le soltó de pronto y empezó a hablar de una señorita de aquel paraje sin nombrarla. La conocía bien, dijo. De cuando en cuando habían estado aquí y allá haciendo esto y aquello.
Si bien el nombre de la señorita no apareció en su discurso, y aquello podría tomarse como una honorable muestra de recato, se contaba entre los presentes —sin que lo hubiese advertido el indiscreto— uno de los hermanos de la aludida. Se trataba del Chueco Vicente, un hombre mucho más joven que el Viejo Pancho. El resto de la historia ya la imaginarán ustedes. El Chueco lo esperó en la entrada del rancherío de los Pérez. Cuando el viejo iba a recostarse al poste para abrir la tranquera, salió de la nada con un revólver. Más tarde cundió la suposición de que el arma no estaba amartillada. El tiro no salió y el Viejo Pancho lo ensartó en el pecho y lo tiró a la zanja. Después volvió a lo de Ferrou y pidió que lo llevaran a la comisaría de Rodríguez.
Ese hombre, antes o después de haber matado a otro, fue el que le enseñó a mi abuelo que para disparar primero hay que pensar.
Hasta hace poco siempre había tenido miedo de morirme. Supongo que la pulsión de muerte me ha acompañado más de la cuenta, hasta volverse una obsesión. Pero… ¿por qué no se mueren otros en vez de morirme yo?
Uno asocia esto que me pasa a mí con la mala vida. Te preguntan si tomabas o fumabas, qué tipo de trabajo tenías, qué aire respirabas. Y lo hacen con la única intención de sentirse seguros ellos mismos. Si hay una construcción lógica que los preserve, ya asumen que todo funciona como debe ser y chau. Por eso cuando, como en mi caso, no hay nada parecido a la mala vida, todo es intranquilizador. Hasta acá giró la rueda y punto. No hay nada parecido a la justicia en esto. Aunque parezca extraño, ya no me apena. Deberíamos visualizar los ciclos vitales con cierta perspectiva. Dentro de veinte años, ¿cuántos de nosotros estaremos aún vivos? Yo ya sé que no. Pero ¿usted? ¿Qué chances hay de que para ese entonces esté pisando y respirando en el mundo? ¿Y en cincuenta años? Usted, yo y probablemente la mayoría de las personas que conocemos habremos muerto. ¿Y si pensáramos en doscientos años? No seremos más que un montón de polvo sobre algunos huesos desperdigados en algún campo ancestral.
Vi la noticia en el portal San José Ahora. Sin dar más que las iniciales —es un pueblo chico y nos conocemos todos—, el diario narraba los sucesos con detalle: le habían cortado la cabeza a una persona. Luego la habían puesto en una bolsa negra junto a los miembros y el tronco. En la misma tarde otros dos cuerpos habían aparecido calcinados en un auto. Todo había sido obra de una banda en su afán de liquidar a la otra. Ahora toda la transa quedaría en manos de una sola. Todo más prolijo y controlable, incluso para las autoridades, que toleran muy bien una, pero ya se complican cuando hay dos.
El diario concluía con una probable localización de la banda triunfadora: “Las inmediaciones del molino y el INVE 2, en calle Chucarro”, una calle oscurísima llena de casas de bloques techadas con latas, cartones y un largo etcétera de fragilidades. Un lugar aborrecible para una persona que, como yo, siempre ha vivido en el centro. Casualmente, en la casa en la que mi abuelo paterno se ahorcó.
Reformulo la pregunta: ¿por qué no se mueren tantos hijos de puta que hay por el mundo y me vengo a morir yo?
A las seis de la tarde estaba sentado en el auto, pensando en cómo iba a utilizar la pistola que había en mi mano. Mi abuelo, y también el Viejo Pancho, se habrían congratulado de que siguiera sus ejemplos. No tenía miedo. Iba a morir.
Toqué el timbre de la casa a las seis con cero cinco de la mañana. Era la hora en la que podían estar todos, familiares y allegados. El Mosca abrió la puerta y me observó unos segundos.
—¿Quién sos?
No alcanzó a percatarse del tiro en el pecho, la vida lo abandonó antes.
Parece una pavada, pero fue en ese momento cuando me di cuenta de que tenía que haber comprado un silenciador. ¡Cualquiera que haya visto una película de asesinos de verdad sabe lo útiles que son los silenciadores!
El balazo se había escuchado por toda la casa y de inmediato hubo ajetreo en las habitaciones que daban al largo y oscuro pasillo. Una mujer emergió de entre unas cortinas y le disparé a la cabeza. Cayó inmóvil.
Tras las cortinas había un hombre desnudo tirado en una cama. Quiso levantarse de apuro. Disparé por tercera vez y un grueso chorro de sangre explotó en su cuello.
Fue entonces cuando apareció el perro, uno de esos fila de los que usaban los esclavistas brasileros para que castraran con su mordida a los negros escapados de los cafetales. Afortunadamente, pude ofrecerle la rodilla antes de que él mismo eligiera cualquier otra parte.
Hubo un disparo a mis espaldas. Tuve el reflejo de agacharme, aunque tarde. Si la persona hubiera sido diestra en el manejo del arma, no contaba el cuento. Le disparé al perro en la cruz y sus dientes dejaron de apretar. Recién entonces sentí el dolor en la pierna. Me refugié tras una mesada y estudié la situación. Alguien corría afuera. Detrás de otra cortina que daba hacia un patio interior apareció un gurí con un revólver humeante.
Yo tengo hijos, como usted sabe. Si aquel muchacho quedaba vivo, sería cuestión de tiempo para que fuera por ellos. Eso no podía pasar. Así que ya se imaginará lo que sucedió.
No me enorgullezco de nada.
Los estampidos se habían escuchado en todo el barrio del molino, pero supongo que habrá parecido algo normal. Me senté a esperar en la mesa de la cocina. Aún tenían que llegar el Peca y el Pantufla. Los había observado discretamente durante cinco días, y la regularidad era asombrosa. Sabía que llegarían sobre las seis y media, enseguida de recoger el paquete debajo del puente, un paquete lanzado desde algún camión o alguna camioneta. Tal vez regresaran a la casa familiar con esa hermosa sensación de haber cumplido la tarea por el bien de todos.
El cuerpo del Mosca no permitió que el Peca abriera la puerta en el primer movimiento. Tuvo que empujarla. Al entrar, lo recibió otra bala.
El Pantufla se había entretenido en el auto, un auto espantoso, ni viejo ni nuevo, repintado de anaranjado y con unos parlantes aborrecibles a todo volumen. Tenía ínfulas de auto deportivo. Si hubiera tenido vida, con gusto lo habría matado antes que a su dueño.
—¿Quién sos vos? —preguntó espantado cuando me vio correr hacia él con la Beretta en la mano.
Otro más que se quedó sin respuesta.
Y ahora, como no me morí, aquí me tiene. Igual que hizo el Viejo Pancho después de matar al Chueco Vicente.
Moriré pronto.
Sólo espero haber eludido el castigo de los indiferentes.