Poeta y dramaturga, Cecilia Ríos publicó en 1996 Cuentos de boliche, y su obra narrativa incluye otra recopilación de cuentos, Sigiloso dinosaurio (2011), y la novela Volver de noche, que obtuvo el primer premio Lussich, de la Intendencia de Maldonado, en 2017, y que fue editada este año. También este año resultó ganadora del concurso Narradores de la Banda Oriental su colección de relatos No fumes ni vayas a la guerra. El cuento que presentamos aquí aparece por primera vez.

—¡Quiero cerveza!

—Los niños no toman cerveza.

—¡Quiero!

La cara de Luana se frunce en un gesto airado y cómico, y los tres permanecen inmóviles, mirándola. Una mujer con un bebé en brazos tuerce la cabeza hacia ellos, y un niño mayor se acerca, atraído por los agudos gritos. El mozo limpia la mesa y se lleva los platillos vacíos.

“No se lo permitirán, no pueden permitírselo”. Nair ve a su hermano y su cuñada absortos ante la pequeña, como si no aceptaran que una criatura tan bella hubiese nacido de la conjunción de sus seres. Roberto aleja su jarra hasta el extremo de la mesa, y tapa la botella semivacía.

—No puedes tomar cerveza hasta que tengas quince años.

Luana se para sobre la silla y grita. Marisa la toma por la cintura y el resto de su cuerpo se agita como si fuese un pulpo, golpeando en todas las direcciones hasta rendirse en el abrazo. Se lleva el pulgar a la boca y se apoya contra el pecho de su madre.

—No podés hablarle así, ella no entiende lo que es tener quince años.

Roberto acaricia la mano de la niña y emite un suspiro ruidoso. Abre la boca para decir algo y la cierra con lentitud. Marisa y él buscan su mirada como una salida antes de llegar a la discusión abierta.

—Está bien ponerles límites, ellos lo necesitan. Mayra es parecida a Luana, siempre desafía las órdenes, y sus padres, en eso, son inflexibles.

—¿Cuántos años tiene Mayra?

—Cinco, y habla alemán perfectamente.

Marisa mira hacia la calle, y Nair piensa que ya ha tenido esa conversación. Mayra es una de las niñas de la casa donde trabaja. Los otros son Mateo y Gabriel, de cuatro y siete años. Sus padres son dueños de una empresa importante y salen temprano de casa. Es ella quien despierta a los niños, los ayuda a vestirse y prepara el desayuno. Revisa los uniformes, verifica que las mochilas tengan lo necesario para el día y los acompaña hasta que suben a la camioneta escolar. Es ella quien los recibe a las cinco y cuarto de la tarde, cuando regresan, y recibe el abrazo cariñoso de los niños, que le cuentan cómo ha sido su día. A las seis, Erika llama y ella hace el reporte de sucesos: Mateo se negó a entrar a la pileta, Gabriel trajo muchos deberes, Mayra tiene tos. A las ocho menos cuarto regresan los padres, y la cena está pronta.

—Puedes retirarte, muchas gracias por todo, Nair.

Intenta saludar a los niños, pero estos no le hacen caso. Entiende que necesitan la atención de sus padres, a quienes no han visto en todo el día, pero igual cree que deberían despedirse. La sorprende la indiferencia súbita de quienes hasta un minuto antes estuvieron pegándose a su cuerpo, haciéndole dibujos o pidiendo una galletita.

—Alemán... ¿para qué quieren que sepa alemán? Si fuera inglés...

—Estudian inglés en la escuela, también. Saben alemán porque la madre es alemana y quiere que en la casa se hable ese idioma.

—Y vos no entendés nada... ¡capaz que hablan mal de vos!

Ella sabe que no es así, porque hace más de un año que está con ellos y Erika le contó que ninguna niñera había durado más de tres semanas. Mauro, el padre, no habla alemán. A veces murmuran algo en inglés y ella se esfuerza en entender, pero sólo capta palabras aisladas.

—Me gustaría que Luana aprendiera inglés, pero sale muy caro.

—Yo puedo ayudarlos a pagar, si quieren.

—No hace falta, que aprenda en la escuela, no vamos a pagar un instituto.

“No pagan una clase de inglés, pero gastan en ropa que en pocos meses no le sirve, en juguetes que rompe. Aceptan sus caprichos como si fuese una princesa”.

Erika le prohibió usar la palabra “princesa” para dirigirse a Mayra. Le dio una lista de palabras lindas para decirle, y le sugirió que no abusase de ellas. Nair no recuerda el motivo por el que no puede usar “princesa” ni “reina”, que en su momento le pareció válido y sensato. Le gustaría compartirlo con Marisa y Roberto, pero no lo hará hasta tenerlo claro. En otras conversaciones ha dejado razonamientos por la mitad, y ellos se burlaron.

—Mejor que colabores con la bicicleta, es lo que ella quiere.

—Lo que ella quiere es la casita de Peppa Pig.

—Pero una bicicleta...

—Es muy chica todavía.

La conversación es como un globo que flota sobre sus cabezas, y ambos se esfuerzan por sostenerlo en el aire sin que se pinche, como una señal de respeto hacia ella, la única tía de Luana. Ella empuja hacia arriba el globo, con ánimo de complacerlos, de permitir que la charla se aleje del enfrentamiento y no derive en un silencio amargo después de los brindis jocosos.

—Luana es linda e inteligente, merece la casita y la bicicleta.

—¿Se parece a esos nenes que vos cuidás? ¿Tenés fotos?

—No me permiten sacarles fotos.

Los niños no eran tan bonitos como Luana, y los tres se ataban los cordones, se bañaban solos, ordenaban sus juguetes antes de dormir.

—¿No les sacan fotos? ¿Ni siquiera con el celular?

—Sólo los domingos, pero ese día yo no estoy.

Este detalle une a Roberto y Marisa en una mirada cómplice. Ellos comparten diez o quince fotos diarias de su hija, como la que sacan los dos casi al mismo tiempo, con Nair que ríe mientras aleja la cerveza de la pequeña mano ávida. Acercan sus celulares para mostrarlas. Es mejor la de Marisa, que exhibe la cara de la niña en primer plano, con Nair detrás.

—Se parece a vos, cuñada.

—Todos lo dicen... yo creo que es más linda.

Nair busca rastros de la belleza de Marisa a los dieciséis, cuando la conoció. Eran compañeras de clase. Marisa dejó el liceo porque no le iba bien en matemática, y porque se enamoró de su hermano. Se pintaba las uñas de violeta y vestía vaqueros negros adornados con tachas y cadenas, porque su primer novio era punk. No le gustaba la música, pero conservó el estilo. Ahora prefiere el reguetón, usa calzas animal print y tacos muy altos, para disimular los kilos que ha ganado. Sus ojos verdes siguen brillantes, aunque parecen estrechos, como si una fuerza los tirase hacia adentro de las órbitas, desde donde miran el mundo con desencanto. Sólo Luana devuelve la luz a su mirada.

—Cuando tengas un hijo cuídate, no hagas como yo.

“El pelo reseco y las manos llenas de cicatrices no tienen nada que ver con el parto, aunque sí con los caprichos de Luana. Un juguete menos al mes le permitiría un pote de crema humectante, una visita a la peluquería”. Marisa se parece cada vez más a su madre, con el abdomen distendido, la cara hinchada por la grappamiel y las series de terror como único deleite. Marisa tiene veintinueve años, Erika, treinta y ocho, y parecen de la misma edad. Decirlo es antipático, y no se le ocurre nada para responder al comentario, salvo que tener hijos le suena lejano.

—¿Y vos, no era que ibas a estudiar algo después de terminar el liceo?

Lo había intentado, pero ir a clase después de la jornada de trabajo era penoso en invierno, cuando debía esperar el ómnibus en la rambla desolada y el viento atravesaba su cuerpo cansado, que reclamaba el refugio de su habitación en el piso once de aquel edificio tan lindo.

—El año que viene me anoto en un curso de repostería.

Luana escarba con sus dedos el sándwich, del que extrae el queso, y tira las migas al piso.

—Hay que comer todo, el jamón, el pancito.

—No la obligues a comer, la doctora dijo que coma lo que quiera.

Nair envuelve el trozo de queso en una servilleta y se lo alcanza a la niña. Roberto les saca otra foto.

—Los crían para ser gerentes de banco, por eso aprenden idiomas. Los mandan a otros países a estudiar cómo jodernos a nosotros.

Nair piensa en sus tres pequeños amigos, desvalidos y sonrientes, y no logra verlos como hombres y mujeres poderosos, exhibiendo su prepotencia, hablando con autoridad a los demás. Sabe que serán ricos algún día: no les faltarán ropas caras, casas con vista al mar, viajes, autos relucientes. Un horizonte de caprichos y satisfacciones, en el que la infancia de rígidos hábitos y horarios quedará lejos.

¿Será eso una especie de compensación? Leyó en una revista que el universo busca el equilibrio. Lo que es malo hoy será mejor después, y viceversa, para que todo quede como en una balanza cuando el péndulo se detiene.

La noche avanza y el bar se llena de jóvenes alegres, con ganas de divertirse. Se han ido las familias que festejaron el sábado con panchos y refrescos, y una moza barre las servilletas alrededor de su mesa. Roberto paga la cuenta.

—Vamos, es hora de dormir.

Luana protesta, quiere permanecer en ese universo de luces tenues, risas y música.

—Vamos, en casa te presto el celular.

“Otro capricho más”. Nair abraza a la niña, que se enrosca a su cuello con ternura. Quisiera protegerla, que valore las cosas, que se parezca en algo a Mayra.

—A fin de mes, cuando cobre, le voy a comprar la casita que vos decís, si es lo que ella quiere.