Las fotografías eran borrosas, pero sin duda lo que se veía no eran las Repúblicas Lunares Socialistas Soviéticas. El 7 de octubre de 1959 las imágenes enviadas por la nave Lunik 3 —Luna 3, en ruso— demostraron lo que los científicos preveían: que no había nada demasiado interesante en el lado oculto de la Luna.
Habían pasado siglos. Hasta ese día de hace 60 años, ninguna persona había podido ver la cara oculta, aunque más de una se la había imaginado. Si bien la calidad fotográfica no fue muy buena, bastó para corroborar que el rostro invisible presentaba características similares al visible, aunque con una clara diferencia: tenía más cráteres y menos mares.
“Hoy por hoy la teoría más aceptada es que la Luna se formó a partir de la colisión de un objeto muy grande con la Tierra que provocó la eyección de materia al espacio, que luego se fue acumulando hasta formar la Luna”, comenta Julio Fernández, docente e investigador del Instituto de Física de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República (Udelar). Esto implica que el satélite se formó con “parte de la Tierra y parte de ese objeto con que chocó”.
Que de un lado haya más cráteres y del otro más mares también tiene que ver con la existencia de una cara que no vemos. Los mares son más jóvenes y, al crearse, borraron los cráteres que había. “Al estar la Luna sometida a fuerza de marea por la Tierra, eso ocasionó diferencias en su corteza y en su estructura interna, e hizo que las fisuras para derrames de lava ocurrieran del lado que da hacia la Tierra”, explica Fernández.
Mientras estuvieron en formación, el tercer planeta del sistema solar y su satélite fueron acompasando sus movimientos. En la actualidad la Luna gira alrededor de su eje en el mismo período de tiempo y en la misma dirección en que se traslada en torno a la Tierra: 27 días, 7 horas y 43 minutos, aproximadamente. Si los movimientos no estuvieran acompasados, desde aquí se podría observar la totalidad de la Luna. De hecho, ver siempre la misma parte permite deducir que el satélite gira sobre su propio eje, pues si no lo hiciera la veríamos entera.
Para ser exactos, lo oculto desde la Tierra no es la mitad de la superficie Lunar, sino 41% de ella. Si bien es cierto que habitualmente sólo se puede apreciar medio satélite, debido a distintas características de su movimiento hay 9% de la cara oculta que en ocasiones llega a verse.
No todos los satélites muestran siempre una misma cara al planeta al cual circundan. “Depende de la distancia a la que se encuentre del planeta, porque la fuerza de marea depende de la distancia. Cuanto más lejos menor fuerza de marea, y la fuerza de marea es lo que va controlando la rotación, hasta sincronizar ambos cuerpos”, indica Fernández, quien en 2018 recibió un doctorado honoris causa de la Udelar por sus importantes aportes a las ciencias planetarias, algo que también ha sido reconocido internacionalmente.
Toda esta información, hoy accesible y aceptada, obviamente no se supo siempre. La redondez de la Tierra y de la Luna, así como la existencia de un sistema solar, ya se sabía en tiempos del filósofo griego Aristóteles, quien en el siglo IV antes de nuestra era dejó constancia de los conocimientos de entonces y de quienes lo precedieron.
En cuanto al hecho de que la Luna muestra a la Tierra siempre un mismo lado, no es fácil afirmar quién llegó a tal conclusión. “Yo me aventuro a decir que esas ideas, que implican hablar de la rotación de un cuerpo, empezaron a aparecer por el Renacimiento, por el siglo XVI”, sostiene Fernández. Hubo que esperar hasta 1959 para saber o confirmar cómo era la superficie Lunar invisible desde nuestro planeta. Eso pasó con las fotografías enviadas por el Lunik 3 y recibidas en el Observatorio de Simeiz, en Crimea.
Aquellas fotos también mostraron qué potencia iba adelante en la por entonces denominada “carrera espacial”: la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, que lanzó el primer satélite artificial de la historia (el Sputnik 1, en octubre de 1957), envió por primera vez a un ser vivo al espacio (la perra Laika, el 3 de noviembre de 1957) e impactó la Luna con un cohete por vez primera (el Lunik 2, el 12 de setiembre de 1959). Más adelante, también pondría por primera vez a un hombre a orbitar sobre la Tierra (Yuri Gagarin, el 12 de abril de 1961) y posibilitaría el primer paseo espacial de un humano (Alekséi Leónov, el 18 de marzo de 1965). Los estadounidenses venían corriendo de atrás, incluso con algún fracaso. Su gran triunfo llegaría recién con el viaje del Apolo 11 y las caminatas Lunares de Neil Armstrong y Buzz Aldrin, el 21 de julio de 1969.
También fueron del país norteamericano las primeras personas en observar con sus propios ojos la cara oculta de la Luna, honor que les correspondió a los astronautas Frank Borman, James Lovell y William Anders, tripulantes del Apolo 8. De hecho, fueron los primeros en ver la Luna de cerca, a unos 50 kilómetros de distancia, cuando, en diciembre de 1968, le dieron diez vueltas alrededor.
“Indudablemente fue una época de mucho entusiasmo y expectativa, porque todo eso era nuevo. Quizás ahora los viajes espaciales ya no sean tan novedosos para los jóvenes, porque ya han visto tanto y tantas películas que les resulta un poco más rutinario, pero en esa época era todo nuevo. Se hablaba del espacio como algo totalmente misterioso. Además, en la prensa se cubría mucho”, recuerda Fernández, que por entonces era un niño.
Era la famosa carrera espacial que enfrentaba a la Unión Soviética y Estados Unidos, las dos superpotencias de entonces, que rivalizaban en todo lo posible, en cualquier ámbito. “Era más una cuestión de prestigio como nación, de mostrar quién era superior tecnológicamente”, agrega el científico compatriota.
Debido a que los primeros en llegar a la Luna fueron los soviéticos, ellos bautizaron varios de sus accidentes geográficos. Algunos ejemplos de esto son el Mare Moscoviense (o Mar de Moscú) y los cráteres Mendeleev, Komarov, Titov y Korolev; este último recuerda al ingeniero aeroespacial soviético Serguéi Koroliov (1907-1966), uno de los más importantes de la carrera espacial rusa y de los primeros en observar las fotos enviadas por el Lunik 3.
Antes de que se conocieran esas fotografías, varios cayeron en la tentación de imaginar el lado oculto de la Luna. Uno de ellos fue el francés Julio Verne (1828-1905), que en 1865 escribió la novela De la Tierra a la Luna, en la que narra el viaje de tres hombres hasta allí y su posterior regreso. Lo único que señaló Verne sobre la parte oculta del satélite es el inmenso frío que pasaron allí los viajeros espaciales, que debieron soportar dentro de la propia nave temperaturas de hasta -42 ºC. Lamentablemente, cuando sus astronautas sobrevolaron esa zona la luz de los rayos solares no llegaba, así que, además de casi congelarse, no pudieron ver nada. “En efecto, no se veía un reflejo, una sombra ni nada de aquel disco tan deslumbrante momentos antes”, afirma uno de los personajes sobre la experiencia. “¡He aquí, sin embargo, una buena ocasión perdida de observar el otro lado de la Luna!”, comenta otro.
El vacío de Verne seguramente haya sido intencional. No fue falta de inventiva, sino una muestra del rigor científico con el cual escribió la novela, que buscó hacer creíble basándose en la información de que disponía; ya para ese entonces, decía el autor, “es opinión generalmente admitida, con arreglo a las observaciones selenográficas, que el hemisferio invisible de la Luna es semejante en su constitución al hemisferio visible”.
Esta obra también dio cuenta de una teoría sobre el origen de la Luna que hacía especial referencia al lado oculto: “Al convertirse en satélite, perdió la pureza nativa de sus formas, su centro de gravedad se adelantó al centro de la figura, y a esta disposición algunos sabios le atribuyeron la consecuencia de que el aire y el agua podrían haberse refugiado en la cara opuesta de la Luna, que nunca es visible para la Tierra”. De esta forma, se abría la posibilidad de que allí hubiera vida vegetal y animal e incluso seres inteligentes, pero, como ya sabemos, eso no es así.
Hace cuestión de una década se confirmó que en la Luna hay agua en estado sólido, pero no por el razonamiento anterior. La presencia de agua está confirmada en el polo sur, y no se ha descartado que también haya en la parte norte; en el fondo de cráteres, protegida de la radiación y del calor del Sol, quizás su temperatura sea cercana a -130 ºC. “En esa situación el agua es roca”, comenta el especialista en astronomía Alejandro Galli.
Las fotografías del Lunik 3 permitieron demostrar que tampoco había soviéticos por allí, cosa que se le había ocurrido al escritor de ciencia ficción Gerard Neyroud. En un cuento titulado “La guerra Tierra-Venus de 1979”, aparecido en 1959, Neyroud explica que el satélite terrestre, antes de ser abandonado por carecer de cualquier tipo de interés para rusos y norteamericanos, fue disputado entre ambas potencias. Según afirma, la Luna era territorio estadounidense “desde 1961, cuando los astronautas Joel C. Tagliaferro y Richard Roe aterrizaron con su nave en las orillas del Mare Nectaris”. Al tiempo “Rusia protestó vivamente, insistiendo en que Estados Unidos estaba interfiriendo en sus asuntos internos: ‘Como es bien sabido —dijo el portavoz del Kremlin—, la valerosa Fuerza Espacial Roja hace tiempo ha ocupado la cara oculta de la Luna y el planeta entero se conoce propiamente como las Repúblicas Lunares Socialistas Soviéticas’”.
Fuera de la ficción, un hecho que pasó muchos años ignorado es el Proyecto A119: en 1958 Estados Unidos consideró hacer estallar una bomba nuclear en el lado oculto de la Luna. En 1999, una biografía del astrónomo Carl Sagan dio cuenta de que este realizó “cálculos matemáticos sobre la expansión de la nube tóxica que dejaría una explosión nuclear en la Luna”. Al año siguiente el físico Leonard Reiffel confirmó al dominical británico The Observer la existencia del Proyecto A119, que él mismo dirigió. Indicó que “el propósito principal del estallido era proyectar una imagen de fuerza y mostrar nuestra superioridad militar. La idea era que la explosión produjera una nube gigante como un gran hongo para asombrar a la humanidad”. La potencia de la bomba, según el científico, debía ser “al menos” como la que se había lanzado sobre Hiroshima. Reiffel también comentó que hubiera sido “más efectivo que el estallido se produjera en el lado oculto de la Luna, ya que la teoría era que si la bomba explotaba al borde del satélite, la nube quedaría iluminada por el Sol”. A pesar de su viabilidad, el Proyecto A119 terminó siendo desechado.
Tiempo después, promediando los años 70 del siglo pasado, el escritor y científico Isaac Asimov —estadounidense de origen ruso— consideró que el mejor uso que se le podría dar a la faz no visible de la Luna era instalar allí un observatorio astronómico. Según publicó este prócer de la ciencia ficción en su libro ¡Cambio! 71 visiones del futuro, “cuando la Luna sea un mundo ajetreado, con mineros, ingenieros, electricistas, metalúrgicos y astrónomos trabajando allí, ¿irán también turistas? ¿Qué se podría hacer en la Luna? ¿Qué habría que ver?”. Aunque este autor reconocía que muchos turistas podrían contentarse con ver los centros Lunares de minería y divertirse experimentando una gravedad menor que la terrestre, en su opinión “la principal atracción turística en la Luna será su cielo, mucho más magnífico que el nuestro”. En la cara oculta, dijo más adelante, “durante dos semanas enteras puede estudiarse el cielo sin la molestia de ondas luminosas y de radio procedentes de la Tierra, del Sol y de la Luna. Sin nubes, nieblas ni polvo que interfieran (puesto que no hay atmósfera Lunar), reinará un silencio, por así decirlo, que no se puede encontrar en ningún otro lugar tan cerca de la Tierra”. Además, en el cielo Lunar las estrellas se mueven más lentamente, por lo cual los astrónomos dispondrían de períodos mucho más largos para su observación. Pero luego de esas dos semanas de noche continua, ideales para la observación del cielo, viene un período similar con luz solar, cosa que es un problema.
Continúa entonces Asimov: “Como es lógico, en cuanto sale el Sol todo se acaba. Es más, habría que retirar todos los instrumentos astronómicos bajo la superficie para evitar daños producidos por cambios repentinos de temperatura y por radiaciones duras”. Imaginó incluso que una “gran zona de la cara que mira en dirección contraria a la Tierra” fuese declarada “reserva astronómica”, en la que no se permitiría ninguna otra actividad más que la astronómica, para de esta manera preservar esa privilegiada visión. “Cabe incluso imaginar —aventura Asimov— una vigilancia aérea que patrulle sobre esta zona para cerciorarse de que ningún destello deje traslucir la ajetreada vida que bulle bajo la superficie o en las inmediaciones de los instrumentos”.
También el arte se ha ocupado del territorio selenita fotografiado en octubre de 1959. Sin ninguna duda la referencia ineludible es el disco de Pink Floyd titulado The Dark Side of the Moon (El lado oscuro de la Luna), que salió a la calle en marzo de 1973. Allí, en unos versos de Roger Waters se anuncia: “Y si las nubes explotan, truenos en tu cabeza, / tú gritas y nadie parece escuchar. / Y si la banda que integras empieza a tocar distintas tonadas / yo te veré en el lado oscuro de la Luna”.
Incluso el subcomandante Marcos —líder de los zapatistas de Chiapas— escribió unos versos que nombran la cara de la Luna que sólo contadísimos privilegiados han visto con sus propios ojos: “Y, al fin de cuentas / el lado oscuro vale más / porque brilla para otros cielos / y porque para verlo / hay que aprender a volar alto”.
Hasta ahora ninguna persona ha pisado el lado oculto de la Luna. Todos los alunizajes se han realizado en la cara visible, sobre la cual ya caminaron 12 astronautas, todos hombres estadounidenses.
En las últimas décadas la carrera espacial dejó de ser lo que era, una competencia vertiginosa entre dos potencias. Ahora se han sumado otros actores, como Europa, Japón, India y China. Incluso Israel intentó el alunizaje de una nave en abril de este año, pero terminó en fracaso cuando el aparato se estrelló sobre la superficie del satélite terrestre.
Un poco antes, hace nada, el pasado 3 de enero, una nave no tripulada se posó por primera vez en la cara imposible de ver desde nuestro planeta. La Chang’e-4 no es estadounidense ni rusa, sino de China. Entre otros experimentos, llevó algunas semillas y huevos de insectos. La carrera sigue. Esta historia continuará.