27 de junio

Tres días para el final de mi beca. Alemania eliminada del Mundial. Dos catástrofes de distinta proporción: una personal, la otra nacional. El fin de determinados privilegios o ilusiones. Mientras tanto, abajo se prepara otro evento privado. Como ya es costumbre, hemos recibido un correo advirtiendo que no podemos pasar ni permanecer en las galerías, la escalera, la terraza o el patio del edificio. No deja de ser triste que una institución educativa como la Casa de Velázquez deba sostenerse alquilando sus instalaciones y su estatus francés a marcas que representan el summum de la frivolidad: licores, cremas antiedad, revistas de moda. Pero no es eso lo que nos deja a los residentes un gusto amargo, sino el hecho de que se pretenda que artistas e investigadores se escondan durante el evento en sus habitaciones espartanas, tan distintas del lujo burgués y patético de la fiesta, para no arruinar las fantasías de glamur de los invitados. Tal vez por eso el resto del tiempo la Casa de Velázquez necesite compensar con una seriedad absurda, demodé. Esos gestos —he llegado a creer— tienen como objetivo recordarnos a los becarios los círculos de privilegio, las jerarquías. Esas mismas a las que ellos renuncian, solícitos, durante los eventos.

Una vez, en Bélgica, dormí en un antiguo monasterio. Las habitaciones se parecían bastante a las que nos adjudican a los becarios en la Casa: una cama de una sola plaza, infantil, tan corta que varias veces he dormido con los pies afuera; un colchón viejo, de resortes, que te expulsa con un rebote acrobático cada vez que intentás encontrar una posición más o menos aceptable; dos frazadas de lana, de las que te hacen picar las piernas; las sábanas con remiendos o incluso con agujeros y rajaduras que se van extendiendo durante la noche. El resto de las comodidades incluye una silla y una mesa. Sobre la mesa, una lámpara. En la pared, un cuadro torcido de colores tan opacos y con tantas capas de polvo acumuladas encima que ya no se distingue la imagen. Tiene el marco roto. La varilla inferior, salida del lienzo, pende en diagonal con un peligroso clavo en la punta. Todo calculado, imagino, para anular cualquier tipo de placer, de ocio, para recordarte que no estás aquí para disfrutar de los placeres de la carne sino para ejercitar el músculo del rigor. Hacia el final de la tarde, los preparativos para la fiesta están terminando. Pusieron una alfombra roja en la escalinata y el hall, las copas brillan en una especie de pirámide de cristal, los monstruosos parlantes se camuflan entre las plantas del jardín, la encargada de la Casa se pasea con aire de perro guardián por el perímetro, vigilando que todo esté bien y que ningún zaparrastroso artista ose filtrarse entre la belleza sin edad de la alta burguesía.

Por la noche, las paredes retumban con los ecos lejanos de la música disco y las luces estroboscópicas. En la cocina comunitaria, la Reina y yo preparamos la cena. Los latinoamericanos siempre fuimos buenos en el arte del rebusque, y no nos molesta que las cacerolas no tengan tapas, que los cuchillos no corten, que la comida se pegue en las sartenes, que no haya utensilios básicos ni jabón para los platos. Los europeos no están tan contentos, se pelean por la única cacerola de tamaño individual; hay quien ha llegado a robársela durante días y esconderla en su cuarto. La Reina prepara una ensalada. Con cuidado, aparta unas hojas de lechuga y las deja sobre la mesada. “Son para Ramón”, dice, “se activa de noche”. Hace más de una semana que convive con un caracol africano gigante que compró para su pieza de videoarte y, ahora que ha terminado el rodaje, le preocupa qué hacer con él. No puede dejarlo en cualquier lado sin más. Imaginamos una catástrofe ambiental en los jardines de la Casa, similar a la que dejó Pablo Escobar con sus hipopótamos rosados en el río Magdalena. “¿Te imaginás?”. Nos reímos. Anticipamos una epidemia de caracoles gigantes entre las rosas y el césped perfectamente cortado. Ramón duerme dentro de un recipiente de plástico, sobre una cama de lechuga. “¿Cómo es un traficante de animales exóticos?”, le pregunto a la Reina. Ella dice: “Un hombre sin señas particulares”.

—¿Y quién gana esta noche, Serbia o Brasil?

La Reina, que no ha mirado un solo partido del Mundial, dice que Brasil.

—¿Según vos o según el Oráculo?

—Según Ramón.

El caracol Ramón es una especie de pariente lejano del pulpo Paul, aquel que vaticinaba los resultados de los partidos en el Mundial de Sudáfrica. Ya ha acertado en dos resultados fundamentales: Uruguay-Rusia y España-Marruecos.

28 de junio

Desayuné tarde. En la cocina estaban unos investigadores franceses con los que nunca hablo. Ojerosos, callados, con la cabeza gacha, se quejaban del ruido que no los había dejado dormir hasta altas horas de la noche. Sus habitaciones, sobre el pasillo de la tercera planta, dan directamente al patio donde se organizan las fiestas extravagantes. La mía, no. Por ser la única escritora de la Casa tengo el privilegio de dormir en una habitación con aires de mazmorra en el extremo más lejano, en donde ni siquiera llega la señal del wifi, con doble ventana que me aísla de los ruidos de la Casa y de la carretera. “¿Y esto va a ser así todas las semanas?”, se atreve a decir un francés, visiblemente malhumorado.

Katherinne Fiedler, alias la Reina, no aparece por ningún lado. La apodamos así por el desparpajo y la naturalidad con que da por sentado su derecho inalienable a los placeres de la vida. Hacia el mediodía nadie la ha visto en la cocina y le mando un mensaje de Whatsapp. “Estoy yendo a Móstoles”, responde, “a devolver a Ramón”. La Reina es algo así como el alma de la fiesta; a pesar de sus pequeños gestos de niña mimada, es una estoica capaz de caminar horas bajo el sol más inclemente buscando locaciones y de cargar un trípode de la preguerra, una especie de columna de cemento por toda la Casa de Campo hasta quedar con el hombro amoratado. Su trabajo no tiene el humor que la caracteriza, sino que resalta su lado nostálgico y delicado, preciso y bello. En el grupo de amigos (que apodamos “Conexión Velázquez” y que a mí me recuerda a esos dibujitos de los Gemelos Fantásticos) también está Rosalía Banet, cuyo inquietante trabajo con la comida y el cuerpo nos une en más de un punto. Admiro sus cuerpos mutilados, sus dibujos rojos, que me recuerdan a Louise Bourgeois y sus banquetes calcinados. Aunque fue la última en llegar, se ganó rápido el cariño de todos por su autenticidad, incapaz de ceder un centímetro de su ética como artista al precio del mercantilismo del mundo del arte. Javier Palacios, pintor minucioso, genio del color, introspectivo e hipersensible, amante de probar comidas exóticas (aunque luego su estómago le pase factura) y mi compañero fiel en todos los partidos del Mundial; Antonio Guerra, fotógrafo leonés, irónico y rebelde; y Mashe Grisales, la única investigadora del grupo, que —como auténtica colombiana— fue el verdadero elemento aglutinador, por no decir el corazón de la Casa. Por la mañana Mashe estuvo entrevistándose con un hermano capuchino y nos cuenta que el hombre le invitó una Coca-Cola. Antonio responde que, en realidad, a esa Coca-Cola la ha pagado él con sus impuestos. Yo lo tranquilizo diciendo que, en realidad realidad, a esa Coca-Cola la ha pagado el oro colombiano: un empate técnico. Ellos son los que me han mantenido cuerda durante cuatro meses de aislamiento, de frío cortante, lluvias inesperadas y ausencia de primavera. Mi Madrid 2018.

29 de junio

Último día de la beca, último día de este bálsamo irreal, este tiempo suspendido en medio de una vida a alta velocidad y una preocupación crónica por la subsistencia. O, como diría Levrero, la subexistencia. Durante los períodos de subexistencia del escritor freelance, una tiene la sensación de estar haciendo malabares con demasiadas naranjas; el ocio es casi inexistente y, cuando lo hay, se vive con culpa y miedo. Tengo las dos valijas abiertas y vacías en medio de la habitación. Mañana estaré en la playa (me he decidido a conocer el Mediterráneo) y, en cuatro días, en Bogotá. Bogotá la horrible, parafraseando a Salazar Bondy. Porque la fealdad de las ciudades latinoamericanas no es propiedad exclusiva de Lima. Como las personas feas pero feroces, Bogotá enamora por esos rasgos bellos y aislados que son el consuelo del enamorado: las montañas frondosas, la luz después del aguacero, los rincones detenidos en el tiempo. Vuelvo a una Colombia distinta, sin duda, gobernada nuevamente por la extrema derecha corrupta y criminal. Me fui de un país cuyo gobierno apoyaba el proceso de paz y regreso a otro que apoyó con odio la continuidad de la guerra. Miro alrededor. Me pregunto si extrañaré este paréntesis de bienestar, esta mazmorra austera pero alejada de los contratiempos de la vida cotidiana, esta ciudad amable. Las valijas abiertas parecen bocas vacías, premonitorias. Las llenaré con mucho más que ropa y libros, con expectativa y aprensión y el ánimo combativo que nunca nos ha faltado en el Sur.

30 de junio

Me voy, y por ahora no siento nada más que vértigo. Antes de las diez de la mañana ya tengo las valijas fuera de la habitación.

Como suele ocurrir con las fechas importantes, esas que anticipaste con aprehensión y para las que te preparaste como quien espera un tsunami de emociones, mi despedida de la Casa de Velázquez no tiene nada de memorable. Si consigno algo en este diario hoy es para decir que Uruguay ha dejado a Portugal fuera del Mundial, en uno de esos golpes impredecibles de épica charrúa.

1º de julio

Lo insólito: España eliminada. Escuché los penales en la radio de un pequeño bus sin aire acondicionado que me llevaba de Alicante a Altea. Tres días de mar antes de volver a Bogotá, la ciudad que cuelga de las laderas de la montaña. Otro paisaje. Hice este periplo de calor y humedad sólo para conectarme una vez más con las sensaciones de la infancia. Acaso lo logre. Lo que me impresionó del partido fue que la gente se mostrara tan poco eufórica, tan poco agobiada por la derrota. Son europeos, después de todo. Tal vez el primer mundo signifique eso, eliminar las bajas pasiones, no sublimar la carencia a través de un juego de poder simbólico: como un niño grande que mira con ternura los esfuerzos del niño chico por pelearlo con una espada de cartón.

La dueña del apartamento donde me alojo es una mujer policía. Cobra sentido cuando recuerdo la manera un poco intransigente en que se ha comunicado. La casa está llena de reglas: una hoja de instrucciones plastificada sobre la mesita de luz, carteles que cuelgan de las puertas de los armarios, recordatorios en las ventanas. Incluso cuando la intención es buena, las frases se expresan como una orden: “¡Sonríe!”, “En esta casa se es feliz”. Siempre me da miedo cuando alguien exige mi bienestar y desestima de un plumazo la mitad del espectro de las emociones humanas. La alegría no es sólo brasilera, dice Charly, pero yo imagino un círculo del infierno específico para aquellos que nunca se permiten estar tristes, que se tratan a sí mismos como si fueran coaches de vida. ¡Ánimo! ¡Tú puedes! ¡Eres genial! Subo la guardia cuando me cruzo con la dueña en la cocina. Algo en ella no coincide del todo: su sonrisa es amable, su cuerpo redondo y maternal, mientras me ofrece salmón ahumado, pero al mismo tiempo se muestra desconfiada, me mira, me calcula. Somos dos animales que se olfatean. Dice que quiere mucho a “los latinoamericanos” y yo vuelvo a sentir cómo mi guardia se levanta, densa, alerta a cualquier signo de ternura exotista. Pero ella enseguida cambia de rumbo y me cuenta que hace un año le dieron de baja en la Policía. Por enfermedad, dice, mientras las dos nos esforzamos por desmenuzar el salmón nervudo con los dientes. Dice que todos los días su jefe la mandaba a buscar inmigrantes sin papeles. El día antes de enfermarse, le tocó deportar a una viejita cubana que hacía treinta años que vivía en España. “¿Por qué?”, pregunto. “Le encontraron marihuana en la casa”. Al otro día despertó con un dolor generalizado que provenía de adentro. Fibromialgia, señales nerviosas de dolor sin causa aparente; sin cura, tampoco. Como si el cuerpo entero gritara. Desde entonces vive de alquilar el apartamento a los turistas, y cuando vienen más de tres al mismo tiempo ella, su hijo y el perro deben juntar sus cosas y pasar unos días en la casa de algún familiar. Cada tanto nos llega el sonido del televisor, la voz exaltada del relator de fútbol. En la sala, su hijo de siete años mira el partido de Croacia.

2 de julio

Altea está llena de turistas nórdicos. La parte alta es un pueblo perfecto, conservado con orgullo. La gente se viste bien para cenar en las terrazas, podría decirse que nadie es feo y que nadie tiene menos de tres hijos, que los niños son rubios y se visten como si fueran adultos en miniatura, al último grito de la moda. La parte baja es un balneario que me recuerda a Piriápolis, el más clásico de los balnearios uruguayos, con una arquitectura que ha envejecido mal, la amplia rambla de baldosas de colorines y una buena dosis de estilo kitsch playero. ¿A qué vamos las personas a un balneario? Vamos en busca del tedio, de la repetición atolondrada de los mismos gestos. Levantarse, desayunar, organizar los petates, arrear a todo el mundo a la playa (uno se atrasa; otro olvidó los lentes de sol, vuelve a entrar; alguien grita; alguien enciende el motor del auto; alguien dice “prendé el aire acondicionado”; alguien pone música; alguien se queja “dejá quieto ese celular” o advierte “¿te pusiste protector?”). Organización y organización, para luego obtener la recompensa del ritual: bañarse, salir del agua, secarse, volverse a bañar. No se puede hacer mucho más, de ahí el descanso. El descanso no proviene de la inmovilidad sino del hecho de no tener que elegir nada, reducir las opciones al mínimo posible. Como siempre, la angustia disminuye en la medida en que no hay que tomar decisiones que nos definan. Por eso me gustó el cuento de Nic Pizzolatto “Tumbas de luz”, sobre ese hombre cuya mujer sale a hacer ejercicio y nunca vuelve. Los cuentistas norteamericanos siempre dan en el clavo del núcleo más humano y perverso. Con la desaparición de su mujer, el hombre reconoce haberse ganado un permiso tácito para destruir su vida, para el autoabandono y otras formas de la violencia. Recién cuando su mujer desaparece él logra valorar todo lo que ella le daba y que él había sutilmente despreciado. Pero, sobre todo, entiende que, incluso con su muerte, ella ha tenido un gesto digno y generoso: lo ha convertido en el hombre trágico, le ha dado un sentido a su existencia y, de esa manera, él se ahorra la angustia existencial de definir su propia identidad.

Le escribo a la Reina y me cuenta que, en la Casa de Velázquez, no ha habido una sola noche sin fiesta. “Ya no se puede dormir”, dice, y yo imagino la escena como una especie de “Casa tomada” en la que mujeres en stilettos, con la cara inexpresiva de tanto maquillaje, van desplazando a los residentes hasta dejarlos afuera, en pijama, mirando por las rejas del gran portón.

4 de julio

En Madrid desde anoche. Las personas melancólicas no deberíamos abandonar nunca la gran ciudad. Ni bien subí al metro en Atocha me golpeó el olor desagradable a sudor y suciedad. Recordé lo que decía Javier sobre los pies como lugares íntimos mientras miraba las sandalias finas de las mujeres, con la mitad de los dedos o el talón afuera, rozando el suelo, embadurnándose de una mugre que sólo es posible en las grandes aglomeraciones. Aun así, algo me reconfortó. Tiene razón Vivian Gornick cuando dice que la ciudad hace soportable la soledad. Los que vamos solos por la vida no deberíamos exponernos a tanta felicidad ajena (real o impostada), tantos niños nórdicos y parejas aplicándose protector solar en la espalda.

Ayer Colombia quedó afuera del Mundial en un partido de infarto que ilustra bien el ethos del país, la alegría y la tragedia como parte de lo cotidiano. Ahora sí, el retorno es inminente.

6 de julio

Llegué por la noche a Bogotá, lo suficientemente tarde para que el taxi pudiera ir disparado por las calles vacías, apenas aminorando la marcha en los semáforos rojos de las esquinas donde deambulan hombres harapientos y sin zapatos. Las tiendas enrejadas, las vitrinas oscuras, pilas de basura en las esquinas. Es extraño llegar a una ciudad a la que llamás hogar y en la que, sin embargo, nadie te espera. Pienso otra vez en Vivian Gornick: “Estaba sola y siempre lo había estado”.

Por la mañana fui a hacer mercado y, de regreso, casi no me da el corazón para subir la colina. “Dos mil seiscientos metros más cerca de las estrellas”, dice el eslogan de los bogotanos. Aquí el cuerpo te exige, reclama tu atención, te recuerda que existe y que tus piernas son un lastre que arrastrás montaña arriba, en dirección del gigantesco muro vegetal. Aunque en Bogotá no hay estaciones, al parecer estamos atravesando una especie de invierno. Hice todo el camino bajo una garúa que de a poco me fue helando los huesos. ¿Qué esperaba? Aquí nada es amable. Esto es América Latina, la lucha contra los elementos, contra la naturaleza indómita y feroz, contra todo tipo de ambiciones humanas —y del más allá—.

Por la tarde fui al centro a hacer un trámite, a practicar ese deporte nacional que es la burocracia. Al bajar del bus, vi una cantidad de gente amontonada. En el centro de la ronda había dos ciegos. Uno de ellos tenía un parlante colgando del cuello al que estaban conectados los micrófonos. Los dos tenían los ojos fruncidos, como si recibieran un sol muy brillante en la cara. Miraban hacia arriba, hacia un techo de nubes bajas y una llovizna por la que ningún bogotano abriría un paraguas. Cuando se largaron a cantar a voz en cuello, con las cabezas pegadas como siameses, reconocí el tema de Los Enanitos Verdes que tantas veces sonó en mi infancia.

Estoy parado sobre la muralla que divide / todo lo que fue de lo que será, / estoy mirando cómo esas viejas ilusiones / pasando la muralla se hacen realidad.

Se acabó la épica. Uruguay también quedó afuera del Mundial.